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Almas bohemias
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Libro electrónico404 páginas6 horas

Almas bohemias

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Información de este libro electrónico

Quedará impresionado descubriendo la magia de los años veinte.

En 1921 Juan o Jean es un pintor que desea darse a conocer en París, se enamora de una bailarina del Moullin Rouge y disfrutan de la imparable fiesta en la Ciudad de la Luz.

Una maldición le persigue desencadenando misterios y sumirá al lector en un temor continuo.

Esta obra es creativa y mágica, llena de alma, vida y muerte. Basada en acontecimientos reales y con vivencias ficticias sacadas de la manga de la autora, para que el lector visualice las escenas en su mente.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 may 2018
ISBN9788417164652
Almas bohemias
Autor

Lola Gamito Piñero

Lola Gamito Piñero nació en Alcázar de S. Juan (C. Real), el 1 de julio de 1978, de padres andaluces. Se interesó por la escritura a edad temprana. Colaboró con narraciones, artículos y poesía en varios periódicos locales: La tribuna de Toledo, Vecinos, La voz del barrio. Hace poco ha participado en un libro de poesía junto a ciento ocho personas, llamado Poetas en Toledo y, aunque esta es su primera novela, planea escribir más. Los lectores entrarán en su mundo interior con facilidad, intrigados y deleitados con un abanico de sensaciones.

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    Almas bohemias - Lola Gamito Piñero

    Almas-bohemiascubierta-v13.pdf_1400.jpg

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Almas bohemias

    Primera edición: mayo 2018

    ISBN: 9788417120856

    ISBN eBook: 9788417164652

    © del texto:

    Dolores Gamito Piñero

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Capítulo I

    La llegada

    Decidí dejar Asturias, mi ciudad natal, para conocer lo que era, en boca de la gente, la Ciudad de la Luz, en la cual todos los artistas y nómadas daban a conocer sus obras. París desde siempre me había impresionado, ya que mi tía Sandra me había hablado de ella en numerosas ocasiones, pues tuvo la suerte de vivir allí.

    Desde muy pequeño me enseñó a escondidas a hablar y escribir francés, a la vez que veíamos libros de pintura. Ahí creció mi interés por dibujar y comencé desde muy temprana edad a retratar personas, a cambio de harina, vino o algún mendrugo de pan, ya que recién pasada la guerra, la pobreza acechaba en toda España.

    Me aventuré a cargar con mis utensilios de pintura y dos lienzos bajo el brazo, y sin ninguna moneda, caminé hasta que un alma caritativa quiso llevarme en su automóvil, y después de un tramo más a pie, conseguí colarme en el ferrocarril por la parte trasera destinada para mercancías.

    Rondaba 1921 cuando conseguí llegar sano y salvo a París. Esa noche la pasé en un tugurio de mala muerte, a cambio de fregar los cacharros de la clientela, no podía disponer de más, así que hice lo acordado con el camarero y pernocté allí.

    Al día siguiente, muy temprano, me fui de la posada, dispuesto a buscar la forma de ganarme la vida. Anduve perdido por las grandiosas calles de la ciudad, ya había movimiento en las aceras; los limpiabotas, la mayoría adolescentes, se aferraban al suelo deseosos de sacar brillo con cepillos y betún.

    Se percibía el delicioso aroma de pan recién horneado por las panaderías y mis tripas gruñían hambrientas imaginando toda clase de manjares. Los lecheros iban y venían transportando las vasijas en carritos para distribuirlas por las casas. Me crucé con un muchacho montado en una bicicleta, con una cesta delante del manillar, hasta arriba de periódicos, iba parándose de vez en cuando para depositarlos en las puertas vecinales.

    —¡Perdón, muchacho!, ¿podrías decirme a dónde debo ir para buscar un empleo?

    Me miró algo cansado y contestó:

    —Para repartir periódicos tiene que cruzar esa calle y a mano derecha se encontrará un puente, lo pasa y a mano izquierda hay un portón grande; llame y pregunte por el señor Belmont, él le ayudará.

