Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Sierras De Fuego: Argentina, 1921
Sierras De Fuego: Argentina, 1921
Sierras De Fuego: Argentina, 1921
Libro electrónico1107 páginas15 horas

Sierras De Fuego: Argentina, 1921

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

SIERRAS DE FUEGO
Argentina 1921


Antes de las elecciones de 1922, mientras gobierna el pas Hiplito Yrigoyen, la pugna entre las tendencias de derecha e izquierda es intensa en Argentina.
La alta sociedad vive enamorada de Europa, mientras el comercio de seoritas ingresa fortunas a los puertos del Plata. Fuertes mitos patriarcales se ciernen sobre una poblacin cosmopolita y es tiempo de luchas a todo o nada.
En medio de la investigacin de un agente privado del gobierno, sobre el crimen de un diputado nacional, nacern tres historias de amor con complejos desenlaces. Tres tringulos amorosos en cuya definicin se pondrn en juego valores y pecados.
El campo, la ciudad y el arrabal trenzados en una impostergable necesidad de sntesis en la bsqueda de su propia identidad.
Una incursin vital en la historia argentina de principios del siglo XX.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento30 sept 2011
ISBN9781463308360
Sierras De Fuego: Argentina, 1921
Autor

Norah Llanes

Norah Llanes es investigadora de la Cultura del Tango Argentino. Nació y se formó en Buenos Aires. Es consejera evolutiva de personas en momentos de crisis. Actriz, bailarina de tango y maestra de canto. Dirige junto a Enrique Sueldo, la Escuela Tango Rubí. Es miembro de la Sociedad Argentina de Escritores. Su trabajo como guionista, obtuvo Menciones de Interés Cultural. Por “Sierras de Fuego”, la Unión Hispanoamericana de Escritores le otorgó un “Reconocimiento Mundial por su valioso aporte a la Narrativa Histórica en el género novelístico”. La historia nació como Guión de Radioteatro en honor al Bicentenario Argentino y florece ahora como Novela, aportando el indispensable heroísmo que revitaliza el sentido de vivir.

Relacionado con Sierras De Fuego

Libros electrónicos relacionados

Ficción histórica para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Sierras De Fuego

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Sierras De Fuego - Norah Llanes

    Copyright © 2011 por Norah Llanes.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2011914658

    ISBN: Tapa Dura                 978-1-4633-0838-4

    ISBN: Tapa Blanda            978-1-4633-0837-7

    ISBN: Libro Electrónico  978-1-4633-0836-0

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    Para pedidos de copias adicionales de este libro, por favor contacte con:

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Llamadas desde los EE.UU. 877.407.5847

    Llamadas internacionales +1.812.671.9757

    Fax: +1.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    353985

    Indice

    Nota Preliminar

    Prólogo

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Capítulo 37

    Capítulo 38

    Capítulo 39

    Capítulo 40

    Capítulo 41

    Capítulo 42

    Capítulo 43

    Capítulo 44

    Glosario

    Dedico este trabajo

    A mi madre, por haberme enseñado a amar las Letras.

    A Enrique, por su amor y su estímulo desde el primer día

    en que me senté a escribir.

    A Mariana y a Clara, por ser pura alegría en mi vida.

    A mis ancestros, por haberme dado la Argentina.

    A Dios, porque todo le pertenece.

    NOTA PRELIMINAR

    EL HABLA EN ARGENTINA

    El idioma en Argentina es básicamente el castellano, fundido con otras vertientes idiomáticas: el lenguaje gauchesco y el lunfardo.

    Actualmente, casi ningún escrito está exento de esta fusión, a no ser los de estilo muy culto o específicamente técnico.

    Sierras de Fuego se desarrolla en 1921, época de profunda integración cultural entre la ciudad y el campo, el gaucho con el porteño y las clases bajas con las altas.

    No pocos conflictos devienen de esta aproximación inevitable, siendo el modo de hablar un distintivo y clave de pertenencia en muchos aspectos.

    A partir de 1895 se produce una de las mayores inmigraciones desde Europa, especialmente de italianos. Así es que, en los comienzos del siglo XX, la periferia de las ciudades portuarias y gran parte del campo está plagada de extranjeros que conviven con el elemento criollo.

    De esta mixtura surge una nueva cultura popular: la del Tango, y una exuberancia lingüística: el Lunfardo.

    Por lo tanto, el castellano del siglo XX es castizo-gaucho-lunfardo.

    Tendremos que considerar, además, el cocoliche o habla imperfecta del italiano inmigrante, que spasticciaba como podía el castellano.

    Hay que señalar que ningunas de estas modalidades es lengua muerta en Argentina.

    En el habla cotidiana coexisten de modo sumamente enriquecedor todas ellas, y su uso depende de los ambientes en que se encuentra eventualmente el hablante, o del tipo de interlocutor.

    La única variante en desuso, pero utilizada para bromas o en algunos textos teatrales, poéticos y literarios, es el cocoliche. De hecho, cualquier argentino entiende fácilmente el italiano, en especial quienes han tenido abuelos o vecinos que hablaban de este modo.

    El lenguaje gauchesco es el lenguaje del gaucho, propio de los criollos campesinos de las zonas ganaderas y agrícolas, extendido por todo el país. Posee tres raíces:

    1.   Palabras provenientes del español del siglo XVI en épocas de la conquista, denominados arcaísmos, que no fueron modificados por las transformaciones académicas del idioma.

    2.   Palabras que son de origen indígena, especialmente las que denominan flora y fauna.

    3.   Palabras castellanas que se fueron transformando fonéticamente a través del uso.

    Son términos que se transmitieron por lenguaje oral de generación en generación, y que le dieron color a toda la poesía gaucha recitada y cantada.

    Actualmente, por la expansión de los medios de comunicación, el lenguaje gaucho se ha ido disolviendo en el fenómeno de la urbanización.

    Aún así, permanecen en la vasta literatura gaucha de escritores argentinos que la han plasmado en lengua culta, en obras clásicas entre 1800 y 1880.

    El Lunfardo es un fenómeno lingüístico dinámico que sigue incorporando nuevos términos en el habla cotidiana.

    No puede decirse que es un idioma porque la sintaxis española y la mayoría de las palabras permanecen inalterables. Pero el lunfardo aporta continuamente nuevos modos de decir la vida, reemplazando verbos, sustantivos y adjetivos, creando expresiones metafóricas e invirtiendo el orden de las sílabas en las palabras.

    Es el lenguaje típico del hablante de Buenos Aires y del Tango. Forma parte de las letras de sus canciones y su poesía.

    El gauchesco y el lunfardo fueron utilizados por el hablante popular y el escritor popular durante varias décadas. Sus términos fueron fijados en una profusa literatura: teatro, periodismo y letras de canciones. Eso aseguró su supervivencia.

    En Sierras de fuego, cada personaje posee su modo propio de hablar, según su clase social, ambiente en el que se relaciona y lugar de origen. Por otra parte, en la sociedad de principios de siglo, la clase culta argentina estaba fuertemente influenciada por el idioma y la moda francesa e inglesa. Este detalle también incorpora a la obra –el guión de radioteatro y la novela– varios elementos foráneos procedentes de estas fuentes.

    EL VOSEO

    Dicho de un modo práctico, el voseo es el fenómeno lingüístico que transforma el en vos, y cambia al mismo tiempo, la acentuación del verbo que le sigue.

    Por ejemplo:

    Donde un español dice: Tú sabes… y Vosotros tendréis que…

    Un argentino dice, indefectiblemente: Vos sabés… y Ustedes tendrán que…

    El voseo es utilizado por todas las clases sociales y aún en todos los escritos cultos argentinos desde la época colonial hasta la actualidad.

    Sin embargo, en los contenidos de las materias de la Lengua, en todos los niveles de la educación académica, está incluido el segundo pronombre del singular y el segundo pronombre del plural: vosotros.

    Es decir, que todos los argentinos de en la escuela secundaria aprenden estos pronombres y sus conjugaciones verbales a rajatabla.

    Lo que es obligatorio decir también, es que estos pronombres y conjugaciones nunca serán utilizados por el alumno, salvo para comprender los textos clásicos y el idioma español, que constituye su lengua madre.

