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Un solitario en el café: Relatos
Un solitario en el café: Relatos
Un solitario en el café: Relatos
Libro electrónico199 páginas2 horas

Un solitario en el café: Relatos

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Trabajos. Personas. Situaciones.

Los textos de este libro van agrupados en tres capítulos.

En «Trabajos» encontramos diversas profesiones desarrolladas por gentes diversas. Los oficios son varios, las gentes también.

«Personas» es el segundo. Hallamos individuos presuntuosos, insolentes, junto a personas bondadosas. El viejo escritor se coló de rondón y nos cuenta sus dudas. Al terminar, tenemos perfiles de antiguos conocidos, recordados con afecto.

Las «Situaciones» son normales. Pequeños sucesos que alteran, momentáneamente, la tranquilidadde algunas personas.

Al final, se cuela de nuevo el viejo escritor. Está en un café y mitiga su soledad hablando con Ernesto, el camarero.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 jul 2019
ISBN9788417856908
Un solitario en el café: Relatos
Autor

Miguel Gonzalvo

Miguel Gonzalvo Cuartero nació en Zaragoza en 1939. Aunque toda su vida tuvo una inquietud literaria, durante más de cuarenta años se dedicó a la enseñanza. Una vez jubilado, reemprendió la escritura y es ahora, a los ochenta años, cuando decide publicar su obra. Un solitario en el café es su segundo libro editado. El primero, Los músicos del tren y otras historias, también publicado en Caligrama hace pocos meses, ha tenido un éxito inesperado.

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    Un solitario en el café - Miguel Gonzalvo

    LOS TRABAJOS

    Los viajantes

    El café del Mercado en todas las ciudades es un ágora variopinta; a él acuden, en algún momento del día, cuantos tienen relación con la compraventa al menudeo: mozos y cargadores que están a lo que sale, dueños de puestos minúsculos y propietarios de grandes paradas, algún agente de seguros, los directores de las oficinas bancarias del entorno, gente del trato en los artículos más diversos y, cuando no están de ruta, destacando por encima de todos, algunos viajantes de comercio.

    Son estos profesionales, hombres con muchos kilómetros en el cuerpo, con muchas horas de café y muchas noches en posadas y en hoteles, según sus posibles en cada momento y la oferta hotelera de las plazas visitadas. El viajante ha sido siempre —lo exige el oficio—, un gran conversador y solitario, y, con el paso de los años, después de tantos fonduchos, figones y hospedajes puede convertirse en un narrador excelente.

    Los días que vienen los viajantes al café del Mercado, la mesa ovalada y grande en la que solemos almorzar los comerciantes es insuficiente. Los habituales del almuerzo tenemos siempre nuestro sitio, pero en cuanto comienza a hablar alguno de los viajantes, se acercan los que ocupan otras mesas; los que estaban en la barra cogen su vaso en la mano y forman una segunda fila de a pie, y hasta el paseante desconocido que entró a tomar una cerveza, se aproxima e indaga de qué habla aquel señor que tiene embebido a todo el personal que le rodea. Para todos nosotros el viajante, nuestros viajantes, son hombres de leyenda. Son buenas personas, son gente aguerrida, son generosos —a veces también un poco fanfarrones, pero sin malicia—. Y todos los que estamos obligados a estar fijos en un sitio por nuestro trabajo envidiamos su libertad.

    I

    Hoy han venido tres que suelen visitarnos cuando no están en ruta. Los tres son de edad madura, pero todavía dispuestos a aguantar todo lo que les echen. Esta mañana, un contertulio, dejándose llevar por la admiración y un poco por la envidia, le ha dicho a uno de ellos:

    —Y tú, Mauricio, con ese porte que tienes y esa vestimenta que usas, has debido dormir siempre en mansiones regias o, por lo menos, en hoteles de cinco estrellas.

    Mauricio Verdaguer es un hombre alto, muy bien vestido —como todos los de la profesión— y además con cierto aire innovador. Todos los viajantes, sobre todo los de tejidos —que son los que más conozco—, tienen en su vestir —que es elegante y de calidad—, un toque de rebeldía, de avanzadilla de la moda. Claro, por algo son viajantes de tejidos.

    Al sentirse aludido, Verdaguer dio una calada al cigarro; antes de contestar entornó los ojos y, mirando a quien había hecho el comentario, explicó:

    —Siempre se duerme donde se puede. Estos amigos —y señalaba a los otros viajantes— te dirán lo mismo. Estamos condicionados por nuestro bolsillo y por las circunstancias del lugar que visitamos. Hemos dormido siempre con un ojo abierto en los trenes, en las salas de espera (eso antes), y luego, con el coche, en las áreas de servicio, arrimados a una gasolinera en una carretera provincial, en un aparcamiento en el centro de una ciudad, etcétera. También en grandes hoteles, pero esto ya menos, la profesión no da para tanto.

    —Pero tú recordarás alguna noche especial—insiste el curioso impertinente.

