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Casi un hombre
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Libro electrónico189 páginas2 horas

Casi un hombre

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Información de este libro electrónico

Sobrevivió, a un coste muy alto, transformándose en un ser violento y controlador.

Marcado por la muerte violenta de su padre, Andrés es arrojado a una vida de adulto que lo aleja de lo que le es familiar: el mary la selva.

Como no puede recuperar el imperio del contrabando construido por su padre, acepta ser piloto de un marimbero de Santa Marta. Y al ver que no asciende en la red a la que pertenece, trata de manejar la frustración con amoríos en los que sí tiene el control.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento4 ago 2018
ISBN9788417533496
Casi un hombre
Autor

Paula Alejandra Gómez Osorio

Paula Alejandra Gómez Osorio es psicóloga, especialista en psicología de familia. Además, cuenta con un máster en prevención de conductas adictivas. Su trabajo en reconciliación, reparación y atención de víctimas del conflicto armado en Colombia la motivó a centrar su atención en cómo romper el círculo recursivo de la violencia. Sus escritos, reflejo de su convicción en la posibilidad de cambio del ser humano, buscan generar atención sobre los valores que deben fortalecerse para crear una sociedad más respetuosa de la diversidad humana y del medioambiente.

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    Casi un hombre - Paula Alejandra Gómez Osorio

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Casi un hombre

    Primera edición: julio 2018

    ISBN: 9788417505394

    ISBN eBook: 9788417533496

    © del texto:

    Paula Alejandra Gómez Osorio

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    I

    La pequeña barca seguía su destino, ajena al suplicio de Andrés, que pensaba destruirla con todos los que llevaba. Era una embarcación pequeña; estaba seguro de que lograría hundirla si conseguía poner todo el peso de un solo lado. Respiraba agitadamente y le ardía la piel con la cercanía de los asesinos de su padre. Su cuerpo era pura desesperación, pero el bote siguió su curso y la furia quedó atrapada en su cabeza; fue incapaz de hacer un solo movimiento que lo llevara a la destrucción de sus enemigos y la de él mismo. Se despreció, detestó su instinto de supervivencia, aborreció que las ganas de vivir fueran más fuertes que el odio contra quienes le causaron tanto sufrimiento.

    Luego de una hora de trayecto, los captores de Andrés atracaron en una playa y cambiaron la embarcación por una más grande y rápida. Cuando caía la tarde, llegaron a Buenaventura. Andrés fue entregado a la Policía y, de un momento a otro, se encontró en un calabozo húmedo y maloliente que hubiera sacado de quicio a cualquier ser humano. Para su joven cerebro fue mucho, no resistió y se quebró. Divina, gracias a los contactos de su tío Aquilino, lo ubicó y fue a visitarlo. Intentó ser fuerte, pero apenas lo vio tirado en un rincón de esa horrible celda fétida, sucio y sollozando, no pudo contenerse y empezó a llorar con él. Intentó calmarlo sin tener éxito, lo limpió y logró que tomara algo de agua; estaba totalmente deshidratado. No hablaron, no había nada que decir. Los dos tenían el corazón despedazado. Divina salió más intranquila de lo que llegó; suponía que Andrés no iba a estar bien, pero lo que encontró fue peor que todo lo imaginado. Luego, sin darse cuenta, llegó a la casa de su madre.

    —¿Cómo está el muchacho? —preguntó ella. Divina percibió frialdad en el tono de la pregunta y arremetió con vehemencia.

    —Es tu culpa, todo esto es tu culpa. Maldita bruja egoísta, mataste a Luis y ahora vas a acabar con Andrés.

    Para su madre, la reacción fue una muestra de su aflicción y se condolió. Ansiaba hablar, exponer sus razones, pero su hija no le dio tiempo; salió corriendo de la casa.

