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Lord Robin y el corazón azul
Lord Robin y el corazón azul
Lord Robin y el corazón azul
Libro electrónico182 páginas2 horas

Lord Robin y el corazón azul

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Aquel chico tímido jamás imaginó que se convertiría en héroe de la noche a la mañana. Un asombroso viaje hacia las Highland escocesas cambiará para siempre su vida y la de su familia. ¿Estará a la altura de afrontar los retos que le aguardan?

Robin Paterson está feliz porque el curso escolar por fin ha terminado. Su tío Steven lo ha invitado a pasar las vacaciones en un a reserva natural donde trabaja como cuidador de un proyecto de conservación medioambiental único.

Lo que todavía no sabe es que ese verano marcará para siempre su existencia. Nadie hubiese dicho que ese chico tímido estaba a punto de convertirse en héroe de la noche a la mañana. Pero por mucho que quiera no podrá escapar de su destino. Ha sido elegido para enfrentarse con el clan del Bosque Oscuro, dispuesto a todo para mantener su poder y extender el mal más allá del infinito.

Durante su misión no solo deberá enfrentarse con el clan, sino con sus propios sentimientos para, finalmente, entender que su peor enemigo es él.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento11 mar 2020
ISBN9788418238925
Lord Robin y el corazón azul
Autor

Pris M. Way

Marta Biadiu Llorente, también conocida con el seudónimo Pris M. Way, es una guionista, periodista y autora de novelas de ficción. Nace en Barcelona y crece rodeada de un ambiente cinematográfico; su abuelo, Ramón Biadiu, cineasta de vanguardia y su padre, Jaime Biadiu, realizador de la Escuela de Barcelona. Licenciada en comunicación audiovisual en la Universidad de Valencia, se especializó en escritura cinematográfica, obteniendo un máster en la Universidad de París 8. Debutó con los cuentos de Las Tres Mellizas y es autora de una novela de ficción Y todo por una canción, editada por Emporio Ediciones. Lord Robin y el corazón azul es su primera novela juvenil. Implicada en la causa ecológica, colabora en la fundación Highlandtitles.

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    Lord Robin y el corazón azul - Pris M. Way

    1

    Goodbye, Maggie

    El día en el que empieza esta historia Robin era el chico más feliz del mundo.

    En las aulas, el bochorno atípico que se había instalado aquel verano en Glasgow se diseminaba con los efluvios que emanaban los excitados y alegres cuerpos de los alumnos del instituto en el que Robin Paterson estudiaba. Hacía una milésima de segundo que Robin había dado por finalizado su primer año académico.

    Su padre, Robert, había obtenido plaza como director en un prestigioso hospital de Glasgow, por lo que no dudaron ni un instante en aceptar la oferta y cambiar su vida neoyorquina por otra que, según ellos, se auguraba más tranquila.

    Fiona, su madre, era de padres escoceses y la idea de volver a sus orígenes la sedujo al instante. Además, su hermano Steven vivía desde hacía tiempo en Escocia.

    —¡Silencio! ¡He dicho silencio! La clase todavía no ha finalizado —clamó el señor MacKey—. ¿Quiere hacer el favor de dejar de una vez por todas las mochilas en el suelo, señor Paterson, y volver a colocar su trasero en su silla? Hay que ver la manía que tiene usted de levantarse antes de la hora —añadió.

    Toda la sala estalló en carcajadas y hasta el mismísimo señor MacKey se sonrojó cuando tuvo conciencia del efecto que acababan de producir sus palabras. Hizo deslizar por el puente de su afilada nariz la montura de sus gafas un par de veces y suspiró. Era un tic que tenía cuando se ponía nervioso.

    Robin Paterson era su verdadero nombre, aunque por su actitud tranquila rozando el pasotismo se había ganado el apodo de Robin Cool. Al chico no le gustaba ese distintivo, porque en realidad no le resbalaba nada, al contrario, no había nada que no suscitara su interés, desde el zumbido frenético de la mosca que aleteaba pegada al cristal hasta la camiseta nueva, último modelo, que su compañero de mesa lucía ese día con orgullo. Además, de tranquilo él tenía muy poco.

    Era algo parecido a un manojo de nervios, aunque la procesión iba por dentro.

    Robin Paterson era un joven normal de quince años, como muchos otros chicos. Lo único que sucedía es que era un tipo más bien tímido. Iba por la vida con la cabeza gacha, esquivando cualquier mirada que se cruzara en su camino. De vez en cuando, y sin él proponérselo, desconectaba de la realidad y se refugiaba en su mundo.

    —¿Se puede saber que está haciendo ahora sentado? El timbre acaba de sonar —intervino el profesor. Se armó un alboroto tremendo en la clase y Robin no prestó atención a las palabras del profesor. Seguía sentado y, desde su pupitre, absorbía con sus cuatro sentidos aquella idílica postal que fijaba para siempre la clausura de un martirio sostenido. Los tediosos meses de estudios y exámenes se esfumaban y el inicio de un verano prometedor era ya una realidad.