    Un agregado muy importante en el habla de argentina es el usted. Usted es análogo, no idéntico, al vos español, segunda persona del singular, referido a un interlocutor de alta dignidad y rango.

    El usted argentino se utiliza en el trato formal, con personas respetables. Su uso indica una actitud de respeto hacia el interlocutor.

    En el hablar vulgar, mucha gente omite la pronunciación de la d final, aunque es muy raro entre las personas con una educación básica.

    A principios del siglo XX, esta deformación sólo se daba entre personas de clase baja o provinciana, sin acceso a la alfabetización.

    También personas de íntimos vínculos, como padres e hijos, o entre esposos, utilizaban en su trato el usted.

    A partir de los años ’50 esta forma cayó en desuso hasta la actualidad, en que las personas allegadas utilizan el llamado tuteo, tratando de vos al interlocutor.

    El texto de Sierras de Fuego respeta plenamente el voseo típico de la Argentina.

    En síntesis: si extrajéramos los elementos tan diversos del habla de los personajes, ya no sería histórica ni reproduciría fielmente la sociedad y las costumbres de la época. Dejaría de ser vernácula y sería una fría adaptación de los hechos argumentales, despojados de la vitalidad propia de aquellos que originan los acontecimientos.

    En este sentido, dejaría de ser una obra en honor a nuestros ancestros y al Bicentenario Argentino.

    Sierras de Fuego posee un discurso propio que pertenece a la más fidedigna identidad argentina.

    Sabemos que el lector que la elige, preferirá el verdadero discurso de nuestro pueblo.

    Norah Llanes

    tangorubí@gmail.com

    PRÓLOGO

    Sierras de Fuego ofrece una entrada simple y clara al crisol de un país poblado por inmigrantes, gauchos, negros, mestizos, mulatos e indios. Fragmentado en un principio, pero que intenta cada día construir su propio universo cultural.

    Con una descripción bella de personajes y entornos, abarca los ambientes del campo y la ciudad. Sus costumbres, su folclore y el tango, ayudándonos a transitar un camino de combates destinados a convertirse en el único acervo argentino genuino.

    Cada escena es una postal de insondables colores y situaciones que se encuentran como vino de misa, transformándose en testimonio, con una energía que nos atraviesa y nos hace vibrar.

    La autora se revela como una escritora de fuste, de gran peso emotivo en sus relatos sobre insolubles cuestiones humanas: injusticia, desencuentro, y amor no correspondido. Su gusto por lo verdadero y bello, se pone de manifiesto en esta historia de época, social y política, donde los amores están repartidos a modo de una música escénica superior. Busca siempre la esencia de un momento con que capturar el espíritu de toda una época. De ardiente postura, como iniciado que sabe arrancarle al tiempo profundos secretos.

    Sierras de fuego custodia el pasado, que como un reflejo del presente, nos permite vivenciar la sociedad argentina de 1921. La delicada inspiración de la autora nos introduce en ella a través de un discurso cotidiano y entretenido, como quien nos cuenta un cuento… que no es cuento.

    El lector transitará secretos de la realidad de esta época histórica, y vivenciará cómo cada personaje, con sus ataduras y libertades, le irá abriendo un nuevo horizonte en cada página, a través de historias de amor paralelas.

    Historias como esta, surgen por una necesidad social, subconsciente y colectiva, que la escritora capta y reconstruye como una arqueóloga de paciente dedicación y calificada documentación.

    Más allá de cualquier halago y sin temor a equivocarme creo que Sierras de Fuego es un valioso aporte a la historia y a la narrativa, sumamente instructivo e interesante.

    Leer ha sido y es una maravillosa aventura, como las de Sherezada en Las mil y una noches

    Buen viaje. ¡Que lo disfrutes!

    Enrique Sueldo

    Villa Elena, San Luis, Argentina

    Julio de 2011.

    1.%20SERRANIA%20DE%20SAN%20LUIS.%20ALREDEDORES%20DE%20PUNTA%20BRAVA.jpg

    Serranía de San Luis. Alrededores y Caserío de Punta Brava.

    Capítulo 1

    Era el Día de los Muertos y plena primavera. El Cementerio de Punta Brava¹ bullía de visitantes que circulaban en procesión de rezos. La mayoría de las mujeres vestía de negro. Unas limpiaban las cruces de las sepulturas y otras lavaban los jarrones y latas, cambiando los ramos mustios por flores frescas, que en noviembre abundaban en los jardines.

    Aunque los rostros compungidos denotaban la ausencia de los seres queridos, no se perdía oportunidad de chismosear y de tomar debida cuenta de quiénes entraban y salían, y con quién iba acompañada tal y cual.

    Algunos muchachos, conjurados como herejes por las ancianas feligresas, se asomaban por encima de las pircas² que cercaban el Campo Santo para ver de cerca a las señoritas cubiertas con negros encajes y a las viudas apetecibles que detentaban todas sus eróticas fantasías.

    Los paisanos que podían dejar el trabajo del campo por medio día, se presentaron trajeados y con su mejor bombacha³ para rendir homenaje a los familiares ausentes.

    Los deudos más ilustres del pueblo, habían asistido puntualmente a la Oración por los Fieles Difuntos que presidiera el padre Turdera: don Jacinto Algañaraz, comisario de la región, acompañado por su hija y la criada, había permanecido en silencio, con su traje de gala, abstraído frente a la bóveda de su esposa. Don Agelisao Ferrasano Justicia, llegado hacía muy poco desde Buenos Aires, por primera vez asistía a la Bendición de las Tumbas donde descansaban sus padres. Los dueños de la Pulpería⁴, Don Tancredi y su mujer, también estaban presentes. Él acomodaba con amorosos gestos, las piedras que sostenían la lápida donde se leían los nombres de sus antepasados italianos que lo habían traído a l’América⁵.

    Sobre la loma del norte, mascando un tallo de hierba, un gaucho⁶ desconocido descansaba a la sombra de un aguaribay⁷.

    Era Aureliano Leguizamón, un tropero⁸ nacido del lado cordobés de las sierra. Había entregado el ganado en una estancia cercana, y con buena plata en su alforja, pensaba tomarse unos días de diversión en el caserío. Desde la altura podía observar el movimiento en el interior del sitio sagrado. Sus ojos profundos no se movían de la Señorita Algañaraz, a quien estaba decidido a hablar⁹, en las Patronales que se aproximaban. Tenía pensado arrimarse a saludarla en el camino de regreso a las casas, cuando ya se hubiera dispersado bien el gentío.

    Una vez que el cura roció con agua bendita todas las sepulturas recitando oraciones en latín, se retiró cantando, acompañado por los fieles, hacia la Capilla de Santa Isabel¹⁰ que se erguía orgullosa en su modestia blanca, frente a la plaza del pueblo.

    Cuando la campana empezó a sonar vibrante en la serranía, la mayoría dio por terminado el Acto, y se volvió despacio hacia su casa. Ya era mediodía.

    Los zorzales se animaron a bajar de sus ramas a picotear los alimentos que muchas familias dejaran a sus finados. Tal era la costumbre de quienes creían que los que estaban del otro lado se alegraban ese día, por compartir de nuevo una comida con los que todavía andaban en este mundo.

    Las chicharras¹¹ también volvieron a lo suyo cuando quedaron tranquilas en el follaje. Sus notas ensordecedoras, anunciaban mucho calor.

    La hija del Comisario y su nana, salieron del brazo, entre las últimas.

    - ¡Ahí viene! ¡Ahí viene! Caminá más despacio… ¡Así nos alcanza!

    - Está bien, pero ¡no te des vuelta a cada rato! ¡No seas sonsa¹², que va a pensar que sos una regalada!

    - No me digas eso, ¡Felipa!

    - ¡Te digo! ¡Sí que te digo! Porque vos sos la Señorita Magdalena Algañaraz. No podés comportarte como una chirusita¹³, ¿me entendés?

    - Bueno, no te enojes. ¡Es que es tan…!

    - ¡A los hombres hay que hacerles estirar bien el cogote¹⁴!

    - ¿Si piensa que no me interesa, que no quiero saber nada?

    - ¡Qué va a pensar! ¡Si cuando lo mirás se te caen los ojos¹⁵! Por lo menos, hacelo esperar hasta las Patronales¹⁶ que faltan unos días nada más.

