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Los bárbaros, el rey, la Iglesia: Los nómadas del noreste novohispano frente al Estado español
Los bárbaros, el rey, la Iglesia: Los nómadas del noreste novohispano frente al Estado español
Los bárbaros, el rey, la Iglesia: Los nómadas del noreste novohispano frente al Estado español
Libro electrónico501 páginas5 horas

Los bárbaros, el rey, la Iglesia: Los nómadas del noreste novohispano frente al Estado español

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En Los bárbaros, el rey, la Iglesia. Los nómadas del noreste novohispano frente al Estado español Carlos Manuel Valdés reconstruye la historia colonial de las comunidades nómadas del norte de México que hoy se encuentran en el olvido. Sus relaciones y alianzas con los poderes estatales y eclesiásticos que las fueron configurando y que, aunque actualmente se encuentran extintas, han dejado testigos que permanecen en el presente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jun 2022
ISBN9786071675026
Los bárbaros, el rey, la Iglesia: Los nómadas del noreste novohispano frente al Estado español

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    Los bárbaros, el rey, la Iglesia - Carlos Manuel Valdés

    ¿POR QUÉ ESTE LIBRO?

    El tema surgió de dos experiencias personales: trabajé con indígenas durante una década y luego fui director del Archivo Municipal de Saltillo seis años. Mi primera relación con una sociedad étnica tuvo lugar en 1975. El Banco de Crédito Rural del Noroeste me contrató como encargado de capacitación campesina y la primera comisión fue hacer un estudio de la tribu seri y persuadir a sus miembros de que aceptaran un crédito agrícola.¹ En ese momento ignoraba todo acerca de ellos por lo que antes de iniciar el trabajo me di a la lectura de libros y ensayos que trataran de su pasado y presente. Consulté la biblioteca de la Universidad de Sonora, que me brindó una información básica para conocer al grupo. No pocos ensayos habían sido elaborados por norteamericanos del Instituto Lingüístico de Verano, en general monografías serias. Había profesionales de diversas disciplinas: etnólogos, lingüistas, biólogos, evangelizadores y arqueólogos. Los textos trataban de los orígenes, cultura, religión, farmacopea, ritos de pasaje y algo de historia.² También leí viejas crónicas de los padres de la Compañía de Jesús que en vano comisionaron a sacerdotes experimentados para tratar de convertir a los seris al cristianismo y hacerlos agricultores. Éstos resistieron sus presiones durante los siglos XVII y XVIII.³ Analicé monografías y crónicas militares de la era colonial. Ni la Iglesia, ni la Corona española, ni los gobiernos mexicanos lograron incorporarlos a su civilización en 400 años de insistencia.

    Con muchas fichas de lectura y libros por leer me dirigí a Punta Chueca y Desemboque, municipio de Hermosillo, los poblados que habitan los seris, para establecer una relación institucional. Me pagaban para conducirlos a tomar una decisión que a mis jefes parecía políticamente importante y que asumí como positiva en un primer momento. Pero las lecturas habían empezado a cambiarme. Cuando me presenté ante ellos me hacía demasiadas preguntas y las inquietudes habían reemplazado las certezas. Desde la primera reunión, en la que fui escuchado con respeto, rechazaron el crédito de manera categórica: no querían ser agricultores, no sabían sembrar la tierra ni les interesaba aprender. Desde tiempos inmemoriales fueron pescadores y cazadores y se habían sustentado, fundamentalmente, de los frutos del mar y del desierto. Sabemos que en los primeros contactos los europeos habían valorado a los seris por lo que eran. Desde la primera mitad del siglo XVI un lugarteniente de Hernán Cortés exploró las costas de lo que hoy se denomina Mar de Cortés y se hizo ayudar por seris para navegar en aquellas aguas que desconocía. Los españoles patentizaron que eran expertos pescadores y buceadores.

    En 1567 el rey Felipe II ordenó que todos los indios fuesen reducidos a pueblos para meterlos en policía.⁴ Al vivir en pueblos se hacía imposible su vida de pescadores-recolectores-cazadores y deberían hacerse agricultores. Ningún grupo indio podría conservar una cultura nomádica porque sería imposible controlarlo. Al asentarlos en una polis se cumplía con el ideal aristotélico de vivir en comunidad. Quien no está en una polis, según los griegos, no es un ser político sino un bárbaro; de acuerdo a los romanos el que no vive en una civis no es ciudadano. Ambas culturas eran la abuela y la madre de los españoles, y adoptaron la estrategia de implantar la vida en común bajo vigilancia del poder. Por ello meterlos en policía llevaba el propósito de tenerlos bajo el dominio.