    Divina necesitaba una explicación para lo que estaba viviendo. Para ella, únicamente algo extraordinario podía darle sentido a todo el tormento que la rodeaba. Y lo encontró en la ocasión en que su madre maldijo a Luis cuando se enteró de que él, al igual que su padre, también extranjero, un holandés, la engañó a ella.

    Deyanira llegaría a Buenaventura esa noche. La expectativa de poder ver a su hijo no la dejaba dormir; justamente el día anterior, pudo localizar a Andrés gracias a una llamada de Aquilino. La conversación fue incómoda y extraña.

    —Doña Deyanira, habla con Aquilino. Yo era colaborador de Luis en Bahía Solano, la llamo para avisarle que ubiqué a Andrés —dijo él en cuanto la esposa de quien fue su jefe y amigo por mucho tiempo contestó.

    —Sí, Aquilino, yo sé quién es usted. Mil gracias, Dios lo bendiga —contestó ella en llanto.

    —Señora, ¿puede estar mañana por la noche en Buenaventura? —preguntó él.

    —Sí, señor, yo viajo ya mismo —respondió ella en tono desesperado.

    —Doña Deyanira, hospédese en el hotel Estación. Ahí, en el restaurante, se va a encontrar a las seis de la tarde con una joven llamada Divina. Es mi sobrina, ella pudo visitar hoy a Andrés —le indicó él.

    Deyanira guardó silencio, luego dudó antes de preguntar:

    —¿Quién es ella? ¿Es la novia de Andrés?

    Aquilino suspiró. No creía que ese fuera el momento apropiado para que la señora se enterara de todo, pero algo así nunca tendría un momento adecuado para decirse; entonces decidió soltarlo de una vez.

    —Doña Deyanira, ella fue mujer de Luis y tuvieron dos niñas. Es muy cercana a Andrés, lo cuidó como a un hermano —se decidió a decir.

    Deyanira quedó confundida, no sabía qué sentir. Tal vez Luis estuvo más tiempo internado en la selva o viajando que a su lado, pero no lo imaginó capaz de tener otra familia. Estaba indecisa entre creer que la obsesión por la concesión maderera era porque la veía como una opción para salirse del contrabando o porque le permitía estar en Bahía Solano con otra mujer. El dolor de la traición se sumó al padecimiento de la pérdida, pero la prioridad seguía siendo Andrés.

    —Gracias, Aquilino, por la honestidad. No hay un buen momento para saber una verdad como esa —expresó finalmente, confirmando lo que presuponía Aquilino. Así se organizó el encuentro de las dos viudas.

    El duelo por la muerte de Luis y el sufrimiento por la difícil situación de Andrés facilitaron la reunión. No hubo espacio para competencias, celos o muestras de superioridad; ninguna de las dos estaba para juegos. Deyanira se sentó en el comedor para esperar y, en cuanto vio a una esbelta mujer que parecía de bronce, supo que era Divina. Ella se acercó sin vacilar.

    —Buenas noches, Deyanira —saludó.

    —Buenas noches, Divina —respondió Deyanira—. Siéntese, por favor.

    Divina obedeció. Hubo un momento de silencio, aunque sin incomodidad; estaban definiendo qué tema se debía abordar primero.

    —Yo no sabía que usted existía. En cuanto lo supe, lo dejé —se adelantó a decir Divina a manera de disculpa. Luego la voz se le quebró. También quería decir que se arrepentía de haberlo abandonado y que hubiera preferido ser menos digna y haber tenido la oportunidad de disfrutar los últimos meses a su lado.

    Deyanira tenía un hueco profundo en el corazón. Sus ojos, más amarillos que de costumbre, estaban aguados. Pero no tenía la fuerza para llorar, el desconsuelo era muy grande.

    —Ya no importa —murmuró casi sin aliento.

    —Pude ver a Andrés. Está muy mal, hay que sacarlo rápido. No quiero alarmarla, pero yo creo que puede morirse si sigue ahí —prosiguió Divina, muy alterada, cambiando al asunto que era urgente. Deyanira tenía en el pecho el vacío de quien se enfrenta a un abismo. Divina lo notó en su cara, entonces le agarró la mano y la sujetó con fuerza para evitar que se cayera. Ese momento selló la unión de las dos viudas.

