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San Pío Enarino
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Libro electrónico561 páginas9 horas

San Pío Enarino

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Pío Enarino ha sido educado en la rigurosa disciplina de su beata y acaudalada tía Espléndida, que de muy niño lo apartó del mundo. Tras la muerte de ella, Pío tiene una iluminación que le mueve a utilizar su sustanciosa herencia para cambiar el mundo conforme a su divina visión. Una vez echado al siglo, tratará de expurgar todos los males de la sociedad, en particular los de su descreída familia, ansiosa por arrancarle su bien merecida herencia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 oct 2021
ISBN9788418675881
San Pío Enarino
Autor

Alberto Sánchez Álvarez

Nacido en Barcelona en 1983, es licenciado en Filología Románica y graduado en Filosofía. Desde 2008 reside en Yokohama, Japón, donde se dedica, entre otras actividades, a la traducción.Frase gancho:Heredero de una sustanciosa herencia y enfundado en una túnica de santo, un anciano senil se propone revolucionar el mundo.

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    San Pío Enarino - Alberto Sánchez Álvarez

    I

    San Pío Enarino era un hombre bueno; un santo desubicado en el tiempo. San Pío Enarino, santo varón, llevaba en su corazón oculta una llama de piedad ardiente por décadas contenida y consumiéndole, y que era causa de su tez oscura, manchada y arrugada, de las pocas briznas que azarosamente le poblaban el cráneo, de su figura hética y acecinada de podenco moribundo, de sus espasmos esporádicos, de la extática mirada suya tan lúcida, única y extraviada como un fanal en medio de la nada. San Pío Enarino llevó siempre una vida solitaria, doliente y sacrificada; era abstemio de envidias y frugal en caprichos, porque no se alimentaba sino de la llama que en su interior ardía. Y fue así como, descarnándose de abrasador amor, topó un día con la vejez, la soledad y una enorme fortuna que una inesperada luz le empujó a dilapidar entre los más dignos.

    Vivió su vida entregado a la oración en el más completo recogimiento, perseverando contra la intensidad de la apasionada llama que de su interior por salir bramaba, y que terminó por derretir las fronteras de su inmaculado corazón durante las exequias de su beata y virginal tía Espléndida, quien desde niño hasta entonces guio sus pasos por la senda de la estrechez y del decoro, y le enseñó el significado de la contención y la mesura.

    —Mi amadísimo sobrino —decíale la tía al santo niño en las salidas dominicales por los olivos de su inmensa hacienda, cuando dignábase a sacar de paseo su desdén—. Mi tan queridísimo sobrino, que a tu bendita madre no llegaste a conocer: sabe que el sufrimiento y la escasez son el camino de la ventura, y que si el Señor, en su infinita sabiduría, ha dispuesto toda esta gran riqueza en nuestras manos, solo ha sido para probarnos. Sabe, pues, que, aunque la angustia y la pena abrumen los corazones de todos estos que nos sirven o nos rodean, tú no debes flaquear, porque nuestro deber de potentados es evitar caer en la tentación de compartir, y que con nuestros bienes arrastremos a todos estos felices miserables al vicio de los placeres mundanos y ocurra que los separaremos del recto camino. Escúchame: agarra todo lo que tengas y no lo sueltes. No les des carnes, ni ropas, ni monedas; dales un trozo de pan, que es cuanto necesitan, y que vivan en la necesidad y la apretura. Así un día los harás bienaventurados.

    Y porque tan de este modo doña Espléndida fue contenida con el prójimo, y fue estrecha en las pagas, y nunca hizo un regalo, ni dio una limosna a un mendigo ni derramó una sola vez un céntimo en el cepillo, fue, pues, que en las pompas fúnebres solo lloraron las mismas plañideras que tal hicieron tiempo atrás por todas sus hermanas, según ella lo dispuso, como con todo lo que hubiere de ocurrir en su último adiós tras rogarle al médico un fin cercano, cuando, después de noventa y cinco años de salud inquebrantable, se impacientó y quiso de una vez dar término a su larga vida. Tal fue la tozudez con que le imploró al doctor la muerte, que este, sin tan siquiera auscultarla, al otro lado de la mesa firmó una enfermedad terminal a la que no sobreviviría más de seis meses. Diagnosticado el fatal cara a cara contra la segadora, doña Espléndida, con la misma energía y vitalidad que una jovenzuela en sus cercanas nupcias, hizo sus maletas y tomó rumbo a su casa solariega en Villavieja de las Carrozas, de donde hubo de partir a la ciudad décadas atrás, llevando de la mano a un tierno san Pío Enarino.