    —¡Gracias, que pases buen día!

    Me despedí del niño y seguí sus referencias, hasta visualizar la enorme puerta de madera carcomida. Me detuve y miré alrededor, unas casas muy desoladas lo bordeaban. Llamé golpeando con el pasador, reinaba el silencio, solo escuchaba cómo se quejaban mis tripas de hambre. Abrió una mujer de mediana estatura, con cabellos blanquecinos, nariz aguilera y ojos oscuros como el carbón.

    —Perdone, vengo para pedir trabajo de repartidor de periódicos; me ha guiado hasta aquí un chico y me ha dicho que pregunte por Belmont.

    —Sí, pase a la sala y enseguida sale.

    La mujer abrió la pesada puerta y me dejó pasar al interior de la estancia, en la que un candil lucía con una luz tenue. Se fue por una puerta y estuve allí unos minutos, en pie, esperando al tal señor empresario. Apareció por la puerta un hombre de cabello oscuro, muy trajeado y con una sonrisa en la cara, me estrechó la mano, a la vez que me decía con voz firme:

    —Soy Belmont, para servirle, ¿y usted es...?

    —Juan, pero en francés Jean; mucho gusto, venía por si puede ofrecerme un empleo.

    —¿Es usted de otro país?

    —Sí, soy de España.

    —Entiendo… ¿Tiene experiencia como repartidor?

    —No, pero aprendo muy rápido y soy bastante responsable —argumenté, decidido.

    —El empleo es bastante llevadero, solo tiene que estar puntual aquí, le doy el material, y usted lo distribuye por el recorrido que yo le diga, cuando regrese sin ningún periódico, ha concluido su jornada laboral del día y le pago dos francos en el acto.

    —De acuerdo, me interesa.

    —Pues véngase mañana al alba, Jean.

    —Perdone ¿puedo empezar ahora mismo?

    — Gente como usted es lo que necesito, ¡qué disposición de trabajo tiene!, claro que sí, le daré un plano del recorrido —dijo, sonriente, y se fue al interior a buscarlo.

    —Aquí tiene, Jean, la zona marcada es la que tiene usted que recorrer, le espero de vuelta cuando reparta todo. Mire, venga.

    Fuimos a una sala provista de bicicletas aparcadas en fila, y de otra habitación sacó un gran puñado de periódicos apilados, sujetos con gomas, los dejó en el interior de la cesta de una de las bicicletas y volvió a ir a por más números de las publicaciones semanales, dejando una gran torre en la cesta.

    —Aquí tiene su trabajo, tenga cuidado. —Examinó la bicicleta, las ruedas para ver si estaban en buen estado, y me hizo un ademán con la mano, invitándome a subir.

    —Perdone que le moleste, Belmont, ¿puedo dejar mientras tanto mis materiales aquí?

    —Por supuesto.

    Le dejé mis lienzos, los pinceles y pinturas, y partí dispuesto a ganar unas monedas para subsistir en París hasta que encontrara algo mejor.

    Tuve que pedalear con gran esfuerzo, ya que no estaba acostumbrado y me agotaba rápido. Repartí como pude los periódicos por sendas casas, edificios, tiendas, cafeterías y mansiones oficiales.

    Desconozco qué horas pasaron, pero se hacía el tiempo lento y agotador para alguien como yo que no estaba hecho a ese tipo de trabajo, y con el estómago vacío.

    Me corté sin darme cuenta con una de las hojas del periódico y me tapé la herida cortando mi camisa, a modo de venda me enrosqué en el dedo la tela e hice un nudo para que no se cayera, para que no manchara de sangre las páginas del material de trabajo. Cuando las sombras de la tarde se proyectaban en el suelo con más intensidad, ya había repartido todos los ejemplares y buscaba el camino de regreso, con dolor de tripa y un cansancio insoportable.