    - Es que tengo miedo que se vaya antes.

    - ¡Dejate de dar vuelta, te digo!

    La lugareña regordeta, de piernas firmes y caderas cadenciosas, apuraba el paso aunque la bolsa con granadas, la fruta preferida de su difunta amita, le hacía sentir el peso en su brazo. La joven la tironeaba hacia atrás disimuladamente, pero ella parecía no darse por aludida.

    Completamente desilusionada al ver que el tropero que las seguía se detuvo, Magdalena se quejó:

    - ¿Ves? ¡Se quedó en el cruce!

    - Seguro que entra a la Pulpería del gringo¹⁷ Tancredi.

    – Ah… ¡Con las ganas que tenía de que me siguiera!

    - Ese es como el zorro. Va a esperar mejor ocasión, nada más.

    - ¿Y si lo mandan con el ganado para Mendoza¹⁸?

    - ¡Qué lo van a mandar ahora! ¡Si están todos chupando¹⁹ desde que empezó la Novena²⁰!

    Felipa hablaba como experta en las costumbres de los paisanos, conocimiento que le habían reportado las cincuenta y tantas patronales que le habían tocado vivir en aquel pueblito donde había nacido.

    Esperanzada por aquel comentario, la chica²¹ prosiguió:

    - Lo que me gusta de él es que no anda borracho.

    - ¡Acá!

    - ¡No seas mal pensada! Será por su trabajo. No se puede dormir, para que no le roben los animales.

    Impaciente, Magdalena se dio vuelta de nuevo acomodando la mantilla sobre los hombros. Para su desolación, observó que su gaucho ya no las seguía.

    - ¿Ves que no viene? ¡Se quedó en el cruce!

    - Esperá. Voy a hacer que se me cae la fruta. ¡Así miro bien si ató el caballo en el boliche²²!

    Las risas pícaras brotaron espontáneas entre las dos mujeres, compartiendo el ancestral instinto femenino de cometer algún pequeño juego engañoso para no ponerse en evidencia ante el hombre de sus anhelos.

    La matrona se inclinó hacia adelante y quedó cabeza abajo para recoger las pequeñas granadas que se había hecho traer de Córdoba²³ para la ocasión, y por entre las piernas y el ruedo de su recatado vestido negro, comprobó rápidamente lo que su experiencia aseguraba.

    - ¡Sí! Atò el animal y le sacó el apero²⁴… ¡Ese se piensa quedar pa’ largo²⁵! Te dije. ¡Y por algo se queda!

    - ¡Entonces mañana paso de nuevo para el cementerio!

    - ¡No seas abombada²⁶! ¡Te dije que no le andés atrás! En el baile de la patronal le tenés que dar lugar para que te hable, no acá en el medio del camino. Vos no sos una así no más²⁷, Magdalena. ¿Me querés decir qué aprendiste en ese colegio de monjas?

    - Que lo más importante es el amor… y que no hay que fingir.

    - Yo no te digo que finjás. Te digo que esperés un momento que te favorezca más. Eso, no más. ¡No queda bien que le des conversación a un desconocido en el medio del campo!

    - ¡Ay! Pero no es un desconocido, y además esta es la calle de entrada al pueblo.

    Cada vez que la ingenuidad de la joven la hacía exasperar, Felipa dejaba de tratarla de usted y le hablaba a como a una mula empacada.

    Por supuesto que la chica percibía perfectamente que eso sucedía cuando ella no se comportaba según los dogmas felipianos, así que sintiéndose un poco tentada de reírse y un poco culpable, intentó escuchar con atención los argumentos siempre vehementes de su madre de crianza.

    - ¡Vos no tenés que demostrarle que te acordás de él! ¡Es él quien tiene que acordarse que te vió! ¡Y bien flechado que quedó! Porque ese día mi Niña, estabas como una reina. Con los encajes de tu mamà –que en paz descanse - ¡parecías una virgencita, ahí al lado del altar! Yo lo vi cómo quedó el Aureliano ése, ¡con la boca abierta cuando cantabas en la misa! ¡Ni a su hermana saludaba por mirarte! Haceme caso, esperá al baile.

    - Pero en el baile, van a estar todas detrás de él. ¡Vos viste como lo miran las mujeres! ¡Y cómo se ponen en las fiestas!

    Tomando a modo de amuleto las medallas de oro sobre su pecho carnoso, y olvidando por completo hacer más culto su léxico, con un tono de certeza total, Felipa declaró:

    – Vos dejame a mí. ¡Que yo te viá‘iudar²⁸!

    Después, las dos siguieron andando en silencio, lamentándose por no haberse vuelto en el charré²⁹ con el Comisario.

    2.%20EL%20CAMPO%20CUYANO%20DEL%20VALLE%20DEL%20CONLARA.jpg

    El campo cuyano del Valle del Conlara en primavera.

    La hora de la siesta transcurrió como siempre: ningún sonido de trabajo y ningún movimiento humano a la vista. Sólo los animales en los corrales y las cigarras entonaban conciertos entre el azul del valle y las sierras escarpadas.

    A medida que el sol declinaba en su esplendor, la gente empezó a salir de sus ranchos³⁰ a mojar los patios para matear³¹ bajo la enramada.

    El calor era agobiante y desde el Sur se venían acumulando las nubes color plomo. Un viento frío mezclado con tierra anunciaba la tormenta que en pocas horas refrescaría al pueblo.

    En la cocina de la Pulpería, había una febril actividad culinaria.

    Las Patronales traían muchos viajeros y el famoso locro³² de los Tancredi tenía que estar preparado antes de la hora de la cena para que el sabor fuera el comentario de toda la paisanada hasta el año siguiente.

    Doña Rosa Ugarte, con el cabello en alto y un delantal grueso sobre el batón³³ de batista³⁴, revolvía con esfuerzo la olla gigante, preguntándose por milésima vez por qué seguía respetando la tradición de hacer semejante comida, tan apropiada para los fríos del invierno, y tan poco adecuada para los calorones de aquellas tardes

    - ¡Buenas noches, Doña Rosa!

    Doña Rosa bufó sin mirarla y rezongó:

    - ¿Éstas son horas de aparecer?

    La graciosa paisana³⁵ se ató la trenza en la nuca en dos segundos, y se aprestó junto al fogón con una espumadera en la mano, como si hubiera estado ahí desde temprano.

    - Disculpe, Doña Rosa, es que…

    - ¡No me hagás ningún cuento! Ponete rápido el delantal y vigilame el locro. ¡Que no se pegue!

    - Sí, doña Rosa.

    - Ni bien termines acá, encendé las lámparas de la galería y andá al salón a atender a la clientela, ¡que lo tengo al gringo de mozo!

    - Sí, doña Rosa.

    ¡Sí que era buena para dar órdenes la señora Rosa! - pensaba Florinda.

    - Ya sabés que en estos días hay mucho trabajo. El salón ya está lleno de gente y hay que pagarle al resero³⁶… ¡y al vinero³⁷! ¡No puedo estar en la cocina a esta hora!

    Florinda sabía que era inútil explicarle razones. En los años que estuvo bajo su tutela, había aprendido a complacerla sin hacerle réplica alguna, comportándose más servicial de lo necesario. Esa era la receta segura para hacerle pasar cualquier enojo a su patrona.

    Demostrando arrepentimiento, respondió:

    - Tiene toda la razón, doña Rosa. Hoy, le prometo que me quedo hasta más tarde y le dejo el negocio ¡limpito limpito³⁸!

    La dueña de casa colgó el delantal detrás de la puerta, y entre suspiros se alejó de la cocina buscando la brisa que corría por la galería.

    Entró a su dormitorio para arreglarse como era necesario y presentarse en el salón donde debía atender a los proveedores. Sacó la caja con el dinero del fondo del baúl, y para no olvidársela, la apoyó sobre una mesita, junto a la lámpara.

    Una vez acicalada, se miró en el espejo con marco dorado sobre la cómoda y evocó sus años de niña rica. Sacó los pendientes con aguamarinas de su alhajero y se los colocó ritualmente. Sacudió los dijes de su pulsera y retocó la hermosura de su boca con un lápiz labial rojo púrpura. Irguió su figura elegante para disimular el cansancio y salió taconeando por el corredor de madera al son de una lenta música imaginaria.

