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De la Tierra a la Luna en motocicleta: América del Sur. Ruta Azul 1
De la Tierra a la Luna en motocicleta: América del Sur. Ruta Azul 1
De la Tierra a la Luna en motocicleta: América del Sur. Ruta Azul 1
Libro electrónico515 páginas5 horas

De la Tierra a la Luna en motocicleta: América del Sur. Ruta Azul 1

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«Cuando un hombre y una moto conectan, lo extraordinario ocurre.»
Emilio Scotto

Si usted cree en la reencarnación o en vidas pasadas, entonces Emilio Scotto es Marco Polo o Cristóbal Colón o David Livingstone. Porque en la tradición de los grandes exploradores, Emilio Scotto se embarcó en un viaje que nunca se había realizado, solo que en su caso se estableció alrededor de un mundo aparentemente conocido y explorado. Lo que encontró fue todo lo contrario. Su aventura fue tan aterradora y peligrosa como cualquiera realizada por aquellos grandes hombres de leyenda. Esta es la verdadera historia del más grande viaje que un niño jamás haya podido imaginar y un hombre haya podido realizar, escrito en primera persona y en tiempo presente. Y es por eso que la aventura de Emilio pertenece ya al acervo cultural de nuestra época. En un futuro cercano, De la tierraa la luna ida y vuelta en motocicleta será una Biblia que todos llevaremos en nuestra maleta, y dentro de cincuenta o cien años seguirá siendo leído como si todo estuviese pasando en ese preciso momento. La aventura de Emilio Scotto constituye uno de los ejemplos más sobrecogedores de fuerza, tesón y voluntad en pos de un objetivo que parecía imposible. En estas páginas maravillosas, escritas con la magia que solo poseen los grandes narradores, encontrará una de las más grandes epopeyas del siglo XX. Y usted estará ahí,en cada lugar. Y será parte de los sucesos. Porque Emilio Scotto no escribe, habla. Porque estas páginas no se leen, se escuchan. Porque cuando termine de leer este libro, para usted ya nada será igual, y al cerrarlo solo deseará una cosa: regresar a la portada y comenzar nuevamente.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento28 dic 2020
ISBN9788418500503
De la Tierra a la Luna en motocicleta: América del Sur. Ruta Azul 1
Autor

Emilio Scotto

Emilio Scotto nació en Buenos Aires (Argentina), el 27 de septiembre de 1954. A los quince años tuvo que abandonar la Educación Secundaria Obligatoria —le faltaban dos años— para trabajar de cadete en una mercería. Fue vendedor de pizza, de zapatos de mujer..., y con veinticuatro años (1978) entró en Pfizer como visitador médico. Jugó al futbol y tenis. A los veinticinco años (1980) se casó y compró su primera moto —no tenía auto—, una Honda Gold Wing 1100, Interstate —no sabía manejar—. En 1981 se separó. Enseguida conoció a Mónica Pino (diecisiete años) y le ofreció matrimonio antes de saber su nombre. Entre 1981 y 1984 se veían a escondidas de la madre de Mónica. En enero de 1985, Scotto se despidió de todos y partió en su vuelta al mundo con su Honda y 300 dólares (280 euros). Comenzó a escribir sobre su aventura para una revista de España. Luego de Italia, Francia, Inglaterra y otros países. Publicó más de 600 artículos. Fue bautizado por los medios como elColón en moto, el Marco Polo del siglo XX, el Último Gaucho, el Último de los Románticos e Hijo del Sol. En 1990 se casó en la India con Mónica, la novia que había dejado en Buenos Aires y que pensaba que nunca volvería a ver. No tuvieron hijos, ya que el moto de Emilio es «ni hijos, ni perros, ni plantas, solo valijas». Scotto se convirtió en periodista, excelente fotógrafo, conferencista motivacional y escritor reconocido. Su libro de fotos e historias, en inglés, The Longest Ride, ha recibido grandes elogios. La ciudad de Nueva York declaró el día 27 de mayo de 1994 como Día de Emilio Scotto en la ciudad de Nueva York. El papa Juan Pablo II lo bendijo en persona, y a su motocicleta conocida como la Princesa Negra. Actualmente es el CEO de su empresa de viajes, junto con su esposa Mónica, EMILIO SCOTTO MOTORCYCLE TOURS.