    —Cuando un viajante tiene muchos años, como tengo yo, y recuerda sus años de viaje, observa que todos los días y todas las noches han sido iguales y distintos. Distintos, porque estás en lugares diferentes, con otras personas; e iguales, porque cada día comienzas tu argumentación de venta desde cero y porque, además, siempre estás solo.

    Estas palabras de Mauricio Verdaguer supusieron un baño de agua fría a los reunidos en torno a la mesa ovalada. Un oyente tomó su copa y bebió un sorbo; como por contagio, miméticamente, todos los asistentes le imitaron. Con estos sorbos parece que el personal recuperó el entusiasmo.

    —Estamos contigo en todo, Mauricio —ahora es otro espectador quien insiste en el tema—, pero algún alojamiento a destacar tendrás en tu historia.

    —Pues sí —respondió sonriendo Verdaguer—. Me pasó hace muchos años, yo aún viajaba en tren. En un pueblo de la provincia de Zaragoza, teníamos un solo cliente; se llamaba «el cliente». Y se llama —aclara Mauricio—, porque ahora sigue el hijo, Benedí. Para ir allí yo cogía a eso de las diez de la noche un expreso en Barcelona, igual daba que fuera el que iba a Madrid, que el que iba a Bilbao, porque allí paraban todos entre las dos y las tres de la mañana. Ese viaje, al que me refiero, iba a ser una ruta muy larga y en esa población, la primera parada. Horas antes de tomar el tren caí en la cuenta de que me había olvidado de Benedí. Llamé por teléfono al hotel Lafuente de ese pueblo, donde siempre me he hospedado y el único que hay; y como no estaba la dueña, a quien cogió el teléfono le dije quién era yo, que llegaría en tal expreso y que me salieran a esperar a la estación. Tened en cuenta que los muestrarios pesan mucho y, en ese pueblo, desde la estación todo es cuesta arriba hasta el centro urbano.

    Nueva parada en el relato. Unos dan nuevos tientos a las copas; otros, nuevas y profundas caladas a los cigarros.

    —Y así fue —continúa Mauricio—: Antes de que terminara de bajar mis bártulos del tren aparece a mi lado Arsenio, el mozo del hotel.

    —¿Cómo está usted, don Mauricio? ¿Ha tenido usted buen viaje?

    —Al ver a Arsenio, cuarentón como yo, esperándome en la estación, me alegré. Era este un hombre algo contrahecho, pero fuerte como un toro, atento y servicial que sabía ganarse las propinas.

    —Déjeme usted, déjeme usted —decía distribuyendo con unas correas mis maletas sobre sus costillas—, que usted viene cansado, que los trenes agotan.

    —Me he alegrado mucho de verte, Arsenio; no estaba seguro de que bajaras a esperarme.

    —Qué cosas dice usted, don Mauricio. Yo nunca olvido a los que me tratan bien. Usted siempre se ha portado muy bien conmigo; pero no es solamente por esto, es que uno sabe cumplir.

    —En el camino de subida al hotel no hablamos nada. Primero caminábamos a la par, poco después yo me fui rezagando.

    —Usted a su paso, don Mauricio, ya conoce el lugar. Yo voy a este ritmo que es el mío. Arriba nos juntaremos.

    —Cuando llegué a la puerta del hotel, la plaza donde se ubica estaba desierta; los bares cerrados, los balcones y ventanas a cal y canto; las farolas lucían amarillentas y por la calle del Coso ascendía del Ebro la niebla. Arsenio me esperaba en el zaguán del hotel.

    —Pase y cerraremos la puerta, porque a estas horas no puede entrar nada bueno —me dijo—. Siéntese unos minutos y recupere el aliento. —Así lo hice y me senté en un sillón de mimbre, acolchado con varios cojines. El servicial Arsenio trastabillaba con vasos y botellas detrás de una pequeña barra de ambigú—. ¿Quiere usted un poco de leche caliente con café?, ¿o una copa de algún licor?

    —Le contesté que no, que deseaba ir a mi habitación.

    —Pasa una cosa, don Mauricio.

    —¿Qué sucede? —pregunté un poco sorprendido.

    —Se lo voy a decir rápido: que no hay habitación para usted. —Guardé silencio y dejé que él se explicara—: La señora Paca, la dueña, está tomando las aguas en Jaraba, como todos los años, y cuando llamó usted esta tarde cogió el teléfono la Petrica, que es una chica para las habitaciones, y gracias que supo escribir su nombre y el encargo que usted dio y me lo enseñó a mí. Ante este problema, yo decidí salir a la estación y apañarle un sitio para que pasara lo que queda de noche.

    —¿Y cuál es ese sitio? —pregunté. Arsenio abandonó el ambigú y se dirigió al hueco de la escalera.

    —Aquí es donde duermo yo todas las noches; hace un rato bajé un colchón de los de repuesto del desván. También he bajado alguna ropa de abrigo; yo creo que podrá descansar esta noche. Además, esta cortina oculta todo lo que hay dentro.

