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Al oeste del sancti spíritus
Al oeste del sancti spíritus
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Libro electrónico264 páginas4 horas

Al oeste del sancti spíritus

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Un western latino con una calidad sorprendente y una contundencia a la que no hacen sombra los mayores exponentes del género. En él seguimos las vicisitudes de la familia Espinosa, que encuentran una veta de galena argentífera en una mina cercana. Tras el descubrimiento, los Espinosa se negarán a ponerle a la mina el nombre del General que manda en la región, lo cual tendrá consecuencias terribles. Dolor, venganza, sangre y plomo se dan cita en esta novela inolvidable.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento18 jul 2022
ISBN9788728370551
Al oeste del sancti spíritus

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    Al oeste del sancti spíritus - Dionisio Martínez

    Al oeste del sancti spíritus

    Copyright © 2012, 2022 Dionisio Martínez and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728370551

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    AL OESTE DEL SANCTI SPÍRITUS

    Don Ursicino levantó la taza de café a la altura de la boca, la sostuvo en vilo durante unos segundos y volvió a colocarla completamente llena en el velador, junto al quinqué. Se pasó la lengua por los labios y continuó:

    —Aquella noche, el padre y el hijo, que no era hijo carnal, caminaban monte a través con las cabezas gachas, no por sentirse derrotados o humillados por nadie, ni por la vida, sino para escrutar cada piedra que pudiera ofrecer algún indicio de mineral metálico. Había luna llena, y llevaban los ojos clavados en el suelo, muy abiertos, porque la codicia no les permitía cerrarlos. Iban al acecho de algún brillo que no fuera el de las estrellas que esa noche tan clara se dejaban ver poco. Buscaban algún barrunto de pirita de hierro o de galena argentífera, pero no puedo asegurarles que se toparan realmente con la ahorcada. Ese es el lado oscuro de esta historia. Alguien me dijo que vislumbraron una sombra en el suelo, levantaron la cabeza y vieron a una dama colgada de la rama de un pino. Llevaba una falda negra hasta los pies y estaba descalza. Una media de algodón le cubría hasta más arriba de una pantorrilla y tenía completamente desnuda la otra pierna. La miraron a la cara para ver de quién se trataba. No la conocían, pero descubrieron que tenía algunas muelas de oro.

    Recorrió con el dedo índice el borde de la taza y, con la vista en el suelo como si quisiera ocultar la bizquera, se extendió en las razones que le hacían creer que la historia era falsa. Se fiaba muy poco de la persona que se la refirió y algunos detalles no le cuadraban bien.

    ¿Cómo pudieron verle, aunque fuera muy luminosa la noche, las muelas a la ahorcada y distinguir la naturaleza del metal de que estaban compuestas o forradas? ¿Cómo se detuvieron, en una ocasión tan dramática como aquella, en apreciar si la muerta iba calzada o descalza y si llevaba o no medias? Esas precisiones casaban mal, por otro lado, con el hecho de que llevara una falda hasta los pies. Así se lo objetó al relator, el cual le aseguró, en defensa de la veracidad de la historia, que los ahorcados tienen la lengua fuera y, aunque les tapa la dentadura inferior, no les oculta el resto de las piezas dentales, en especial si la noche es ventosa como la que albergó estos hechos y el cadáver se balancea en el aire. Sobre lo de las piernas y la falda larga eludió cualquier explicación.

    Parpadeó el quinqué y don Ursicino extendió el brazo, asió la ruedecilla reguladora de la mecha con las yemas de los dedos, la giró y, como la llama se elevó hasta el mismo borde del tubo de cristal, volvió a girarla en sentido contrario y lo apagó. El salón quedó iluminado únicamente por el resplandor anaranjado de un atardecer que anunciaba mucho viento para el día siguiente.

    Atrapó después el rizo plateado que se le escapaba de una de las cejas, lo hizo rodar entre los dedos y comentó que quien le contó esta historia le refirió también que, cuando se marchaban de aquel lugar, el padre dijo que era de la opinión de que se trataba de un muerto reciente y el hijo le preguntó de qué lo deducía. Dudó el padre si contestarle o no y se decidió a decirle que ellos debían ser los primeros que veían a la ahorcada ya que si otros la hubieran visto antes, fueran mineros o arrieros o lo que fueran, le habrían arrancado las muelas. El muchacho se interrogó en voz alta sobre si se habría ahorcado ella misma y el padre respondió que suponía que sí, por la misma razón.