    El rechazo seri a la agricultura se relaciona con sus conceptos cosmogónicos, su veneración mítica al mar, la devoción hacia algunos animales marinos como la ballena y la tortuga, o su reverencia hacia los reptiles y aves del desierto. No hubo argumento válido para que aceptasen cambiar su forma de vida. Su cultura tenía como ejes el desierto y el mar, y puede ser calificada como nomádica hasta el final de la época colonial: cambiaban lugar de residencia, habitaban tanto la costa como algunas islas, o la montaña, de acuerdo a sus tradiciones y las estaciones del año. Su resistencia a la asimilación los llevó a enfrentamientos armados contra tropas españolas. No fue sino hasta el siglo XIX que ya no les fue posible continuar su vida peripatética en el desierto porque para entonces toda la tierra tenía dueños; grandes extensiones estaban cercadas con alambre de púas. Adaptaron su cultura dedicándose a la pesca y la escultura en madera confinados a dos pequeños poblados. La isla Tiburón, la más extensa de México, perteneció a los seris y existen vestigios arqueológicos de su larga residencia varios milenios antes de la llegada de los españoles.

    Cuando realicé el estudio de campo el presidente de México, Luis Echeverría, acababa de expropiarles su isla para convertirla en un campo cinegético. Si las lecturas sobre su pasado habían alterado mis opiniones, la relación personal con los seris fue contundente. Encontré una sociedad pobre pero orgullosa de ser kunkaac. El propósito de mi estancia entre ellos dejó de ser el mismo. Realicé un estudio etnográfico en el que expuse argumentos desaconsejando el otorgamiento del crédito agrícola. Intenté demostrar que sus estructuras mentales en lo que respecta a las categorías de espacio y tiempo eran diferentes a las de los agricultores. Lo anterior se derivaba de su cultura de recolectores-pescadores, de su forma de percibir su estar en el mundo, de su valoración de la relación esfuerzo-satisfacción, de su concepción de la temporalidad y de sus mitos fundacionales. Creí que eran argumentos convincentes.

    Entregué el resultado: Estudio de la tribu seri: estructuras espacio-temporales anexando un dictamen negativo puesto que los seris no querían crédito y porque, de otorgárseles, no habría posibilidades de recuperarlo.⁵ El gerente leyó el estudio y dijo que era muy interesante, pero que aun sin la aprobación de los indígenas el crédito se otorgaría porque lo exigía el Instituto Nacional Indigenista para demostrarle al candidato a la presidencia de la República, José López Portillo, que se podía llevar al desarrollo aun a los indios más atrasados. Cuando el nominado por el Partido Revolucionario Institucional recorrió Sonora, en una campaña sin opositor, vio desde el avión un campo de trigo y cártamo que resplandecía en medio de un desierto inhóspito. Nunca se enteró de que los indios jamás se interesaron por la siembra que hicieron los ingenieros del Banco. No se cosechó un kilogramo de trigo, pero los seris comieron hojas tiernas de cártamo durante un mes. Los ingenieros se llevaron sus tractores y el motor del pozo. Años más tarde la deuda fue condonada como una concesión del régimen populista.

    Después dejé Sonora para ir a Chiapas. Empecé a trabajar con gente de la Iglesia católica en varias comunidades tojolabales. Alfabeticé adolescentes y adultos. Enseñé aritmética, contabilidad y ayudé a crear unas cooperativas. No me sentí a gusto en la diócesis de San Cristóbal: sacerdotes y religiosos creían saber lo que convenía o no a los indígenas, habilitándose como sus guardianes.⁶ Un año participé de la opción por el oprimido de los eclesiásticos, lo que me sirvió para conocer un poco de la realidad chiapaneca. Pero la labor comprometida de la Iglesia era más retórica que real. Dentro de la diócesis nada más los hermanos maristas habían ayudado a promover que los indígenas se organizaran para resolver sus propios problemas y algunos jesuitas y dominicos empezaban a intentarlo. La estrategia fundamental de una organización indígena fue establecida por los maristas.

    Dejé la Iglesia y me incorporé al trabajo comunitario con activistas de distintas facciones de la izquierda no partidista que hacían labor organizativa en varias regiones de Chiapas y Oaxaca. Articulamos los esfuerzos que hacíamos por separado y creamos una organización indígena independiente (del gobierno y la Iglesia) a la que se nombró Pajal Ya K’ak’tik (nuestra fuerza es la organización). La Pajal unió campesinos hablantes de seis lenguas: tzotzil, tzeltal, tojolabal, chol y castellano en Chiapas y mazateco en Oaxaca. La organización creció hasta sumar 147 comunidades. Años después, en una asamblea multitudinaria, mi esposa y yo fuimos designados para apoyar la organización de los yaquis.