    El jefe me recibió impresionado y me dio en mano la cuantía acordada, le pregunté si sabía de algún lugar para hospedarme esa noche. El buen hombre me ofreció su casa y me habló de un señor que conocía una vivienda económica a la que podría acceder en unas semanas, si ahorraba trabajando para él mientras tanto. Le di las gracias de corazón; se dio cuenta de cómo hablaban mis tripas y me ofreció una sopa cálida que me sentó genial. Esa noche dormí a pierna suelta, ya que el cansancio y la cómoda cama me invitaban a descansar despreocupado.

    Desperté antes de que amaneciera, me vestí, me aseé y al salir del dormitorio, ya Belmont estaba desayunando; me ofreció un té y un croissant que me supo a gloria, y marchamos a trabajar, quedando en ir a visitar a ese famoso señor para que me hablara de esa casa.

    El segundo día laboral fue menos agotador, las piernas empezaban a fortalecerse y a acostumbrarse a los pedales chirriantes de la bicicleta. Estaba conociendo París a base de moverme en clase ciclista, perderme y encontrarme una y otra vez.

    Cuando el sol se escondía en la tierra, regresé y me pagó los francos ganados ese día. Más tarde fuimos en su automóvil a ver al tal Philippe para que nos pusiera al corriente de esa vivienda. Llegamos a una gran mansión de paredes empedradas, con una puerta de madera entallada, con escenas bíblicas de Adán y Eva en el paraíso, llamamos a la aldaba dorada y nos recibió una mujer de piel oscura, de ojos ensortijados negros, sonrisa amplia y engalanada con un majestuoso vestido de color verde.

    —Perdón, buscamos al señor Philippe —dijo mi compañero.

    —Un momento, ¿de parte de quién?

    —De su amigo Belmont.

    La mujer entornó la puerta, dejándonos fuera, se fue y regresó dejándonos pasar al interior de la estancia, nos invitó a sentarnos con un gesto de su mano derecha extendida y se fue llamando al dueño de la casa.

    Ese sitio parecía muy lujoso, era una salita adornada con cuadros abstractos, en el medio de la habitación había una mesa cuadrada de madera y a ambos lados, dos divanes de color azul en los que nos habíamos sentado.

    Apareció un hombre regordete, bien vestido, con bigote canoso y unas lentes pequeñas que dejaban ver unos ojos marrones brillantes. Se acercó a mi acompañante y le estrechó la mano con firmeza.

    —¡Cuánto tiempo, dichosos los ojos que te ven! ¿A qué debo tanto honor?

    —Me acordé de ti porque siempre ayudas a personas sin techo, este hombre necesita de tus servicios.

    Me quedé un tanto desconcertado, no me gustaba nada cómo me había nombrado «sin techo», eso me anulaba como persona, pero no podía hacer otra cosa que tragarme el orgullo para ser ayudado.

    —Mi nombre es Juan, pero llámeme Jean, provengo de España. —Me presenté para no quedar como un auténtico pardillo ante las palabras que había formulado mi jefe, a la vez que estrechaba la mano con fuerza al desconocido, que sonrió y me estrechó la suya, admirado de mi perfecto francés.

    —Encantado, soy Philippe, me sorprende su gran destreza con el idioma, Jean.

    —La verdad es que no sabía que fuera de España, Jean, eso le da más mérito a su habla perfecta —dijo Belmont abriendo mucho los ojos, atónito.

    —Se lo dije, pero no lo recuerda —comenté, hice una pausa para mirar las caras y continué—: Aprendí desde muy pequeño y por ello tengo gran soltura.

    Ambos hombres se miraron sorprendidos, pude ver en sus rostros cómo se interesaban de pronto en mí y una risa diabólica me recorrió por dentro, pero no la mostré, seguí serio ante ellos, guardando la compostura.

    —Le hablé a Jean de la casa esa que comentaste que estaba barata de precio y venimos a que nos informes —aclaró el jefe, un poco menos impertinente que la presentación que había hecho sobre mí al comenzar a conversar con su amigo.

    —Por supuesto, es una casa que está a orillas del Sena, muy tranquila, acogedora y económica, ahora no sé a ciencia cierta a cuánto está en venta, pero podemos ir y echar una ojeada si quieren.

