Naya
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«Su pasión se convirtió en una obsesión. La búsqueda acabo con su vida.»
La tragedia del Naya, un territorio azotado por grupos armados, une los caminos de un activista dispuesto a buscar justicia a toda costa, una soñadora que quiere cambiar el mundo y un idealista que sacrifica su vida en busca de la verdad. Sin embargo, aunque traten de ser íntegros, quedarán atrapados en una red de inmoralidad. Sometidos a la voluntad de hombres poderosos cuya única determinación es proteger sus intereses económicos.
Paula Alejandra Gómez Osorio
Paula Alejandra Gómez Osorio es psicóloga, especialista en psicología de familia. Además, cuenta con un máster en prevención de conductas adictivas. Su trabajo en reconciliación, reparación y atención de víctimas del conflicto armado en Colombia la motivó a centrar su atención en cómo romper el círculo recursivo de la violencia. Sus escritos, reflejo de su convicción en la posibilidad de cambio del ser humano, buscan generar atención sobre los valores que deben fortalecerse para crear una sociedad más respetuosa de la diversidad humana y del medioambiente.
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Naya - Paula Alejandra Gómez Osorio
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.
Naya
Primera edición: junio 2018
ISBN: 9788417447199
ISBN eBook: 9788417447670
© del texto:
Paula Alejandra Gómez Osorio
© de esta edición:
, 2018
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
I
En sus movimientos se notaba la ferocidad de sus veinte, años que a él ya le pesaban. Graciano Ulcué empezó a formar parte de las luchas sociales desde los catorce años, y a los diecisiete era uno de los líderes más fuertes de la zona. Recogió su pelo largo en una cola, dejando al descubierto un rostro de mirada penetrante y sincera en el que se apreciaba la ascendencia indígena. Era hermético y reservado. Muchos lo veían enigmático y especulaban sobre su vida personal, pero no la tenía, su vocación era su lucha y le guardaba absoluta devoción.
Abrió la ventana y respiró profundo, en un intento para recobrar su habitual tranquilidad. Pero su enojo persistió, no entendía cómo un programa que abogaba por la conservación abría con el eslogan de la Nacional de Papeles: «Preservamos el medio ambiente». Giró, con movimientos de felino, y apagó el televisor con indignación. Le dolía lo que le hacían al Naya, su tierra. Trecientas mil hectáreas, divididas políticamente entre el departamento del Cauca y el Valle del Cauca, que abarcaba desde la orilla del mar hasta los páramos, enlazando el océano Pacífico y la cordillera occidental. Una tierra tan rica y variada en cultura como en sus suelos, irrigados por los ríos San Juan de Micay, Naya y Yurumanguí. Graciano conocía todo el territorio, realizó largos viajes a lomo de mula, en balsas a lo largo de los ríos, y a pie, falto de aire, por los páramos. La lucha no era únicamente por los derechos de su gente, los nasas. Reconocía como hijos de su madre tierra a los afrodescendiente y a los campesinos mestizos.
Ulcué estaba hospedado en Cali en un hotel de cinco estrellas, pagado, precisamente, por la Nacional. Dirigentes de la compañía acordaron una reunión con los líderes de las marchas, que se organizaron en protesta por el fracaso de la firma del Acuerdo de Jamundí. La empresa se comprometió a no seguir ampliando las zonas de monocultivos de pino y eucalipto hasta que se definiera la extensión del resguardo al que él pertenecía. Sin embargo, inventaron que encontraron unos cultivos de pancoger en las tierras de la compañía. Y argumentando que los indígenas incumplieron lo pactado continuaron su expansión, manifestando que reforestaban debido a que los pobladores del lugar acabaron con los bosques endémicos, cuando ellos mismos se encargaron de tumbarlos para poner sus monocultivos más rentables. Adicionalmente, movieron toda su maquinaria, y con el Estado de su lado, impidieron que se definiera el territorio del resguardo.