    Regresé a Sonora, 2 500 kilómetros al norte, para incorporarme al trabajo que habían iniciado algunos amigos. En Vícam me integré a un equipo pluridisciplinario de mujeres y varones surgido de la Universidad de Sonora: agrónomos, abogados, trabajadores sociales, un economista y un matemático. El trabajo en la tribu inició con la decisión de hacer vida en común compartiendo todo en lo económico. Fueron tres años de actividad intensa y buenos resultados porque las mujeres yaquis tienen una capacidad de organización increíble. Se creó una cooperativa de consumo en la que muchas se alfabetizaron; se reorganizó la cuestión productiva agrícola y ganadera. Por primera vez en 21 años hubo reparto de utilidades por la venta de su ganado, lo cual propició que exigiesen al Banco de Crédito Rural que se revisaran sus cuentas pasadas, porque algunos que aprendieron a hacer cálculos de interés empezaron a comprobar que eran sistemáticamente defraudados y lo habían sido por decenios: acordaron revisar las cuentas de anteriores ciclos agrícolas y ganaderos. Una noche, sin saber por qué, se incendió el archivo del Banco.⁸ Poco después ardió la cooperativa de mujeres. La Policía Judicial del Estado nos pidió amablemente dejar Sonora, pues, de no hacerlo, podría sucedernos algún incidente desagradable. La organización de mujeres quedó desarticulada y poco a poco desmembrada por un gobernador yaqui corrupto que recibía prebendas del Banco. Las posibilidades terminaron.⁹

    En búsqueda de trabajo remunerado obtuve un empleo en Saltillo en la universidad pública. Encabecé la formación de un centro documental inspirado en una experiencia de los barrios pobres de Lima, Perú, siguiendo los lineamientos de la UNESCO. Se trata de un acervo especializado en el estado de Coahuila. Para darlo a conocer se editó un catálogo con un thesaurus de más de 300 entradas con cruzamientos múltiples. Cuenta con 4 850 documentos en varias lenguas, incluyendo tesis realizadas en diferentes países sobre algún tema coahuilense.¹⁰ Ese Centro me condujo de nuevo a la cuestión indígena y campesina, de la cual creía haberme alejado. En el acervo asoma un centenar de ensayos, tesis y libros en los que se habla de los indios de Coahuila que fueron exterminados entre los siglos XVI y XIX.

    Fui invitado a dirigir el Archivo Municipal de Saltillo que conserva un rico acervo en manuscritos coloniales. Leyendo libros sobre el pasado regional advertí que se había privilegiado el rescate de la historia política y militar, pero ningún historiador mencionaba siquiera una línea de la existencia de un pasado abundante en esclavos africanos, del cual, sin embargo, había documentación pródiga.¹¹ Esos historiadores sí aludían a los indios pero desde la óptica española, mexicana o eclesiástica, mientras que los manuscritos del Archivo dejaban ver también otras miradas interesantes, aunque no fuesen más que las de los indios mismos. Así inició el proyecto de catalogación del pasado indígena, que ocupó varios años.

    Una vez establecidas las fuentes manuscritas no quedaba otra cosa sino revisar ese pasado nebuloso: la recuperación de la historia indígena de una región, el noreste de México, tan extensa como España, en la que los europeos encontraron a su llegada decenas de miles de indígenas de diversas etnias y lenguas de los cuales no queda uno solo.

    Mi recorrido fue, justamente, contrario al que había seguido Nathan Wachtel cuando estudió a los uru de Bolivia, escribiendo que

    Había pasado años frecuentando a los muertos de los cuales trataba de descifrar algunas huellas, en los tranquilos y polvorientos depósitos de archivos con el fin de reconstruir lo que pudiera haber sido su presente. Muchos documentos de la época colonial (denuncia hecha por algún cacique, respuesta a un interrogatorio) me hacían soñar: dejaban escuchar las voces de testigos indígenas, pero su eco no llegaba a su destino sino ensordecido, por fragmentos, de suerte que el sentimiento de franquear la distancia de los siglos se acompañaba de una inevitable frustración. Ésa es en efecto la regla del juego: lo vivido que uno percibe a través del archivo es algo fragmentario, desordenado, por definición limitado a lo singular, por lo que su inteligibilidad exige el análisis del contexto general en el cual se halla inserto.¹²

    Transité de una relación en el presente, con indígenas con los que convivía cotidianamente, al conocimiento de indios de los que nada más los papeles podían hablar, pues aquellos a quienes nombraban habían desaparecido. Debí recurrir al pasado para explicarme ese presente que mostraba elementos difícilmente comprensibles, sobre todo por las ausencias.

    El caso de los yaquis había sido sorprendente porque dentro del movimiento, manifestaron un gusto enorme por oír hablar de su historia, un pasado del que nada más tenían conciencia de lo que habían vivido los más viejos: la guerra contra el gobierno mexicano, la persecución, la deportación de miles de familias a Oaxaca, Yucatán y Cuba y su trabajo servil. Alcancé a conocer yaquis que hablaban náhuatl porque nacieron en Tlaxcala donde sus padres eran sirvientes; varias familias se comunicaban entre sí en maya, pues nacieron en Yucatán de padres que habían sobrevivido a la esclavitud a la que los destinó Porfirio Díaz. Pero de la etapa jesuítica de 150 años no tenían conciencia.