    Movidos por la curiosidad fuimos en el automóvil de Belmont, guiado por Philippe, mientras contaba chistes y nos destornillábamos de la risa.

    Llegamos a una casa aislada, a orillas del Sena, se oía el susurrar de las aguas del río, una quietud encantadora se respiraba en esa inmediación, en torno a esa vivienda; la oscuridad de la noche ya vestía la naturaleza, algo me había hechizado por completo al ir allí y deseaba hacerme con esa casa costara lo que costase.

    —¡Me encanta, quisiera vivir aquí, se respira paz! —exclamé, sonriendo por primera vez.

    —Entonces, no se hable más, Jean, haré todo lo posible por mover los papeles para que pueda tenerla, me ha caído bien y por mis amigos muevo cielo y tierra para complacerles —dijo Philippe, dándome su palabra.

    —Muchas gracias, aquí también tiene un amigo leal, para lo que necesite. —Y estreché su mano conmovido por la emoción.

    Belmont observaba el panorama y muy tácito se fue hacia el automóvil, como si se encontrara fuera de lugar, ya que como dicen, tres son multitud. Nos fuimos tras él y parado enfrente de él, le dije:

    —Tranquilícese, Belmont, no le quitaré a su amigo.

    Tal vez le sentó mal, me puso una mueca de pocos amigos y sin contestar, cerró la puerta de un portazo, arrancó el vehículo, dando por hecho que ya nos íbamos, nos montamos y salimos de allí en silencio. Llevó a Philippe a su casa y cuando estábamos solos en el automóvil, me dijo muy austero:

    —¡Esta es la última noche que pasará en mi casa, después búsquese la vida, ya no recibirá más favores míos por faltarme al respeto con esa miserable observación!

    —Entendido, gracias. —le susurré y agaché la mirada un poco avergonzado.

    Al día siguiente ya no volvió a tratarme con la misma simpatía que antes y cuando me mandaba el trayecto a efectuar, se trataba de un sitio conflictivo o a las afueras o un lugar con muchas subidas para que me destrozara pedaleando, no tenía compasión de mí, pero yo con más razón lo hacía sin rechistar y volvía antes de que se hiciera de noche. Dándole con su falsedad en las narices, ya que estaba deseoso de que abandonara.

    Ese tercer día de trabajo, a la salida, cogí mis enseres de pintura y partí en busca de Philippe para que me ayudara a conseguir esa casa. Me recibió la mujer de la primera vez que le conocí, era muy simpática, siempre dibujaba una sonrisa en su boca.

    Me dejó entrar a la misma sala de espera de la vez anterior y fue a llamar al hombre, esta vez salió con una copa de vino en las manos y me invitó a pasar a un salón que tenía una enorme mesa rectangular, con sillas alrededor y un gran jarrón rojo en el medio. Me sirvió una copa de vino sin preguntar y cogió sitio en una de las sillas ordenadas, ofreciéndome tomar asiento, moviendo la cabeza hacia arriba.

    —Brindemos porque nuestra amistad dure por siempre, Jean. —Levantó la copa con la mano, en un movimiento cordial, a la vez que yo le imitaba y nuestras copas se encontraron y hablaron por sí solas en un merecido choque.

    —¡Salud! —dije y bebí vaciando el dulce vino en mi garganta.

    —No esperaba tan humilde visita, Jean, pero aquí estoy entregado al vicio del bebedor y como ya forma usted parte de mi vida, le invito a que me acompañe.

    —¡Gracias! Venía a que, por favor, moviera algo sobre esa casa que vimos ayer, necesito vivir en algún sitio, no puedo depender de casas ajenas, ni abusar de la hospitalidad de nadie.

    —Sé que Belmont no le da cobijo en su casa, conozco a ese viejo como si lo hubiera parido, son muchos años conociéndole.

    —No se equivoca, me ha dicho que ya no me quedo allí y supongo que tiene razón, debo buscarme mis propias habichuelas.