    Mientras se preparaba para enfrentar las miradas de tantos hombres en el salón, pensó: En este país, siempre hay que respirar hondo para seguir viviendo.

    El gringo Tancredi y el viejo Nicanor no daban a basto con la clientela. El paisanaje tomaba grapa³⁹, caña⁴⁰ y ginebra a troche y moche⁴¹, matizando con los gritos de ¡Truco⁴², canejo!¡¡Quiero!!

    - ¡¡Quiero Vale Cuatro!!¡Quiero!¡Venga no más, compadre!¡A ver si no se achica!¡Envido!¡Muestre compañero!¡Quiere o no quiere! ¡Quiero porque le voy a cantar con treinta y dos cuerdas!Enfunde la mandolina, porque tengo… ¡¡Treinta y tres!!! ¡¡¡Y son buenas!!!"

    El vocerío de la clientela era música para los oídos de Fortunato Tancredi, que como buen tano⁴³, gustaba sobremanera de recaudar una buena suma cada noche, para guardarla.

    Todo lo había conseguido con su trabajo, y aunque Rosa no era italiana, lo acompañaba muy bien en el esfuerzo de mantener el negocio y progresar sostenidamente. No eran ricos, pero en el pueblo se los contaba entre los que tenían plata.

    Don Tancredi vio entrar a su mujer al Salón y quedó fascinado unos segundos. Hacía años que estaban casados y todavía sentía una intensa pasión por ella. La Vasquita⁴⁴, como alguna vez atinó a decirle, y que no le hizo falta repetirlo para recibir de parte de ella una prohibición sempiterna.

    Sabiendo cómo llamaba la atención de su marido y de los clientes, Rosa entraba al negocio, cada noche, luciendo sus mejores vestidos y alhajas.

    - ¡Buenas noches!

    - ¡Ah, mi Rosa! Con ese perfume… me hace olvidare de todo…⁴⁵

    El tano acomodó su nariz en el hueco del hombro de su esposa y aspiró extasiado.

    - Cuidado, Tancredi… ¡que hay gente!

    - Má, ¡que miren y que no toquen! ¡Soy la envidia de todos!

    - ¡Ay, Tano! Siempre tan romántico… ¿Me va a llevar al baile el sábado, o nos vamos a quedar a trabajar aquí adentro como el año pasado?

    - ¡Ah! Rosa… Rosa… ¡No da puntada sin hilo!⁴⁶, ¿eh?

    - ¡Mire! ¡De aquella mesa lo están llamando!

    - ¿Ah, e ío tengo que ir? ¿Y su consentida, eh? ¿Dónde está la Florinda?

    - Ya está en la cocina, y ya la levanté en peso…

    - Sí… ¡Me imaquino! ¡Como si no la conociera! ¡Ah, Rosa!

    Aureliano Leguizamón se había quedado dormido un buen rato a la sombra de las carretas estacionadas bajo los sauces⁴⁷ del cruce de los caminos. Cuando despertó ya era de noche. Las lámparas de la Pulpería encendiéndose una a una como luciérnagas, y el bullicio de los paisanos, lo volvieron a la realidad. Recordó su intento de acercarse a la Señorita Algañaraz, y tuvo que reconocer que no le había dado el cuero⁴⁸ para hablarle. Pensó que tal vez otro día, cuando la viera sola, o en la Capilla, en la misa de la Santa del pueblo. En fin, ya vería cuándo.

    Se acomodó la ropa, se alisó el pelo con los dedos, y se apresuró a entrar a la Pulpería para cobrar las reses que les había traído.

    - Buenas noches, señora Ugarte… don Tancredi…

    - ¿Cómo le va, don Aureliano?

    – ¡Buona cera!

    Desde las mesas, los gritos de los jugadores de truco seguían reclamando envidos y grapas con la misma intensidad:

    - ¡Don Tancredi! ¡Otra caña!

    - ¡Voy! ¡Voy!

    Ante la mirada insistente de su esposa, compeliéndolo con simpatía a atender a la clientela, el tano se colgó el repasador al hombro y cantando bajito, se metió entre las mesas para cumplir con su deber.

    La atractiva cuarentona abrió la caja de madera lustrada donde guardaba monedas y billetes de diversa procedencia y puso frente al resero una buena cantidad.

    - Aquí tiene. Usted no es lento para el cobro, pero las reses son buenas y tiernas. Tráigame dos más, para el mes que entra.

    El gaucho pasó la manaza sobre el mostrador, arrastrando la plata adentro de la alforja, sin el menor signo de desconfianza acerca del monto.

    - Muy bien, doña Rosa. ¿Tendrá una piecita libre por unos días?

    - Para usted sí, porque es limpio y paga. Me parece bien que se quede a las patronales a divertirse un poco… De paso, hable con mi marido que tiene unas changuitas⁴⁹ para darle. Enseguida mando a la Florinda para que le arregle una pieza.

    – Gracias, doña Rosa.

    - ¡Tancredi! ¡Servile otra grapa al señor, va por cuenta de la Casa!

    En aquel momento, hizo su entrada triunfal el caballero más letrado y pudiente del pueblo: el doctor Agelisao Ferrasano Justicia.

    - ¡Buenas y santas!

    - ¡Oh! ¡Buona cera, signore Ferrasano! Avanti!

    - ¿Habrá una mesita para este cristiano?

    - ¡Má, cóme no! ¡La mellore! Siempre reservada para il publico respetable, como usté. Siéntese cómodo.

    - Se agradece, don Tancredi.

    Ante la presencia del recién llegado, la mayoría de los presentes se acomodó en la silla, algunos desviaron la mirada o saludaron con una venia casi imperceptible. Hasta que no pasaran las elecciones, nadie se arriesgaría a despreciarlo o a adularlo demasiado.

    Aquel hombre finamente trajeado, con automóvil nuevo y un pasado poco claro, se postulaba a Comisionado después de varios años de ausencia en su pueblo natal.

    Era Don Agelisao Ferrasano Justicia, cuyo nombre parecía jugarle a favor en medio de su campaña para el partido conservador que pocos adeptos tenía por aquellas tierras.

    Sus ojos grises tan inexpresivos como cautivantes, buscaron enseguida al motivo principal de sus asiduas visitas a la Pulpería: Doña Rosa.

    Tancredi apareció de repente con una bandeja llena de vasos y botellas titilantes. Mientras repasaba la mesa con un paño impecable que colgaba en su cinturón, hablaba a borbotones.

    - Aquí tiene, don Ferrasano: il vino rosso e lo naipe… ¿É? ¿Cóme va la campaña? Usté sabe que cualquiera cosa que necesite, puede contare con este servidore.

    - ¡Por supuesto! Los hombres de trabajo como usted son los pilares de cualquier progreso que se pretenda ¡La cosa está brava⁵⁰! Muchos extranjeros y pobres que pretenden gobernar con ideas que en nuestro país nunca van a prender. ¡Pero! ¿Qué va a hacer? Es la lucha. ¡Ahora vine a divertirme un poco!

    - ¡Claro que’l dotore viene a la diverzione! …

    Soltó una carcajada comprensiva, y avisó con un murmullo:

    - En el fondo ya empezaron con la taba e la riña de gayo⁵¹…

    - Dígame… don Tancredi, ¿cómo es la cosa? ¿Usted levanta las apuestas?

    - ¡Nooo! Ío les alquilo el predio e lo lavoran el Segundo, que es el gayero, y el Chiquito Pelao que me arma la taba… Eee… ¡é otra atrazióne per tutti lo cliente!

    - Claro que sí…

    - Ío capisco que no é del tuto legale, vamo a decire… ¡Má! Ío le paso una buona comizione al comisario… ¡y el negocio marcha para tutti noi!

    - Algún día tenemos que sentarnos a hablar de negocios usted y yo.

    - Cuando le piache, signore Ferrasano… ¡será un honore!

    El tano se perdió entre las manos levantadas de los clientes reclamando su pedido, y Ferrasano aprovechó la distracción del marido, para posar su mirada sin disimulos sobre doña Rosa, que lo observaba desde el mostrador.