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    Vista previa del libro

    De la Tierra a la Luna en motocicleta - Emilio Scotto

    De La Tierra a la Luna IDA Y VUELTA en MotoCICLETA

    Primera Edición Enero 2021

    ISBN 9788418435577

    ISBN Ebook: 9788418500503

    Título original De La Tierra a la Luna ida y vuelta en MotoCICLETA. América del Sur – Ruta Azul 1

    Copyright © 2021 by Emilio Walter Scotto

    Este libro no es una historia de ficción, por el contrario, narra una historia real: mi vida. Los lugares descriptos y el momento en el tiempo, son lo más exactos que me fue posible recordar. Los eventos, situaciones e incidentes, igual. En cuanto a los personajes, en la mayoría de los casos usé solo el nombre de pila, o lo cambié. Cualquier similitud con otros, vivos o muertos, es pura coincidencia.

    Todas las fotografías del viaje fueron tomadas por mí, el autor. Algunas con trípode. Quiere decir que, disparaba la cámara con temporizador, y corría para ubicarme frente al lente. O pedía a alguien que oprimiera el botón de disparo una vez que estaba fijada la cámara. La foto del indio y el viejo en tapa, son las únicas de distinta autoría. Representan a un indio Atroari, y a Pedro el garimpeiro.

    Imagen de tapa: concepto creado sobre una idea de Emilio Scotto. Este viaje alrededor del mundo cubrió la misma distancia de la Tierra a la Luna, ida y vuelta, 735.000 km. Esta comparación fue usada asiduamente por periodistas de medios de información, hablada, escrita y televisiva, de todo el mundo.

    Diseño de tapa: Mónica Pino, Juan José Gómez, Emilio Scotto.

    Diseño interior: Juan José Gómez, Emilio Scotto.

    Editorial: Caligrama

    A España y su gente,

    a Don Cristóbal,

    a Neil Armstrong y Buzz Aldrin,

    a mi madre, Carmen,

    a Mónica Pino, mi esposa, mi más preciado tesoro, mi completo mundo.

    1961

    —Mamá, cuando sea grande voy a ser el primer hombre en ir a la Luna. Y antes voy a construir un camino que va a pasar por todos los países de la Tierra. Se va a llamar ruta azul uno.

    —¿Por qué?

    —Porque nuestro planeta es azul, y va a ser

    la número uno.

    —Va a ser muy larga.

    —Sí. Mañana empiezo.

    —¿Empiezas qué?

    Emilio Scotto (Bubi, 7) y Carmen (mamá, 24)

    1969

    Neil Armstrong y Buzz Aldrin pisan la Luna.

    1980

    "Cuando un hombre y una moto conectan,

    lo extraordinario ocurre".

    Emilio Scotto (Bubi, 25)

    1985 / 1995

    Se construye la Ruta Azul 1.

    1997

    Scotto entra en el Libro Guinness de los Récords.

    2007

    Buzz Aldrin (la Luna) y Emilio Scotto (la Tierra)

    se encuentran.

    Junio de 1988, África del Oeste

    Archipiélago Bijagós, República de Guinea-Bisáu

    Pasaje infernal

    Vete, alma ingrata, de mi cuerpo.

    Ya no temo el destino.

    Vete, y dile al mundo lo que aquí pasó,

    que yo ahora necesito morir.

    Emilio Scotto

    El viejo sopesa mi pregunta mientras su vista se pierde sobre el camino de asfalto que lleva a la salida del pueblo. En sus arrugados labios su corroída cachimba está a punto de convertirse en polvo, y la quejumbrosa silla donde está sentado, de tan vetusta, parece petrificada. Pilas de basura aquí y allá, y docenas de botellas vacías de cerveza Sagres alfombran el lugar. Media docena de espectadores lo miramos impacientes. El bochornoso calor y las nubes de mosquitos que emergen de los calientes charcos nos torturan sin piedad. Reina un profundo silencio, en tanto nuestros ojos van del camino al viejo y del viejo al camino. Por un momento pienso que el anciano está dramatizando, pero entonces recuerdo que para los africanos el tiempo es como un río serpentino que baja lento por los meandros del terreno con una sola virtud, sobra.

    Por fin, frunce el ceño sobre su curtido rostro de ébano como intentando mejorar su visión y, en un tono de ancestral calma y en un pesado portugués mezclado con creole, mira la inmensidad y señala:

    —Siete, quizás ocho horas… fin del camino, después sendero. Antes de terminar el asfalto lo verá, dos árboles… a la derecha, camino malo, pero lo verá.

    —¿Podré pasar? —pregunto intentando evaluar mis posibilidades depositando mi esperanza en su respuesta.

