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El hombre que amaba demasiado: El hombre que amaba demasiado, #1
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El hombre que amaba demasiado: El hombre que amaba demasiado, #1
Libro electrónico125 páginas1 horaEl hombre que amaba demasiado

El hombre que amaba demasiado: El hombre que amaba demasiado, #1

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Información de este libro electrónico

Historia de crímenes basada en un hecho real. Un detective tratará de desvelar la verdad tras la duda.

IdiomaEspañol
EditorialLaura Pérez Caballero
Fecha de lanzamiento10 nov 2024
ISBN9798227241467
El hombre que amaba demasiado: El hombre que amaba demasiado, #1

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    El hombre que amaba demasiado - Laura Pérez Caballero

    «Todo hombre es como la luna: tiene una cara oscura que a nadie enseña» Mark Twain

    ATARDECER DE JUNIO DE 1989

    El pitido del tren se superpone sobre los demás sonidos del atardecer de una noche de verano. No es que haya demasiados sonidos en el lugar que transita, grillos, alguna lechuza que ulula a lo lejos, algún ladrido... lo habitual a las orillas de una zona dedicada a huertos con descampados intercalados entre ellos. Después barro, pues el día anterior todavía cayó un buen chaparrón, y las piedras que delimitan la entrada hasta los raíles.

    El pitido es insistente, molesto, como el de un niño al que acaben de regalar un silbato y no pueda dejar de soplar a través de él con el consiguiente arrepentimiento de sus padres.

    Sin embargo, el cuerpo no se mueve.

    El cuerpo, sí, porque el maquinista está seguro de que es un cuerpo lo que está viendo, todavía a la suficiente distancia como para advertirle y que le dé tiempo a cambiar de idea, pero a tan poco espacio que la frenada para salvarle de no ser así sea imposible. De todas formas lo intenta, mientras no deja de escucharse el sonido del pitido que adelanta la desgracia. Como la mano impaciente y harta del padre que le arranca al niño el silbato de la boca, la máquina de hierro, imponente, con sus grandes ruedas, también arrebatará la vida a ese cuerpo que no responde a sus señales.

    Está ya tan cerca que puede ver con claridad que es una mujer. Parece joven, aunque no puede saberlo a ciencia cierta. Ya casi es de noche, el tren va rápido, la nebulosa que le empaña los ojos ante el terror no le permite distinguir apenas la realidad de una torpe pesadilla que sabía posible desde que consiguió el oficio de maquinista.

    Intenta apartar los ojos, cerrarlos. Ya no hay nada que pueda hacer. El caballo de hierro galopa sobre el bulto tirado sin inmutarse. Ni siquiera nota el golpe, como si no hubiese pasado nada.

    Como si se tratara de un pésame, hace resonar de nuevo el pitido, largo, agudo, doloroso. Los pasajeros no saben que es un grito de dolor, aunque notan que el tren va perdiendo velocidad.

    El maquinista se dispone a dar aviso a las autoridades.

    MADRUGADA JUNIO 1989

    Las doce y media de la madrugada no son horas para recibir una llamada. Ángel lo sabe. Trastea con su mano sobre la mesita hasta encontrar las gafas, se incorpora al tiempo que se las pone. Escucha a su mujer susurrar "

    «Está sonando el teléfono». Vaya, piensa, no me había dado cuenta. Ella se queda en la cama, pero se incorpora hasta sentarse. Él sale atravesando el pasillo a oscuras, pasando la mano de forma inconsciente sobre cuatro pelos canosos y rebeldes, y llega al pequeño mueble recibidor donde el aparato sigue sonando con insistencia.

    —  A ver —dice, tratando de disimular la voz de alguien a quien acaban de arrancar del sueño, de una cama caliente, tranquila, con el olor familiar de sus sábanas y de su mujer. Son las doce y media, debería estar enfadado por una llamada tan inoportuna, pero algo le dice que nadie llama porque sí a esas horas y en el fondo ya se espera lo peor.

    —  Sí, sí, ¿dónde dice? ¿Están seguros? Sí, sí, vale, yo informo a mi familia. Muchas gracias.

    Cuelga.

