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Espíritus inquietos
Espíritus inquietos
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Libro electrónico659 páginas10 horas

Espíritus inquietos

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Un beso eterno que perduraría en mí a través del tiempo.

En el año 1928, Carmencita, una joven de solo quince años, tiene que abandonar su familia y su pequeño pueblo de la Serranía de Ronda, debido a la muerte inesperada de su madre y a los malos tratos que sufre por parte de su madrastra. Desde el momento en que inicia su partida, Carmencita se enfrentará a un mundo totalmente desconocido.

El trayecto se convertirá en un viaje del pasado al futuro, a esa otra sociedad tan distinta y desconocida, moderna, bulliciosa, y la que parecía atraerle. En su camino, la joven conocerá a muchos y muy distintos personajes, que la casualidad hará que se conviertan en parte de su vida. De entre ellos, destaca su nueva amiga y compañera, Eulalia, con la que compartirá numerosas situaciones y experiencias, alguna de ellas tan dolorosas que harán que se conviertan en dos mujeres curtidas y valientes.

Espíritus Inquietos tiene lugar entre 1910 al 1968 y se desarrollaen la Serranía de Ronda, Algeciras, La Línea de la Concepción, Gibraltar, Ceuta, Tánger y el pueblo de Ashbourne en el Reino Unido. El escritor, buen conocedor de estos lugares, consigue que la obra sea muy verosímil y de lo más atractiva.

Espíritus Inquietos es, al mismo tiempo, un thriller, un drama y una novela romántica e histórica repleta de aventuras que no dejaran indiferente al lector.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 jun 2018
ISBN9788417382605
Espíritus inquietos
Autor

Antonio Molina Andrade

Nacido el 9 de diciembre de 1942, en San Roque (Cádiz). Hizo sus estudios en un internado en Sevilla entre 1949 y 1956. Con catorce años, empezaría a trabajar, sin dejar los estudios. En 1966 se casa y decide marchar a Inglaterra con su mujer durante cuatro años. En 1970, vuelve y fija su residencia en San Pedro de Alcántara (Málaga). Empieza a trabajar de guía turístico, profesión que ejercería hasta su jubilación. En 1978, cambia su residencia a Alhaurín de la Torre, donde aún vive.

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    Espíritus inquietos - Antonio Molina Andrade

    Capítulo 1

    La casa de los cristales

    ¡Toc, toc!, llamó a la puerta tímidamente, como si temiera estar causando demasiado ruido y no estuviera segura de que debiera hacerlo. Pensó que podrían estar comiendo. Era la hora del almuerzo y por la cortedad con que llamaba parecía que le habían enseñado que no se debía molestar en esos momentos. Se consideraba una nota de mala educación.

    La que tocaba a la puerta era una mano joven y no muy cuidada, seguramente debido al duro trabajo en el campo de donde aparentaba ser originaria.

    La mujercita había llamado a la puerta del número tres de la calle Real, en Ceuta, una bella casa de dos pisos con una fachada muy vistosa de color crema, con una mezcla de estilos arquitectónicos entre los que sobresalían el neoclásico y el barroco.

    La cornisa era de piedra caliza labrada con grutesco, sujeta por seis estatuas, de las cuales tres eran atlantes que la cargaban sobre sus hombros, y otras tantas figuras de cariátides que lo hacían sobre sus cabezas, mezcladas y separadas a la misma distancia, todas ellas con cuerpos alargados de africanos semidesnudos, esculpidas igualmente en piedra caliza. Frisos en cerámica muy colorida, con dibujos de distintos animales en movimiento. Dinteles neoclásicos hechos en ladrillos rojos con fondo de cerámica amarilla en todas sus ventanas y su única puerta de entrada, en el centro del dintel de esta estaba la fecha de 1910, en una pieza de cerámica del mismo color amarillo, y adornado con guirnaldas alrededor de dicha fecha.

    Había cuatro balcones abombados de herrería en cada piso, decorados con rosas de distintos tonos enredadas en los barrotes, estas parecían naturales, imitando con gran realismo los balcones andaluces.

    Cada balcón tenía un ventanal de doble hoja con cuatro cristales en cada una de estas, y sobre los ocho cristales de cada balcón se podía ver una flor diferente pintada con vivos colores. De la decoración de estos ventanales le venía el nombre con el que se la conocía, la Casa de los Cristales. Cuatro ventanas a la altura de la calle con rejas imitando cañas de bambú, sobre las que se enredaban unos finos sarmientos de vid, con pequeños racimos de uvas.

    La puerta de entrada era más grande de lo normal, parecía hecha de madera de castaño y estaba tallada. Sobre la parte más alta de una de las hojas, estaba el busto de Juno con su doble cara, y sobre la otra hoja, el de la diosa Vesta. En parte central las figuras labradas de Nuestra Señora de África, y en la otra hoja la de San Daniel, patronos ambos de la ciudad de Ceuta.

    En un lateral del quicio había una placa en la que se podía leer: Don Ramón Gutiérrez Ruiz. Médico.

    La Casa de los Cristales era de principios del siglo XX y de estilo modernista. El dueño anterior había sido un comerciante catalán de la ciudad de Reus, el señor Llull, que mandó a llamar a un arquitecto de esa ciudad para que la construyera. Años después y debido a dificultades financieras tuvo que venderla a su actual dueño, que la adquirió mucho más barata de su coste real.

    Don Ramón le haría varias innovaciones por razón de su profesión sin que afectaran mucho a la casa original. Entre los cambios hechos el más importante fue la puerta. Esta fue diseñada por él mismo, era muy aficionado a la mitología y un creyente muy devoto de los patronos de la ciudad. La mandó hacer en Ronda, en una antigua carpintería cerca del Puente Nuevo. Después de comprobar el buen trabajo hecho con la puerta diseñó nuevos muebles para reemplazar algunos de los antiguos que estaban en mal estado. Estos fueron hechos en estilo andaluz, casi todos con pequeñas tallas, evocando lugares históricos y artísticos de Ronda y Ceuta.

    La pequeña Carmencita estaba en el zaguán esperando que alguien le abriera, mientras seguía mirando asombrada las dos hojas de la puerta, nunca había visto una entrada tan bonita. Volvió a tocar suavemente con la aldaba. Después de esperar unos minutos abrieron la puerta y apareció una mujer joven que le preguntó:

    —¿Qué querías, niña?

    Era la sirvienta, que por el acento parecía de origen magrebí.

    —¿Vive aquí don Ramón Gutiérrez, el médico?

    —Sí, aquí vive, ¿para qué lo querías? Hoy no trabaja en consulta, es domingo.

    Ella contestó un poco avergonzada. No estaba acostumbrada a hablar con personas extrañas, era su segundo día fuera de su pueblo en toda su vida.

    —Dígale que pregunta por él un familiar de su pueblo, de Lubar.