    Me mira de reojo con un rictus de desprecio, levanta su cansada vista para escrutar el cielo alfombrado de gruesos nubarrones, dirige una última mirada hacia mi pesada cabalgadura, regresa la visión hacia lontananza y, cual busto de bronce, lacónicamente afirma:

    —No.

    La tajante respuesta es la peor que hubiese deseado escuchar.

    Como si fuese poco, el resto de los presentes, inquietos, estallan en opiniones unos contra otros como si hubiesen estado esperando una señal:

    —¡No pasará!

    —¡Sí pasará!

    —¡No llegará vivo!

    —¡Sí llegará!

    Aprovechando que la línea divisoria entre suponer y conocer es muy fina, el asunto sirve de marco para que, cual una competencia de sabiduría, todos discutan acerca de mis chances de recorrer un sendero que, sospecho, ninguno conoce.

    —¿Alguno de ustedes ha pasado por ahí alguna vez? —pregunto.

    Se hace un silencio. Todos me miran asombrados.

    Como lo suponía, nadie llegó siquiera adonde aseguran que comienza el sendero.

    Tras el breve desconcierto, restablecen la discusión y, mientras los escucho, me viene una pregunta a la cabeza: «¿Qué estoy haciendo aquí?».

    Estamos a 10 de junio de 1988. Tengo treinta y tres años, y aparento veinticinco. Hace tres años y medio que estoy dando la vuelta al mundo en moto. De esos, los últimos cuatro meses los he pasado en este continente. Cuatro meses en los que he aprendido unas cuantas cosas. Por ejemplo, que para estos hombres «siete, quizás ocho horas» representan unos doscientos kilómetros y, para ellos, eso es un viaje al lado oscuro de la Luna.

    Aunque es cierto que ninguno conoce ese sendero, también lo es que han oído historias al respecto, y en África, donde la información se difunde de boca en boca, las historias crecen como la leche en el fuego. Definitivamente, «debe» de haber algún sendero, uno que conecte las dos Guineas.

    Bisáu es el nombre de la capital de Guinea-Bisáu, ex Guinea Portuguesa.

    Con un millón ochocientos mil habitantes, este país tiene pocos años de haberse independizado, 1973, y ya es uno de los más pobres y endeudados del mundo. El 50 % son animistas, 45 % musulmanes y 5 % cristianos. Las razas están divididas en los grupos étnicos balante, mandinga, fula y manjaca, con un 1 % de blancos. Solo un 10 % de la población habla portugués; el resto se comunica en creole y en varios dialectos africanos propios, el más común: mandinga. Geográficamente, limita con Senegal al norte, Guinea-Conakri —antigua Guinea Francesa— al sur, y el océano Atlántico al oeste. Durante las últimas dos semanas aquí en Bisáu, pude establecer vínculos con algunos lugareños de la tribu fula y balante. Ellos no pueden creer que mi plan sea viajar por tierra hacia el sur, a Guinea-Conakri. Lo consideran un error por dos buenas razones: una selva impenetrable, por la cual no se han desarrollado caminos que comuniquen los dos países; y Guinea-Conakri ha estado totalmente cerrada al mundo desde 1959. Su presidente, Sékou Touré, declaró: «Preferimos la pobreza en libertad que la riqueza en esclavitud»; y se aisló de todos. Hace pocos meses un golpe militar lo derrocó, y fue asesinado. Esos treinta años de sectarismo convirtieron al país, virtualmente, en desconocido. Esto no me sorprende; en este continente habitado por miles de tribus, que en la mayoría de los casos se odian entre sí, el hecho de que algunas se hayan convertido en naciones no minimizó los resentimientos.

    Cuando finalmente esos hombres comprendieron que hablaba seriamente, me confesaron que existen un par de senderos que unen las dos Guineas. El primero por el este y al sur, a través de las selváticas montañas de Futa Yallon. Trescientos kilómetros de mala reputación, solo transitable en época seca. Un pasaje utilizado por un reducido puñado de camioneros que apenas mantienen un exiguo comercio entre los dos países. Sus profundas cañadas ya han reclamado varias vidas, camiones incluidos.

    El segundo, por el sur y al oeste, cruzando las pantanosas «tierras bajas». Están surcadas por incontables riachos, aguadas y traicioneras charcas movedizas; una opción impensable ni bien caen cuatro gotas. Ese es, además, el sendero de las covas. Las temidas, espantosas y odiadas covas. Profundos agujeros, fallas, hendiduras, grietas, desgarros o como uno pueda definirlas. Monstruos cubiertos de sedimentos y de líquido denso y hediondo. Los locales dicen que las covas tienen vida propia y que engullen todo lo que trate de atravesarlas. Cuando pedí más información, uno exclamó: «Las covas comen motos»; y todos explotaron en burlonas carcajadas.