    De regreso al materno hogar, doña Espléndida se volcó en los avíos de la ceremonia de despedida, que se empeñó en festejar como la más grande en la provincia recordada. Hizo llamar a sus viejos costureros, pinches, floristas, carpinteros, animadores, menestrales; pero vio que pocos quedaban. Sin otra vía, mas sin desánimo, ella misma se hizo de todo cargo. Se tejió la mortaja con la que guardar su propio luto desde la tumba, la cual no se quitó en la semana previa a su postrera hora a fin de ocultar su celosa y virginal desnudez al mundo, si acaso la muerte la visitaba de improviso. Con mucho esmero se recogió unos moños en ambas sienes, a propósito de que rozaran lo menos posible con la almohadilla de felpa del ataúd. Eligió al gusto de la moda las coronas y las flores, y se emocionó como una enamorada al recibir el encargo. Con ellas decoró casa y jardines, con especial afecto a la pérgola de camino hacia la cripta, la cual tiñó con guirnaldas de rojo navideño. Distribuyó los espacios para los oficios, el féretro y los asistentes, para quienes cocinó algún canapé. Hizo grabar la lápida. Compuso elegías. Repasó la misa. A Dios pidió nubes, y amaneció nublado. Compró un gran diamante para colgárselo al pescuezo, a una distancia prudencial del crucifijo que sujetaría entre sus manos, y que san Pío Enarino besaría como gesto final antes de cerrar el féretro.

    Con punzante dolor en su corazón, durante la última noche de su vida, justo después de recibir el viático, instó ella a su santo sobrino a culminar así el festejo. San Pío Enarino, bondad y ternura, también muy viejo, se desbordaba en un mar de lágrimas mientras ella comunicaba esta última voluntad a la vez que, para dar gravedad a sus palabras, constreñía su cuerpo largo, delgado, sobresaliente y visiblemente sano en el sillón frente a la chimenea, perpetuamente ardiente como una llama olímpica. Porque ello es que doña Espléndida se recreaba en la consumición de la materia, y usaba el fuego como arcón de todas sus sedas, cofre para sus joyas, alacena de todo lo que nunca volvería a usar para que no cayera en mal uso. Y jugando con el atizador, oscura pese a la cercanía de la perenne y millonaria llama, firme pese a la enfermedad, engalanada con el luto con que dispuso ser enterrada, se expresó a san Pío Enarino en estos términos:

    —Mi amadísimo sobrino, sabe que en este mi último adiós recibiré el respeto de todos quienes hoy aborrecen mi continencia para con ellos, porque, echando la vista atrás, verán la santa rectitud que en vida seguí hasta el óbito. Conocerán entonces que todo tuvo sentido: que los aparté del pecado sacrificando el inmenso placer de la complacencia que es fruto de la liberalidad, que muy a disgusto de mis apetitos dejé de lado. Sin falta, mi dilectísimo sobrino, ello sucederá cuando la pálida me lleve y yacente me vean sin vuelta. Entonces me agasajarán y me llorarán. He ahí el motivo de mi júbilo y del festejo. Los desdichados coparán esta sala para besar mi mano protectora, pero tú serás el último y único que besará este crucifijo.