    —Pasa y siéntate un momento si quieres, voy a avisarle.

    Un minuto más tarde se presentó don Ramón, que observó detenidamente como buen profesional que esa chica no tendría más de quince años. No era muy alta, con unos ojos de un azul claro, rubia y delgada, pero fuerte, con una bonita sonrisa. Aunque se la veía un poco cansada y algo asustada, parecía una mujercita con carácter. Llevaba en la mano un pequeño hatillo, un envoltorio en un gran trozo de tela donde llevaba el resto de sus vestimentas con un anudado cruzado, que no soltaba.

    Don Ramón preguntó, aunque se lo imaginaba:

    —Bueno, ¿quién eres tú?

    Ella lo primero que hizo fue entregarle una carta que le había dado su tío Luis. Don Ramón la miró con mirada bonachona, abrió el sobre y leyó atentamente.

    Querido tío:

    Puede que usted no me recuerde, soy Luis, su sobrino, el hijo de su hermano Paco y el hermano de Irene, la que murió va a hacer ahora un año. Después de muchos años sin verlo, quizá se acuerde de que volvimos a coincidir en el funeral de mi hermana.

    Siempre había oído hablar bien de usted a mis padres, de lo talentoso que fue cuando salió del pueblo y emigró a Madrid, de cómo logró, a pesar de lo duro que fue el comienzo, adaptarse a la nueva situación. Combinando el trabajo y los estudios consiguió el título de médico. Mis abuelos siempre estuvieron orgullosos de usted. Lástima que mi padre no se adaptara a esa ciudad y decidiera volver. Él siempre dice que aquí la vida es más dura pero más sana.

    Tío, durante aquella triste visita al funeral de su sobrina, le escuché decirle a mi padre que su mujer no se encontraba bien. Tenía fuertes dolores en la espalda, manos y en las piernas debido al reuma, y que cada vez iba peor, que si no mejoraba habría que buscar a alguien en el futuro para que la cuidara. Que ya empezaba a necesitar ayuda para vestirse, lavarse y otras necesidades. También mencionó que prefería que esa persona fuera alguien joven y de confianza.

    Esta niña que le mandamos y que le ha entregado la carta es hija de su sobrina Irene, la que murió hace algo más de un año, y sobrina mía.

    El mes pasado le mandamos una carta explicándole lo que estaba pasando con ella, que teníamos intención de hablar con el padre para que la dejara ir con usted. Esa carta se la entregué a Eulalia, una matutera de La Línea que viene al pueblo una vez al mes más o menos, para que la mandara desde allí. El correo desde aquí tarda mucho más y no es seguro que llegue. En ella le explicaba la situación de la niña, que le repito aquí por si no la ha recibido, y que era una Gutiérrez pura.

    Tío, se acordará de que al padre al quedarse viudo le quedaron tres hijos: Manuela, la mayor, que se casará antes de lo previsto debido a la muerte de su madre, ya que no quiere vivir con su madrastra; Carmencita, que es la que lleva esta carta, y Manolillo, que es el más pequeño y quien ayuda al padre en el campo.

    A raíz de la muerte de su mujer, Manuel, que es el padre, vive con otra mujer que es bastante joven. Además, le ha dado por la bebida, por lo que Carmencita no es bien tratada por su madrastra. Esta tiene muy mal genio y lo paga con la más débil, y el padre no se preocupa por sus hijos, así que pensamos en casa sobre lo que dijo de cómo se encontraba su mujer y que buscaba a alguien de confianza. Por todo esto hemos decidido mandársela, es un poco joven pero muy lista, aseada, cariñosa y fuerte, con carácter. Como están solos y no tienen familia creemos que les vendrá muy bien para darles compañía y atender a su mujer, y para ella será una buena oportunidad para convertirse en una mujer preparada, aparte de salir del infierno de su casa.

    No tiene que pagarle, sino cuidarla. Mi padre le dijo en el funeral que si encontrábamos a alguien que pudiera ser la persona que usted necesita para hacer compañía a su mujer se la mandaríamos. Le hemos pedido a Eulalia el favor de llevar a la niña hasta Algeciras, y dejarla en el barco que va a Ceuta. Le he pagado los gastos y, además, le he hecho un regalo por el favor de llevarla.

    Aquí, en el interior de esta carta, lleva la dirección de Eulalia para que le escriba diciendo que todo ha ido bien. Ella nos lo dirá cuando venga al pueblo. Viene todos los meses.

    En espera de su contestación y de que todo haya salido bien se despide de usted su sobrino,

    Luis Gutiérrez

    Don Ramón se quedó mirando a Carmencita.

    —Con que tú eres la hija de la pobre Irene, que Dios la tenga en la gloria. Tienes su mismo color de ojos, creo que nadie más en la familia los ha sacado igual, son los ojos de los Gutiérrez, azules claro.

    Don Ramón también los tenía del mismo color.

    Capítulo 2

    Lubar, un pueblo de la Serranía de Ronda

    Siguió mirándola y pudo ver a través de sus bonitos ojos azules que habían sido dos días muy largos. Era la primera vez que salía de su pueblo y nunca había hablado con extraños. También parecía un poco asustada, quizá porque estaba viviendo una experiencia que la sobrepasaba. Era un mundo totalmente desconocido, pero le gustaba, era algo que nunca hubiera pensado que podría vivir, ni siquiera que existiera, aunque su madre, que había conocido esos lugares, ligeramente le contó y previno de que había un mundo totalmente diferente fuera de Lubar, y que lo más seguro sería que le gustara.

    Lubar era un lugar olvidado en el corazón de la Serranía de Ronda. Uno de esos pequeños pueblos blancos, construido en la ladera de un monte, donde todas las calles subían o bajaban. Algunas de ellas tenían tal pendiente que había que ir en zigzag para poder caminar, muy pocas estaban empedradas con cantos rodados traídos desde un pequeño río cercano, el río Monarda. La mayoría de las calles eran de tierra, el único lugar llano en el pueblo era una pequeña plaza donde estaban la única iglesia y el ayuntamiento.

    Las casas estaban construidas de piedra y barro con muros muy gruesos, algunos podían tener hasta un metro de ancho. Las había que parecían cuevas. Este tipo de construcción tenía la ventaja de mantener la temperatura muy estable todo el año. Algunas de ellas, las mejores, tenían un piso donde estaban los dormitorios, o una recámara, que se usaba para almacenar y conservar sobre todo leña para posteriormente usar como combustible para calentar y cocinar, además de semillas, grano…, o también como lugar para dormir. Otras podían tener las recámaras más bajas, las llamaban gateras, posiblemente porque la única manera de entrar era gateando. Solían tener un ventanuco pequeño para airearlas y darles algo de claridad. En ellas se guardaba lo mismo que en las más grandes, pero en menor cantidad, incluso a veces también eran usadas para dormir, dependiendo del tamaño de la casa y de la familia que la habitara.