    Afuera, la noche se había cerrado negra y maciza. Las ventanas se plegaban una tras otras y las manos presurosas de las mujeres se adivinaban ajustando los postigos.

    A paso de hombre, sin levantar polvo ni sonido, la figura de un viajero a caballo se recortó intermitente sobre la loma, contra el fulgor de los relámpagos y el ronquido de los truenos. Era el guapo⁵² Rivera, compadre de ley. Fiel hasta la muerte por la causa del patrón para el que trabajaba Los detalles de su vida no se conocían tanto como sus mentas⁵³ de implacable.

    Hacía varios pueblos y varios meses que veía siguiéndole los pasos a Don Ferrasano Justicia. Divisó el auto brillante del político entre los charrés, los sulkys⁵⁴ y los carros apiñonados bajo los sauces detrás de la Pulpería. Se envolvió en un poncho finito de vicuña⁵⁵ para disimular su apariencia, se acomodó el chambergo⁵⁶ sobre las cejas gruesas y enfiló directamente al boliche sin apurar el paso.

    - Buenas noches, y con licencia⁵⁷…

    - Buenas noches, don. ¿Qué será?

    La presencia de Florinda miel en el ambiente. Su sonrisa amplia y la cadencia suave con que saludaba hacían que los pensamientos del que allí entraba, se suavizaran.

    - Una ginebra, si es tan amable.

    - Aquí tiene, señor. ¿Algo más?

    - ¿Habrá algo para comer?

    - Sí, no se lo tiene que perder: ¡locro recién hecho por la patrona!

    – Traigaló entonces.

    La Pulpería del Gringo Tancredi estaba en el cruce de los caminos más transitados, al costado de lo que había sido una posta que hoy en día se usaba de galpón para caballos.

    Gauchos, comerciantes, parroquianos y viajeros de toda procedencia, circulaban por sus mesones con su herencia de relatos, noticias de la ciudades y chismes de todas las poblaciones vecinas.

    No iba a ser extraño que algún compadre venido del sur, con pinta de porteño, recalara en aquella parada. De cualquier modo, Tancredi se encargaría de sonsacarle los motivos de su paso por el lugar.

    La moza se acercó de nuevo a la mesa del viajero de negro.

    - ¿Vio, rico no? El señor ¿va a pasar aquí la noche?

    - La tormenta se viene con ganas.

    - Aquí tenemos camas limpias, pero son pocas.

    - No se apure a acostarme, señorita, que este varón recién se despierta.

    Sin dejar de sonreír, levantó los platos y se encargó de hacerle al lugar la propaganda necesaria.

    – Si prefiere diversión, no hay lugar mejor que éste. ¡Al fondo hay naipes, taba⁵⁸ y riña de gallos! ¡Pase no más!

    Cuando Rivera cruzó el salón hacia el patio de apuestas, dos personas lo observaron con agudeza: el político Ferrasano, y la dueña de la pulpería.

    Ferrasano hubiera jurado que conocía a aquel hombre. Aunque se cubría con un poncho, podía adivinarse por su andar, que era venido de la ciudad. Se inquietó, sin poder controlar el miedo que le asaltó de repente. Fingió reír, relajado, con los que se habían arrimado a su mesa y se convenció a sí mismo de que en las patronales acudía al pueblo gente de todas partes, así que ese tipo⁵⁹ sería uno más.

    Para cortar con la inseguridad, que en el fondo lo carcomía, buscó con la mirada a doña Rosa y levantó su vaso en honor a ella.

    - ¡A la salud de la dama más distinguida de nuestro pueblo! ¡Pido un brindis a todos los presentes por la estimadísima señora doña Rosa Ugarte!

    Una ovación con vítores y aplausos explotó en el ambiente.

    - Gracias a ellos, carísimos compadres, tenemos en esta zona un Salón digno y decente donde reunirnos a comer, beber y divertirnos, sin que los peligros del delito nos tiendan sus redes. ¡A su salud!

    Los vasos se levantaban y chocaban en el aire, mientras las aclamaciones de ¡Salud! llegaban a la homenajeada.

    Tancredi levantó un vaso de vidrio grueso con un poco de vino tinto que tenía junto a la Caja y exclamó:

    - ¡A la salute de’lla piú bella! … ¡La mía molle!

    Recalcó sus palabras incisivo, y miró a Ferrasano para dejar bien claro que Rosa le pertenecía.

    Ella sonreía exquisitamente, agradeciendo con una leve inclinación. De algún modo, el respeto del que gozaba, la gratificaba.

    Rivera se había quedado de pie bajo la arcada para no faltar a la cortesía.

    - Parece que su patrona tiene muchos admiradores.

    - ¡Ay, señor! Usté⁶⁰ no sabe lo buena que es la señora. Lo que ella tiene, se lo da ahí no más⁶¹ si a usté le hace falta. ¡Acá la gente la quiere muy mucho⁶²! ¡Y eso que ha sufrido! ¡Lo que no le han hecho de chiquita! Pero ella siempre dice que hay un Dios, y que a los asesinos que le sacaron todo, ¡algún día se los va a encontrar!

    Doña Rosa sabía que Florinda se iba de boca⁶³ a cada rato, y le tenía prohibido conversar con extraños fuera de lo indispensable.

    - Siempre hablando tanto, Florinda. ¿No ves que lo distraés al señor?

    - ¡No, doña Rosa! Si yo le estaba diciendo que… si quería una piecita, me la tiene que encargar antes de la madrugada, ¿vio?

    - No se preocupe, señora. Su empleada es muy amable y sabe atender a la gente. Con su permiso.

    - Entonces ¿le preparo la piecita, no más?

    Rivera no se hubiera permitido dejar al descubierto a la joven ante su patrona, negando aquel arreglo inventado para salir del paso. Sin dudar le respondió:

    - Así quedamos, señorita.

    - ¿Vio doña Rosa? ¡Ya le alquilé la otra piecita!

    - En que andarás, que estás tan servicial.

    Florinda se alejó sonriendo hacia la cocina, cargando con una pila de platos sucios y doña Rosa continuó con la orden del día:

    - ¡Andá a tapar bien a las gallinas que viene lluvia!

    Las guitarras empezaron a templar sus cuerdas a la medianoche. La Pulpería estaba llena de parroquianos, y al gringo y su mujer le brillaban los ojos con los billetes y las monedas que iban llenando la caja.

    Los gatos⁶⁴, las cuecas⁶⁵ y las tonadas⁶⁶ se desgranaban una tras otras animando a los presentes. Algunos vivos,⁶⁷ ponían pica⁶⁸ entre los músicos locales y los que se avenían unos días antes de los festejos, apostando a quién de ellos mejor tocaba y cantaba. Todos los años, la diversión se repetía sin cansar a nadie, reuniendo gentes de todas partes.

    En medio de la juerga, un rayo partió el ambiente y el aguacero se descargó en forma. Rosa corrió alarmada hasta la puerta que daba a la galería.

    - ¡Florinda! ¡Andá a cerrar las ventanas del fondo, que se viene con piedra!

    Todavía estaba tratando de distinguirla entre la oscuridad y la lluvia, cuando apareció la chica jadeante y más pálida que una muerta.

    -¿Qué te pasa, que tenés esa cara de aparecida⁶⁹?

    - ¡Doña Rosa! ¡Afuera hay una mujer tirada en el barro! ¡Venga usté, que me parece que tiene un chiquito!

    - ¡Entrala por la cocina vieja! ¡Que nadie la vea! ¡Ahora voy yo!

    La muchacha corrió de nuevo hacia la oscuridad y se acercó al bulto tirado en el suelo. Oía quejidos y el llanto de un bebé. Trató de hacer reaccionar a la desconocida cacheteándole las mejillas.

    - ¡Señora! ¿Me oye? ¿Puede levantarse?

    Los gemidos de la mujer y los gritos del niño se mezclaban con el chasquido del agua cayendo, que cada vez se hacía más fuerte sobre la tierra, las tejas y las chapas.

    - ¡Deme al niñito, que está empapado! ¡Primero entro a la criatura y enseguida la vengo a buscar!