    —Estaba cansado por el viaje; inquieto por comenzar la ruta, que no sabes nunca cómo irá y sorprendido por el espíritu de servicio de Arsenio.

    —Y tú, ¿dónde dormirás?

    —Yo tengo muchos sitios, don Mauricio, mi cuerpo cae bien en todas partes; puede ser que me acueste en el pesebre, en la cuadra, que está limpia; ahora ya no hay caballerías.

    —Y a la mañana ¿cómo me asearé?

    —Tengo todo previsto. En la trece duerme un ganadero de Teruel que se va a las siete. En cuanto él salga, yo le subo a usted a esa habitación y usted se arregla.

    —Me levanté del sillón dirigiéndome al sotabanco de la escalera. Yo no sabía si conciliaría el sueño, pero como estaba cansado deseaba tumbarme, aunque fuera en aquella piltra.

    —Eres un tipo estupendo, Arsenio, estás en todo.

    —No podía dejarlo a usted tirado, de madrugada, en la estación, don Mauricio. Usted siempre se ha portado muy bien conmigo.

    —Y allí, en el hueco de la escalera, oculto por una cortina, pasé lo que quedaba de noche.

    Y con estas palabras Mauricio terminó su relato.

    Casi no hubo comentarios en voz alta, mas los oyentes se miraban los unos a los otros como diciéndose: «Parece mentira», «casi no me lo creo», «tan alto, tan fuerte, tan bien trajeado y durmiendo en el hueco de una escalera».

    II

    Senén Burrull fue el segundo en contar algún recuerdo de alojamientos y dormidas. Así como Mauricio es alto, de andares lentos y un poco envarados, señorial en su gesticulación, Senén es bajo de estatura y ancho de cuerpo, lo que podríamos llamar un tipo rechoncho, pero esta aparente vulgaridad la supera él con unas ideas muy claras de la vida y del negocio, con mucha decisión en lo que emprende y una firmeza extraordinaria de carácter; además, sorprenden de él la fuerza y la agilidad que encierra en ese cuerpo casi cuadrado. Senén comenzó su historia.

    —Desde luego, ya tenéis mala leche. —El tono de falso enfado despertó las sonrisas en los contertulios—. Estáis ansiosos porque os cuente una noche peor que la de Mauricio, que la pasó en el hueco de la escalera y tuvo que pagar y dar las gracias por ello.

    —Alguna noche buena habrás tenido —comentó Joaquín, el pescadero.

    —Sí, como tú, una al año —contestó irónico Senén.

    Hay unos instantes de silencio. Se tientan las copas; se reencienden los cigarros; todas las miradas se centran en el narrador. Senén comienza:

    —Pues yo, la noche más extraña la tuve en un pueblo de León, en el hostal Marquesado. Lo recuerdo como si hubiera sido esta noche pasada y eso que ya han transcurrido más de veinte años. Una tarde, en vísperas de iniciar viaje, se me acerca en el despacho que teníamos los viajantes de la casa el dueño, el señor Vicent, como se le llamaba, nada menos que el amo de Bofarull y Torras y me dice:

    —¿Vostè fa la ruta de Castilla la Vieja y León?

    —Sí, señor —le contesto—, pero antes habré visitado Aragón y La Rioja.

    —Pues amb vostè vull parlar; venga a mi despacho un momento.

    —Una vez en su aposento —sillones de cuero, estanterías y muebles de maderas exóticas, pero ni una mota de tabaco ni un recuerdo de café ni rastro de licor, nada de vida—, me dice:

    —¿Usted para en Tartaglia del Páramo?

    —No, señor; conozco ese pueblo de oídas y sé que está entre Palencia y León.

    —Pues le voy a pedir un favor.

    —Usted me dirá, señor Vicent —le contesté. Porque ¿quién le niega un favor al jefe supremo? Sobre todo en aquellos años en los que uno se tragaba todos los trenes, todos los fonduchos, todos los hoteles, y todo de un modo incansable, aunque me cansaba.

    Senén hace una pequeña pausa para recobrar el aliento y, más que nada, para verificar en una ojeada rápida la atención de los espectadores. Todo en orden; el narrador sigue:

    —Y el señor Vicent pone sobre la mesa un envoltorio, que a todas luces se veía que era un corte de traje y me dice:

    —Me gustaría que llevara este obsequio al señor Saturnino Borrajo; aquí va bien puesta la dirección. Como la estancia en esta ciudad queda fuera de su ruta, yo le pagaré aparte los gastos que tenga. El señor Saturnino y yo hicimos la mili juntos, hace ya muchos años, en Artillería de Montaña, y se portó muy bien conmigo. —Yo escuchaba al señor Vicent con la boca abierta—. Siempre he querido mandarle un corte de traje —continuaba diciendo el amo—. Hágame este favor, Senén, y yo sabré compensarle las

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