    Lugar muy atrasado, como todos estos pueblos en la Serranía de Ronda, casi toda su población era analfabeta, no había escuelas. Algunas personas que sabían leer y escribir, incluso sin saber hacerlo muy bien, daban clases por las noches en sus casas. Se les solía llamar maestros, aunque no lo fueran, y muchas veces al no haber dinero se les pagaba en especies: huevos, aves, chacina... Otras veces se enseñaban entre familiares, siempre de noche. El día era para trabajar que era lo que daba de comer, saber leer y escribir no era tan importante en estos pueblos en esa época.

    El dinero era muy escaso y apenas se usaba. Casi todos tenían unos pequeños ahorros guardados para las necesidades más importantes y las emergencias: médicos, medicinas, alimentos que ellos no producían o ropa, aunque esta última pasaba de un hijo a otro, se remendaba o se parcheaba. Al no haber dinero el intercambio era muy importante para la subsistencia. Los vecinos trataban de ayudarse mutuamente, no solo con alimentos perecederos o sobrantes, como frutas y verduras, sino que también con ayudas físicas cuando se hacían sus nuevas casas. Igualmente se prestaban ayuda cuando estaban enfermos. También durante las matanzas se repartían partes entre los vecinos más allegados: morcillas, chorizos…

    Subsistían con lo que daba el campo, no había otra cosa, excepto dos o tres familias que tenían más y mejores propiedades, eso les daba una buena economía y vivían más holgadamente, incluso algunas de ellas podían mandar a sus hijos a estudiar a Ronda, donde se encontraban los únicos colegios. Esos eran considerados los ricos del pueblo.

    No existía ningún tipo de saneamiento. A veces el agua llegaba a una fuente pública del pueblo del riachuelo más cercano a través de acequias, y la mayoría de sus habitantes tenían que ir con cántaros de barro cocido a dicha fuente, o ir andado o con cabalgaduras al lugar más cercano donde hubiese agua. Esta se depositaba en casa en otras ánforas mayores llamadas tinajas, las cuales cubrían con una tapa de madera. Desde ellas, con un jarro hecho de lata por los hojalateros, o bien de barro o aluminio, la iban sacando y usando en los distintos menesteres.

    Muchos de los suelos de esas viviendas eran de tierra y en verano se les rociaba agua para refrescar las casas. La mayoría no tenían cocinas, sino que en el interior de la chimenea había un gancho colgando donde enganchaban una especie de caldero que usaban para guisar, otras veces tenían una trébede, un triángulo de hierro, elevado unos centímetros del suelo, colocado sobre los rescoldos de la chimenea para cocinar sobre él, con sartenes, ollas o cacillos.

    Apenas había higiene personal. Excepcionalmente en pocas casas podía haber una bañera de corcho o cinc, y en ocasiones muy especiales se calentaba agua. Las mujeres se aseaban primero, lo hacían humedeciendo un paño o toalla en el agua, y se restregaban las distintas partes del cuerpo sin desnudarse, solo la parte que se iba asear, empezando por la cara. Después lo haría el resto de la familia.

    No había personal sanitario, ni médicos, ni enfermeras. Quizá algún practicante, que se convertiría en la persona más requerida en caso de cualquier enfermedad. Las más populares eran las curanderas, con sus pócimas y sus santos y oraciones.

    El lugar más cercano para este tipo de servicios en la serranía sería la misma Ronda, que se encontraba a unos cuarenta kilómetros, una buena jornada a caballo. Muchas personas morían por la falta de este tipo de profesionales en los pueblos, o en el camino hacia Ronda, porque se tardaba varias horas en llegar montado en caballería.

    Don Ramón vio la cara de cansancio que tenía. Sabía que había emprendido su primera experiencia viajera muy temprano, dos días atrás. Había recorrido alrededor de cien kilómetros, veinticinco de los cuales los hizo montada en un mulo.

    Habían salido de Lubar de madrugada para tomar el tren en un pequeño apeadero a unos veinticinco kilómetros, llamado Estación de Gaucín. Esa distancia la tuvieron que hacer montadas en cabalgaduras, tardando más de seis horas.

    Es una de las zonas más montañosas y bellas del país. Son montañas de tipo medio, aunque algunas podrían sobrepasar los mil quinientos metros de altura excepcionalmente. Es conocida como la Serranía de Ronda y, dentro de esta, el valle del Genal.

    En 1928 se empezaban a construir las primeras vías actuales sobre los antiguos caminos y veredas, las que años más tarde serían las carreteras terrizas que conectarían algunos de estos pueblos. Aprovecharon las antiguas sendas, las hicieron un poco más anchas para que pudieran pasar los vehículos, probablemente circularían cada semana años más tarde. En esos tiempos aún no existían, quedaba aún mucho tiempo antes de que las construyesen, luego la única forma de transporte era con animales de carga, caballos, mulos o asnos. Transportaban los productos típicos de los pueblos de la serranía, como eran la madera, el corcho, y castañas y otros frutos en menor cantidad.

    Lubar era uno de esos pequeños pueblos en la Serranía de Ronda, en la zona del valle del río Genal, muy conocido por su aguardiente. En 1928 había varios alambiques, era la bebida más popular en el lugar, de tal manera que el pueblo era conocido en los alrededores como «Lubarillo el del aguardiente». La otra bebida popular era el vino mosto que ellos mismos producían. Era algo afrutado y se estropeaba fácilmente, casi siempre se consumía durante ese año. Algunos vecinos tenían pequeñas viñas y hacían sus propios caldos para venta y uso particular.

    Una costumbre muy arraigada entre los vecinos era beber una copa de aguardiente cada mañana al levantarse. Según ellos, les quitaba el mar sabor de boca y les daba fuerza y mejor humor para afrontar el nuevo día, para verlo con más optimismo, aunque la pobreza era tal que no les daba tiempo a pensar que lo eran. Ese licor era único, no se parecía a ningún otro, semiseco, anisado, era ligeramente fuerte, pero entraba bien porque al beberlo tenía un agradable aroma y sabor. En los pequeños bares donde se reunían los hombres de noche después del trabajo solamente se servía aguardiente o vino mosto.

    Carmencita y Eulalia salieron de Lubar montadas sobre las mulas de los dos arrieros que habían sido apalabrados por Eulalia para que las llevaran al apeadero del tren en Gaucín. Estos iban andando delante y con las riendas sobre sus hombros. Ellos conocían la vereda y estaban acostumbrados a andar.

    Aún no había amanecido, hacía poco que se habían levantado y todos permanecían en silencio. Las dos mujeres iban adormiladas y a ninguna de ellas le apetecía hablar.

    El apeadero del tren de Gaucín se encontraba en el siguiente valle, llamado del Río Guadiaro. Durante casi dos horas bajarían desde hasta el río Genal, que daba nombre a este valle en la Serranía de Ronda. El río era algo así como la columna vertebral que partía el valle en dos.