    Y llegado el día, san Pío Enarino, bajo el catafalco de metal, empapado su rostro de lágrimas, inclinó como pudo su destartalada espalda sobre el florido ataúd forrado en blanco y, apoyado en sus vueltas púrpuras, besó con sus fríos labios, secos y cuarteados, el crucifijo que sujetaba doña Espléndida, y creyó así al fin la voluntad toda de su tía rectamente cumplida. Largos segundos fijó su mirada en el rostro severo de la difunta, y tras esto se apartó despacísimo del féretro y esparció su abatida vista en torno. No obstante, ¡oh!, cayó atónito en la cuenta de que no todos los designios se habían cumplido, porque solo las plañideras y él lloraban, pero nadie más mostraba emoción alguna, ni tan siquiera los familiares de la exánime, que envejecieron aguardando desbabados la herencia, y que al punto esperaban la pronta muerte del demacrado san Pío Enarino, postulante. Y más allá de los que lloraban y los que esperaban, pocos más había. Ningún miserable arrepentido, ningún aldeano pesaroso, ningún afecto enternecido. Además de nosotros, oh, que escribimos en soledad esta hagiografía, solo anduvo por allí el párroco amigo, el alcalde, abogados y unos sirvientes yendo y viniendo con bandejas, cuidando de recoger los pétalos que dejaban caer las rosas, sonando los valses que bailó sola doña Espléndida en su juventud, recibiendo a asistentes que no venían… En fin, atendiendo lo que no fue, pero debió haber sido. Entonces, san Pío Enarino, como nunca hizo, dudó, y mientras miraba en derredor pensó que, o bien su tía a sabiendas le mintió a él o a sí misma con la promesa de unos fastos concurridos, o bien que la muy desdichada erró su proyecto de vida, que se equivocó en su camino de bendición. Sea cual fuere la causa, el sexagenario san Pío Enarino, pasadas todas las etapas de la vida, se sintió por primera vez perdido, porque, si su tía mintió, en su tránsito pudo haber mentido en todo, o —y a ello la cándida alma de san Pío Enarino se inclinaba—, si fue que su estricta y siempre certera tía erró en su último pensamiento, igualmente pudo haber errado el resto. Temió, en definitiva, que tal vez había errado en su modo de entender la caridad como continencia para con el prójimo.

    San Pío Enarino, aturdido y desorientado de espaldas al féretro, buscaba con las manos plataforma donde sostener su frágil cuerpo, sin encontrarla. Caminó torpe unos pasos al frente, en dirección al pórtico del salón. Fijó la vista en sus pocos parientes que en pie a lo lejos se encontraban, justo bajo el gran rosetón que en lo alto presidía la estancia. El aleteo de unos cuervos, que la marchita vista de san Pío Enarino confundió con blancas palomas, turbaba la tenue luz que atravesaba el cristal, procedente del intenso arrebol de otro día más cadente, y que bien podía ser su último. Uno de los finos rayos, como enviado deliberadamente, llegó directo al corazón del santo, y se fundió con el fulgor de la llama que en su interior ardía. Se sintió reverdecer. Se iluminó la idea en su mente de que, tras él, anciano soltero, único heredero moral y material de su tía Espléndida, no habría otro que evitara el mal uso y administración de la tentadora riqueza que ella en él abandonaba, y temiendo que tras su propio fin se consumiera en vicios, entendió la necesidad de buscar por estos mundos, para él desconocidos, el digno recipiente en quien depositar su fortuna y poner en salvo de la perdición.

    Así fue, pues, como de pronto se gestó el cambio en el espíritu de san Pío Enarino; cómo el amor puro, hasta entonces latente y reprimido en su viejo corazón, rompió las fronteras de su corazón y se entregó a prácticas de extrema munificencia y desprendimiento, y que, acto continuo, inspirados de su luz, puntualmente narramos en esta hagiografía: la más grande vida contada de un santo.