    Los graves problemas que enfrentan los indios vivos, yaquis y tojolabales, por ejemplo, son muy difíciles de entender. Ellos son, a pesar de españoles y mexicanos, una sociedad viva, con una cultura que, aunque es sincrética, es la suya y se comunican entre sí en su lengua, vehículo fundamental de cualquier cultura. Nada más los millares de páginas escritas sobre los chiapanecos, después de 1994, son un reto a cualquier hermeneuta que desee saber qué sucedió y qué había sucedido antes del levantamiento armado del primero de enero de ese año. Las increíbles contradicciones de los escritores, las informaciones irreconciliables que nos brindaron los diarios y la televisión, las incompatibles verdades de quienes tienen intereses en Chiapas (los gobernantes, las iglesias, los partidos, las izquierdas, los historiadores), el manoseo actual de la situación chiapaneca por las buenas conciencias, los protagonismos de diversos líderes e intelectuales…, todo obliga a preguntas cuya respuesta a menudo resulta ambigua. Si nos es tan embarazoso entender el presente, ¿cómo podríamos atrevernos a indagar sobre un pasado lejano del que tenemos únicamente opiniones sesgadas, interesadas, negativas en su mayor parte?

    No hay respuestas fáciles para el presente y menos las habrá para el pasado. Si a los yaquis les incendiaron el archivo en el que se conservaba su historia crediticia —alrededor de 45 años de presencia de la banca oficial— es porque esos papeles, escritos por quienes les expropiaron año con año su fuerza de trabajo y sus productos, guardaban verdades que hubieran acusado a una serie de burócratas y finalmente al gobierno federal por estafarlos. Un archivo pequeño con informaciones específicas sobre créditos, pagos, recepción de intereses, entrega de fertilizantes, cobros en especie, fletes y servicios estuvo a punto de dar a luz algunas razones que explicarían un aspecto circunstancial de la pobreza yaqui. Sin documentos de archivo los yaquis ya no podrían promover un pleito legal contra el Banco.

    Por otra parte, en lo que toca al pasado, después de establecer algunas fuentes documentales para recuperar una historia de los indios, me pareció que era posible un acercamiento al conocimiento de algunas partes de ese pasado, aun cuando deba hacerse mediante la consulta de expedientes realizados por la Corona española, aunque se sepa de antemano que será difícil saber qué es lo que realmente sucedió. Con documentos y vestigios intentaré reconstruir el pasado indio del noreste mexicano, desconfiando siempre de lo que parecen informar.

    La posibilidad de reconstruir el pasado de indios que ya no existen pero están presentes en los manuscritos coloniales fue un reto tentador y lo propuse a la Universidad de Perpiñán como tema de tesis de doctorado. Y por lo que he expresado antes, parece evidente que seleccionar el objeto de estudio no es inocuo: supone ya una interpretación anterior que se inspira en otro interés presente.¹³

    Este trabajo es el rescate de un pasado en fragmentos que ha permanecido en el olvido, quizá porque es difícil aceptarlo por incómodo. Una gran cantidad de personas sufrieron innecesariamente y perdieron la vida en un proceso histórico en el que se vieron atrapadas: decenas de tribus, bandas y sociedades dejaron de existir. Tras la revisión de los archivos locales que desembocaron en la publicación de Fuentes para la historia india de Coahuila, la búsqueda de datos se extendió a otros repositorios. Consulté el Archivo Matheo de la parroquia de Parras, que es un modelo de organización; el Archivo Municipal de Monterrey, pródigo en documentación colonial; el Archivo General de la Nación (Ciudad de México), el esencial Archivo Franciscano (Universidad Nacional Autónoma de México), el Archivo de Parral (Chihuahua), en microfilms y fotocopias; la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco (Guadalajara), la Nettie Lee Benson Latin American Collection de la Universidad de Texas y la Bancroft Library de la Universidad de Berkeley, California. Gracias a una beca de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla pude trabajar cinco semanas en el Archivo General de Indias, donde localicé documentos muy importantes. He regresado a ese acervo dos veces y revisé más de 3 000 hojas manuscritas que alteraron radicalmente los conocimientos que tenía sobre los indios de Coahuila. Uno solo de esos manuscritos modificó sustancialmente la información de todos los repositorios citados. Se trata de la decisión del rey de exterminar a las tres grandes etnias de indios del centro de la Nueva Extremadura: chisos, cocoyomes, acoclames y coahuileños. Finalmente, cabe mencionar que las citas documentales de textos coloniales que aparezcan en las notas conservarán la ortografía original, excepción hecha de los que paleografiaron otras personas y la actualizaron.