    Después subirían durante aproximadamente cuatro horas desde el río hasta el apeadero del tren.

    Cuando salieron de Lubar aún era prácticamente de noche, y ya estaba cambiando ligeramente el color del cielo. A las espaldas de los viajeros se empezaba a atisbar sobre las crestas de las montañas un ligero color claro difuminado entre azul oscuro y casi negro, amanecía lentamente.

    Hacía fresco, se notaba la humedad del rocío. Dos días antes había caído una ligera lluvia y el calor de los últimos días del verano mantenía la tierra aún caliente, eso producía humedad durante la noche. Conforme iban descendiendo hacia la parte más baja del valle, se notaba que esa humedad era cada vez mayor, y empezaba a haber una ligera neblina en algunos tramos.

    Desde Lubar hacia el río Genal la vereda era ancha y con muchas curvas, discurría entre pinos, robles, alcornoques, olivos, castaños, quejigos, encinas, álamos... Ese camino terminaba en el pueblo próximo, que se encontraba a unos catorce kilómetros, Algatocín.

    Eran casi las ocho de la mañana, y ya se empezaban a ver los primeros, pero aún débiles rayos del sol. Pronto, en el fondo del valle se toparon con una niebla densa que no les dejaba ver claramente la vereda, iban bajando y ya deberían estar muy cerca del río porque podían sentir su humedad, se empezaban a oír con alguna dificultad por la lejanía el agradable rumor de la corriente del agua al golpear contra las piedras. La última lluvia hacía que estuviera algo más caudaloso. Empezando a cruzar el puente comprobaron que llevaba bastante agua. Esa era la parte más baja del camino y la más cercana al río. De pronto la niebla había casi desaparecido delante de ellos, pero ahora estaba sobre sus cabezas. Era mágico, como si estuvieran dentro de un túnel.

    Una nutria estaba sobre una roca cerca del agua devorando lo que parecía ser un gran pez, más grande que los que se veían normalmente en algunas de sus charcas. Las aguas del río Genal bajaban puras y cristalinas, buscando el río Guadiaro, que finalmente terminaba en el Mediterráneo.

    Se apetecía bajarse de las cabalgaduras y tomar un baño, pero era muy temprano. Llevaban un buen rato de camino y decidieron hacer una pequeña parada para desayunar en una antigua venta llamada San Antonio, situada al otro lado del río, donde solían parar los arrieros para descansar y reponer fuerzas con algo de comida. Estos se dedicaban al transporte a cualquier otro lugar o pueblo del valle del Genal, incluyendo la ciudad principal, Ronda. Eran los encargados de transportar el corcho, la madera y las famosas castañas, entre otras muchas mercancías con sus caballerías —mulos, caballos y asnos—. Conocían muy bien todo el valle, sus veredas y caminos, igualmente sus fincas, y muchas veces a sus dueños. Eran nativos del lugar y dominaban toda esta zona. Ese solía ser su trabajo cotidiano. No había otro sistema de transporte.

    Capítulo 3

    Margarita, la ventera

    La dueña de la venta saludó cariñosamente y reconoció a Carmencita, a la que dio dos besos y le preguntó:

    —¿Adónde vas a estas horas, Carmencita?

    Aunque ella lo sabía, esos pequeños pueblos eran como una gran familia mal avenida, la convivencia a través de siglos daba alguna que otra vez motivos para no llevarse bien, ya fuera por las lindes de sus fincas, amoríos, infidelidades…, y por algo muy arraigado en esos pueblos: la envidia. Pero en situaciones difíciles se unían sin más remedio, de ello dependía su subsistencia. Al estar aislados del exterior tenían que ayudarse entre ellos, por eso las noticias se sabían incluso con antelación, de inmediato, el famoso «chismorreo».

    Sabía el problema de Carmencita con su madrastra. Esa mujer era conocida en el pueblo por su mal humor, también el del padre con el alcohol, y que este había sido convencido por su tío Luis para dejar a la niña salir de casa y marchar a Ceuta con un familiar, donde estaría mucho mejor, quizá para siempre. El padre aceptó, pero no quiso hacerse cargo de los gastos, según él no tenía dinero.

    Margarita, «La Viuda» era el apodo con el que era conocida la ventera, una mujer cercana a los treinta años, vestida de negro, delgada, morena y de estatura media, ojos verdes y pelo negro muy arreglado. Se podría decir que era una mujer guapa. Tenía dos hijos pequeños de tres y cinco años cuando enviudó. Su marido había sufrido un accidente cuando, montado en su mula, atravesaba un vado del río. La acémila pareció ser que se asustó al ver una pequeña serpiente saliendo de debajo de una de las piedras, seguramente al escuchar los cascos del animal chocar contra los cantos rodados. La mula asustada alzó las patas delanteras y salió en estampida, lo que provocó que el marido cayera de espaldas con tan mala suerte que se golpeó la cabeza contra una de esas piedras. Lo encontraron horas más tarde sin vida, también los restos de la serpiente, y a la mula no muy lejos pastando tranquilamente. Por esas veredas no solía pasar apenas gente, a veces durante todo el día, incluso podían pasar semanas, ella decía que quizá se habría salvado si lo hubieran socorrido de inmediato, pero nunca lo sabremos.

    Margarita era de Lubar, allí tenía su casa y un terreno, como casi todos los lubareños. Vivía en el pueblo muchos días en invierno, cuando no tenía apenas viajeros que atender, no le gustaba quedarse sola en la venta. Unos años más tarde, cuando sus hijos se hicieron mayores, vivían todo el tiempo en ella. Era muy conocida también en todos los pueblos de alrededor. Casi todos los venteros se convertían en los voceros de las noticias de toda la zona. Los viajeros que paraban acostumbraban a comentar los asuntos más importantes del momento, y ella aprovechaba cuando la ocasión se presentaba para informar a otros.

    Margarita, a pesar de quedarse viuda muy joven, nunca se volvió a casar, siempre vistió de luto. Se casó con diecinueve años y quedó viuda con veintiséis, desde entonces le habrían salido varios compromisos, pero no los aceptó. El luto en esos pueblos era casi siempre para el resto de los días, así es como era bien visto por la gente del pueblo y por las respectivas familias. En caso de que la viuda decidiera volver a rehacer su vida con otro hombre, la mayoría de las veces tendría que dejar ese pueblo e irse a vivir a otro, que se quedara a vivir en el mismo lugar no sería bien visto, significaría ser irrespetuosa con el luto, y se consideraría como un mal gesto hacia ambas familias, la del marido y la suya propia.