    El abogado y sus oyentes estaban sentados en sillones de mimbre de altos respaldos en el Círculo Minero de Herrerías. Los oyentes eran tres forasteros de miradas huidizas, vestidos con ropas que, muy probablemente, ellos no habían estrenado.

    El abogado se dejó de atusar la ceja y prosiguió:

    —Llegaron a su casa cuando cierta claridad anunciaba el amanecer, se comieron un trozo de pan y una sardina seca cada uno y se echaron a dormir. El padre en el cuartucho en que tenían la cocina y el colchón. Su mujer estaba acostada y se desplazó hacia la pared para hacerle sitio. El hijo se fue a la cuadra donde, echada sobre la paja, ya estaba durmiendo la mula. —El abogado le pidió al camarero una copa de coñac y se mantuvo en silencio mientras se la traían. Tras dar un largo trago, y después de dejar la copa junto a la taza de café, continuó—: Cuando el sol estaba como a una cuarta por encima de la cumbre del Sancti Spíritus, el padre entró en la cuadra, le acarició la testuz a la mula que estaba ya sobre sus cuatro patas y sacudió por un hombro al muchacho, dormido todavía. De esto y de lo que sigue —dijo—, no albergo la menor duda. Sé que es cierto, y que fue así, no les diré por qué. Al menos, por ahora. El chico se levantó, se restregó los ojos con los puños y dijo que en ese preciso momento soñaba que se habían encontrado con una ahorcada que tenía dos dientes y dos muelas de oro. El padre le respondió que no se trataba de un sueño, sino exactamente de lo que les había ocurrido unas horas antes y que, por otra parte, la ahorcada solo tenía de oro algunas muelas. No nos encontramos con nadie, ni vivo ni muerto, dijo el muchacho, yo distingo muy bien lo que pasa de lo que sueño. Anoche había luna llena, ¿no es cierto?, inquirió el padre. El muchacho le respondió que no basta que se dé alguna coincidencia entre lo que se sueña y lo que ocurre en la vida real para que haya de descartarse que se ha soñado algo, y lanzó la hipótesis de que podrían haber tenido los dos el mismo sueño. El padre insistió en que aquello había pasado y que resulta imposible que dos personas tengan el mismo sueño, y el hijo le respondió que a veces suceden cosas que no parece posible que sucedan. Discutieron con cierto acaloramiento y, después, bajaron con la mula a Herrerías. Llegaron al poblado, se dirigieron a casa del barbero y le pidieron una escalera. Se la prestó sin preguntarles para qué la querían, como si ya lo supiera o se lo imaginara, amarraron la escalera a la bestia y volvieron sobre sus pasos. ¿Sabes exactamente dónde está la ahorcada?, le preguntó el padre al hijo. El muchacho condujo la mula al lugar donde vio a la muerta en su sueño. Aquí no puede ser, protestó el padre, aquí no hay ningún pino y la vieja estaba colgada de un pino. El hijo no dijo nada y el padre, tras un largo silencio, comentó que quizá había pasado alguien por allí y se había llevado a la muerta. ¿Para qué se la iba a llevar?, preguntó el hijo. Para enterrarla. Incluso en esta tierra hay gente con caridad cristiana, aunque no tengo la menor duda de que, cristiano o no, le habrá arrancado las muelas antes de darle sepultura. Y el pino... ¿dónde está?, preguntó el hijo. No le contestó el padre y se sentaron en una piedra caliza grande y rugosa y contemplaron un atardecer como el que estamos viendo ahora —el abogado señaló a la ventana con la barbilla—. Después de algo así como una hora, el padre dijo: En cualquier caso, este es un buen sitio para cavar. —El abogado dudó y carraspeó—. No sé a ciencia cierta si cavaron en ese o en otro lugar, pero sí que, no mucho después, dieron con el manto de azules o de los azules y, en él, con una enorme bolsada de mineral de plomo argentífero.

    Los tres individuos que escuchaban la historia alegaron que sus obligaciones no les permitían demorarse más tiempo y, poniéndose los sombreros, se marcharon.