    Encarnita ha encendido la luz de la habitación y eso le facilita a Ángel la vuelta por el oscuro pasillo, pero no le alivia el peso que arrastra, la niebla que no se disipa a pesar de la bombilla de la lámpara de la mesita de noche. Se deja caer sentado al borde de la cama. Ella espera. Espera un poco más y va desalojando el aire de un suspiro como un globo que se desinfla lentamente.

    —¿Qué pasa?

    —Tengo que llamar a Salomón.

    Encarnita se lleva una mano al pecho que vuelve a subir, a inflarse, a soltar el aire en un suspiro quejoso. A su hermano Salo, solo lo llama Salomón cuando ha pasado algo grave, y una llamada a esas horas no augura buenas noticias.

    —¿Tus padres? —pregunta ella. Como si se tratara de un acertijo. Como si no tuviera frente a ella, sentado dándole la espalda, al hombre que lo puede resolver sin falta de jugar a las adivinanzas.

    —Mi hermana.

    MADRUGADA  JUNIO 1989

    Ángel era el mayor. Un año después había nacido Salomón y, en su afán de tener una niña, Soledad volvió a quedarse embarazada y dio a luz a Trinidad, la ansiada princesa de la casa.

    A fin de cuentas, ya tenían a un rey, Salomón, quien desde bien pequeño dio muestras de sus dotes de mando y en poco tiempo se comió el año que le separaba de Ángel para convertirse en el verdadero hermano mayor.

    Salomón, rey de reyes, rey justo entre los injustos. Sabía cómo tratar a sus súbditos  y estos caían rendidos ante él. Como en el gran juicio en el que las madres se disputaban al bebe vivo de entre dos muertos, él había propiciado el encuentro entre Trini y Vicente y les había dado su bendición.

    Se ocupaba de casi todos los asuntos familiares y siempre había sido como un escudo protector para sus padres y hermanos, como el salvavidas o el bote al que agarrarse cuando un problema te estaba ahogando.

    Así que Ángel no lo duda. Vuelve al recibidor y descuelga el teléfono para marcar el de de su hermano. ¿Conocería la noticia? ¿Le habrían llamado también a él? La Guardia Civil le había dado a entender que no cuando le preguntó si se encargaría él de avisar al resto de la familia.

    La mano le tiembla mientras marca con parsimonia los números, atento, concentrado para no equivocarse, porque la noticia le ha traspasado el cerebro y algo dentro de él parece haber dejado de funcionar.

    Salomón se ocuparía. Salomón se ocupaba de todo, aunque esta vez no creía que tuviera el poder de Cristo para resucitar a los muertos.

    —A ver —responde la voz de Salomón tras cinco pitidos interminables.

    —Salo, soy yo. Me acaba de llamar la Guardia Civil —la voz se le quiebra—. Es Trini, la han encontrado en las vías del tren.

    Un momento de silencio. Un espacio infinito entre los pensamientos de los dos hermanos en aquel momento.

    —Ángel, tranquilo. Explícate bien. ¿Me estás diciendo que a Trini la ha atropellado un tren?

    Ángel se pasa la manga del pijama bajo la nariz goteante.

    —Sí, bueno, dicen que se ha tirado ella.

    No puede seguir hablando. El sollozo le ahoga, le empuja, le bambolea como una racha de viento que puede hacerle perder el equilibrio en cualquier momento y tirarle al suelo, o arrastrarlo lejos, muy lejos, como le gustaría estar en ese instante.

    —¿Lo saben los papas? —pregunta Salo.

    —No, bueno, no sé, no me han dicho nada. Que avisara yo a la familia. No sé, no sé, no tengo ni idea de por qué me han llamado a mí.

    Se produce otro silencio.

    —¿Sabes dónde ha sido?

    Ángel asiente desde el otro lado del teléfono, como si su hermano pudiese verle.

    —Sí.

    Encarnita se ha levantado y está a su lado. Quieta, con su camisón blanco parece un fantasma. Ángel ruega porque no le toque. Le recuerda a la muerte y no quiere sentir una mano gélida sobre su hombro.

    —Vístete. Te paso a recoger en unos minutos y vamos a casa de los papas.

    Ya está. Salomón lo arreglará todo. Siente un terrible alivio y se deja llevar por el llanto. A pesar del frío, agradece el abrazo de su esposa.

    MADRUGADA JUNIO 1989

    Ángel está esperando por Salo en la puerta del portal. Encarnita, que

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