    Había épocas en las que se reunían en la venta más viajeros que de costumbre, sobre todo arrieros. Eso era durante la temporada de la castaña. Estaban a mediados de septiembre y empezaba la recogida de la más temprana, que por ser las primeras se pagaban más caras. La recogida solía durar hasta mediados de octubre, un mes, aunque el periodo más importante era a partir de principios de octubre, que era cuando el fruto estaba totalmente maduro. El transcurso de esas fechas solía ser la excusa en los pueblos para celebrar sus fiestas. Por ejemplo, Lubar tenía dos fiestas: San Juan, que era el día en que mucha gente joven bajaba los siete kilómetros de distancia hasta el río Genal para bañarse y celebrar bailes y concursos, lo hacían andando o en caballerías, como un día de romería. Los jóvenes tenían la oportunidad de conocerse, y de allí surgían muchos noviazgos. Pero la celebración más importante tenía lugar el 4 de octubre, eran las fiestas patronales dedicadas a San Francisco. Estas solían durar un par de días, y tenían lugar en la Plaza de la Iglesia, donde cada año traían a un señor que se dedicaba a tocar el acordeón, un músico muy conocido en el pueblo que acudía siempre a esas fiestas. Interpretaba música popular que la gente conocía y podía bailar como pasodobles y boleros, por ejemplo. En esos pueblos el baile se convertía en el único divertimento durante las fiestas. Todo los lubareños bailaban, menos los más ancianos, que se sentaban alrededor de la plaza para ver bailar a los mocitos y recordar sus tiempos de jóvenes. Aquellos días también eran una oportunidad para el reencuentro entre vecinos, algunos de ellos vivían durante todo el año en el campo, alejados del pueblo, y durante todo ese tiempo venían muy pocas veces, lo hacían para comprar artículos de primera necesidad o vender género.

    En esas fechas, durante la recogida de castaña se veía gran cantidad de arrieros con grandes reatas de cabalgaduras, que visitaban como de costumbres a los propietarios de los castaños para llegar a un acuerdo sobre los precios.

    La mayoría de ellos la transportaban al Mercado de Ronda para venderla a mayoristas, que a su vez la exportaban al resto del país. Siendo la ciudad más importante de la serranía, Ronda se convertía en la capital económica, industrial, y administrativa, donde se encontraban médicos, farmacias, hospital, escuelas, comercios y otras clases de servicios, luego para cualquiera de estas cosas, todas las personas de los pueblos de los alrededores tenían que venir a Ronda. Digamos que la economía de esta ciudad también dependía en gran parte de estos pueblos.

    Estaban desayunando Eulalia, Carmencita y los arrieros cuando llegaron otros más que se agregaron al grupo anterior y empezaron a comentar distintas noticias según comían. El tema sobre el que más hablaban consistía en lo difícil que se había puesto la aduana entre La Línea y Gibraltar a raíz de los sucesos de marzo. Unas restricciones impuestas por las autoridades de la aduana en los artículos que se podían pasar libres de impuestos desde el Peñón. Los trabajadores de Gibraltar que cruzaban la frontera diariamente no aceptaron la nueva situación y se amotinaron, y los carabineros cargaron sobre ellos con la orden de disparar al aire. Murieron algunos de ellos en esa trifulca.

    Para bastantes de estos obreros en paro, poder pasar estos artículos libres de impuestos suponía poder comer con la ganancia que obtenían en su venta, y para otros una pequeña ayuda a su economía. Se habían producido algunos despidos en la industria de Gibraltar, se empezaba a notar una crisis económica en La Roca, que también le estaba afectando a los comercios, si esta situación persistía, muchos de ellos tendrían que cerrar.

    Como consecuencia de estas muertes, el pueblo estaba muy furioso y tuvieron que cambiar a los carabineros por miembros del ejército para el control del paso por la aduana de los trabajadores españoles desde Gibraltar. Las autoridades tomaron esa decisión para parar otra posible revuelta que podría ser peor que la anterior y, además, les volvieron a permitir pasar por la aduana los mismos artículos libre de impuestos que antes de la revuelta.

    No se pudo aclarar quién mató a los tres trabajadores. Como no hubo culpables oficialmente, poco tiempo después volvieron a poner a los carabineros y con ellos volvieron a empezar las restricciones.

    Comentaron que ese año la producción de castañas sería muy buena. En la primavera anterior había llovido mucho y se veían los árboles cargados de erizos muy hermosos, algunos de ellos abriéndose ya repletos de castañas.

    A Carmencita le pusieron un vaso de leche de cabra hervida y una rebanada de pan hecho al horno en la venta, con chorizo y manteca colorada. Eulalia bebió un sucedáneo de café, infusión de cebada tostada, con pan y jamón, y los arrieros empezaron por un vaso de mosto del lugar, pan, chorizo y tocino. Los panes los pasaban enteros y los arrieros lo cortaban con sus propias navajas. Esas eran herramientas muy útiles en su trabajo, todos ellos acostumbraban a llevar en sus alforjas su propia comida; generalmente, pan, morcilla, chorizo, tocino y una bota de vino, y sus petacas llenas de chasca, librillos de papel de fumar y mecheros de yesca en sus bolsillos. La mayoría de las veces comían solos, en cualquier lugar en el campo a lo largo del viaje.

    Terminaron de comer y volvieron a montar en las mulas, ahora el camino era más empinado, en subida todo el tiempo hasta Algatocín, que estaba a mucha más altura que Lubar, unos siete kilómetros de subida.

    El sol empezó a alumbrar entre la niebla, que poco a poco se disipaba con su calor, era algo especial para la niña ver cómo sus rayos penetraban con gran esfuerzo entre las ramas de los grandes árboles, describiendo unas rayas rectas en el aire de luces y sombras, parecía mágico. Estaba muy acostumbrada a verlo, pero le seguía pareciendo algo fantástico.

    Todo estaba silencioso. Caminando por la ribera del río solamente se oían los cascos de los mulos al cabalgar, y de vez en cuando a las ranas croar y a los pajarillos con sus alegres cantos saludando a la luz del nuevo día.

    En algunos momentos se escuchaba a lo largo del valle del Genal como si alguien estuviera saltando de rama en rama. Era fácil escucharlo por el eco, pero se hacía imposible ver o escuchar exactamente de dónde partía ese ruido por los miles de árboles que cubrían todo el valle.

    El motivo era que los campesinos golpeaban con largas varas las ramas de los castaños para que las castañas cayeran, a veces sueltas y otras dentro de lo erizos. A esta labor se la denomina varear. Eran las primeras castañas y había pocas maduras. La mayoría de los erizos aún no estaban abiertos, faltaría aún algún tiempo para que maduraran, y entonces se abrirían y el fruto caería solo desde los árboles.

    Eran las primeras que se cogían y en el mercado se pagaba más por ellas, de ahí la prisa por cogerlas, aunque fuese más difícil su recogida.

    Seguían subiendo en su caminata hacia Algatocín. Algunas veces al mirar hacia arriba se podía ver, sobre todo cuando había un claro en el bosque, a las águilas y a los halcones oteando sus posibles presas: conejos y otros pequeños roedores que cruzaban a veces la vereda.