    Intentando no resbalarse, Florinda abrazó al pequeño protegiéndolo contra su pecho. La vieja cocina de adobe estaba en el fondo del predio, detrás de los corrales, y se veía poco y nada. La joven caminaba lo más rápido que podía. Aliviada, vio aparecer una luz a través de la ventana. Doña Rosa ya había entrado y había encendido una lámpara de kerosén.

    Con los ojos fijos en la lucecita que le hacía de faro en medio de la tormenta, Florinda rezaba Ave Marías y lloraba de nervios, sin soltar al tesorito que se prendía de su cabello y daba topetones sobre sus pechos buscando leche para mamar.

    – Shhh… Sh… Ya llegamos… Bueno… Shh… Ya está…

    La puerta de la cocina en desuso se abrió con el chirrido acostumbrado y el rostro bello de la patrona se asomó y la ayudó a entrar.

    - ¡No para de llorar, doña Rosa!

    - Dameló, que le quito esa ropa. ¡Uy! ¡Vuela de fiebre⁷⁰! ¡Andá a buscar a la china⁷¹ antes que se ahogue entre los chanchos⁷² ahí afuera!

    – Sí, doña Rosa.

    Sin reparar en lo empapada que estaba, Florinda volvió a salir a la negrura de la tormenta.

    Rosa acunaba al bebito mientras le quitaba la ropa sucia.

    – Bueno… bueno… ¡Estás muerto de hambre⁷³!

    Cuando Rosa tenía un pequeño en sus brazos sentía que sabía atenderlo como si hubiera tenido hijos. Con una mano sostenía al bebé contra su costado y con la otra acomodaba unos trapos secos sobre el fogón, para cambiarlo.

    A duras penas, entró Florinda abrazando a la mujer que se tambaleaba.

    – Acostala en el catre⁷⁴ y sacale la ropa. ¡Ràpido! Yo me encargo del chiquito.

    La desconocida tenía el pelo mojado pegado sobre la cara, las uñas esmaltadas y un vestido de calidad. Había perdido los zapatos, y las medias de seda estaban hechas trizas. Apretaba un bolsito de gamuza negra y con los ojos abiertos, sin ver, murmuraba:

    - ¡Ay! … ¡ay!… Dios, no me abandones…

    Dócil como un niño, se dejó desvestir por Florinda, quejándose cada vez que la tocaba. Al terminar de desvestirla, la criollita⁷⁵ pegó un respingo y quedó con la boca abierta.

    - ¡Mire doña Rosa! ¡Está toda marcada!

    - A esta pobre mujer le dieron con un cinto para matarla.

    – Tendría que llamar al boticario, doña Rosa…

    - ¡Imposible, con esta tormenta! ¡Poné a calentar grasa de cerdo para hacer un ungüento y leche para la criatura! ¡Bajame la bolsa de los yuyos⁷⁶! ¡Apurate, querés!

    En las dos horas siguientes, la cocina vieja y la despensa se convirtieron en un refugio donde la desconocida y su hijo encontraron asistencia y todos los cuidados posibles de manos de las dos mujeres de la casa.

    Dicen que siempre ha sucedido que cuando las mujeres están en verdadero peligro, aunque no se conozcan, se ayudarán incondicionalmente.

    Capítulo 2

    La tormenta ya había pasado, y algunos gallos empezaban a hacerse oír. Las últimas gotas todavía no habían terminado de caer del borde de los techos. Los fuentones rebalsaban debajo del desagüe de las canaletas. Un aire renovador corría por el campo y las aves ejercitaban sus primeros gorjeos.

    La mujer y el niño dormían, rendidos, en el galpón del fondo.

    En la cocina de la casa, Rosa y su empleada estaban en silencio, sentadas a la mesa, con la mirada perdida en los bordados del mantel. Sólo se oía el tic tac de un reloj de lata sobre el aparador, que le otorgaba a la situación mayor dramatismo.

    - Ya son las cuatro de la mañana, doña Rosa. ¿Le preparo un té?

    - Bueno. Hacé para las dos y ponele bastante azúcar. ¿Se quedó tranquilo mi marido?

    - Sí. Le dije que estaba indispuesta y que quería descansar sola en su habitación.

    - ¿Y al Aureliano? ¿Lo acomodaste en la piecita de los rosales?

    - Sí, doña Rosa. Quédese tranquila.

    - ¿Y tu familia? ¿Qué va a decir que no volviste?

    - ¡Nada! Con la tormenta que hubo! Deben estar agradecidos que pasé la noche aquí… Acá tiene el té, que no se le enfríe.

    - Gracias, chinita. Traé unos pastelitos. Hay que comer algo.

    - Sí, ya le traigo, pero… ahora que podemos hablar… ¡Mire lo que encontré en el bolso de la mujer! Me parece que es una carta, pero yo no sé leer.

    - A ver, dame. Sí. Es una carta. Está la tinta corrida por el agua, pero algo se entiende. Acercame la lámpara. A ver: Se…ñora… Cor…Carmen… Gómez…

    Florinda soltó la taza sobre el plato.

    - ¡Ah! ¡La Carmen Gómez!

    - ¿Qué te pasa que te ponés así? ¿No es la dueña del boliche nuevo que abrieron a la salida del pueblo?

    - Sí…

    - ¡Y porque es nueva, tanto aspaviento!

    - Seguro que ésta iba para allá y no llegó… Bueno, ¡por algo Dios la mandó acá! ¿No te parece? Para mí que hay algo raro. La pobre está viva de milagro, y no hay rastro de dónde salió.

    - Pero… tendríamos que avisarle a la señora Gómez.

    - ¡De ninguna manera! Vos, chito la boca⁷⁷. Primero que se ponga en pie y hable. Después vemos que hacemos. ¿Entendiste? ¡No vas a ser estómago resfriado⁷⁸!

    Florinda tragaba saliva y se estrujaba las manos sobre la falda.

    - ¡Contestá que te estoy hablando!

    - Sí… ¡Sí, doña Rosa!

    - Y ahora, andá a descansar, que en tres horas hay que estar arriba de nuevo.

    3.%20VIEJA%20COCINA%20DE%20ADOBE.%20ANTIGUA%20POSTA..jpg

    La vieja cocina de adobe. Antigua posta.

    La mañana se levantó esplendorosa. Salvo por algunos destrozos que había ocasionado la tormenta de la noche anterior, el día prometía movimiento de visitantes y ganancias para lo poco que se comerciaba en el pueblo.

    Las campanas de la capilla tocaban al vuelo después de misa, y en esos días de novena, el cura capellán se quedaba a vivir en el pueblo. Las viudas y algunas mujeres devotas trenzaban guirnaldas, arreglaban floreros y vestían con encajes nuevos la imagen de la la Virgen. Los vendedores de velas no daban abasto:

    - ¡Velas! ¡Velones! ¡Velas de cera, de cebo y… de cera! ¡Barata la vela! De cera, de cebo y… de cera!

    En medio de la algarabía, don Ferrasano, impecable, aprovechó para saludar al cura.

    - ¡Cómo le va, padre!

    - ¡Muy bien, con gusto de verlo!

    - Usted dirá con qué podemos colaborar con la capilla, sobre todo en estas fechas.

    - Bueno… ¡Siempre hay algo que hace falta!

    - Pida, no más. Haremos lo posible.

    - En realidad… ¿Agelisao, verdad?

    - Sí, padre.

    - En realidad necesitamos una campana nueva y techar la sacristía. ¡En cualquier momento se me resfría el Santo! ¿Qué se le va a hacer sino unos buenos remiendos?… La construcción es muy vieja…

    - Cuente con eso, padre. Ya lo puede ir anunciando. Queremos que nuestro pueblo luzca bien y esté a la altura del progreso de la nación.

    - Muy agradecido, hijo… Aunque en realidad, lo que más me interesa en este momento es atender las necesidades espirituales de mi gente.

    Los ojos claros del sacerdote miraban serenos a aquel caballero que aseguraba haber nacido en el pueblo, aunque él mismo no podía reconocerlo.

    Sabía que su mayordomo Cervando era nativo de ahí, pero se mantenía en un mutismo absoluto acerca de su patrón. Por esa misma razón, los lugareños no lo consideraban uno más entre ellos.

