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Salvador
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Libro electrónico220 páginas3 horas

Salvador

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Información de este libro electrónico

El amor y la conexión, tan esquivo para algunos, llegará luego de una impactante tragedia.

Solo después de ser testigos de una tragedia entenderán que sus necesidades de amor e intimidad no pueden ser aplazadas.

Los residentes del edificio San Antonio son espectadores de una desgracia. El hecho los confrontará con la necesidad inaplazable de llenar sus necesidades de amor, intimidad, amistad y cercanía. Y para algunos será más sencillo que para otros.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 dic 2018
ISBN9788417669706
Salvador
Autor

Paula Alejandra Gómez Osorio

Paula Alejandra Gómez Osorio es psicóloga, especialista en psicología de familia. Además, cuenta con un máster en prevención de conductas adictivas. Su trabajo en reconciliación, reparación y atención de víctimas del conflicto armado en Colombia la motivó a centrar su atención en cómo romper el círculo recursivo de la violencia. Sus escritos, reflejo de su convicción en la posibilidad de cambio del ser humano, buscan generar atención sobre los valores que deben fortalecerse para crear una sociedad más respetuosa de la diversidad humana y del medioambiente.

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    Salvador - Paula Alejandra Gómez Osorio

    Salvador

    Primera edición: noviembre 2018

    ISBN: 9788417637774

    ISBN eBook: 9788417669706

    © del texto:

    Paula Alejandra Gómez Osorio

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Eduardo, mi inspiración, que me incentivó a escribir una historia de amor.

    3:15 a. m.

    —Aquí, muchas gracias —le indicó Shirley al taxista—. ¿Cuánto es?

    —Son veinte mil pesos, niña —respondió consternado el conductor.

    Llevar cuarenta años manejando taxi por las contrastantes calles de Cali le agudizó la percepción; dedujo cómo se ganaba el dinero la pasajera. Debía de tener la edad de su hija menor. «Tiene pinta de ser de las caras. Y le debe de ir bien», concluyó, analizando la edificación de tres pisos que respetaba la fachada colonial de la construcción original.

    Shirley abrió la billetera, sacó el billete con el que iba a pagar y empujó los demás, todos de la misma denominación, buscando que se acomodaran.

    —Solo tengo de cincuenta mil —dijo.

    —No importa, niña. Tome la vuelta.

    Shirley recibió los treinta mil pesos, los tiró en el bolso y se bajó. El taxista la detalló mientras esperaba a que entrara en la portería del edificio, nombrado igual al barrio, sin el morbo con que los hombres generalmente la observaban. Ella cerró la puerta de la entrada y verificó que quedara bien ajustada. El taxista arrancó. «Dios me libre. Dios proteja a mis hijas», rogó, santiguándose al pasar por la iglesia.

    A Shirley le fascinaba la ubicación del edificio, una zona en auge, opuesta a los barrios en que se crio. Estaba enclavado en la mitad de la cuadra, frente al parque, justo en la subida a la iglesia de San Antonio. El templo, construido a mediados del siglo

    xviii

    , ayudó a poblar la pequeña colina de artesanos y artistas y dio origen al barrio de su mismo nombre. Luego, durante la Guerra de los Mil Días, sirvió de refugio a campesinos que huían, transformando la idiosincrasia original de los habitantes de San Antonio. Sin embargo, a mediados del siglo

    xx

    , retornó Apolo con su cortejo de musas, y el barrio nuevamente fue hogar de artistas y artesanos. Se puso de moda y atrajo a hipsters y turistas. Además, el edificio no tenía portero. Eso le evitaba lidiar con testigos de sus salidas.

    Ella siguió al 101. En el apartamento, se miró en el espejo ubicado al lado de la puerta. El pelo liso y largo permanecía intacto; la camisa corta ajustaba perfectamente y el pantalón vaquero seguía muy ceñido. No se veía diferente a cuando salía de rumba con su novio. Esa vestimenta era muy parecida a la que usualmente elegía, pero la actitud era completamente distinta. Observó a su hermosa gata persa desperezarse en un sillón acomodado al lado de la ventana y luego saltar para saludarla. La compró en línea, en un criadero especializado. Le costó carísima, pues tenía pedigrí.