    Doy las gracias a la Universidad Autónoma de Coahuila, donde trabajo, porque me concedió una beca para seguir durante un año un magnífico seminario de Eric van Young en La Jolla, California. Este libro fue presentado, bajo otro ropaje, a la Universidad de Perpiñán para obtener el grado de doctor en historia. Quiero agradecer a Pierre-Luc Abramson porque aceptó conducir la investigación, practicó una paciencia más que franciscana frente a mis lentos avances y vacilaciones, y sus lecturas críticas y consejos resultaron básicos; sin su ayuda no habría llegado a terminar el proceso.

    Estoy en deuda con mis colegas Mayra Chávez y Jana Petrezelová porque me ayudaron a reorganizar mis múltiples ficheros de lectura de manera acorde con el plan de escritura, lo que facilitó enormemente la redacción. Mis excompañeros del Archivo Municipal de Saltillo participaron en el trabajo de búsqueda, en especial Ildefonso Dávila (†), coautor de varios libros. Es de justicia nombrar a Guadalupe Sánchez de la O. porque hizo una última y meticulosa lectura crítica.

    INTRODUCCIÓN

    Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado.

    JORGE LUIS BORGES

    En momentos de discordia entre el agua y el fuego, toca al escritor rescatar lo que los otros llaman, despectivamente, los papeles: la historia, la palabra que nos nombra y sin la cual nada somos.

    OCTAVIO PAZ

    Parece hecho obvio que quien escribe, escriba la verdad, es decir, que no la sofoque o la calle.

    BERTOLT BRECHT

    ¿Es posible hacer una historia de quienes no dejaron testimonios escritos sobre sí?, ¿podrá redactarse un texto coherente sobre indios extintos basándose en manuscritos de quienes los combatieron o, en el mejor de los casos, trataron de privarlos de su cultura? En caso de poder hacerla, ¿de qué historia se trataría? Es obvio que no es prudente hablar desde la fantasía o la buena fe en nombre de quienes no existen; es preciso emprender la confección de un relato basado en vestigios materiales y documentales que, de una manera coherente, logre conducirnos a un conocimiento histórico hoy ignoto. Al no tener la manera de solicitarles su venia no deseo privarme del placer de comprenderlos desarticulando la información que he logrado reunir. Pondré ante el lector resúmenes, citas, extractos y opiniones de quienes los fijaron en papeles que hablaban de ellos porque la administración central lo exigía. Un escribano debía registrar la información que un burócrata de la Audiencia podría solicitarle intempestivamente; un misionero se obligaba a comunicar al superior lo que legitimaba su trabajo: ambos cumplían con una encomienda burocrática, no hacían etnografía ni eran defensores de los indios (con excepciones).

    El problema que enfrento se vuelve complejo al aceptar que para poder argumentar con cierta seguridad acerca de los sujetos en estudio habrá que abocarse a dos cuestiones fundamentales para el buen entendimiento de esa historia. La primera: ¿quiénes eran ellos? (por un rescate documental y de vestigios arqueológicos); y la segunda: ¿cómo reconstruir esa época, sus instituciones y acontecimientos? Sin resolverlas no habría historia sino relato literario con personajes de época. Hay que considerar la narrativa como normal en un escrito en que se dan explicaciones lógicas, informaciones específicas que pretenden atraer la atención del lector, pero es preciso saber que un relato es nada más un telón de fondo puesto que la finalidad no es hacer literatura sino historia.

    La interpretación de hechos acaecidos a seres que no dejaron sus opiniones por escrito es difícil por su enfoque y el tipo de fuentes que la fundamentan; la mirada que se desliza sobre ese pasado particular depende en mucho de un sistema de referencias que en el momento actual es el de quien redacta esta página, sin dejar de lado la investigación de informaciones que han sido obsesivamente perseguidas y, también, de la aplicación prudente de técnicas, métodos y teorías al análisis de las fuentes. Queda la elección del tema como reto y respuesta al problema de la documentación (que será tratado), al epistemológico y, en especial, a la comprensión de las huellas encontradas y a la ausencia de quienes las imprimieron en la arena del desierto. Michel de Certeau señala que

    la violencia del cuerpo [social] no llega hasta la página escrita sino a través de la ausencia, por medio de los documentos que el historiador pudo ver en una playa donde ya no está la presencia que los dejó allí, y a través de un murmullo que nos permite oír, como venido de muy lejos, el sonido de la inmensidad desconocida que seduce y amenaza al saber.¹

    La eventualidad de que este escrito tenga sentido dependerá de su solidez teórico-metodológica y de la cantidad y uso de los manuscritos encontrados. No me comprometo a expresar la verdad lejana o lo que realmente sucedió puesto que el pasado es inaccesible. Subsiste, a pesar de todo, la necesidad de desmoronar una historiografía que ha justificado de manera abierta, o por su silencio, el exterminio de miles de familias. Incluso algunos historiadores que pretendieron una óptica pro india retomaron en mucho los conceptos de los conquistadores, justificando el maltrato, el dominio, la explotación y la muerte violenta de la mayor parte de los indígenas al transmitirnos una lectura ingenua o complaciente del pasado.