    Decían algunos que era el único hijo e ilegítimo de la viuda Justicia, y que se le había perdido el rastro después de morir su madre. Ahora, volvía con estudios en Buenos Aires, hecho un doctor.

    Decían otros que su padre, estaba casado y pertenecía a la alta sociedad, pero le había dejado suficiente dinero para que se educara y tuviese una propiedad. Lo que no quedaba claro era por qué no le había dado el apellido. ¡En fin! Ahí estaba el hombre, venido como de la nada, instalándose en aquel pueblito, en la antigua casona de su madre.

    Ferrasano percibió que la conversación se deslizaba a terrenos que no deseaba pisar.

    - ¡Qué coincidencia, padre! Fíjese usted que tenemos el mismo interés: ¡las necesidades de la gente! Usted sabrá que soy representante del Partido Conservador, la única esperanza que tenemos de mantener vigentes valores y costumbres dignas…

    Mientras el político hablaba, el hombre de oración, con la sotana gastada y el entendimiento límpido, invocaba el nombre de Dios para que su Reino viniera a este mundo, a esta tierra argentina tan castigada.

    - Así que, lo invito a cenar esta noche. A ver si podemos elaborar un plan conjunto, y de paso le presento a mi gente.

    - ¡Cómo no! Encantado.

    - Yo mismo lo pasaré a buscar.

    - Después de Vísperas. A eso de las ocho, está bien.

    SKU-000480045_TEXT.pdf

    En la residencia pueblerina del comisario Algañaraz, mientras las mucamas lustraban espejos y bronces, las manos bien cuidadas de Magdalena repasaban en el piano la pieza que ofrecería a los invitados a la fiesta que daría su padre en la estancia, dos días después de la procesión de antorchas.

    Sabía que el viejo comisario no perdería la oportunidad para presentarla a hombres influyentes y adinerados. Hubiera querido obedecerlo, pero sus pensamientos estaban alterados por una sola imagen: Aureliano Leguizamón.

    A pesar de que Felipa, le había prohibido volver al cruce de la Pulpería, su deseo de verlo y encontrarlo superó cualquier cordura.

    Arrebató los jazmines del jarrón sobre su piano, se cubrió con una mantilla y salió camino al cementerio con el único propósito de pasar por donde él estaba parando. Cortó camino por el sendero de eucaliptos y apareció justo detrás de la casa de Rosa Ugarte.

    Desde la sombra de los añosos árboles podía ver perfectamente el patio con parrales y el aljibe frente a las piezas para viajeros. El canto de las chicharras era ensordecedor y ahogaba por completo el sonido de sus pasos.

    Como si la hubiese estado esperando, la figura del baqueano⁷⁹, sin camisa ni sombrero, brilló al rayo del sol. La cabellera negra suelta y los brazos fuertes salpicaban agua fresca mientras se mojaba para apaciguar el cansancio de algún trabajo encomendado por los dueños de casa.

    Magdalena sintió que el corazón de le aceleraba y un hormigueo que le subió los colores a las mejillas hizo que se recostara sobre el tronco gris de un eucalipto centenario.

    - ¡Ay, Virgen Santa! ¡Perdoname por mi desobediencia! ¡Te ruego que él me quiera, que se enamore de mí! ¡Que nos casemos! Nunca sentí algo así por ningún hombre…

    Mientras la pobre muchacha se perdía entre oraciones y deseos contradictorios, sintió el impulso de cruzar las huertas para confesarle sus emociones y que él la llevara a su cuartito para hacerla suya.

    De pronto, en la quietud caliente de la siesta, la voz de otra mujer se dejó escuchar desde el patio. Era Florinda. La risa fresca y el tono seductor de aquella joven morena y salvaje, atraparon de inmediato la atención de Aureliano.

    Magdalena agudizó el oído y pudo escuchar perfectamente lo que hablaban.

    - Buenas tardes señorita… Hace mucho calor para que esté trabajando a esta hora.

    - Es que si tiendo las sábanas ahora, antes de la puesta del sol están sequitas y bien blancas.

    - ¿Me permite que la ayude?

    - ¡No! Faltaba más… Esto es cosa de mujeres… Usted descanse, que lo vi hachar y cargar leña toda la mañana.

    - Estaba pensando en ir al arroyo hasta que afloje el sol.

    - Vaya, no más… que con la lluvia de anoche ¡el agua debe estar bajando hermosa y limpita! Pero, ¡deje eso! ¡Le dije que puedo sola!

    Después de algunos forcejeos, los brazos de él sostuvieron las sábanas y los manteles mojados mientras Florinda los prendía al alambre.

    Las risas sofocadas para no molestar el descanso de los patrones y el sonido de los fuentones de lata se fueron diluyendo en el zumbido de las abejas que libaban en cada capullo de los chañares⁸⁰ del patio.

    Aureliano abrazaba a la morocha de pelo suelto y hombros descubiertos, con delicada virilidad.

    Magdalena no podía creer lo que veía. La angustia la paralizó hasta que el chirrido lento de la puerta de la habitación de él, cerrándose, dejó al patio en soledad completa. La jovencita apenas respiró hasta que la desesperación la hizo reaccionar: soltó el ramito de jazmines y la mantilla cayó entre los yuyos sin que lo notara. Volvió corriendo a campo traviesa, enredándose con las ramas de los espinillos del monte.

    Su mente se agitaba atormentada y no supo qué hacía hasta que se encontró nuevamente en el patio de su casa, llorando acurrucada en la húmeda galería del sur, que nadie utilizaba.

    SKU-000480045_TEXT.pdf

    Mientras tanto, en la vieja cocina de adobe, doña Rosa se esmeraba por revivir a la desconocida encontrada en medio de la tormenta la noche anterior.

    Mientras acunaba al bebito en los brazos canturreándole una canción, pensaba indignada dónde cuernos⁸¹ se habría metido Florinda, justo cuando más la necesitaba.

    La puerta descangallada se abrió apenas para dejarla pasar, y la criollita apareció sonriente y con el pelo revuelto.

    - ¿Se puede saber de dónde venís? – le dijo entre dientes su patrona.

    - Es que… ¡se me escapó un chivito doña Rosa! … ¡y vio cómo se pone don Tancredi cuando le falta algún animal! … ¿Y sabe dónde se había metido?

    - No importa. Bajá la voz que el chiquito duerme. Y la madre, que no se despierta. Sigue con fiebre alta y no tiene una gota de leche…

    - Al niño ya le di un biberón con leche de cabra rebajada con agua y un poquito de anís para que no se empache⁸²… En un ratito le toca de nuevo.

    - Está bien, pero necesita leche de madre, y esta mujer está seca. Se lo voy a tener que dar a la Dorita que está amamantando, para que lo críe.

    - Pero ¡la mujer se va a poner como loca si no lo ve!

    - Primero, que se despierte. ¡Roguemos que se salve! Ahora que el gringo no está, llevá al nenito a la casa, lávalo bien, lo alimentás y me lo metés envueltito en una canasta. Poné también unos yuyos para los parásitos y alcanzáselo a la Dorita.

    - ¿¡Allá arriba, en el puesto!?

    - Llevate el sulky…

    - Sí doña Rosa.

    - Decile que ni bien pueda me voy para allá. ¡Ah! Llevale una bolsa con papas, frutas, unos choclos, jabón y velas…

    - Sí doña Rosa. Usté siempre fue una santa con la Dorita. ¡No le puede decir que no!

    Florinda se limpió las manos en el delantal para abrazar al bebé dormido envuelto en una liviana sabanita de batista.

    - Deme, doña Rosa. Venga mi chiquitito. ¡Pobrecito mi alma!

    - De paso, pispeá⁸³ si el marido volvió.

    - ¿Y si me pregunta por el bebito?

    - Decile que la madre está muy enferma y me lo dejaron para que lo cuide.

    - Sí, doña Rosa, enseguida.

    Los zuecos de madera de la chica retumbaron sobre el piso mientras se alejaba rápidamente.

    - ¡Ah! Antes de venirte, dejale agua limpia adentro del rancho.

    - Sí, doña Rosa.

    La puerta volvió a cerrarse con su chirrido exasperante y la señora Ugarte largó un hondo suspiro, preocupada por aquella mujer que deliraba.

