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Nadar a oscuras
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Libro electrónico88 páginas1 hora

Nadar a oscuras

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En esta breve y densa novela, contrastan la visión de una niña con la de una anciana que rememora su vida. A la ciudad minera y pobre de antes, se enfrenta la moderna, devastada por industrias que la atraviesan como una cicatriz, enrarecen su aire y la cubren con un manto de olor a podredumbre y desaliento. La niña es conducida por otros niños a explorar unas cavernas cerca del mar, donde se reúnen y realizan una serie de ritos que los vinculan con el poder y la muerte, en una suerte de construcción de identidad de grupo propia y atemorizante. Dos historias paralelas que finalmente se vinculan y se cierran en la búsqueda y encuentro de un sentido a cada existencia.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 may 2018
Nadar a oscuras

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    Nadar a oscuras - Beatriz García-Huidobro Moroder

    Beatriz García-Huidobro

    Nadar a oscuras

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2007

    ISBN: 978-956-282-888-8

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 68 00

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    I

    Dijiste: "Iré a otra ciudad, iré a otro mar.

    Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta.

    Todo esfuerzo mío es una condena escrita;

    y está mi corazón –como un cadáver– sepultado.

    Mi espíritu hasta cuándo permanecerá en este marasmo.

    Donde mis ojos vuelva, donde quiera que mire,

    oscuras ruinas de mi vida veo aquí,

    donde tantos años pasé y destruí y perdí".

    Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares.

    La ciudad te seguirá. Vagarás

    por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás

    / viejo

    y en las mismas casas encanecerás.

    Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar –no

    / esperes–

    no hay barco para ti, no hay camino.

    Así como tu vida la arruinaste aquí

    en este rincón pequeño, en toda la tierra la destruiste.

    La Ciudad

    Constantino Kavafis

    A lo alto de la colina suben las voces de los niños. Corren entre los árboles y trepan por los juegos de madera. Se levanta tierra en los senderos de la plaza.

    Los niños siguen corriendo.

    Desde lejos, las madres se asoman por los estrechos ventanales. Las madres con el rostro de perfil o de tres cuartos, mientras doblan la ropa o cargan al más pequeño en brazos. Las madres que no descansan.

    Las cabezas gachas de las madres se acercan y alejan de los estrechos balcones. Levantan los ojos hacia el poniente, hacia la plaza de árboles ralos. Las madres empavonadas por los vidrios. Los niños polvorientos. El aire espeso entre los manchones verdes del solar y los bloques de cemento en la colina.

    Los niños cargan piedras en sus bolsillos y las arrojan a un tarro. Los niños corren detrás de la pelota hacia alguno de los arcos señalado por dos varillas arrancadas de una rama. Los niños se persiguen unos a otros y gritan y ríen por los atajos de grava. Las pier­necitas de los niños no se detienen. Cuando alguno cae, se levanta, se sacude el polvo y restrie­ga sus manos por el rostro lloroso. Otros niños lo llaman y corre a correr con ellos. Líneas oscuras por la piel, endureciéndose al viento frío y cortante.

    Bruna sentada en uno de los bancos. Es en verdad el muñón de un árbol. Los niños llaman bancos a los troncos mutilados. Se dejan caer agitados sobre ellos. Algunos cerca, muy cerca de ella. Bruna siente su aliento tibio y la piel quemante. Afirma sus brazos atrás e inclina su cuerpo alejándose de ellos, de su respiración entrecortada y acezante.

    Los niños no le hablan. Las madres no la miran. No hay una madre para ella en los ventanucos distantes. La ventana que debiera ser la de su madre es un rectángulo callado y gris que refleja borrosos el cielo y las copas de los árboles distantes.

    En lo alto de la colina se entrelazan los bloques de edificios. Por la explanada, el barrio se dispersa en casas bajas, con techumbres rojizas y rejas endebles, algunos almacenes, la escuela, la plaza. El barrio termina en calles que convergen hacia la quebrada. Las escaleras construidas con bolones de piedra son ahora una huella escarpada.

    Los niños no se acercan a esos abismos de tierra y rocas. Tampoco las madres. Solo los domingos bajan a la ciudad. Algunos domingos. Visitan la ciudad que se viene abajo. Arropada con el manto pestilente de la fábrica de harina de pescado. Atravesada por las huinchas transportadoras que se quejan con un chasquido incesante.

    La ciudad opaca y desvencijada, como si le hubieran abierto las entrañas de barro con un cuchillo largo y romo.

    Bruna se deja caer sentada por la pendiente. Nadie grita desde lo alto que se detenga. El bullicio de los niños, cada vez más lejano. El canto raso de las piedras le raspa los muslos. Con las manos va frenando la caída. El olor del polvillo seco que se levanta le nubla los ojos y reseca su garganta. Sigue hacia abajo con el viento serpenteando entre sus piernas, enredándole el pelo, como queriéndole insinuar que se detenga, que debe detenerse.

    Las calles que fueron de adoquines y asfalto se han destrozado. Los hoyos se rellenan con tierra apisonada. Algunos hombres con cotonas recorren las veredas.

    La mayoría de los hombres está en las fábricas. O al inicio o al término de las cintas transportadoras que atraviesan la ciudad, cargadas de sacos y cajas. Los hombres que son los padres de los niños.

    Algunos no son padres de nadie. Hay niños que no tienen padre. Son hombres que se han marchado lejos del barro, del aire enrarecido y del chirrido de las huinchas transportadoras. Se han ido solos, se han olvidado de sus hijos y de las mujeres tras las ventanas. Los hombres en la ciudad no miran hacia el horizonte lejano, porque no hay nada más que olores suspendidos y correas sin fin.

    Bruna esquiva las calles ruidosas y se pierde en los pasajes sombríos. Las puertas de las casas sin antejardín, adheridas la una a la otra, tienen la pintura descascarada. Algunas fueron rojas, otras azules. Los restos de color se levantan como cascajos desprendidos de los tablones. Puertas que son ahora madera gris y carcoma.

    Da un golpe suave. Se escucha el sonido de las aldabas al correrse lentamente. Las cortinas y los postigos están cerrados. Bruna entra en la casa a oscuras y mientras la anciana cierra la puerta nuevamente, sus ojos se amoldan a la penumbra.

    En el interior de la casa se apacigua el olor pastoso y penetrante de la harina de pescado; los aromas se vuelven tela y silencio. El vapor de la tetera sube por el aire quieto y se adhiere a las ventanas como filones en las primeras hojas verdes.

    –Las fotos –dice Bruna.

    La vieja abre el cajón y las fotos caen tiesas e inertes sobre las tablas del piso.

    La niña señala la foto de un niño en la pared. La mujer no dice nada y desvía los ojos hacia el montón de rostros dispersos en el suelo. No habla de ese niño enmarcado, de porqué el gesto adusto de sus ojos negros.

    –Están todos muertos –suspira la vieja.

    Aunque no sabe. La ceniza del verano se llevó a la gente y la dispersó más allá de las montañas y del mar agrisado. El viento soplando hacia fuera del pueblo, no suspiraba hacia dentro, nunca volvieron ni se enredaron en los pasos de otros que los llevaran de vuelta. Tierra que no se añora, carga que se aliviana en la distancia. La memoria

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