    Todavía existen en México 59 etnias que conservan su lengua, razón poderosa para creer que los aborígenes que desaparecieron en la región noreste podrían, ahora mismo, existir en su presente y no únicamente dentro de una larga lista de sociedades olvidadas. Por principio de cuentas, cualquiera de ellas podría ser la etnia número 60, la 61, la 73 o la 99, ¿quién sabe? Los grupos actuales, con todo y ser minoritarios, pobres, marginados, tienen un pasado propio y un presente de lucha y esperanza; se insertan en una temporalidad que comparten con otros indios, con los comerciantes, las instituciones gubernamentales, los evangelizadores y decenas de grupos de interés que los rodean, aunque les sean ajenos; no están aislados del resto de los humanos. Si los yaquis, los tarahumaras o los tojolabales no existieran hoy en día sería atroz. Perecieron los coahuileños, cocoyomes, iritilas y alrededor de 1 500 etnias que jamás volverán a vivir.

    Una historia de los indígenas que ya no existen tampoco debe suprimir la de otros actores con los que estaban relacionados, pues ni antes ni después de la irrupción europea vivieron aislados. Su existencia fue influenciada primero por las tribus y bandas vecinas y más tarde por los españoles, los esclavos negros, otros nómadas, indígenas mesoamericanos, misioneros franciscanos y jesuitas. No en todos los casos tuvieron relaciones negativas con los demás. Hubo intercambios de objetos, entablaron alianzas de cooperación o matrimoniales, muchos aprendieron otra lengua y adoptaron costumbres, actitudes, asimilaron técnicas y vestimentas. Por lo mismo el objeto de esta obra es demasiado complejo, ya que se debe tomar en cuenta un gran número de variables. En este sentido, me parece importante reconocer que el objeto de la historia no es por lo tanto, o sobre todo, las estructuras y los mecanismos que regulan —fuera de toda posición subjetiva— las relaciones sociales, sino las racionalidades y las estrategias que llevan a cabo las comunidades, las parentelas, las familias, los individuos.²

    Hay que partir de que los ensayos históricos que abordan el tema tomaron el punto de vista español o mexicano como el único razonable, con lo cual justificaron ampliamente (sin que ello implique mala fe) el estado de cosas del pasado para hacerlo aparecer como normal. Es pertinente reconocer que puede haber distintas historias de un mismo núcleo humano dependiendo de las posiciones del escritor, de la documentación que posea y de su formación científica, lo cual no equivale a hacer creer que hay diferentes verdades en un mismo panorama histórico, cosa que conduciría a preguntarse si ¿tiene cada grupo o nación su propia versión de la verdad?.³ Pregunta a la que este trabajo intenta responder distinguiendo la cuestión no en cuanto al aspecto epistemológico, pero si en lo que toca al método y sus resultados. Los indígenas de que me ocupé tenían un universo social propio que se vio envuelto — de distintas maneras— en la dinámica impuesta desde el exterior por quienes los dominaron; vivieron al mismo tiempo circunstancias que los forzaron a transformar su vida social, a la vez que su relación con la naturaleza.

    No es posible siquiera disimular las experiencias evidentes de despotismo, maltrato físico y abusos, pero, por lo que se verá adelante, no lograron cancelar del todo la existencia de una vida social que fue, en muchos aspectos, independiente. Los indios llegaron a instalarse entre los límites de la subordinación y la inobediencia desafiando a menudo a sus opresores y calculando las posibilidades de autonomía.

    La pertinencia de una historia de los dominados estriba en que se tiene que establecer al mismo tiempo la de sus dominadores, sin lo cual se haría una obra de ficción o quizá una tragedia, razón por la que no me ha sido posible desvincular la historia de los indios de la de los intrusos hispanos. Por medio de manuscritos y vestigios arqueológicos intentaré construir el pasado indio del noreste mexicano en relación con la colonización y, más particularmente, con las políticas de dos instituciones fundamentales: la Corona y la Iglesia. Si los dominadores generaron mucha información oficial, jurídica, personal o religiosa, es a través de ella —en parte— que emerge la posibilidad de descubrir los mensajes de los indios, tanto los públicos como los ocultos, siguiendo el enfoque de Scott.

    Aunque la novedad de este trabajo está en la revelación y uso de fuentes manuscritas desconocidas, pretendo emplear, en la medida de mis posibilidades, algunos estudios arqueológicos que complementan o confirman datos históricos, sin ahondar críticamente en ellos. Y aunque los papeles de archivo refieren con demasiada frecuencia hechos particulares —a menudo triviales—, de vez en cuando asoman acontecimientos. Dos manuscritos que encontré en Sevilla y uno en Berkeley permiten ser aprovechados para profundizar temas importantes y hechos infrecuentes. Tales sucesos suscitan, por sí mismos, una gran cantidad de problemas y, por ello, de discursos. Duby expresó que un acontecimiento hace surgir cosas inesperadas para el mismo historiador: El acontecimiento es como un adoquín que se lanza a un charco y que hace salir de sus profundidades una especie de fondo cenagoso, que hace aparecer lo que bulle en el basamento de la vida.⁵ Y será importante recordar que el problema es, a la vez, distinguir los acontecimientos, diferenciar las redes y los niveles a que pertenecen, y reconstruir los hilos que los unen y los hacen engendrarse unos a otros.⁶ Un evento no es una entelequia, está saturado de circunstancias, posibilidades hermenéuticas y relaciones causales y explicativas.