    —Hagamos algo, hoy se queda aquí en mi casa, pero primero vamos a ir a un sitio que le va a gustar. Le dejaré mi ropa, no puede ir vestido así.

    —No, no puedo permitirlo, no puedo usar sus prendas —dije avergonzado.

    —No es molestia, el sitio al que vamos lo requiere, Jean. Violet, trae a este caballero un traje mío.

    Se presentó la mujer de piel oscura y se fue a buscar lo pedido por el señor de la casa. Supuse que era su sirvienta. Pero me quedé desconcertado, cuando volvió la mujer con el traje y Philppe se acercó a ella y la besó en los labios y no le rechazó, le correspondió a su caricia imprevista.

    —Mire, Jean, esa puerta que está enfrente de usted será su nueva habitación hasta que pueda comprar su casa, puede cambiarse allí.

    —Oh, gracias, Philippe, me hace muy feliz ese trato que me da, se lo compensaré cuando pueda, estoy muy agradecido por su hospitalidad, ¡gracias de corazón! —solté la copa y fui con el traje a la puerta de enfrente.

    Al entrar a la habitación, observé lo acogedora que era, estaba provista de una cama, una mesa de noche con un candil y una ventana pequeña justo encima de la mesa. Al cerrar la puerta vi que justo detrás había un espejo en el que me reflejaba entero. Me puse el traje que me quedaba algo ancho, pero podía servir, me miré al espejo y dudé de si era yo u otra persona importante. Salí de la habitación y me encontré con la pareja besándose apasionadamente, carraspeé y la mujer se separó, sobresaltada.

    —Perdón por interrumpir... —dije tímidamente.

    —¡Parece otro! —dijo Philippe entre risas y toda su cara estaba tiznada de carmín rojizo.

    La mujer se fue con la cabeza gacha, como avergonzada, y cerró tras de sí una puerta.

    —Es muy vergonzosa, mi pequeña Violet, bueno, a lo que íbamos, vamos a ir a un sitio a discutir sobre un tema que es importante para mí.

    —¿De qué se trata?

    —Ya lo verá a su debido tiempo, no adelante acontecimientos.

    Salimos por la puerta principal, nos metimos en su automóvil y condujo atravesando el centro de París hasta llegar al Moulin Rouge, que estaba atestado de gente en fila, deseosas de entrar, custodiada la entrada por un hombre fuerte, de ancha espalda y semblante de pocos amigos. La música del interior de los establecimientos se percibía entre el gentío, los automóviles se aparcaban al lado y personas glamurosas salían de vehículos enormes y brillantes. Una gran multitud de mujeres y hombres caminaban por las calles en busca de la fiesta.

    Aparcó su automóvil en una calle escondida y caminamos a duras penas, a empujones, entre las personas que iban y venían eufóricas, como si quisieran ir rápido a todos sitios.

    Le seguí sin decir palabra, absorto en todo lo nuevo que me rodeaba, ya que no estaba acostumbrado a toda esa clase de espectáculo.

    Me parecía caminar en una ciudad múltiple de sensaciones innovadoras, y no quería perder detalle de nada.

    Nos acercamos y vi el grandioso molino alumbrado con colorido encanto y una gran masa de gente hacía cola para pasar al interior. A medida que nos acercábamos, la música sonaba con intensidad y la excitación se apoderaba de mis sentidos.

    Llegamos hasta la puerta y Philippe dijo que le siguiera, empezó a avanzar entre el gentío y sobrepasó a las personas que estaban en cola de espera, que se quejaban de que pasara con tanto descaro. Llegamos ante el hombre forzudo de la entrada, se dieron un abrazo y unas palmadas en la espalda y pasamos al interior del Moulin Rouge sin pagar ni nada.

    —Este es mi negocio, soy el dueño de este establecimiento, por ello nos ha dejado pasar.

    Capítulo II

    Monique

    Todo lo que me rodeaba era un mundo totalmente distinto, la música alta provenía del escenario en el que los músicos ejercían su magia, camareros iban y venían sirviendo a las gentes que, como yo, nos quedábamos boquiabiertos con el panorama nuevo.