    En tres días estaría en las Tierras Altas con su tío Steven, a quien hacía mucho tiempo que no veía. Guardaba algún recuerdo que otro de su tío, de algún verano pasado en su casa de campo cuando era niño.

    Sin embargo, ese verano iba a ser especial; así se lo había comunicado su madre: «El tío Steven tiene una sorpresa reservada para ti». Eso fue todo lo que le dijo. Lo único que sabía era que Steven se había mudado definitivamente a la casa de campo, en las Tierras Altas.

    Tenía unas ganas enormes de verlo, pero lo que más felicidad le proporcionaba era que pronto iba a librarse de su insoportable hermana, Margarita, a la que todos llamaban Maggie. Ese diminutivo le sacaba de casillas, porque ese era el nombre de una gata arisca que tenía su abuela.

    Robin siempre había vivido en perfecta armonía con su madre hasta que vio cómo todo se iba al traste con la llegada de su hermanita. Maggie fue adoptada a punto de cumplir los tres años. Robin tenía entonces seis. Lo que en un inicio fue recibido con gran entusiasmo no tardó en convertirse en una pesadilla que se repetía cada día que debía compartir con ella lo que hasta entonces le había pertenecido en exclusividad; desde unos simples mimos hasta las tortitas de avena que su madre preparaba.

    Robin estaba convencido de que la niña era la responsable de todos sus males. El mal mayor, los desmesurados celos, aunque los camuflaba muy bien para no ofender a sus padres. Maggie era muy intuitiva y capaz de captar a todo bicharraco con maldad a la primera de cambio. El rechazo de su hermano no le ayudaba en nada a mitigar su sensación de abandono. Ante la actitud de su hermano, la chica no desestimaba ninguna ocasión para captar la atención, no siempre de la mejor manera. Los métodos utilizados solían tener un denominador común: entrometerse en sus asuntos y chafarle los planes.

    —¡Que tengan unas felices vacaciones! —dijo el profesor MacKey cerrando con dificultad la cremallera de su maletín a rebosar de papeles—. Nos vemos a la vuelta, y repasen de vez en cuando —musitó, pero sus palabras se evaporaron en el aire. Ya no había nadie en la clase, excepto él y Robin.

    «¿A la vuelta? Esa frase sobraba. ¡Obvio! Era obvio que se iban a ver. Para qué recordar la vuelta», pensó Robin. Era el inicio de un largo verano en el que no había espacio para ningún pensamiento intruso de ese tipo, un verano que intuyó que iba a ser diferente.

    De camino a casa, en la parada de autobús, se encontró a Maggie. Su hermana estudiaba en otro instituto del barrio. Como siempre, cuchicheaba a la oreja con su grupito de amigas, a cuál más chismosa, siempre al acecho esperando la presa para lanzar sus dardos envenenados a través de su viperina lengua.

    Robin se sintió el blanco de las miradas punzantes de aquellas jovencitas para las que la vida transcurría bajo dos tonalidades, la rosa y la gris. Por las expresiones de sus caras, Robin intuyó que estaban en modo gris. Antes de que pudieran arrojarle cualquier impertinencia se tapó los oídos con los auriculares y le dio al play, aunque eso no le libró de escuchar el ridículo comentario que Maggie, con mucho esfuerzo, acababa de sacar de su repertorio:

    —¡Vaya, deberemos cambiar tu apellido, Robin! —dijo con la voz tan artificiosa que se hubiese dicho que no era ella quien hablaba, sino el personaje que sus amigas esperaban de ella.

    —¿Que os parece, chicas, Robin Hood? —dejó caer como si nada, como para hacerse la graciosilla, al mismo tiempo que soltaba una sonrisita colocando la vista al cielo, lo que exacerbaba todavía más su ridiculez. Sus amiguitas, tras mirarse un instante entre ellas, se adhirieron al comentario mostrando su conformidad. Dejaron ir al unísono unas ahogadas risitas que resultaron aún más teatrales.

    No pasaron más de doce segundos para que Robin se diera por aludido. «Celosa», masculló.

    El tío Steven había cambiado su rutinario trabajo en el departamento de logística de una fábrica de esas sabrosas barritas rellenas de caramelo con cacahuetes, de aquellas con las que la boca se hace agua al primer mordisco, por una vida en plena naturaleza. Trabajaba como cuidador de bosques en un proyecto de conservación medioambiental del que parecía estar muy orgulloso.

    Steven pensó que sería una magnífica idea que Robin y Maggie conocieran de cerca su trabajo, aunque Maggie rechazó la invitación alegando que la vida salvaje no estaba hecha para ella.

    Lo que más le sacaba de casillas era que la niña no disfrutaba de la vida ni dejaba que los otros lo hicieran.