    Hacer historia, y hacer precisamente la de los nómadas del área semidesértica del norte mexicano, implica establecer criterios que aseguren avanzar al conocimiento del pasado. También que el resultado final brinde una explicación que pueda ser validada. Los criterios generales de lectura de los documentos, de interpretación de los datos existentes, del análisis de los escritos de autores antiguos y recientes, se establecen en esta introducción, pero en las tres partes medulares de la obra se demostrará la pertinencia de las teorías y modelos propuestos.

    Es posible construir una historia india porque se tiene información muy amplia que hasta ahora se ha empleado poco y hay manuscritos coloniales que todavía nadie ha utilizado.⁷ Creo poder mostrar que no es tan importante la cantidad de manuscritos ni su volumen cuanto su manejo e interpretación. Duby confiesa que

    había pedido hasta entonces a los documentos que me enseñen la verdad de los hechos de los que tenían la misión de consevar el recuerdo. Me aconteció pronto que esta verdad es inaccesible y que el historiador no tiene la oportunidad de acercársele más que al nivel intermediario, al nivel del testigo, preguntándose no sobre los hechos que relata sino sobre la manera en que los relató.

    Se puede hacer esa historia porque además de que hay datos accesibles permanece una ausencia que debe ser explicada, y porque, precisamente, basándome en lo que resultó un fracaso, me siento obligado a reinstalar en aquella sociedad europea, conquistadora, colonizadora y esclavista a los que ya no están, siguiendo la idea de que el error y la descompostura son la mejor oportunidad para comprender el funcionamiento de una máquina:

    Puesto que no hay naturaleza salvaje ni oposición sostenible entre natura y cultura, sólo la diferencia de la una a la otra, por ello, un texto en el que el nombre del otro estuviera ausente se parece siempre a una disimulación, a un borroneo, incluso a una censura. Violenta, ingenua —o las dos a la vez—. Aun si el nombre del otro no aparece, está ahí, se agita en conjunto y en gran número y maniobra, a veces aúlla, se hace cada vez más autoritario. Vale más saberlo y decirlo.

    Trabajar sobre una huella marcada por la ausencia de quien la imprimió es más difícil que aceptar que su existencia no significaba gran cosa, que su desaparición nos deja indiferentes y que no tiene importancia que algunas sociedades hayan dejado de existir. Si recorro el discurso histórico de la historiografía que me precede sobre el tema es fácil comprobar que la ausencia de esos indios está presente por doquier, que eso que se quiso borrar, que se intentó implantar, esa censura violenta e ingenua, continúa luchando por permanecer instalada en el ambiente. Porque aún hay ascuas en el fuego es señal de que alguien falta en el hogar. A veces ni eso, sólo permanece una ceniza sin espíritu, sin fénix, sin renacimiento y sin destino.¹⁰ Carlo Ginzburg desarrolla la metáfora de huella y por ésta significa tanto el rastro y los indicios que interpreta el cazador que persigue a su presa, como la adquisición de técnicas de desciframiento que se construyen rigurosamente a través del tiempo y la experiencia para transformarlas, lentamente, en un método que aporta intuiciones, certezas, verdades.¹¹ Ginzburg no elimina las formas de interpretación populares sino que las incorpora a aquellas que se dicen científicas. Las primeras han sido devaluadas y situadas en un nivel bajo, comparado con uno alto, destinado a los doctos; él demuestra que unas y otras son parte de un paradigma de indicios cuya búsqueda e interpretación debe enfrentar el historiador. El arte, la medicina y el inconsciente han pasado por el dominio de claves que con frecuencia surgieron de la observación, de los cazadores que rastreaban piezas, de las mujeres que descifraban sucesos por la interpretación de detalles, de un perito de arte que escribió un ensayo sobre la manera de reconocer al autor de un óleo que no fue firmado, etc. Ginzburg cree que el análisis de una sociedad puede beneficiarse de este método de observación a partir de rastros que, siguiéndolos, conducirán hacia quien los imprimió, ese alguien que, por lo pronto, nos es desconocido.¹²