    Con el correr de los días, descubrí una tercera posibilidad: un tajo que corta a través del centro del país por un terreno que no es montañoso ni pantanoso: «la vereda».

    Es por eso por lo que estoy hoy aquí frente al viejo con rostro de ébano, porque he decidido ir por el centro. El problema es que la vereda atraviesa la jungla y, ni bien se deja de usar unos días, el follaje se cierra sobre esta. Es una locura, lo sé; pero con la temporada de lluvias encima, el barro de las montañas de Futa Yallon será jabón, y el sendero por las tierras bajas seguro desaparecerá bajo agua. Así están las cosas: el pasaje por el centro, por la vereda, es el único corredor posible. Es por ahí o nada, aunque el viejo haya sentenciado lo contrario.

    Siguiendo las instrucciones, recorro doscientos kilómetros y llego adonde el asfalto termina abruptamente. En frente se opone una impenetrable muralla verde. Se supone que hay una población más adelante, Buruntuma, pero o no existe o debe de estar perdida en el follaje.

    No veo nada inusual durante el recorrido, aparte de las pequeñas aldeas Bafatá, Gabú y Pitche, un manojo de chozas y casas rurales de adobe y hojas de palma llamadas tabancas, que duermen bajo el ardiente sol del Ecuador. Tampoco veo nada inusual ahora, como no sea la exuberante pared de vegetación que se me opone.

    Busco y examino, y escudriño y ojeo, y rebusco durante horas; pero la jungla parece tener solo dos cualidades: densidad y más densidad.

    Dicen que no todos los ojos que están cerrados duermen y que no todos los abiertos ven; pero o estoy ciego o esta vereda es el producto de una alucinación masiva. Aturdido, por hoy abandono. Aun si encontrase el pasaje, es demasiado tarde para intentar recorrerlo.

    Retrocedo cincuenta kilómetros hasta Gabú, una población de tipo «gran mercado», predominantemente de la etnia fulani —musulmanes—, rodeada por valles drenados por los ríos Cacheu y Geba, y al sur por la cuenca del río Senegal. Los fulanis son la tribu nómada más grande del mundo y aseguran con orgullo que son los primeros africanos en aceptar el islam. Son espigados, de piel más clara que otras tribus y pelo negro lacio. Las mujeres son bonitas y parecen árabes. Las casas son de madera tipo colonial. Hay dos clubes nocturnos, dos hoteles tipo pensión —unas chozas redondas azules: las tabancas—, un restaurante con mesitas de chapa y una iglesia católica. Los pobladores salen a recibirme con una mezcla de curiosidad y de respeto, sorprendidos y bonachonamente alterados por mi visita y por la moto. Es como que ningún turista extranjero ha venido por aquí jamás.

    Alquilo una de las tabancas azules con un catre de campaña para pasar la noche en lo profundo de esta África misteriosa y salvaje. Pienso en aquellos exploradores portugueses que hace cinco siglos llegaron por primera vez aquí. Y hasta podría creer, sin temor a cometer un pecado de insolencia, que no mucho ha cambiado. Esta región de Bijagós es un lugar anclado en el tiempo, con una naturaleza todavía casi inalterable.

    Salgo a comer. Varios fulanis se sientan conmigo. Me traen pollo. Mientras lo devoro, me cuentan con orgullo que antiguamente Gabú era un reino mandinga, allá entre 1530 y 1860, porque era una provincia del Imperio de Mali. Cuando este cayó, Gabú se convirtió en una región autónoma en el territorio de Guinea-Bisáu.

    Hoy disfruto la compañía de esta gente, la comida y la cerveza; mañana, mañana será otro día, y volveré a intentar encontrar el pasaje hacia la otra Guinea.

    Primeras luces, marcho.

    Llego al final del asfalto nuevamente, busco el sendero. Al igual que ayer, no lo veo.

    Pasa una hora; los nervios me asaltan. No debo permitir que me invada la ansiedad. Despejo todo pensamiento de mi mente y trato de calmarme. Tengo que verlo; tengo que pensar como los nativos. Recuerdo las palabras del viejo: «Dos árboles antes de terminar el asfalto, y entre ellos lo verá». Claramente dijo «antes» de terminar el asfalto. Esto puede ser un metro, cien o varios kilómetros. No encuentro la vereda porque me he empecinado en ver «aquí» lo que «no está aquí». Estoy buscando al final del camino, no antes, y aún más importante, no debe ser aparente a primera vista.