Graciano se organizó y bajó a encontrarse con sus compañeros, algunos con posturas extremas. Él no quería ser radical, prefería encontrar una solución. La reunión la inició el director de algo. «Solo vamos a hablar con el dueño», señaló uno de los líderes. El ejecutivo no perdió la compostura y se tomó un buen tiempo para explicar por qué él era su representante. A regañadientes, los líderes aceptaron que la reunión se realizara con él. Se observaba el mismo número de personas de la empresa que de la comunidad, ambos tenían a alguien encargado de tomar notas y un asesor jurídico. Más que una muestra de organización, era una de desconfianza.
Después de momentos tensos, y de un espacio que duró el día entero, la Nacional de Papeles acordó frenar su expansión en la zona. Los aportes de Ulcué, que medió, fueron fundamentales. Los líderes, felices, se fueron al restaurante y se pasaron de tragos celebrando. Nadie notó la ausencia de Graciano.
—¿Graciano Ulcué? —quiso confirmar la asesora jurídica de la empresa. Cuando él respondió afirmativamente, lo invitó a una reunión privada con el director.
—Mi querido Graciano, muchas gracias por sus aportes —saludó el director, ignorando la mirada de suspicacia del hombre.
—Cuénteme en qué le puedo ser útil —concretó el nasa agresivamente.
—Vamos a financiar una iniciativa para la comunidad, una empresa de conservación forestal. Y por sus habilidades de mediación nos gustaría que formara parte del proceso.
—No conozco la propuesta, ¿quién se la presentó?
El proyecto era una idea de la compañía, lo vislumbraba como una salida a sus problemas en la zona. Sería la fachada, con unas escuetas iniciativas de conservación, para cubrir la entrega de dinero a la guerrilla por dejarlos trabajar en el Naya, proteger sus cultivos y controlar la población. Los pagos se realizarían a través de algunos de los socios de la naciente empresa, familiares de los guerrilleros. El proyecto también asumiría la compra de tierras y los nuevos proyectos de explotación en la zona. Incluir a Graciano era una forma de «sanear» el proyecto, y aparentar tener el aval de los indígenas.
—La presentó una firma conservacionista que contratamos. Entre sus recomendaciones está unir esfuerzos con la comunidad para proteger la biodiversidad del territorio —detalló el director.
—Pero si lo que ustedes hacen es todo lo contrario.
—Graciano, fue gracias a usted que pudimos llegar a un acuerdo. Nosotros no nos vamos a ir del Naya, pero sí podemos trabajar con la comunidad para minimizar el impacto negativo de nuestra presencia.
Luego de un largo cruce de argumentos, Graciano aceptó la oferta, convencido de la intención de la compañía de sacar provecho de una parte del Naya y conservar el resto de la zona. La nueva empresa, la Asociación Selvático Naya S. A., inició la explotación forestal en la región ese mismo año, corría 1991. En consecuencia, el nombre de la Nacional de Papeles no figuró en las nuevas explotaciones de la zona y quedó como respetuosa de los territorios ancestrales. Las muertes de líderes que se oponían a los avances de la explotación forestal, que fueron muchas, se atribuyeron a retaliaciones entre campesinos e indígenas, relacionadas con la tierra, o a problemas por la presencia de grupos armados ilegales. Pocas veces tocaba a Selvático Naya S. A., y siempre dejaba por fuera de sospechas a la Nacional. Mientras, la proliferación de bosques de pinos y eucaliptos avanzaba a pasos desmedidos, invisible a los ojos de todo un país.
Cuando Ulcué pudo ver con claridad en qué estaba enredado, era demasiado tarde. El temor a sus socios de empresa, mayor a la Nacional, por sus insidiosas estrategias, que, a la misma guerrilla, y las comodidades financieras con las que contaba lo tenían acorralado.
II
El obispo era un hombre afable, de un carisma difícil de resistir, y con la capacidad de conectarse con todo el mundo. La gente lo percibía honesto, afectuoso, y llegaban a creer ciegamente en lo que decía, hipnotizados por su voz profunda y rítmica. Llevaba treinta años al servicio de Dios y pensaba que su vocación lo había enfrentado con todo en la vida. Decía luchar por la dignidad de todos los hombres y predicar las enseñanzas de Jesús. Era un hombre culto que desdeñaba a quien no tuviera una buena educación, o al menos una familia de tradición que lo respaldara. Aseveraba que todo ser humano debía ser amado y aconsejado, y que la espiritualidad era fundamental en la vida de todos.