    —Hola, Milady, preciosa. Gatica preciosa —la consintió, dejando que la gata se restregara contra su vaquero, ronroneando, mientras se quitaba los zapatos de tacón de aguja.

    Miró la hora en el reloj de pulsera antes de quitárselo. Tenía clase a las siete. Hizo los cálculos, dormiría tres horas. «Voy a estar muerta de cansancio», pensó. Empero faltar a clase no era una opción. Le significó mucho trabajo pagar cada uno de los siete semestres cursados.

    Se desvistió allí mismo. Llevó la ropa al lavadero y, de paso por la cocina, se sirvió un vaso con agua. Fue a la sala, corrió con la mano libre la cortina y bebió, observando el parque desierto. Las únicas pruebas del movimiento de unas horas antes eran algunas latas de cerveza, cajas de vino y colillas de cigarrillos. Volvió a la cocina, dejó el vaso y fue al baño. Antes de meterse en la ducha, pasó para adelante los mechones extensos de pelo y olió las puntas. Intentó recordar cómo transcurrió la faena. «Está bien», concluyó. Lo recogió en una moña y lo sometió bajo un gorro de baño con orejas de gato. En la ducha se restregó cuatro veces con la esponja llena de jabón perfumado. Escogió el de cereza entre diez frascos de jabón líquido que tenía expuestos, todos casi nuevos. Solamente después de ese minucioso ritual sentía que dejaba atrás el encuentro. Y era efectivo; inmediatamente olvidaba por completo lo hecho con el último cliente. Antes de secarse, pegó la nariz a la piel del antebrazo. «Huele a limpio», declaró. Se puso un pijama de pantalón largo y holgado y una camiseta estampada con una caricatura. En el cuarto admiró la cama doble de madera tallada con flores pintadas de blanco y tendida con un cubrecama rosa de corazones; sobre ella descansaban cinco osos de peluche, cada uno con moño de diferente color. Fue lo primero que compró cuando alquiló el apartamento.

    —Milady. Misi, misi, misi —llamó a la gata mientras se acomodaba debajo de las cobijas.

    La gata salió parsimoniosamente de detrás de las cortinas que cubrían el ventanal, ocultando el parque solitario. Eran de una tela pesada, en un violeta intenso. Milady se acarició con las patas de un mueble de madera que hacía juego con la cama y que guardaba en los cajones la ropa interior y la ropa del gimnasio de su dueña. En la cubierta, descansaba una matera de plástico dorada atiborrada de flores de tela en diferentes tonos de rosa. Milady estiró sus patas delanteras; luego, manteniendo la posición, levantó una de las patas traseras, igual a una bailarina haciendo calentamiento. Shirley golpeó suavemente un cojín dorado al lado de su almohada y la gata saltó y se enroscó allí.

    Antes de dormirse, Shirley hizo cuentas. Con el dinero ganado esa noche, abonaría algo al ahorro para pagar el siguiente semestre, pagaría la anualidad del gimnasio, que vencería pronto, e invitaría a Tobías, su novio, a comer.

    Lo conoció en el gimnasio al que se cambió al poco tiempo de llegar a San Antonio. Él, igual que ella, era obsesivo con los entrenamientos. Sus horarios para hacer ejercicio coincidían. Él la ayudaba a sostener las pesas cuando era necesario y empezaron a chatear sobre deportes y alimentación. Así estuvieron un mes y medio.

    Tobías trabajaba en una compraventa de carros en el día y por la noche estudiaba Administración en la misma universidad de ella. Nunca concordaron porque Shirley estudiaba en el día. El joven de veinticuatro años, tres años mayor que ella, temía invitarla a salir, anticipando que podía ser rechazado. Por experiencia, sabía que mujeres tan llamativas necesitaban manes que pudieran invertir en ellas; en salidas, viajes, ropa, zapatos y uno que otro retoque para ayudarlas a estar más cerca de la perfección que buscaban. Él subsistía con un sueldo un poco superior al mínimo. Pagaba la universidad, el gimnasio y ayudaba con lo que podía en la casa de sus papás, donde vivía. Shirley tenía cirugía de senos, implante de glúteos y, por la definición de la cintura, seguramente también una liposucción. Eso significaba un dineral invertido. Eran arreglos para hacer resaltar lo ganado con los entrenamientos. Las piernas que tenía eran de locura. También se le veía el billete en las pintas para hacer ejercicio; solo usaba prendas de marca. Un día sacó costos del atuendo de Shirley. Los zapatos deportivos, el top y el pantalón corto sumaban un mes de su sueldo.