    Parecía que quien más gozaba del paisaje era Carmencita, iba distraída recordando los nombres de las flores que veía, también los de los árboles. Quizá ella era la única que disfrutaba en esos bosques, era su medio y su madre le había enseñado a amarlo y cuidarlo.

    Finalmente, el aburrimiento hizo mella en Eulalia, que quiso enterarse de lo que estaba ocurriendo con la niña.

    Los viajes largos en aquellos tiempos, a pie o montado sobre cabalgadura, se volvían monótonos, y la única manera de que fueran entretenidos y más llevaderos era hablando, contando historias, bien fueran propias o de otros. La mayoría eran banales, también de las cosas importantes ocurridas en los pueblos del valle. Solían ser algo tristes. La tristeza es algo que acompañaba a esas gentes, aunque parecieran alegres y dicharacheras.

    —Carmencita, ¿por qué vas a Ceuta?

    —Mi tío Luis me manda para acompañar a una señora que está enferma. Creo que es un familiar.

    —¿Pero vas allí por mucho tiempo?

    —No lo sé, creo que puede ser por unos meses, no estoy segura. Mi tío me ha dicho que me porte bien porque esos señores son muy buenos, y estaré muy bien con ellos.

    —Me han dicho que la mujer que vive con tu padre no es buena contigo, que te regaña mucho y tiene muy mal genio.

    Carmencita la miró con algo de pena:

    —Echo de menos a mi madre, ella me quería mucho. Úrsula no es mi madre.

    —¿Estás contenta de dejar el pueblo? Puede que no veas a tu familia en mucho tiempo.

    Carmencita no contestó, no sabía qué decir, se quedó pensativa y, sin poder evitarlo, miró hacia Lubar y se puso triste, se le empezaron a humedecer los ojos. Eulalia se dio cuenta y quiso cambiar de tema para no apenarla más.

    —Pero yo creo que vas a estar muy bien y vendrás de vez en cuando al pueblo a ver a tu familia. He oído decir que Ceuta es una ciudad muy bonita. Me han dicho que hay escuelas y hospitales, ¿tú sabes lo que es un hospital? Es un sitio donde llevan a las personas cuando están enfermas para curarlas. También hay tiendas donde puedes comprar lo que quieras.

    Carmencita escuchaba, pero no entendía muchas de las cosas que le estaban diciendo. Pensaba en su hermana Manuela y su hermano Manolillo, ¿qué sería de ellos? Sabía que su hermana mayor se casaría pronto, pero ¿y Manolillo?

    Tardaron casi dos horas en llegar a Algatocín. Pararon para descansar, descabalgaron y se sentaron bajo un gran roble que sería varias veces centenario. Estaban muy altos de manera que desde ese punto se podía divisar Lubar enfrente, en la ladera de un monte. Carmencita recordó las palabras de Eulalia: «A lo mejor no ves más a tu familia». ¿Sería esta la última vez que viera Lubar? En ese momento se dijo a sí misma que volvería, quería mucho a sus hermanos.

    Le gustaba evocar su niñez, cuando vivían en la finca de Las Lomas y a final de la primavera recogían las cerezas, le encantaba subirse a esos árboles a recoger el fruto. Tenía la costumbre de comerse siempre las primeras que cogía. Le vino a la memoria cuando en otoño recogían la castaña, ¡cómo terminaba llenas de pinchazos al querer abrir los erizos con las manos!, y los tostones que hacía su madre en el horno después.

    También se acordaba cuando era pequeña y su madre le daba un trozo de tela y una aguja. Entonces se subía en la higuera que estaba en el llano de la casa y permanecía horas en lo alto, le gustaba estar allí subida, podía ver a los adultos más pequeños que ella. Recordaba decir muchas veces que le gustaría vivir siempre en Las Lomas, pero se puso triste pensando que algún día se iría y no volvería allí. Había escuchado discutir a su padre y a Úrsula sobre la finca. Ella quería que él la vendiera para ir a vivir otro lugar, estaba cansada de las críticas de toda la gente del pueblo. De él decían que estaba viviendo con una mujer veinte años más joven. La familia de Irene le echaba en cara que con el cadáver aún caliente se hubiera ido a vivir con una loca mucho más joven que él y que, además, maltrataba a sus hijos. A ella, que no había respetado el luto para irse a vivir con un viudo mucho mayor, y que no trataba bien a sus hijos. La gente pensaba que Úrsula no estaba bien de la cabeza.

    Capítulo 4

    Eulalia, la matutera

    Siguió la conversación el resto del camino entre Eulalia y los dos arrieros. Estos se conocían desde hacía mucho tiempo, los dos eran de Gaucín. Siempre habían trabajado como jornaleros en distintos lugares de la serranía y conocían casi todas las fincas más importantes, ahora eran arrieros y seguían visitando esos lugares. Los pueblos de la serranía son como barriadas y la gente de distintos sitios a menudo se conoce. Ella era de uno de los pueblos más pequeños, Faraján, situado entre Alpandeire y Júzcar, también estaba a catorce kilómetros de Lubar, pero en dirección opuesta, hacia el norte.

    Eulalia era una mujer mediana de estatura, delgada, pelo de color oscuro recogido en un moño, ojos negros, labios medianamente gruesos, cara algo alargada, tez blanca y nariz ligeramente respingona. Calzaba unas alpargatas anudadas alrededor de las piernas. Una saya larga oscura, delantal gris claro, blusa blanca con ribetes, una rebeca gris y una toquilla oscura sobre los hombros, a veces se cubría la cabeza con un pañuelo algo más colorido.

    Eulalia dijo:

    —A mí me pasó algo parecido a lo de Carmencita, cuando tenía catorce años me llevaron por primera vez a La Línea con mi tía Teresa, que vivía allí. Me quedé sorprendida al ver ese otro mundo, había cosas que no había visto en mi vida: coches, tiendas, bares, un mercado de abastos, confiterías… Era otra manera de vivir. Le pedí a mi tía que me dejara quedarme allí con ella, pero en ese momento no pudo ser, ella no tenía un trabajo estable y tuve que retornar a mi pueblo, pero un año después me volvió a invitar y esa vez me quedé. Le ayudaba en la casa además de hacerle compañía.

    »Había encontrado un trabajo de camarera en Gibraltar. Allí se echó un novio inglés, el señor Tommy o Tomás, era muy simpático y me traía chocolatinas y caramelos. Más tarde se casaron, pero siguieron viviendo en La Línea, no se fueron a Gibraltar. Era más asequible económicamente vivir a ese lado de la verja, aunque él tenía que ir y volver todos los días al trabajo en La Roca, era militar en la RAF.