Barisiqui era santandereano, pasó su niñez en San Gil, y cada una de sus vacaciones, antes de entrar al seminario, en la casa de sus abuelos paternos en Charalá. Allí surgió su necesidad de hacer honor a su linaje de caciques y convertirse en el líder de muchos.
Su madre fue una mujer de temperamento fuerte, de pelo rubio y ojos verdes, que se veía como la única alemana en su linaje. Su tatarabuela paterna, la esposa de un comerciante que llegó desde Dresde a esas lejanas tierras colombianas a mediados de 1800 y perdió la cordura por su tatarabuelo, un indígena de la etnia guane. Ella le inculcó el amor por la Iglesia, movida por la certeza de que su hijo estaba destinado al sacerdocio. Lo llevaba todos los días a misa y le enseñó que no había nada que un rosario bien rezado no podía lograr. Él creía lo que su madre le decía, pero lo que realmente lo convenció de entrar al seminario fue la posibilidad que vio en este de escalar socialmente, algo que advertía imposible si seguía siendo un campesino.
Ella, con los años, desarrolló un odio profundo por su marido, un hombre recio y trabajador. Pero no pensó en dejarlo a pesar de repudiarlo, porque era un pecado capital. Y cuando su confesor le preguntaba cuál pecado capital era, ella contestaba que el de la pereza, por no hacer lo suficiente por quererlo como era. La animadversión de la madre de Barisiqui por su esposo era porque, según ella, él la engañó. Y, en vez de ponerse al frente de tierra de sus padres, optó por ser jornalero en una hacienda de citadinos.
Monseñor desconfiaba de la mezcla de razas, seguro de que los pensamientos y sentimientos de los hijos de Dios serían más puros si su sangre no fuera combinada. Pero no era el único prejuicio que tenía Barisiqui, pensaba que los menos favorecidos económicamente lo eran no por desventajas sociales, sino por diferencias intrínsecas al ser humano, menospreciando el discurso de las brechas históricas entre indígenas, afros y blancos. Argumentaba que el problema no era ese y garantizaba ser un ejemplo de que si se quiere se puede.
La carrera de monseñor fue próspera y de rápido ascenso, sabía rodearse bien y mostraba a sus superiores que podían confiar en él de forma incondicional. Desde que se ordenó a los veinticuatro años, contó con la extraña suerte de poder escoger el lugar en que quería estar, Bucaramanga, donde podía cuidar a sus padres.
Se mantuvo en esa ciudad hasta 1988, cuando debió elegir entre seguir cerca a la familia, ahora con su madre sufriendo una enfermedad terminal y su padre con una demencia, o ser obispo de la diócesis de Apartadó. Curtido por las intrigas del mundo sacerdotal, equivalente a los tejemanejes en política, que movían desde intereses internacionales hasta parroquiales, optó por aceptar el puesto en Urabá, pensando que era mejor ser cabeza de ratón que cola de león.
Allí siguió trabajando por sus prioridades, la educación, fiel a lo que le inculcó su madre, que culpaba a la falta de ella todos los grandes males de la humanidad. Y la paz, convencido de que la segunda no se lograría sin la primera. Y así como en Bucaramanga consiguió que una de las universidades más importantes del país abriera una cátedra de paz, lo logró también en Apartadó con la ayuda de varios organismos internacionales. Sagaz, calculó el impacto de estos socios en su carrera.