    Bien, Emilio, retrocedamos metro a metro hasta encontrarlo. Miremos los árboles uno por uno.

    El sol está avanzando hacia su cenit. Una lagartija cruza sin prestarme atención. Presionadas por los mandatos de mi cerebro, mis retinas van clasificando una tras otra las imágenes de la naturaleza.

    De pronto, una variación en la jungla; miro el tacómetro: retrocedí cinco kilómetros. Me quedo quieto, respiro apenas, la mirada fija en la trompe-l’oeil de vegetación. Como un hombre mesmerizado por una de esas pinturas que pueden tornarse tridimensionales, concentro mi enfoque, y entonces un árbol apenas diferente a otros árboles. Y otro junto a ese.

    Bajo de la moto. Entro en la espesura, cuarenta, quizás cien metros. ¡Ahí está! Un angosto y difuso pasaje. ¡Lo encontré!

    Mi corazón late deprisa. Pienso que ningún vehículo debe de haber pasado nunca por esta ensalada verde. O todo esto es una ridícula equivocación, o me han engañado como a un niño. Fuera una cosa o la otra, no cabe duda de que este «es» un corredor. Y no cabe duda tampoco de que parece dirigirse a la frontera.

    Me vienen a la cabeza las advertencias de aquellas personas que conocí en Senegal un mes atrás, y maldita sea si voy a tomar un barco para bordear por mar estos países. Bien, macho man, ahí hay un pasaje para ir a la otra Guinea, así que haz de tripas corazón y comencemos.

    Regreso a la moto. Enfilo la rueda delantera hacia la jungla. Esta montura es mi única compañera de viaje: Honda Gold Wing 1100 Interstate, año 1980. Cuatro cilindros, cardán, tanque de veinte litros de gasolina, un gran carenado al frente con radio AM-FM y pasacasete, dos parlantes de 60 W cada uno, y tres maleteros rígidos, dos a los costados y otro a mi espalda. Sobre el cofre trasero va un gran bolso con todo el equipo fotográfico más un trípode. Llevo también dos tanques de gasolina adicionales de diez litros cada uno sobre las maletas laterales —repletas—, y un tanque plástico con veinte litros de agua envuelto en una toalla y atado sobre el asiento del pasajero. ¡Quinientos kilos de acero y carga! Puede sonar absurdo, lo sé; pero a esta altura de mi viaje esto, ya más que un hombre montado en una moto, es más bien una asociación. Este es mi transatlántico, mi único hogar, mi Princesa Negra, nada más ni nada menos.

    Pongo primera y avanzo entre los dos árboles. Trabajosamente la vegetación va cediendo, pero también va cerrándose a mi espalda. Tengo la sensación de que nos está engullendo.

    Como proa de rompehielos el carenado empuja a los costados las ramas y enredaderas. El espacio es estrecho y la espesura limita la visibilidad a unos pocos metros. Vamos a paso de hombre, así que mantengo los pies en el suelo ayudando a la estabilidad. Dos kilómetros y dos horas más tarde, comienzo a comprender la magnitud de lo que me propongo.

    El terreno es resbaladizo y blando. Bajo de la moto una docena de veces y, agarrando fuertemente el manillar, inclino mi cuerpo hacia delante y empujo. Es como si tratase de mover un mamut empujándolo por sus colmillos. Además, camino sobre un colchón movedizo relleno de hojas y hiedras.

    Las grandes raíces son otro obstáculo: sobresalen del suelo en protuberantes arcos duros como piedra, y muy resbaladizos. El sudor baña mi cuerpo, y tengo hojas y materia vegetal adheridas al pelo, a la cara y a la ropa. Podría parecer un camuflaje, pero no lo es, no estoy aquí de cacería.

    Me duelen los brazos y las piernas. Paro. Pienso que a la Princesa le deben de doler hasta las ruedas y me sonrío por la ocurrencia. Son instantes de humor, un reflejo instintivo por sentir alivio, aunque sospecho que pronto no alcanzará.

    Por primera vez me doy cuenta de que me rodea la oscuridad.

    He conducido un trecho guiado por el farol de la moto. No logro calcular mentalmente la distancia, pero no paré en todo el día, así que deduzco que habré recorrido unos setenta kilómetros. Seguro que estoy a tiro de piedra de la frontera con Guinea.