    Mujeres esbeltas y hermosas bailaban al ritmo del cabaret y a veces enseñaban sus encantos.

    Nos sentamos en una silla y miramos el espectáculo de las bailarinas, mientras Philippe pedía licores que aseguraba que me gustarían.

    Tuve un flechazo, allí estaba la más hermosa criatura que había visto jamás. Sus ojos verdes aceituna tenían un brillo especial y su rostro blanco maquillado como una auténtica flaper enamoró mis sentidos, sus labios rojizos sonreían, ya no tenía ojos para nadie más, un soplo de aire fresco se había posado en mi alma.

    Philippe se dio cuenta de que algo había cambiado en mí y riéndose descaradamente, me dijo:

    —Eso que veo en su mirada lo conozco, muchacho, seguro que ha entrado el amor en su vida.

    —¿Cómo lo sabe?

    —Soy perro viejo, he vivido más que usted y conozco lo que se siente.

    —Es tan hermosa.

    —Dígame quién es y le diré lo que sepa de ella —dijo entre risas mi nuevo amigo.

    —Es... es la del vestido de plumas.

    —La conozco, ja, ja, su apodo es la Rebelde, se llama Monique.

    Su nombre sonaba a música para mis oídos, Monique era la belleza personificada, la más hermosa de todas las mujeres, la dueña de mi alma. Monique tenía una ardiente mirada de vergel primaveral.

    —Es tan bella... Monique. —Su nombre sonaba a música.

    —Cuando acabe el espectáculo iré a saludarla y se la presentaré.

    Le miré y sonreí como un chiquillo que le ofrecen un caramelo, Philippe carcajeó al ver mi expresión y volvió la cara al escenario para ver la escena.

    Cuando los músicos dieron por finalizada esa canción, las flappers se dispersaron y mi amigo cumplió con su palabra, fue hasta la bailarina y se quedaron hablando.

    Los nervios recorrían mi estómago, que ardía como si en él una serpiente de fuego se retorciera de gozo.

    Se giraron hacia mí y me miraron sonrientes, se acercaron y Philippe exclamó:

    —¡Monique, le presento a Jean, un gran admirador suyo!

    La dama de ojos brillantes se agachó para darme dos besos y olí su piel a rosas.

    —Encantada.

    —El gusto es mío —dije, sonriente.

    —Siéntese aquí con nosotros y la invitamos a una copa —dijo muy decidido Philippe.

    Ella vaciló un poco como insegura, miró hacia atrás como si buscara a alguien y nos miró con ojos expresivos a la vez que sonreía.

    —Solo un rato, ya que en breve tengo que seguir con el espectáculo y mis compañeras.

    Se sentó en una silla al lado mío, que mi compañero le ofreció en plan galante.

    —¿Y a que se dedica, señor Jean? —me preguntó y el nerviosismo se apoderó de mí.

    —Ahora mismo reparto prensa, ¡pero mi pasión es la pintura! —exclamé tras coger aire.

    —¡Qué interesante! ¿Y cuál es su estilo?

    —Siempre he hecho retratos.

    Llegó un camarero trajeado y muy repeinado con tres copas con un licor fuerte que aún no sé pronunciar, y los depositó en nuestra mesa, yéndose en un segundo a atender a otras personas.

    Levanté la copa sonriente y me atreví a objetar:

    —¡Por Monique!, para que siga siempre así de bella.

    Me miró con esos ojos suyos grandes y verdes, a la vez que sonreía.

    —¡Por Monique! —respondió Philippe chocando su copa con la mía, sumándose al brindis la bailarina que sonreía callada.

    —¡Salud! —dijo entre risas y bebió un sorbo, dejando a continuación la copa en la mesa, en la que se había quedado marcado el carmín rojo.

    —¿Lleva mucho dedicándose al baile? —pregunté interesado.

    —Desde que tengo uso de razón, la danza es mi vida.