    LA FORTUNA

    Rogelio entró en la casa seguido por el muchacho, y llevaba en la mano la piedra envuelta en el pañuelo. La colocó sobre la mesa, separó las cuatro puntas del pañuelo y lo extendió sobre la madera ante los ojos de su mujer. Era del tamaño de un puño apretado. Angulosa, con los vértices truncados y las aristas biseladas. Un octaedro imperfecto de un inseguro color gris. Tenía una sombra azul en el gris e intensos fulgores plateados sobre manchas blanquecinas que parecían cuajos de leche en los labios de un recién nacido.

    La mujer suspiró sin mirar la galena.

    —Es la veta más grande que he visto en mi vida —dijo Rogelio. Los ojos en la roca, la boca seca.

    El muchacho acarició la piedra con la mano y reculó, apoyó la espalda en la pared y dio dos golpecitos con el occipital contra ella manteniendo su punzante mirada gris en el trozo de roca.

    —No hay más de tres o cuatro palmos de agua en el pozo. Podemos explotarla solos.

    La mujer puso sobre la mesa un plato hondo con habas secas hervidas. En sus ojos toda la desolación que puede ubicarse en dos puntos brillantes, como si el hoyo abierto en la montaña le hubiera sido sustraído a su cuerpo.

    Las habas flotaban en un líquido turbio y humeaban. Rogelio y el muchacho se sentaron y las devoraron en unos segundos. Una cuchara de madera en la mano diestra de Rogelio y otra en la zurda del muchacho.

    Después de dominar un acuoso ataque de tos, la mujer se sacó un pañuelo del escote y escupió en él, lo miró, lo dobló y volvió a guardárselo en el seno.

    —Voy a enseñarle la piedra al General y a decirle que no seguimos con él —dijo Rogelio.

    —No tienes tú dinero ni arrestos para sacar una mina adelante.

    —No me va a faltar dinero con este mineral —Rogelio señaló la piedra con la cuchara—. Se lo voy a pedir al usurero.

    —Te va a sacar los hígados.

    —Hay plomo y plata en esa mina para comprar todos los hígados del mundo.

    Rogelio se levantó, se dirigió a la ventana y la abrió. En un alambre sujeto a dos escarpias clavadas en el marco tenían espetadas tres caballas sobre las que revoloteaba media docena de moscardones. Los apartó con un manotazo al aire, pellizcó una y se llevó el trozo a la boca.

    —Le faltan un par de días para curarse —dijo la mujer.

    —Qué más da.

    —Les ha picado la moscarda —dijo el muchacho—. Están podridas.

    Rogelio cogió una silla y la sacó a la puerta. Llenó de picadura la cazuela de la pipa, prendió la yesca y la acercó al tabaco. Se puso la pipa en la boca y, tras expulsar una bocanada de humo, se sentó colocando las piernas a cada lado del respaldo de la silla.

    El viento levantaba remolinos de tierra, azulados, amarillos, morados, también algunos verdosos, que se elevaban, corrían tambaleantes por el monte y se desvanecían como ectoplasmas polvorientos.

    En la pendiente, unos mugrientos cardos, algunos palmitos y dos o tres tarajes medio secos sujetaban la vieja terrera. Una raquítica vegetación pardusca y renegrida, doblada por la brisa.

    La mujer terminó de lavar los cacharros de cocinar y tiró el agua del lebrillo por la ventana. Después encendió el candil de aceite y lo colocó sobre la mesa, junto al trozo de mineral. Se sentó y confeccionó una bolsa uniendo entre sí los laterales de un trapo gris. Realizó cuatro incisiones en la bolsa, los reforzó con hilo negro, atravesó los cuatro ojales con una cuerda y metió la piedra dentro.

    El muchacho salió fuera, se apoyó en la pared de adobe, cerca de la puerta, y se fue deslizando hacia abajo restregando la espalda contra el muro hasta quedar sentado en una piedra.

    —No se mueve una hoja en la Sierra si el General no lo consiente —dijo.

    —Ahora somos tan ricos como él y la ley se va a poner de nuestra parte —le respondió Rogelio, se levantó la gorra y se pasó la mano por los cabellos sudados que le circundaban la calva.

    —El General tiene más de cincuenta minas.

    —La nuestra vale por las cincuenta.