    »Unos años después a él lo destinaron a Inglaterra y tuvieron que marcharse, pero para esa fecha yo ya había cumplido veinte años, había encontrado trabajo y pude seguir viviendo en La Línea, donde poco después conocí a mi novio, y unos meses después nos casamos. Él también trabajaba en Gibraltar, era mecánico. Vivíamos muy felices hasta que la fatalidad apareciera: un día me encontré a mi marido con otra y esa fue la última vez que lo vi. Lo dejé plantado allí mismo, fueron unos momentos muy malos y pensé en quitarme la vida, ¿qué iba hacer sin él? Pero poco a poco me di cuenta de que la vida es el don más preciado que tenemos y lo único que nos pertenece, así que decidí volar sola y, como tampoco tuvimos familia, fue más fácil para mí. Dos años después conocí a otro hombre con el que sigo viviendo y me va muy bien con él. No me he querido casar por si pasara lo mismo que con el otro. Con este tampoco hemos tenido familia, y eso me ha dejado mucho tiempo libre, me dedico a trapichear de matutera para buscarme la vida y así ayudar a mi hombre.

    »Uno de los arrieros era conocido como Benito «El Navaja», debido a lo mucho que le gustaban. Tenía, además, una pequeña colección de ellas. Era un hombre más bien corpulento, de metro setenta aproximadamente. Con los brazos y la cara quemados por el sol, tenía aspecto de haber trabajado muy duro toda su vida, y era simpático y de risa fácil. Usaba una gorrilla negra algo desgastada por el tiempo, camisa gris sin cuello remangada, y sobre esta un chalequillo corto negro con dos pequeños bolsillos a los lados (hacía mucho tiempo que lo usaba porque estaba descolorido y gastado) y pantalones de pana con un par de remiendos en las rodillas. Usaba alpargates, típico calzado de algunas zonas rurales en Andalucía, eran sandalias de esparto y hechas a mano, la mayoría de las veces por ellos mismos, se podían reparar fácilmente. Se usaban casi siempre en verano, aunque a veces las tenían que usar todo el año.

    Le dijo a Eulalia:

    —¿No te ha detenido la Guardia Civil alguna vez cargada de mercancía?

    Los matuteros solían trapichear con productos de Gibraltar, conocido como contrabando porque no pagaban los impuestos correspondientes, como el tabaco rubio inglés y americano, de picadura o negro suelto para liar, azúcar, café, té, relojes, medicamentos, güisqui... Cosas que no había o no se encontraban fácilmente en el país, casi siempre si la Guardia Civil los detenía les hacían pagar los impuestos más una multa. Si no pagaban les decomisaban todo el género y podían ir a la cárcel hasta que hicieran efectiva la multa.

    —Sí, una vez en la estación de Jimena de la Frontera, dieron el «queo», palabra que usaban los matuteros para avisar de la presencia de los civiles, pero yo no me enteré porque iba medio dormida y cuando desperté tenía en mi hombro la mano de un civil que parecía un demonio con bigotes. Me lo quitaron todo y me encerraron durante un día, tuve que dormir esa noche en el calabozo, y a pesar de haber pagado una multa no me dejaron salir hasta el día siguiente.

    —¿Y llevabas mucho encima?

    —Algo más de la mitad de lo que llevaba en principio, acababa de dejar parte en la Estación de San Roque antes de montar en el tren, donde vino otra compañera con quien me comprometí a traerle unas cosas que me pidió. Ella no se encontraba bien y le hice ese favor, hoy por ti y mañana por mí. Nos tenemos que ayudar las unas a las otras, este trabajo es muy peligroso y sacrificado.

    »Cuando vas en el tren, a los civiles casi nunca te los encuentras hasta llegar a Jimena de la Frontera, en ese pueblo hay unos cuantos civiles en un pequeño cuartelillo y a veces aparecen por el tren, dependiendo de a qué hora terminen la guardia. Yo sabía que había que estar vigilante, pero aquel día iba muy cansada y con el meneo del tren me quede adormilada. Me hicieron la puñeta a las ganancias del viaje para la multa, menos mal que siempre me echo algún dinero encima por si ocurre un caso inesperado, he visto compañeras tardar bastante en salir del calabozo hasta reunir el dinero. Esa gente no tiene corazón y seguro que se quedaron para ellos el dinero de la multa y lo decomisado mientras me encerraban en un cuchitril lleno de pulgas y piojos. ¡Vaya nochecita!

    El otro arriero escuchaba atentamente, hasta entonces no había entrado en la conversación, pero no perdía puntada, se le veía muy interesado en todo lo que contaba Eulalia. Preguntó:

    —¿Por qué no os bajáis en la curva antes de llegar a la estación de Jimena, que está muy empinada y el tren tiene que ir muy despacio? He visto a compañeros vuestros que lo hacen, después van andando alrededor de la estación, fuera de la vista de los civiles y, como son veinte minutos lo que tarda en volver a salir, os da tiempo de montaros otra vez un poco más arriba, donde sigue estando demasiado cuesta arriba y el tren yendo muy lento, a veces incluso patina.

    —Sí, lo hacemos cuando avisan de que hay civiles en la estación, pero esa vez no me enteré. Es peligroso porque te puedes caer, pero estamos acostumbradas.

    »Hay otros dos sitios donde también lo hacemos, en el cruce de El Toril, en San Roque. Quizá este sea el más peligroso porque es el punto más caliente, es el lugar donde convergen las tres carreteras principales: la que viene de La Línea, que es el lugar desde donde sale todo el contrabando de Gibraltar hacia las otras ciudades, la que va a Málaga y la que va dirección Algeciras-Estación de San Roque-Ronda.

    »El Toril está en la entrada de San Roque, en una explanada en el mismo cruce de carreteras donde hay que parar obligatoriamente. La Guardia Civil registra a todo el que viene de La Línea, lo mejor que podemos hacer es evitar este lugar. Lo que hago aquí es ir en el autobús desde La Línea a San Roque. Me bajo antes, unos dos kilómetros antes de llegar a El Toril, que es donde registra la Guardia Civil. Después doy un rodeo andando hasta cerca de unas ruinas muy antiguas que se llaman Carteya, y desde ahí ya he dejado detrás el lugar donde registran, vuelvo a la carretera y sigo andando hasta La Estación de San Roque. Son unos cuantos kilómetros andando, pero no tienes peligro. Aunque también puedes tomar el autobús de La Línea hasta Ronda, y antes de llegar a El Toril repartir la mercancía entre los pasajeros del autobús, y una vez pasado el registro volver a recoger la mercancía. El problema aquí es que muchos pasajeros no quieren comprometerse y ayudar, en esos casos tenemos que esconderlo todo en la ropa o en el cuerpo.

    »En Sabinillas vas en el autobús, te bajas una parada antes de donde la Guardia Civil se monta para registrar, das un rodeo por la parte de la playa y te vas a la siguiente parada, que está a la salida del pueblo, fuera del control. Menos mal que los civiles no suelen estar siempre porque dan por hecho que nos han controlado en San Roque.