—¿Qué los motivó al venir a estas apartadas tierras? —le preguntó monseñor a un grupo de jóvenes que trabajaban para una ONG humanitaria a la que fue invitado a dar un discurso. Entre los asistentes se encontraba Ignacio, un sociólogo que llegó a Urabá pocos días después de monseñor Barisiqui, luego de tomarse unas breves vacaciones para estar con su familia en Bogotá al finalizar un proyecto de inmersión cultural con los kogui en la Sierra Nevada de Santa Marta. Sin embargo, no disfrutó la estadía, percibía la capital atiborrada y desorganizada. A pesar de haber crecido en la capital, se sentía en su ambiente en sitios más rústicos. Los días que le prometió a su familia que estaría en su casa se le hicieron eternos. Hasta que finalmente llegó el momento de partir. Escogió trabajar en Apartadó, fascinado por los estudios de caso de su facultad, Sociología, sobre la situación de conflicto del Urabá Antioqueño, rodeado de municipios caribes y del imponente Darién, región hostigada por la violencia y las diferencias sociales, bendecida y maldecida por la bonanza bananera. Él era uno más de un grupo de idealistas que llegaron cargados de ilusiones y concepciones políticas de una mejor sociedad. Vivían de amontones en casas que alquilaban, o compartiendo el espacio con familias que los acogían. Eran perfectamente identificables del resto de la población, pero no entre ellos, parecían copiados unos de los otros. La misma descripción servía para los hombres y para las mujeres: ropas holgadas, mochilas wayuu, pelos desordenados, y una fortaleza en sus cuerpos que dejaba ver la buena crianza. La mayoría en sus veinte, empeñados en hacer de esta experiencia una que ayudara a mejorar el curso del país. Viajaban a toda la zona, en camperos tipo Frankenstein, armados con partes de diferentes automóviles, sin sentir la incomodidad de las carreteras todavía de tierra y rocas.
—Yo quiero ser parte del cambio. Actuar para que este país modifique las dinámicas nocivas que lo han regido por décadas —respondió Ignacio con el idealismo a flor de piel.
—¿Y si cambiar el país requiere que mantengamos el statu quo?, ¿que apoyemos esa hegemonía que ha controlado el país históricamente? —preguntó monseñor para instigar a su audiencia. Luego de una hora de disertaciones sobre la distopía y la utopía de Colombia, Barisiqui se despidió con una bendición y dejando al auditorio asombrado con su discurso. Al obispo se le grabaron un par de rostros por sus ingeniosas respuestas, uno de ellos fue el de Ignacio, a quien se volvió a encontrar atendiendo una emergencia humanitaria en un caserío olvidado del mundo. Monseñor detalló al joven sociólogo y quedó impactado por su vocación para ayudar. Cuando Ignacio iba a montarse en el campero público para volver a la Apartadó, Barisiqui lo invitó para que se volviera con él.
—¿Ayudas para sentir que haces algo por los más necesitados? —le preguntó el obispo a Ignacio.
—No, monseñor, lo hago para volver a equilibrar las cosas. Esas personas ya están alejadas de las oportunidades para tener unas condiciones de vida más equitativas, y la violencia las aleja cada vez más —reflexionó Ignacio. Y Barisiqui, que estaba interesado en tener a un profesional laico en su séquito, le ofreció que trabajara para él, pensando que esa respuesta era mejor a la que estaba esperando que dijera. Antes de llegar a Apartadó, ya Ignacio había aceptado el empleo.
—Qué coincidencia que nos encontráramos en ese lugar y que usted estuviera buscando una persona como yo —comentó Ignacio. A lo que monseñor contestó con una de sus frases habituales:
—En la vida no hay casualidades, solo infalibilidades que acompañan a los hombres que van de la mano de Dios.
Ignacio siguió ciegamente a Barisiqui durante cinco años, convencido de sus buenas intenciones. Se dedicó de lleno a apoyarlo en su causa ayudando a las viudas y los huérfanos, víctimas de las acciones de las autodefensas en la zona. Documentó los programas promovidos por monseñor, y también formó parte de la cátedra que más quería él, de paz y reconciliación, en uno de sus tantos programas de formación. Sin embargo, empezaba a ver las verdaderas motivaciones de monseñor Barisiqui. Entreveía, en sus frases hábilmente construidas, que creía necesario que sucediera lo que ocurría en la región. Las autodefensas querían el control y se iban con todo su poder contra los campesinos para, según ellos, restablecer el orden y la seguridad que la presencia de la guerrilla les arrebató. Y en 1993, cuando la amistad que tenía monseñor con Mauricio Méndez no podía enmascararse con la voluntad de aconsejar a una oveja descarriada, Ignacio empezó a sentir que todos los ideales por los que trabajó carecían de honestidad. La fascinación por monseñor se fue acabando, y empezó a despertar