    Son las nueve de la noche, miro el velocímetro: trece kilómetros desde que dejé el asfalto. ¡No puede ser! Los pensamientos chocan unos contra otros en mi cabeza. ¡Hace catorce horas que estoy manejando! Seguro que el cable está roto.

    Controlo el cable. Intacto.

    ¡¿Trece kilómetros?! ¡No es posible!

    Pero sí lo es: trece kilómetros y siéntete agradecido.

    Hago control mental, debo calmarme.

    Apago el motor, se apagan las luces. ¡Madre de Dios! Esto sí que es noche en la jungla africana.

    El primer golpe a los sentidos es la profunda oscuridad. Extinguida la seguridad que brindaba la luz de la moto, me engulle un agujero negro. Soy un insecto a punto de ser aplastado de un manotazo. No veo nada, ni la más mínima silueta. Doy pasos ciegos tanteando el costado de mi cabalgadura. Confianza, Emilio, confianza.

    En esta noche sin luna, en este lugar remoto a treinta metros bajo el espeso paraguas del follaje, ni un fotón de luz nos alcanza. Solo mi audición funciona con sobrecarga.

    Primero fueron mis pasos sobre las hojas, y ahora podría jurar que escucho las moléculas de aire friccionando unas con otras. Me encuentro dentro de un enorme ecosistema que explota reluctante a cada segundo. La jungla despierta de noche en cientos de formas de vida diferentes. Si presto atención, me parece oírlas a todas, aunque no identifico ninguna.

    Me concentro tratando de interpretar la sinfonía: monos, pájaros, insectos, roedores. La jungla habla, sus habitantes se comunican.

    Uuujsh, uuujsh. Fiu, fiu. Shiiisss, shiiisss. Uhaj, uhaj.

    Subo a la moto, me recuesto hacia atrás, apoyo la cabeza sobre el cofre trasero, los pies sobre el manillar y me abandono.

    Shiiisss, shiiisss.

    Un pájaro grita en las alturas. Me despierta de un salto sobre la escasa luz del amanecer. Comienzo a rodar; es mejor estar en movimiento que ser sorprendido por alguna «mordedura sigilosa» y quedar tieso como un tronco putrefacto.

    Transcurre el tiempo. Y marcho, y empujo y arrastro la moto, que inexorablemente se hunde en los surcos erosionados. Las raíces siguen bloqueándome. La visibilidad no se extiende por lo general a más de unos cuantos metros, sobre todo en algunos sectores de follaje condensado. Voy a paso de caracol.

    ¡Plaf! La Princesa patina, me vence y cae con todo su peso hacia la izquierda. No vi un gran hoyo de arena. Al ir tan despacio, salgo casi parado. Tengo que levantarla rápidamente.

    Me esfuerzo. El calor ha chupado mi energía como una esponja mientras los mosquitos vampiro continúan drenando mi sangre como en una transfusión. Los malditos son tantos que a veces borran detalles en mi campo de visión. Por fortuna, mis ríos de sudor ahogan a la mitad; los restantes se alimentan de mi cara, manos, piernas.

    Hago un sobresfuerzo, levanto la moto. Un día mis huesos pagarán por todo esto, lo sé. Sigo luchando contra cada rama, cada hoja, cada raíz. Avanzo dentro de la jungla africana.

    La vereda, dentro de un enorme y cerrado ecosistema.

    Sudor, calor, raíces, vegetación, la senda hacia el infierno.

    Esta tarde un olor inconfundible invade el ambiente: vienen las lluvias. O lo que es peor, el monzón. Tengo que espolearme, como se hace a los caballos. Fijaré metas agresivas a corto plazo. Cubriré una cierta cantidad de kilómetros en una determinada cantidad de horas. Si no lo logro, me castigaré descansando menos. Acepto, sí, que puede llevarme varios días salir de aquí. Acuerdo un pacto: saldré, me lleve lo que me lleve.

    Las maniobras rodeando los árboles es lo peor. Las ramas con frecuencia bloquean la brecha. Tengo que desmontar y empujarlas a un lado abriendo un corredor. Peor aún son sus sistemas de raíces; sobresalen del suelo y se entrelazan como si fuesen las garras de un gigante mitológico.

    He perdido la cuenta de cuántas veces dejo la moto atrás, y me interno cincuenta o cien metros caminando en la espesura, asegurándome de que puedo seguir adelante. Libero un pasaje con las manos y vuelvo a buscar la moto. Avanzo unos metros, desmonto, libero otro pasaje y regreso a buscar la moto. Así paso el día, adelante y atrás, adelante y atrás, una y otra vez. Al oscurecer, la dificultad se multiplica por diez.