    Hubo una pausa en la que no sabía qué más decir, los nervios se agarraban a mi estómago y enmudecían mi voz. Philippe sacó cigarros y con un gesto educado nos ofreció. Yo no fumaba, pero la dama cogió uno y elegantemente, con gestos femeninos se lo encendió llevándoselo a los labios. El humo en forma de círculo salía de su boca sensual y juguetona. Reí sin poder evitarlo cuando metí el dedo por el interior de uno de los círculos flotantes y ellos rieron contagiados.

    El alcohol estaba haciendo efectos en mi mente, pues la realidad la veía difusa y a mi antojo, y era consciente de que a ambos acompañantes también les hacía ese extraño efecto, ya que sus conductas eran similares a la mía, la risa era nuestro tema de conversación.

    —Tengo que irme al escenario, pero volveré —dijo la fierecilla guiñando traviesa y se levantó directa a proseguir con su trabajo, tambaleándose un poco, se dispersó con otras mujeres emplumadas que estaban preparando la función.

    La perdí de vista porque se esfumó por unos compartimentos que daban a los camerinos, justo detrás del escenario, como pude comprobar meses más tarde, pero eso ahora no viene al caso, ya que estoy narrando los acontecimientos iniciales.

    A escasos minutos de que desapareciera entre las demás artistas de cabaret, salió un hombre poco agraciado y presentó con insípida astucia el número de baile próximo.

    Salieron a escena ocho damas, entre ellas Monique, ligeras de ropa, con las piernas al aire, ya sin plumas, que marcaban distintos pases de baile, arremetiendo las rodillas hacia dentro, en un movimiento complicado de efectuar, pero con una gran maestría acompañaban sus brazos cruzados, reposando las manos en las rodillas, con una gracia extrema. Los hombres nos asombrábamos de la elasticidad de las féminas, que con caras simpáticas nos mostraban el ritmo, al compás de los músicos que no paraban de tocar.

    Algunos caballeros lanzaban piropos lascivos a las damas, y otros como yo, nos quedábamos tácitos. Cuando acabó ese número, se despidieron haciendo reverencias y el público aplaudíamos frenético. Cayó el telón y una gran algarabía taladraba los oídos.

    Philippe se había ido a charlar con unos hombres de negocios y yo me había quedado solo en la silla, mirando a mi alrededor, observando al gentío, un poco abstraído de la realidad. Volvió mi compañero con un señor barbudo, elegantemente vestido, con lentes pequeñas sujetas con su enorme puente de la nariz prominente, y ojos negros intensos.

    —Jean, le presento a André, es el que se encarga de promover la publicidad de este establecimiento, y está buscando a un pintor que retrate a las mujeres del Moulin Rouge como estuvo haciendo Tolouse Latrec con los carteles publicitarios en su día. Le he hablado de usted.

    —Encantado. —Le estreché la mano con fuerza.

    —¿Estaría usted disponible para venir mañana después del té para ver cómo retrata?

    —¡No me daría más placer que pintar para usted! —contesté extasiado y creo que la borrachera se me quitó de golpe cuando escuché esas palabras mágicas.

    —Le espero entonces en la puerta mañana sin falta, tráigase sus bártulos de pintura y le haré una prueba, me hará una demostración de su nivel de pintor, si me gusta, le pagaré muy bien por cada retrato.

    —¡No lo dude, aquí estaré, puntual!

    Cuando el hombre se fue, una luz de esperanza brilló en mi alma.

    —¡Oh, no sabe cómo se lo agradezco, amigo! —le dije a Philippe, casi abrazándolo.

    —Me he acordado de usted, espero que le guste su estilo, es un hombre serio, complácelo y se portará bien. —Y tras hablar de ese tema, me ofreció más licor, que no era más que una bomba para mi cerebro, pero, aun así, acepté y bebí con él.

    La dama no volvió con nosotros esa noche, pero no la daba por desaparecida, estaba seguro de que volveríamos a encontrarnos porque no estaba dispuesto a defraudar a André, era una gran oportunidad para darme a conocer en el mundo de la pintura, tal y como siempre había deseado, así que iba a poner todo mi talento en esa prueba.