    Aunque Deyanira creía saber con qué se encontraría cuando fue a ver a Andrés, no tuvo palabras para describir el estado de su hijo. Divina tenía razón, Andrés podía morir; no comía, estaba ido y su estado de deshidratación seguía igual. Cuando salió, llamó a Pedro Lorea.

    —Pedro, te lo suplico, haz que saquen a mi hijo de la cárcel, se va a morir —pidió con tanta congoja que Lorea tuvo que contener las lágrimas. Lorea sentía profundamente la muerte de su socio y le tenía un gran cariño a Andrés. En una ocasión se lo dijo a Luis; era el hijo que hubiera querido tener. Estaba haciendo todo lo posible, moviendo sus influencias, como hijo del ahora expresidente de la República, para que trasladaran a Andrés a Cali mientras todo el asunto se aclaraba. Acusaban al joven de haber asesinado a dos lancheros nariñenses, pero nadie sabía realmente qué había pasado.

    Lorea tenía un abogado al frente del caso. Colgó con Deyanira y llamó a la secretaria para que lo contactara. Mientras tanto, se quedó revisando nuevamente dos noticias en las que daban cuenta de los hechos. Sacudió las hojas del periódico El Diario. Era la noticia que más le dolía por irreal; reportaron que Andrés era el asesino de su padre. Luego revisó el ejemplar del diario El Tiempo, en el que narraban que a Luis lo mató la gente del pueblo en represalia por la muerte de los lancheros. Cerró el periódico y suspiró, mirando por la ventana a los oficinistas que caminaban por la avenida Séptima, acomodándose las chaquetas, que resultaban incómodas en el calor del mediodía de la Sabana de Bogotá.

    Después cogió el abrigo y salió.

    —Voy para la oficina de Patricio. Por favor, dile al abogado que viaje a Buenaventura —le solicitó a la secretaria. Se fue caminando, sintiendo en las pocas cuadras que separaban las dos dependencias los rayos inclementes del sol, que anunciaban una gélida noche.

    Lorea llegó a la oficina de su amigo, saludó a la secretaria y ella, amablemente, lo dirigió a la oficina de Patricio sin anunciarlo. Casualmente, él también estaba revisando en los periódicos las noticias de la muerte de Luis.

    —¿Qué vamos a hacer por ese muchacho? —preguntó Lorea.

    —Hola, Pedro, estaba pensando en ti —respondió Patricio sin sorprenderse—. Tenemos que mover cielo, tierra y mar; es lo menos que podemos hacer.

    Consideraba estar en deuda con la familia de Luis. Creyó injusto que lo retiraran del Servicio Vasco de Información y no descartaba que ese incidente estuviera relacionado con su muerte. Sus aliados, los estadounidenses, veían como un peligro que otras agencias siguieran utilizando sus servicios. Los hombres se quedaron discutiendo opciones y pensando en personas claves que pudieran ser de ayuda.

    Trasladar a Andrés de Buenaventura a Cali no resultó tan fácil como Lorea y Patricio creyeron. Ellos, que vivían sus vidas en la capital y se encontraban con el desparpajado y boyante Luis esporádicamente, no imaginaron que hacer funcionar las cosas en el Pacífico fuera tan complicado. Las relaciones y la burocracia del interior parecían insuficientes frente a las dinámicas de Buenaventura. Todos estaban desesperados, hasta que, quince días después de que Andrés fuera recluido, lograron el milagro. El joven fue transferido a una cárcel en Cali, en la cual sus condiciones, lejos de ser óptimas, parecían perfectas comparadas con el lugar de encierro en el Puerto.