    Dentro del follaje, la noche comienza mucho antes que en la sabana. La luz de la moto ilumina solo unos metros antes de ser engullida por la vegetación. La oscuridad amplifica los temores, y las horas se estiran interminables. Tengo la sensación de ser Jonás, moviéndome a través de las entrañas de una enorme bestia forestal. Por otra parte, me doy sobrada cuenta de que he estado hablando de viva voz todo el día. Temo ser abatido por pensamientos irracionales. Tampoco puedo ya acostarme sobre la Princesa, como venía haciéndolo; el suelo es más blando y no soporta el peso de los dos, así que me acuesto sobre las hojas húmedas.

    Como una sinfónica de mil instrumentos, la jungla produce sus misteriosos sonidos nocturnos. Trato de identificarlos, pero no logro distinguir entre un mono y una lechuza, un sapo y un león, una hiena y un humano. Ni siquiera estoy seguro de cuáles son los animales que podrían atacarme en las sombras.

    Necesito dormir. Necesito apagar el cerebro.

    Me despierto sobresaltado, una vez más. No sé si fueron los chillidos de las bestias de la noche o el roce de una serpiente, o simplemente la repentina intuición de mi vulnerabilidad al dormir. Como sea, algo me ha hecho pegar un salto. Espero, atento. El sueño me vence.

    Amanece. Una fina llovizna moja mi cuerpo. Me obligo a comer unas galletas, pero me dan náuseas. El agua del bidón huele, está podrida. Retuerzo mi camiseta y bebo agua de lluvia: sabe a tela. Debo prestar más atención a lo que hago.

    Comienzo el tercer día atravesando la masa verde. Con la llovizna el follaje sobre el suelo se ha tornado fastidiosamente resbaladizo. Me esfuerzo el doble para mantener la moto derecha. El piso gana, resbalo y caigo, una y otra vez. Como un trabajo de relojería sistemáticamente, me levanto, sigo y caigo. Y me levanto, y sigo, y caigo. Cada vez que la Princesa va a resbalar, trato de sostenerla, pero ocho de diez me vence y nos derrumbamos de lado. A veces se recuesta sobre los matorrales y, aunque estos me arrancan jirones de piel, no caemos del todo. Otras se me escapan de las manos totalmente y tengo que tirarme para no quedar atrapado bajo su peso. Entonces me apuro y cierro la llave de paso de gasolina. Me asusta pensar que, si quedase atrapado bajo sus hierros con algún hueso roto, no podría liberarme, y las consecuencias en este lugar ignoto serían mortales. Debo pensar positivamente que eso no pasará y continuar con la creencia de que no es este el lugar donde quedarán mis huesos para siempre.

    Cuando logro levantar nuevamente la moto, con los músculos torturándome sin piedad, me siento rápidamente encima, recupero un poco el aliento y recomienzo acelerando despacio, empujando con el carenado la vegetación que se interpone.

    Avanzo a palmos, metro a metro. Después de unas horas, los hombros, las manos y las piernas queman de dolor, pero sigo. Tal vez encuentro placer en la tortura. O tal vez es miedo. O mi devoción a la aventura es el acontecimiento milagroso de mi niñez que me ha inyectado una fe invencible. O todo junto. Sea lo que sea, no declino.

    Mi cabeza trabaja al ritmo del motor de la moto; por momentos, va en cuatro cilindros y, en otros, falla una bujía y se queda en tres. Cuando esto pasa, recibo mensajes desagradables y negativos, como «No puedes; abandona». Entonces mi cuerpo responde con asombrosas sacudidas de temblor. En otros, cuando funciona normal, los mensajes son mejores: «Tengo confianza en ti, Emilio. No te rindas, que lo conseguirás».

    Es media tarde; escampa la llovizna. El vapor sube del suelo hasta medio metro. Los rayos de luz atraviesan los hoyos en el techo de la selva y, como lanzas surrealistas, se clavan en el piso brumoso. El calor y la humedad se hacen intolerables. Un vaho pestilente emana del suelo putrefacto.

    La Princesa Negra encuentra un mejor balance; mis hombros tienen un respiro, pasando de sentirse terriblemente dolorosos a solo dolorosos.

    Avanza el día. Avanzo esforzándome intempestivamente en ráfagas de un minuto. Debo aprovechar la luz. Llegan las sombras. Paro. Otra noche en la jungla infernal. Me siento encerrado y afiebrado. El velocímetro también está en mi contra, me engaña: mil horas y pocos kilómetros; ya no lo voy a mirar.