    - Vamos, querida… olé este aceite con menta. ¡Respirá m’hija, vamos! ¡Tenés que despertarte! ¡Vamos!

    Por respuesta, la otra soltó unos quejidos.

    - Acá hay algo más que una paliza. A vos hay que sacarte un mal espíritu. Estás atada por los cuatro costados.

    Doña Rosa desvistió a la mujer y la pasó como pudo a un cuadrante de cama sin colchón, que había arrumbado junto a una pared. Rápidamente metió brasas en varias ollas y las ubicó debajo del improvisado catre. Sobre las brasas, esparció ramitas de romero y esperó que el humo curativo envolviera el cuerpo de la enferma.

    Un olor agradable y purificador llenó el ambiente y la moribunda empezó a moverse.

    Rosa Ugarte sabía de todo un poco, en especial de esos pocos que se hacen indispensables en la vida. Revolvió en la bolsa de los yuyos y sacó algo más del fondo: bayas de enebro y resina de incienso. Los echó también sobre los brasas, mientras acudía a todas las oraciones que le habían enseñado para curar el cuerpo y el alma.

    La moribunda empezó a agitarse y a quejarse como si la estuvieran golpeando. Doña Rosa tuvo compasión de la infeliz, y arrodillada junto a la mesa, imploró:

    - ¡Dios mío! Te pido que levantes a esta mujer, y que le perdones sus pecados. Te lo pido por su hijito, por su alma… ¡Te lo pido, mi Señor! Porque fui tan castigada y me salvaste siempre, creo en vos mi Dios…

    Ayudanos a no morir aplastadas por las injusticias y los enemigos… Padre nuestro que estás en los cielos… santificado sea tu Nombre… Venga a nos tu Reino… Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…

    Rosa Ugarte había sido criada por religiosas misioneras, que le dieron la educación básica para que se desempeñara decentemente en un mundo en el que, si no se nacía rica, no quedaban muchas opciones para sobrevivir.

    Había entre ellas, casi todas italianas, algunas novicias criollas, descendientes de indias y negras. De ellas había aprendido esa manera tan suramericana de juntar a la doctrina religiosa la sabiduría de la curación con las hierbas.

    Rosa tenía una pasión inocultable por defender a las mujeres, que por aquellos años -y tal vez por éstos también- eran tragadas por la injusticia social.

    Al compás de sus oraciones y sahumadas, la moribunda se fue calmando. Transpiraba un olor agrio, y con el sudor se liberaba vaya a saber de qué males. Con devota gratitud, Rosa vio cómo la mujer abría los ojos buscando algo con qué taparse.

    - Ya está… Ahora estás bien limpia y sequita.

    Con los ojos cerrados, la mujer repetía:

    - Gracias, señora. ¡Gracias!

    - Tomá un poco de este tecito, te va a hacer bien. Recostate en estas almohadas… Así. Eso es.

    - Gracias… gracias.

    - ¡Bueno! ¡Parece que le ganamos a la parca⁸⁴!

    - ¿Qué es este lugar?… ¿Y usted?

    - Una simple mujer, y esta es mi casa.

    - Yo no me acuerdo de mucho… Veníamos en un carro que nos levantó por el camino… Después caminé… hasta que se vino la tormenta ¡y me caí! Usted… ¿Yo… yo estaba sola?

    - No, querida. Tu chiquito ya está atendido.

    La recién sanada se sacudió en un sollozo que le vino de las entrañas y solamente dijo:

    - ¡Ay! ¡Gracias a Dios!

    Rosa le acarició la mano tersa con tintes violáceos, hasta que la pobre se calmó.

    - Mi nombre es Rosa, ¿y el tuyo?

    - Manón.

    - ¿Qué nombre es ese? Argentino no es.

    - Es de fantasía, pero todos me dicen así…

    De repente comenzó a toser muy fiero, y la dueña de casa rogó que el enfriamiento no fuera a ser algo peor.

    - Bueno Manón, descansá un ratito. Te voy a traer un caldo bien caliente que te va a levantar de cualquier cosa.

    - Bueno, gracias. ¿Seguro que mi hijo está bien, no?

    - Muy bien. Yo nunca te voy a mentir. Descansá.

    Le acarició maternalmente la frente, y la arropó con la sábana limpia.

    Cuando salió de la antigua cocina, con un bulto de trapos sucios para lavar, tenía los ojos llenos de lágrimas.

    SKU-000480045_TEXT.pdf

    Magdalena tiritaba de frío. Las horas habían pasado y la húmeda galería ya no era un escondite acogedor. Se limpió las lágrimas con la pollera y corrió hasta la habitación de Felipa.

    - ¡Felipa! Abrime, por favor. ¡Felipa!

    Ante el agitado llamado, la puerta se abrió rápidamente.

    - Pero ¿qué te pasa hijita, que tenés? ¡Hablá de una vez!

    Magdalena se tiró a los brazos de su Nana y la abrazó llorando.

    - ¡Ay, Felipa! ¡Me quiero morir!

    - ¡Dejá de decir pavadas! ¿Quién te hizo algo? ¿De dónde venís?

    - ¡Aureliano!… ¡Aureliano!

    Con la joven colgada del cuello, la matrona cerró la puerta de la pieza y la llevó envuelta en su abrazo hasta la poltrona a los pies de su cama.

    - ¿Qué te hizo ese hombre? ¡No me asustés, chiquita!

    - ¡Me quiero morir! Dios me castigó por haber ido para la Pulpería…

    - ¡Te dije que no pisaras por ahí!

    - ¡Los vi con mis propios ojos!

    - ¿A quién viste? ¡Ay, chiquita, calmate y hablá, querés!

    El pecho de su Niña se agitaba desconsolado. Con la voz entrecortada y los ojos hinchados de tanto llorar, intentaba explicarle.

    - Lo vi a Aureliano… ¡Cómo se llevó a la Florinda a su cama! ¡Lo vi! ¡Lo vi desde los eucaliptos!

    - ¿Quién te habrá mandado a salir a la siesta! ¿No sabés que siempre hay algo malo dando vueltas?

    - ¿Y ahora? ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo se va a fijar en mí de nuevo, si la tiene a la otra servida en la propia casa?

    - No te desesperés. Tranquila.

    Felipa frotaba los brazos de su adorada Magdalena infundiéndole ánimo, y la acunaba contra sus pechos.

    - Yo te dije que te iba a’yudar, ¡y lo voy a hacer! ¡Aunque tu padre me despida y me encarcele! Porque yo sé que ese gaucho ignorante no es lo que él quiere para vos.

    - ¡Por favor, Felipa, ayudame! ¡Por favor! ¡Por la memoria de mi mamá muerta, te lo pido! ¡Amo a ese hombre! ¡Por favor!

    - Bueno… bueno… sh… sh… Ahora dejá de llorar, así escuchás bien lo que te digo.

    Magdalena, sintiendo la seguridad que su Nana le transmitía, se secó la cara y la miró expectante.

    - Cambiate lo zapatos que tenemos que pasar por el río seco y cruzar el cerro de las arenas.

    - ¡Pero dicen que ahí está lleno de ánimas en pena!

    - No te preocupés, que voy a llevar la daga de plata para santiguarnos y conjurarlas para que no nos molesten. No te pongás ninguna ropa que te distinga. Buscate un mantillón oscuro y abrígate, que se va a poner frío a medianoche.

    - ¿A dónde iremos, Felipa?

    - A lo de La Mantís⁸⁵.

    - ¡Ah! ¡No… no! No me parece. Es muy peligroso.

    - Sí. ¡Es vicha⁸⁶ la vieja! Pero es la mejor. ¡Acá necesitamos algo rápido y que no falle! ¿Me entendés?

    - Pero… esa mujer es bruja… ¡Hace pactos! ¡Eso es pecado!

    Felipa la zamarreó queriendo que reaccionara. Le clavó la mirada y le habló para que no se olvidara nunca de lo que iba a decirle.

    - Mirá Magdalena, errado estuvo tu padre en meterte en un colegio de monjas… ¡porque no sabés nada de la vida! ¡Te la pasás llorando y tonteando! ¡Así no vale una mujer! Si no querés ligarlo⁸⁷ al Aureliano, ¡yo misma le voy a

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1