    Sin embargo, no sabían quién asesinó a Luis, ni la relación del asesinato de los dos lancheros con el suyo. Por su parte, Lorea estaba convencido de que el Lazarillo, el otro socio de la concesión maderera, estaba involucrado. Adicionalmente, para hacer todo más complejo, no existían registros en la Policía de la entrega de Andrés como culpable de la muerte de los dos lancheros. Era difícil imaginar las razones de los asesinos para preferir que el joven viviera e inculparlo de unas muertes que nadie sabía cómo ocurrieron, a matarlo al lado de su padre. Tampoco concebían que los asesinos tuvieran algún criterio moral para dejar a Andrés vivo porque tenía dieciséis años. Todos esperaban con ansiedad que el joven hablara de lo sucedido; pero cuando Andrés estuvo preparado para contar lo que pasó, fue una narración carente de detalles, llena de lagunas, con personajes sin rostros y sin continuidad temporal.

    Contó que estaban en una lancha, a una media hora de Bahía Solano, que salieron a dar un paseo porque Luis se iba al día siguiente y que, de pronto, apareció otra embarcación con gente desconocida y armada. Su padre se preocupó y volvieron a buscar tierra lo más rápido que les permitió el motor. Llegaron a los manglares y allí se escondieron. En la noche fueron al caserío y Luis logró escabullirse hasta la casa de Aquilino. Él le dio comida y le dijo que, en la mañana, para no levantar sospechas, pues suponían que los hombres que los buscaban tenían algún informante, les llevaría combustible para que huyeran. Pero Aquilino no llegó y, cuando decidieron salir del manglar para ver qué pasaba, se encontraron con los hombres que los seguían. Uno de ellos apuñaló a su padre por la espalda. Luego recordaba estar en una lancha con seis personas, incluido el que le dio la puñalada a su padre; posteriormente, un cambio de embarcación. Los acentos podían ser de cualquier parte del Pacífico, y de los rasgos físicos no recordaba algo particular. Intuía que los dos lancheros cayeron cuando su padre tiró unos tacos de dinamita a la lancha que los perseguía, antes de que lograran esconderse en el manglar, pero lo omitió. Se rehusaba a que el recuerdo de su padre fuera marcado por esas muertes.

    —¿Sabes dónde está el cuerpo? —le preguntó su madre.

    —En el manglar que está cerca de la casa de Divina, pero no recuerdo el lugar exacto —respondió Andrés con amargura. Él, que era un marino experimentado y que conocía la zona mejor que las palmas de sus manos, debería estar en condiciones de ubicar el lugar preciso en el que quedó el cuerpo. Sin embargo, por más que lo intentaba, no lo lograba. Pero todo llegaba en sus pesadillas, en las que, noche tras noche, volvía al momento de la muerte de su padre y luchaba contra los asesinos para sacar el cuerpo agonizante de debajo de las raíces del manglar.

    Ya con Andrés en Cali, en unas condiciones más dignas, Deyanira tuvo la cabeza para concentrarse en el proceso contra su hijo. Aspiraba a que saliera rápido y sabía que se lograría con influencias. Se reunió con cada uno de sus amigos y familiares, al igual que con todos aquellos que conocía que tuvieron alguna relación con Luis y lo apreciaban. Además, llamaba todos los días a Patricio y a Lorea para contarles los avances y preguntar si tenían alguna novedad.

    Su laboriosidad dio frutos. Tres meses después de llegar a Cali, Andrés fue liberado. Deyanira lo llevó a la finca de la familia en Fredonia para que se recuperara. Contrario a su carácter habitual, Andrés no se opuso. Lo esperaban su hermana Pilar, su hermano Euskadi, su tía Inés y su tío Pedro Nel. Fue recibido con una mezcla de alegría y abatimiento. La muerte de Luis era un duelo difícil de llevar para todos, que, sumado a lo que le pasó a Andrés, les causaba una pena casi insoportable.

    Rápidamente, fue evidente para Deyanira que Andrés necesitaba algo diferente. En cuanto se levantaba, salía e iniciaba largas caminatas,

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