    El comentario, aunque no le sorprendió, le molestó, porque en el fondo seguía teniendo la esperanza que llegaría el día en el que podría llevarse mejor con su hermana.

    * * *

    Quedaba poco para partir hacia las Tierras Altas y estaba entusiasmado y deseoso de conocer el proyecto de tío Steven.

    Le sabía mal separarse de su amigo Chun, un chico coreano que se había incorporado a su clase ese mismo curso escolar.

    Tal vez porque era nuevo, al igual que él, y también llevaba en sus espaldas la mochila cargada de experiencias vividas en otros continentes, se entendió bien desde el primer día.

    Chun era su único amigo. Como buen tímido, Robin era también introvertido. Decir que no era sociable no sería acertado, pero no era dado a los grandes grupos y elegía bien con quién compartir sus cosas íntimas. Prefería ensimismarse en su nube imaginando un futuro en el que se veía triunfante y victorioso.

    Era un gran soñador y, al igual que otros jóvenes de su edad, se desbravaba con los videojuegos, pero lo que realmente le hacía vibrar era la música. No era sangre lo que circulaba por sus venas, sino notas musicales que bullían a la espera de alinearse en sus composiciones. Cada año el número de seguidores en las redes sociales se multiplicaba

    «¡Tienes flow!». «¡Llegarás lejos!». «¡Vas por el buen camino!». Estos cumplidos alentaban a Robin a seguir batallando con los dichosos programas académicos, que se le resistían como escuadrones de langostas gigantes salidas de los episodios apocalípticos narrados con tanto fervor por la señorita Madison, la profesora de religión.

    No tenía otra opción. Sabía que tenía que pasar por el tubo y rendir en la escuela si quería seguir con sus estudios musicales.

    En cuanto Robin pudo sostenerse en pie, sus padres lo apuntaron a las clases de una profesora de estimulación musical muy reputada de Manhattan, una tal Natalia Solovskaya.

    Robin había heredado de su padre la afición musical; Robert tenía mucho talento tocando la guitarra. La profesora, de origen ruso, vivía su trabajo con una asombrosa y contagiosa devoción.

    «¡Estos niños son prodigiosos!». «¡Estos niños no oyen con las orejas, sino con el alma!». «¡Estos niños son maravillosos!». Y así una retahíla de lisonjas capaz de alentar a cualquiera. Natalia tocaba con tal ímpetu el piano que a cada pulsación de teclado se levantaba de su taburete de un aspaviento y volvía a sentarse del mismo modo. Parecía que por dentro, en vez de huesos, tuviera unos muelles, y los pequeños, en círculo, se movían encandilados, algunos dando con sus piececitos zancadas que, por torpes, eran graciosas, otros balanceando sus brazos como ramas mecidas por el viento, pero, sobre todo, pletóricos por la libertad que en aquellos momentos se les daba.

    De ahí pasó a las clases de oboe de otra pedagoga rusa, que duraron hasta que entró su primera adolescencia y cambió la música por el balón y se apuntó al equipo de baloncesto de su barrio.

    Su nueva afición duró poco y un día, al llegar de un entrenamiento, sin más remilgos les soltó a sus padres:

    —Que sepáis que la música está aquí. —Señaló su pecho y se dio unos suaves golpecitos con la palma de la mano con tal persuasión que hasta su madre se asombró. Robin volvía a hablar de música y su rostro se iluminó—. Seguiré con el oboe, pero he descubierto la música electrónica y es lo mío.

    De forma autodidáctica y en secreto había empezado a componer, y a su padre se le hincharon las arterias de alegría.

    * * *

    —No vas a tener tiempo y, además, podrías descansar un poco de los videojuegos —señaló Fiona al ver cómo Robin enfundaba su portátil—. He hablado con el tío y allá donde vas no hay cobertura.

    —No empieces con este cuento, ma. —Así es como Robin llamaba a su madre desde que cumplió los quince. Cambió mamá por ma, y esa fue una manera de autoafirmarse en su anticipada condición de adulto—. Ya sé que en la reunión de padres os han dado una charla acerca de los peligros de los juegos. —Se estaba refiriendo al último videojuego, que estaba causando furor y que, según los expertos, convertía a miles de niños en adictos—. Creo que exageras un poco, ma —se atrevió a decir—. El día que confíes en mí, todo irá mejor —añadió.

    Su madre permanecía con el rostro estático, pero Robin sabía que seguía preocupada, la tranquilizó y se salió con la suya alegando que necesitaba el ordenador para componer.

    —Tal vez vengamos a visitarte algún fin de semana —dijo Fiona aplastando con las palmas de sus manos la mochila para ayudar a Robin a cerrar la cremallera—. ¡Ah! Y he hablado con la madre de Chun y, aunque no es seguro, tal vez pueda venir. Todo depende de los partidos —finalizó. Chun había sido fichado por el equipo junior de futbol de Glasgow; de ahí su mudanza a

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