    Rogelio entró en la casa, vació la ceniza de la pipa en los restos de brasa del hogar, cogió la bolsa con la piedra y se la colgó al cuello. Se quitó la ropa, extendió un colchón de virutas de corcho en el piso, contra el muro, se echó en él y se tapó con un grueso cobertor rojo con dibujos geométricos.

    —Te pedirá alguna garantía —dijo la mujer en la penumbra.

    —No hay mejor garantía que esta piedra —dijo y acarició la bolsa—. Tengo además la escritura de mis tierras.

    La mujer se quitó el vestido, se dejó sobre el cuerpo una larga saya y, levantando el cobertor, se acostó entre el hombre y la pared.

    —¿Te va a servir de algo esa escritura?

    —Es una buena finca.

    —Para los alacranes.

    —De ella hemos comido hasta venirnos aquí —dijo Rogelio y puso una mano sobre el pecho de la mujer.

    La mujer separó bruscamente la mano del marido de su cuerpo, se volvió hacia el muro y se apretó contra él.

    —¿Comido?

    Fuera, las ramas desnudas de la higuera parecían cargar con la cúpula del cielo, y el perro, amarrado al tronco, levantó los ojos hacia los primeros parpadeos de las estrellas.

    El muchacho entró en la cuadra, encendió una vela y la dejó sobre el borde del pesebre, extendió dos capas de paja en el suelo, le acarició el lomo a la mula y se acostó sobre la paja, encogido, con la cabeza rozándole las rodillas, como en el vientre de su madre unos catorce años antes.

    Una ráfaga de viento apagó la vela y se durmió.