    Esa noche volví a dormir en casa de mi único amigo y me levanté antes del alba, con la cabeza estallándome por la resaca, pero dispuesto a comerme el mundo.

    Capítulo III

    Primeros retratos

    Trabajé como de costumbre, repartiendo la prensa en unas casas a las afueras de París, sin parar de pensar en la prueba que haría a la salida de la jornada laboral.

    Antes del medio día ya lo tenía todo repartido, el jefe se sorprendió por la máxima rapidez, pero no dijo nada y siguió en su posición arisca conmigo.

    Me fui a recoger mis pinceles, pinturas y lienzos, y anduve hasta el Moulin Rouge, comiéndome por el camino un trozo de pan, eran más mis ganas por probar suerte, que el hambre.

    Llegué y golpeé la puerta, al rato salió a abrirme una mujer joven, de cabello rizado, y coquetos caracolillos que le caían sobre los ojos, con una sonrisa de oreja a oreja, me dijo que pasara, que André me esperaba dentro. Pasé al interior, conducido por la atractiva chiquilla y llegamos a una sala muy luminosa, en la que estaba él sentado en una cama que tenía una colcha aflorada.

    —Buenas, André, espero ser puntual.

    —Hola, Jean. Sí, llega a tiempo, tome sitio, como le resulte más cómodo, ahí está ese caballete para que lo disponga a su antojo, va a retratar a esta ardiente dama, quiero que la pinte lo mejor que pueda.

    Dejé los enseres artísticos encima de una mesa, coloqué un lienzo en el caballete, y comencé a colocar pinceles y las demás cosas en orden, mientras tanto, la joven se tumbó en otra cama que había enfrente de mi espacio de trabajo. En una postura provocativa, apoyó su mano izquierda debajo de la barbilla, y la otra la dejó caer sobre su muslo desnudo.

    Su mirada centelleaba como el de una gata en celo que se insinuaba, me intimidaba en exceso, pero intenté no dejarme llevar y me centré en lo que tenía entre manos.

    Dibujé sus formas curvas, sus caderas inquietantes de mujer poderosa, sus senos redondos bajo los pliegues del vestido blanco, que se transparentaban, sus erectos pezones marrones. Su cuello con su clavícula huesuda infantil, su boca aterciopelada entreabierta, los bucles que le caían graciosos por sus ojos perdidos en la inmensidad.

    Hice contrastes de sombras y luminosidad, dándole a la pintura alma, otorgando una vida a ese personaje femenino recostado.

    Pasaron horas, en silencio, y la luz se iba apagando en la calle, pero en el cuadro nacía.

    André vino a curiosear alguna vez que otra, no podía tener paciencia y se asomaba para ver los progresos, ponía muecas de sorpresa, y volvía a irse resignado a tener que esperar hasta que finalizara la obra,

    Cuando por fin acabé, se acercó, lo observó detenidamente y en silencio, comparando con la mujer que estaba tumbada, que se había quedado dormida por tan larga espera.

    Me miró en silencio con una mirada penetrante, sonrió y dándome golpes suaves en la espalda me dijo.

    —Esto es lo que llevo buscando mucho tiempo, por fin he encontrado a un buen pintor, solo falta hacer unos retoques de cosas que no veo bien y quedará perfecto.

    Le hice caso, y cambié la mirada de la chica, poniéndola más frívola y sensual, puse el fondo oscuro y las letras del Moulin Rouge en mayúsculas. Fue a una imprenta e hizo copias del original, distribuyéndolo por todo París y colocó el original en la puerta principal y esperó a que hiciera efecto. Volví a casa de Philippe muy ilusionado y le conté el resultado de su ayuda. Se alegró de tal manera que estuvo riendo toda la santa noche con un humor que contagiaba.

    Esa noche dormí como un niño lleno de ilusión por mi nuevo proyecto de cartelista.

    Al alba fui a trabajar y repartí como de costumbre, la zona mandada, atravesando un bosque, solo que ese pésimo día, tuve

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