    En una conversación que sostuvieron mientras ella descansaba de una sesión de sentadillas y él de una de lagartijas, concluyó que sus opciones con ella eran aún más reducidas. Shirley le contó que era modelo.

    —Es un trabajo muy duro y la gente cree que es solo posar. Los eventos son constantes y te absorben toda la energía. Implican trabajar de noche y los fines de semana —le explicó ella, haciendo movimientos de gimnasta profesional para estirar los músculos.

    Tobías no se aguantó. Quería saber si los arreglitos que tenía eran regalo de algún novio. Y ella, sin poder parar de reír, contestó que ganaba buena plata y que se los había hecho sola. Shirley omitió decir que sí necesitaba un hombre, al Lindo. Él la inició en el negocio a los trece años. Él tenía dieciocho. Primero fueron novios varios meses en los que él pretendía enseñarle lo básico, hasta que un día la invitó a una fiesta.

    —La organizó mi jefe —manifestó—. Quiero presentarte.

    Shirley se emocionó. Todos sabían que él trabajaba con uno de los distribuidores de droga más reconocidos del distrito, Cortijo Magno, al que Shirley llegó porque su madre fue beneficiada con una de las casas de interés social del sector. Fue el pago por trabajarle a un político local en la campaña para concejal usando sus relaciones de madrina comunitaria y los recursos de Progreso Familiar, la institución del Estado de la que dependía el programa en el que trabajaba para asegurar votantes. Inicialmente, fue un cambio positivo para la familia, que debía arreglárselas viviendo en cuartos alquilados en barrios deprimidos. Pero el sector se volvió peligroso y la seguridad se convirtió en la principal preocupación.

    —Se pone algo cortico, mami, para que muestre las piernas —le recomendó el Lindo.

    Ella hizo lo mejor que pudo con la ropa que tenía. Y le pidió prestados unos tacones a una vecina, que también la ayudó con el maquillaje. Shirley, por querer lucir mayor, terminó pareciendo disfrazada. Cuando el Lindo la recogió, alabó su apariencia.

    —¡Le vas a encantar, mami! —exclamó.

    Shirley comprendería el comentario unas horas después. Al rato de llegar a la fiesta, el Lindo le anunció que el jefe estaba deslumbrado con ella.

    —Mami, haga lo que él diga y salimos de aquí con un buen billete. —Shirley miró al Lindo escrutadoramente, sin afirmar y sin negarse. Entonces el Lindo aprovechó para hacer una segunda movida—. Si el man no te gusta, no te preocupes, mi amor. Tómate cuatro tragos de una.

    Le pasó una botella de whisky. Ella cogió la botella y bebió como si fuera un remedio recetado por un doctor.

    —Si después necesitas más, te los tomas tranquilamente. Yo después te doy un pase para que te compongas. —Fue lo último que le indicó antes de dejarla con su jefe.

    El Lindo esperó a Shirley cerca de la puerta del cuarto. Apenas salió, la hizo aspirar una línea de cocaína.

    —Mi amor, no importa qué pasó ahí. Importa la persona en la que se va a convertir con el billete que se ganó —le dijo él. Shirley guardó silencio.

    A la salida de la fiesta, el Lindo le dio a Shirley una cantidad de dinero que ella no había visto.

    —La próxima vez no vengo con zapatos prestados y voy a un salón para que me arreglen —exclamó, mirando los billetes.

    —Bien, mami. Así es, esa es la actitud —la animó el Lindo, dándole un beso en la mejilla y rodeándola con un brazo.

    Al principio, los clientes de Shirley eran, en su mayoría, cincuentones y sesentones, y cuando su cuerpo se volvió voluptuoso y la complexión de niña desapareció, la clientela cambió y empezó a ver hombres más jóvenes.