    »Yo prefiero el tren al autobús, en este último un civil se monta por delante y el otro por detrás, no hay escapatoria como en el tren.

    El que preguntó a Eulalia era conocido como Alejo, «El Bigote». Tendría unos cuarenta años, medía alrededor de uno sesenta y cinco, llevaba puesta una boina algo gastada, una chaqueta de pana un poco raída por los años que parecía no pertenecerle, le quedaba algo pequeña. Debajo tenía una camisa gris, unos pantalones oscuros con zahones de loneta sobre ellos, y unos botines de cuero marrones con las suelas bastante desgastadas.

    Capítulo 5

    El Bigote y El Ciruelo

    Eulalia lo miró fijamente y le preguntó algo que tenía muchas ganas de saber. Estaba al tanto de que había tenido problemas con la Guardia Civil, y de que estuvo a punto de que lo mataran.

    —Bigote, ¿qué pasó hace cinco años entre Jimena y Gaucín, cerca de la Finca de la Fuensanta? Me dijeron que los civiles fueron a por ti cuando venías con tu jaca cargada de tabaco de contrabando desde La Línea a Ronda.

    El Bigote miró a Eulalia, parecía que no le gustaba recordar lo que pasó aquel día, por fin dijo:

    —Sí, ha pasado algún tiempo y no me gusta recordarlo, la verdad es que tuve suerte. —Se quedó en silencio, miró a los tres, que parecían esperar que le siguiera relatando la historia, finalmente comenzó a contarla, algo desganado—: Rafael, que era el jefe del grupo, me llamó para decirme que al día siguiente saldríamos desde La Línea para Ronda cargados de contrabando, tabaco negro de picadura de Gibraltar. Ya estaba todo preparado. Estuve a punto de negarme a salir, quería quedarme en casa porque me sentía muy pesimista, pero hacía tiempo que no salíamos y necesitaba el dinero.

    »Era algo más tarde del mediodía cuando salimos desde La Línea. Seis jacas cargadas cada una con cuatrocientos paquetes de tabaco negro de picadura en cuatro fardos.

    »El que guiaba al grupo era Rafael, «El Guía». Él iba delante con su jaca a una buena distancia, olfateando cualquier posible peligro en el camino, sobre todo a los civiles. Nunca llevaba carga, solamente iba abriendo camino y nos avisaba si veía cualquier signo de riesgo.

    »Ronda estaba a unos cien kilómetros de distancia. Llevábamos unos cincuenta cabalgados, eran las últimas horas de la tarde y pronto oscurecería, cuando Rafael se volvió y vino hacia nosotros galopando con su jaca y gritando: «¡Volved, Volved! ¡Es una encerrona! ¡Nos tienen acorralados!». En ese momento empezó el tiroteo, a mí me cogió de sorpresa y mi jaca se asustó por las detonaciones, yo tiraba de las riendas para que volviera, pero ella iba desbocada y no la podía controlar, y lo peor es que iba en dirección a los civiles. Había unos diez dispuestos en dos filas, una frente a la otra a los dos lados del camino por donde teníamos que pasar, disparando sus fusiles Mauser. A veces oía las balas silbar porque algunas pasaban muy cerca. La cabeza me daba vueltas no podía reaccionar, tiré del bocado de la jaca hasta hacerle sangre al animal, pero todo era inútil, no la podía controlar. Los civiles tampoco se lo creían cuando vieron al caballo venir hacia ellos. Saltó por encima de uno que tuvo que tirarse al suelo, miré para atrás y vi que quiso volver a disparar a la jaca, pero esta iba muy rápida y no le dio tiempo, de manera que pude desaparecer entre los árboles durante unos minutos. De pronto vi que se paró en seco, se tambaleó y cayó, me di cuenta de que estaba herida en la barriga, le habían dado un balazo y sangraba. En la caída me atrapó la pierna debajo, traté de sacarla. Ella parecía querer ayudarme, intentaba moverse para que pudiera sacar la pierna, pero era inútil, estaba demasiado débil, había hecho un gran esfuerzo para sacarme del peligro. Finalmente, pude ponerme en pie y al hacerlo sentí un gran dolor, miré mi muslo y vi que tenía mucha sangre, me di cuenta de que la misma bala que había matado a mi jaca me había herido en el muslo antes. La miré con mucha pena, sabía que se estaba muriendo. Le acaricié la frente, ella parecía mirarme agradecida, cerró los ojos y empezaron a humedecerse los míos. Había sido una jaca única, tenía doce años y la había comprado cuando tenía cinco. Vi cómo el pelo le fue cambiando de marrón a ceniza. Era una pura cartujana, me enamoré de ella, fue el gran amor de mi vida. Nunca imaginé que se pudiera querer tanto a un animal, era valiente, aunque un poco asustadiza, parecía que sabía lo que podría pasar, pero ese juego le asustaba y le gustaba. Tenía que separarme de ella, pronto vendrían los civiles. Adiós, Jerezana.

    »No podía andar bien, cojeaba y tenía mucho dolor, pero me di cuenta de que no tenía ningún hueso roto. Sabía el peligro que corría porque en cualquier momento aparecerían los guardiaciviles, tenía que quitarme de en medio, así que me alejé como pude y tiré de la carga con un gran esfuerzo, era demasiado pesada, iba empaquetada en cuatro costales. Anduve unos diez minutos lentamente, no pude llegar muy lejos, me sentía cada vez más débil. Vi un surco en la tierra entre las jaras, era una torrentera causada seguramente por la lluvia. Metí en aquel hueco los costales de tabaco y rápidamente lo tapé con algunas hojas y ramas secas. Después, cojeando y con mi mano taponando la herida, conseguí esconderme, me tiré entre las jaras y unos matojos muy altos que me protegerían de la vista de los civiles, me acosté y me cubrí con alguna hojarasca. Antes de eso me taponé la herida con el pañuelo y corté con mi navaja un trozo del faldón de la camisa, lo pasé por encima del pañuelo que taponaba la herida y me lo até fuertemente, con eso dejó de salir sangre. Estaba a unos doscientos metros del caballo, estuve escuchando, pero solo pude oír unas voces en la lejanía, seguramente serían los guardias, que habrían encontrado los restos del animal. Después de unos minutos todo quedó en silencio, había oscurecido bastante y esa situación me beneficiaba, entonces dejé de oír las voces y pensé que era mejor estar quieto durante algún tiempo. Calculé que había pasado casi una hora. La pierna me molestaba cada vez más, notaba que me sangraba ligeramente. Empezaba a levantarme lentamente cuando oí ruidos de una cabalgadura, me di cuenta de que iba sola. Miré con dificultad, pero no se veía bien, empezaba a estar oscuro. Traté de ver qué era. Vi una sombra que parecía buscar algo, no eran los guardias, esos

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