    Vislumbro un hueco en el tronco de un árbol. Me acurruco dentro lo más que puedo; tengo muchas horas de oscuridad para poner en nada. Llegan los ruidos. Ya son familiares y comienzo a reconocerlos. Algunos animales generan chillidos para ahuyentar a sus enemigos; otros, para atraer a las hembras. Hay uno en particular que me está siguiendo; cada noche se queda a la misma distancia, y desde ahí me grita hasta que amanece, luego se va.

    El hombre que no responde

    Es mi cuarto día en esta vereda. Hoy me siento como un león. Camino hacia la moto, pero, ¡joder!, hay una mancha marrón sobre el asiento. Aclaro los ojos. ¡Mierda, es una víbora! Está enroscada durmiendo. Tiene el cuerpo pardo oscuro con grandes triángulos más claros. A los lados de la cabeza le brotan dos pequeños cuernos. ¿El diablo? Creo que es una Gabón. Dicen que cuando muerde no se sobrevive más que unas horas.

    No lo puedo creer, como si no hubiese suficiente selva para ir a dormir, tuvo que elegir mi moto. Sí que me hace gracia el animalito. Me pregunto si fue el calor del motor que la atrajo, o quizás yo ocupé su hueco en el árbol.

    —Bien, bicho, tendrás que irte por donde viniste. —La empujo con una rama—. ¡Vamos, fuera, lombriz, a joder a otra parte!

    Yergue la cabeza agresiva, lo que me hace dar un paso atrás. Se escurre al piso y desaparece en la maleza.

    ¡Ja! Me río del asunto para mis adentros. Sé que la culebra es una representación alegórica más de todo lo que está fuera de mi control. Esto refuerza mi sensación de que la suerte está de mi lado. Eso, o los ángeles, sobre todo el que se empeña en hablarme sobre el hombro.

    Durante el resto del día respiro mosquitos, bebo lluvia, golpeo contra los árboles, me abro camino entre las enredaderas, me caigo y me levanto cada cien metros, pero siempre mantengo mi orientación hacia la mítica frontera con Guinea.

    Mediodía. Irrumpo de la selva y me encuentro de golpe frente a un ancho río. Hay otros humanos, gracias a Dios.

    Consulto el odómetro: cubrí setenta y siete kilómetros. ¡Lo logré! ¡Es la frontera! De aquí en adelante será más fácil.

    Hay varias chozas de barro con techos de paja. En la que está más cercana a la orilla hay dos hombres sentados en sendas sillas. Ambos se levantan como un resorte mirándome boquiabiertos. Visten camisas sucias y rotas; pienso que mejor se verían con el torso desnudo.

    Seguro que muy pocas personas han emergido de la selva por aquí, y seguramente no muchos blancos. Y menos aún en moto. Para ellos debe de ser un «encuentro cercano». Además, he estado ahí dentro varios días, así que debo de parecer el abominable hombre de las nieves. O debería decir, «de la selva».

    Mi primera preocupación es el apretón de manos. «Olvida el apretón de manos en África y de inmediato comenzarán tus problemas», me advirtió mi amigo Nchia Nko, allá en Níger.

    Extiendo la mano al que parece el jefe. Son los guardias fronterizos.

    Boa tarde, ¿es esta la frontera?

    El hombre me da la mano a la manera universal de los africanos, con poca fuerza, casi fofa; y, como si fuera poco, fiel al protocolo del continente, no me la suelta. Esta incómoda costumbre es algo a lo que aún no me acostumbro. No comprendo por qué dan la mano tan flácidamente y luego no la sueltan durante toda la conversación. Igual sé que, si intento soltarme, me aferrará para evitarlo. Son expertos en percibir el más mínimo movimiento cuando uno quiere desengancharse.

    Hago la prueba; efectivamente, aprieta su mano impidiendo que me suelte. Bien, a dejarle la mano todo el tiempo que quiera tenerla.

    —¿Cuál es su nombre?

    Tendría que haberme imaginado que recibiría mi pregunta con otra. Olvidé que en África los nombres son la primera cosa importante, y dar la mano la segunda. Vuelvo a comenzar:

    Boa tarde, soy Scotto, Emilio Scotto. ¿Y su nombre cuál es?

    —Soy Rodríguez, Santos Rodrigo Rodríguez. Mitad español, mitad portugués y mitad africano —responde orgulloso—, aunque mis amigos me dicen

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