    Una especie de ceniza luminosa se elevaba sobre el perfil de los cabezos. Soplaba viento fuerte de donde se esperaba que apareciera el sol. Un planeta indiferente y mudo, allí debajo, que tenía en su interior la bolsada de galena que él y su padre habían visto y tocado antes que nadie porque habían arañado el monte como locos. Toda la fortuna del mundo. Tenía las mejillas hundidas y comenzaban a brotarle algunos vellos mustios encima de la boca. Llevaba cinco años en la Sierra y creía que 1848 iba a ser un año como otro cualquiera. Humeaban las llamas de los candiles en el pozo, restallaban sobre el aceite y se estiraban a cada uno de sus resoplidos de fatiga, y apareció la galena entre el polvo. El corazón se le apretó en el pecho porque todo podía cambiar. El padre de su padre y el padre del padre de su padre fueron propietarios de cinco pedregosas fanegas de tierra a más de treinta leguas al sur, y los habían enterrado en ese secarral con los estómagos vacíos. No trabajaron para nadie ni en la tierra de nadie, y ese retal de suelo propio no les dio para comprarse en el camposanto espacio suficiente para un hombre tumbado. Aparecieron buscadores de brazos como perros olisqueando carne. Al sur del Sur, donde todo era tedio y angustia, y poco más. Les bastaba decir que al norte, en una sierra innominada, la plata y el plomo estaban a flor de tierra y cualquiera podía cogerlos y quedárselos. Solo se requería que fueran hasta allí, abrieran los brazos y esperaran. Les escuchaban cautelosos y aparentemente despectivos pero después subían un grado o dos del meridiano atravesando parajes de tierra seca y cuarteada, y así la sierra sin nombre iba llenándose de hombres codiciosos y mal encarados. Rogelio los oyó y subió. Y con Rogelio, él y su madre y sus dos hermanas. Dos niñas frágiles como el cristal que se quebraron en el camino. Él, con solo nueve años, arrastraba, como todos, su alma impía imantado por la inmensa riqueza que les estaba aguardando. Pasaron mucha hambre en ese viaje, pero el hambre no era para ellos algo nuevo. El humo envenenado de las fundiciones y el hedor de los muertos, de alguna forma, les iban marcando el camino. Sus dos hermanas enfermaron. Dos niñas pálidas y ojerosas que no tenían aún los cinco años, Tuvieron que detenerse y hospedarse en una mala posada porque los angelitos no aguantaban más tiempo, y en la posada se murieron. Las dos, tres horas se llevaron una y otra, y las sacaron de allí Rogelio y él sin que los viera nadie. Las cargaron en la mula, a las dos juntas, y se fueron con ellas al campo abierto. No tenían dinero para frailes ni entierros, y en un barbecho, a una legua de la posada, las enterraron debajo de un árbol solitario de desconocida especie. Era un bancal en el que no había caído una gota de agua en muchos años. El árbol estaba torcido hacia el poniente y parecía de piedra. Cavaron y tocaron roca pronto, y siguieron cavando, pero en cuanto empezó a anochecer las metieron en la zanja que habían conseguido abrir y las dejaron con menos de un palmo de tierra por encima. La madre les preguntó al volver si el hoyo que habían hecho era profundo y le contestaron que habían hecho lo que habían podido. Arribaron los tres como almas en pena a un lugar olvidado del mundo desde que un incendio legendario hizo bajar rumorosos arroyos de plata de las colinas destripadas. Ahora, cicatrices en la piedra abrasada del monte. Llegaron a una patria que no era su patria, ni la patria de nadie, y en ella encontraron terreras abandonadas y cuatro cabras y cuatro cardos y ninguna memoria, y se habían dejado los códigos y el alma en la tierra de origen. Llegaron como estaban llegando muchos otros y sabían que allí se quedarían porque pronto se deshace la senda que te trae y se borran las huellas que has dejado. No hay caminos de vuelta. El recuerdo se convierte en vaho. En las tapias de las fundiciones de plomo con la mampostería aún fresca y en las terreras viejas solo proyectan su sombra desconocidos rostros asustados. Rogelio trabajaba en una galería propiedad de un arrogante general. Una escombrera. Una mina abandonada durante diecinueve siglos de la que no se sacaba casi nada. Ni para pagar su jornal y el de un viejo minero al que le faltaba un brazo y era tuerto. Infértil como las fosilizadas caracolas al norte de los cerros. Un derrumbamiento enterró al viejo en polvo y rocas y el General pensó que era mejor dejar la explotación de aquello. Mejor está cerrada. Rogelio se ofreció a explotarla por un porcentaje de lo que consiguiera sacar. Aceptó el General, que le gustaban más los partidarios que los mineros a salario fijo y, con su ayuda (él había cumplido once años) y con la ayuda de la mula que se habían traído de Dalías, iban sacando algo para darle al General su parte y comer malamente. El mundo no había sido creado del todo en esos barrancos, se estaba haciendo poco a poco, y él tenía un sentimiento oscuro de comienzo y contaba con algunas ventajas. Sabía muy bien lo que quería y tenía claro, como cualquier minero, lo que tiene el mundo por debajo. La Sierra pertenece a los que encuentran algo en ella, lo registran, pagan las contribuciones y lo que haya que pagar y son capaces de mantener la mina como propia. Tienes que haber llegado antes que los otros y seguir vivo, y eres rico. Rogelio y el muchacho, además de explotar la escombrera del General, buscaban por la noche algún asomo de mineral. Por donde fuera. En los pétreos pliegues y verrugas del monte que se les pusieran delante de los ojos. Y cavaron, encontraron indicios de algo bueno y siguieron cavando. Bajaban y se arrastraban como lombrices en la tierra, y una noche dieron con algún asomo de galena. La desesperación y el hambre les iban empujando hacia lo hondo. Un par de varas o algo más, y seguían otra noche. Noche o día, qué más da, debajo siempre está muy negro. Hubieran descendido hasta el mismo centro de la tierra para encontrar la bolsada de galena, pero a cincuenta varas o algo menos de la boca del angosto pozo la encontraron. El tiempo se diluyó en sus cabezas y arriba salió el sol y siguieron cavando. Ahora sí. Tiznados, sudorosos, siguieron también después de que el sol comenzara a descender de su cenit. Sin aliento, siguieron y dieron con el soñado manto azul. Y en el verdoso manto azul estaba el criadero de mineral más grande y más rico del mundo. No habían visto ni oído nada igual. En sus tristes y cansadas vidas no habían visto ni oído nada igual. Solo era preciso perforar la roca y armar los barrenos y prenderlos y hacer saltar las piedras por los aires y arrancar el mineral y subirlo y sacarlo y machacarlo con los marros y garbillarlo y llevarlo sobre recuas de burros hasta una fundición y protegerlo durante el viaje y venderlo y cobrarlo y defender el dinero y el pozo en una tierra en donde la vida no vale más que el plomo preciso para hacer una bala. Ni una navaja ni un

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