    Teniendo en cuenta que tanto la historia como la etnografía son construcciones que tienen por autor a quien las escribe, es seguro que se debe hacer un gran esfuerzo para no caer en un relato literario. La historia es narración, es evidente, pero no es creación pura ni permite inventar datos, tergiversar informaciones o llenar huecos documentales con especulaciones, aunque sí con explicaciones. Existe una información enorme en el aspecto documental y en el arqueológico que refuerza una decisión de desafío para reconstruir un pasado que hasta ahora es ausencia, huella borrosa, ignorancia, complicidad, inclusive discriminación racial y genocidio.¹³

    Van Young pregunta: ¿Cómo escribir la historia de los inarticulados o quizá, dicho más correctamente, de los iletrados, de los preletrados, o de los que a propósito no fueron mencionados?¹⁴ Y responde: cuando generalizamos sobre líderes políticos tendemos a ilustrar con materiales biográficos, pero al generalizar sobre campesinos tendemos a ilustrar con generalizaciones sociológicas. Por lo tanto, prevenido el obstáculo, intentaré huir del mismo apoyando cada afirmación con documentación pertinente acerca del tema del que hablo, lo que no invalida las referencias a estudios generales o teorías explicativas cuando sea necesario.

    Es inevitable recordar —de nuevo— que mi trabajo investiga el pasado de indígenas de una gran región de América que hoy no existen. Se inscribe como historia, pero echa mano de la etnografía tanto en sus métodos como en sus realizaciones. No debe quedar duda de que los planteamientos que se harán a los manuscritos de los archivos también se hacen a los escritos que hablan acerca de la cultura india, de cualquier manera que lo hagan aun cuando sea elogiosa. Militares y misioneros dejaron informaciones que podrían ser examinadas como etnografía, toda vez que lo que se proponían era describir a un grupo al que reconocían como una cultura diferente. Habrá que ser cuidadoso, no obstante, en cuanto a la credibilidad de tales informes. Deberá comparárseles con otros documentos y contrastarlos con lo que nos dicen la arqueología y los manuscritos, pero es preciso utilizarlos porque son una fuente importante para el conocimiento del pasado. No hay duda de que escribían sobre el otro, sobre un otro al que definían como diferente a ellos mismos, es decir, alguien que no participaba de la cultura occidental, cristiana, que no se expresaba en español, que no consideraba que había razones suficientes para transformar su forma de vida, nada más porque los recién venidos se lo exigían y porque, sencillamente, es casi imposible cambiar la lógica de las relaciones sociales, los conceptos religiosos y la visión de lo que es bueno y malo. Hablaban de ese otro como diferencia mas no porque le reconocieran su otredad, lo que equivaldría a una visión tolerante. De cualquier manera es prudente reconocer que partimos de la idea de que la etnografía es también discurso, que en ella se da una construcción del otro y por lo mismo tiene posiciones subjetivas y que es mejor interpretarlas en vez de rechazarlas cómodamente.¹⁵ No está de más añadir que la función discursiva de los cronistas, tanto la de los religiosos como la de los militares y colonos es evidentemente moralista, justificadora de privilegios, racista en varios sentidos, tendenciosa y generalizante. Algunos escritos pueden ser analizados como textos puesto que nos transmiten algo más que significados evidentes dando cabida a una lectura de lo que dejaron de decir, de lo que olvidaron, de lo que sobreentendieron, de lo que tiene relación con el universo de los símbolos, de la politización de los enunciados, de las posibilidades que otorga la hermenéutica aplicada. Se precisa enraizar en los manuscritos, incorporarlos, asumirlos, sostenerlos en su subjetividad y temporalidad contextualizándolos.

    Parece sensato preguntarse si las descripciones que hacen diversos cronistas coloniales de los indios de esta región pueden tomarse como informaciones para construir un perfil etnográfico. El jesuita Pérez de Ribas habla extensamente de varias etnias que conoció entre 1608 y 1623. Emplea un reduccionismo siniestro al declarar muchos aspectos culturales como influidos por el demonio. Pero no cae en la uniformidad de las etnias, por el contrario, establece diferencias culturales entre éstas, entrega datos muy concretos de su organización familiar, su comida, su tecnología, la geografía. Es evidente que ve a los indios con ojos de jesuita, europeo y padre superior, pero no comete el desliz de hacer tabla rasa de los indígenas, sino que los describe minuciosamente. Tampoco dice de los tepehuanos lo que corresponde a los yaquis ni a los laguneros; describe los hábitats de manera meticulosa como corresponde a las costumbres de los cartógrafos de su tiempo. Incluso a los más rebeldes y bárbaros entre los indios les reconoce rasgos positivos, como generosidad, inocencia, ingenuidad, bondad, amor por los niños, gran capacidad para la música y otros.¹⁶

    Los libros que escribieron varios misioneros y algunos militares en la época colonial serán utilizados aquí como fuentes, lo cual no significa que se crea todo lo que dicen; del mismo modo se tratan a los manuscritos. Si los estudiamos a fondo y los comparamos con vestigios arqueológicos y con documentos de archivo escritos por quienes jamás conocieron a Pérez de Ribas u otros cronistas, y que

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