    Para la mamá de Shirley, el Lindo seguía siendo su novio, y a pesar de saber en qué trabajaba, lo aceptó y lo reverenciaba, deslumbrada con las cosas que llevaba su hija y que creía que eran regalos de él. Por su parte, Wilber, el hermano de Shirley, que en ese momento tenía nueve años, lo admiraba. Ese referente se convirtió en un factor de riesgo, facilitando el trabajo de una pandilla que lo captó. Para tranquilidad de su madre, el político para el que trabajaba inició campaña para ser senador. Ella le hizo propaganda sin parar. Y nuevamente su compromiso fue reconocido y le asignaron una casa en otro proyecto de viviendas sociales llamado Claro Rico. Se pasaron en el 2013, llenos de ilusiones por vivir en un sitio sin pandillas ni delincuencia. Alquilaron la casa de Cortijo Magno; algo prohibido, pero una práctica común, al igual que la asignación de más de una vivienda social a la misma persona. Para evitar los filtros del Gobierno, la segunda vivienda quedaba a nombre de otro miembro de la familia. Mientras, familias que no tenían dónde vivir esperaban durante años a que saliera un subsidio a nombre de ellas.

    Sin embargo, al año, el nuevo barrio heredó todos los problemas del anterior. La pandilla a la que pertenecía Wilber llegó y ganaba poderío. Y cuando cumplió doce años, confiados en su porte, que anunciaba una estatura muy superior a la promedio, los líderes le dieron una moto y un arma para que trabajara de cobrador. Su función consistía en buscar a los deudores atrasados de los préstamos gota a gota que la banda hacía a un veinte por ciento de interés mensual. Primero, como advertencia, esperaban a los deudores fuera de sus casas y de sus trabajos; luego las acciones eran más radicales.

    Shirley era motivo de orgullo para su hermano, que se vanagloriaba y se jactaba con sus amigos de tener una hermana modelo. En su círculo daba estatus ser un hombre sin escrúpulos y tener en la familia mujeres lindas. Antes de ser suficientemente importante, se dio el lujo de ser novio de las jovencitas más bonitas de las cuadras que controlaban. Ellas veían en él una oportunidad para entrar al mundo del modelaje en el que imaginaban que su hermana triunfaba. Paralela a la admiración que sentía por su hermana, su devoción por el Lindo crecía al ritmo que observaba aumentar el poder adquisitivo de él. Lo veía recoger a Shirley en motos de alto cilindraje que él aspiraba a tener algún día. Y el Lindo retribuía su fervor prestándole la moto y regalándole costosas botellas de licor.

    Los fines de semana de Shirley eran muy movidos. Trabajaba desde el viernes en la tarde hasta la noche del domingo. Los días de semana intentaba respetar los horarios del colegio. Empero, en muchas ocasiones que el Lindo la recogió para llevarla al colegio, ella no llegó al destino, teniendo por rumbo real alguna casa o finca de un lugarteniente con ganas de armar una fiesta o una bacanal. Las ausencias de Shirley no afectaron a su rendimiento escolar, era muy aplicada. Y ella, ordenadamente, ahorraba parte de las ganancias. A los diecisiete se graduó del colegio y se regaló un carro. Entró a la universidad y, como no quería seguir viviendo en el barrio, el Lindo le propuso que se fuera a vivir a su apartamento. Lo compartía con varias jóvenes que trabajaban en línea. El negocio crecía y se diversificaba. Shirley aceptó la propuesta.

    —Voy a vivir con otras modelos. Es más seguro, por el barrio y porque salimos juntas para los eventos —le anunció Shirley a su mamá, que estaba convencida de que su hija trabajaba promocionando cigarrillos, licores y participando en uno que otro desfile.

    Su hermano, sin saber lo que sucedía en los cuartos de atrás del apartamento, la visitaba frecuentemente. Las otras jóvenes le regalaban gorras, camisetas y muestras promocionales de los productos que impulsaban cuando sí trabajaban modelando, y él tomaba fotos para presumir con sus amigos.

    En ese apartamento, Shirley creó el personaje de Reina Rodríguez y dejó de usar su nombre real con los clientes. Reina tenía perpetuamente dieciocho años; era algo bueno para el negocio. Su imagen era impactante. Trabajó mucho en el personaje que inventó, hasta el punto en que Reina Rodríguez, una sensual mujer, sin caer en la vulgaridad rasa, tenía un documento de identidad y estaba

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