    II

    La vocación para la apertura del testamento de doña Espléndida se celebró en una pequeña biblioteca ubicada en el segundo piso de la misma finca de la que habíase servido la difunta señora tiempo atrás para despacho de sus negocios e intrigas. Allí, sentado en un sillón de cuero ajado y oscuro, mirando a las musarañas con medio palmo de boca abierta, el viejo san Pío Enarino reflexionaba sobre el título «Se va, pero no descansa» que rezaba el epitafio de su dilectísima tía. Retorciendo un pañuelo húmedo entre sus nudosos y largos dedos, a la espera solitaria y triste del albacea, habíase el santo echado a la mar de los recuerdos de su vida pasada en provincias: aquellos tiempos en que su tía, aún cálida y enérgica, trataba sus asuntos erguida tras el antiguo escritorio de nogal con un sinfín de personalidades que, en menos de diez minutos, de la autoridad y potencia que emanaban de su recia estampa, de lo largo de su figura, de su cavernosa voz y fervorosa elocuencia, acababan descompuestos y acurrucados en el amplio sofá de cuero rojo al frente del secreter, y que aquel día daría asiento a otros cinco convocados, primos de san Pío Enarino, quienes, sin embargo, a fin de evitar lo más posible el fuerte hedor a rancio que desprendía la sala, lo habían dejado allí solo, ensimismado en sus recuerdos, sin nadie con quien llorar su pena, y se mantuvieron a la espera, asistidos en el trance de sus cónyuges, en una sala contigua, vestidos de riguroso luto, y murmurando contra su buen primo.

    Eran los convocados dos mujeres y tres hombres, más jóvenes en edad y mucha mejor conservada apariencia que el consumido san Pío Enarino. Eran sus nombres Esperanza, Domingo y Amado, hijos de Innovación, y Cándido María y Luz del Alba, estirpe de Admiración, únicas hermanas de doña Espléndida que dejaron humana descendencia. Por ellos el hidalgo linaje familiar continuaría, tan al contrario del célibe san Pío Enarino, y por tal motivo era que doña Espléndida los detestaba. Todos ellos se desplazaron a la ciudad a más temprana edad que el santo, y allí crecieron, estudiaron, casaron y, algunos, incluso trabajaron, gracias a lo cual se granjearon una posición y un respeto. Sin embargo, porque no hay bien en este mundo que sea suficiente, lamentaban que la herencia que por ciertos acasos heredaron sus madres era minúscula comparada con la que cayó sobre doña Espléndida, quien desde medio siglo atrás fue reteniendo en la saca de su avaricia cuanto cupo del patrimonio familiar.

    Sucedió así: la fortuna del abuelo de doña Espléndida, respetado marqués y prócer de la provincia, se dividió a partes iguales entre sus dos hijos: el padre de doña Espléndida, de quien ella heredó lo proporcional con sus hermanas, además del título, y una tía abadesa, de quien doña Espléndida heredó todo por ser la más pía de la casa. A más de aquello, recibió en usufructo la porción de su fallecida hermana menor, Piedad, si bien primera en parir, de cuyo hijo, el tiernísimo san Pío Enarino, se hizo cargo y cuidó como hijo propio de sus entrañas. Y todavía obtuvo más de otra de sus hermanas, Mistificación, cuyo único hijo murió joven esclavo de vicios y drogas, y que terminó su vida retirada de la sociedad en un asilo. De ella recibió su dinero, a modo de premio, por el esmero en la educación de san Pío Enarino, a quien mantuvo recto en el camino de la virtud, muy al contrario del que siguió su propio hijo, sometido y destruido por desaforados apetitos. «Ese tipo de degenerados, dilectísima hermana, mejor pronto que tarde hagan el tránsito», dijo doña Espléndida durante el velorio a Mistificación, que abatida de dolor acariciaba el cabello del cadáver de su hijo, lleno de llagas y pústulas que una capa de maquillaje no velaba. De este y similares modos fue como la señora abrazó férreamente cuanto pudo, gracias a su demoledora pero irreprochable impecabilidad moral, que ningún pariente alcanzaba a comprender. Y fue por esto que, como por inercia, sin nadie más sobre el que descargar la rabia, que nosotros conceptuamos nacida de una ignorancia que por disiparse estaba, llegaron a recelar los primos del pobre santo, que nunca les hizo otro mal que el de perfilarse como único heredero moral y material de una fortuna lista para dilapidar, exponencialmente multiplicada por el talento de doña Espléndida, si bien en los registros oficiales, pena es, no consta en detalle la suma total de bienes; ella, inteligencia, recelaba del fisco.

    Claro era que los cinco primos no esperaban nada de su difunta tía, ya que los odiaba; pero sí de san Pío Enarino rascar algún negocio, un tesorillo o, quizás con suerte, la enorme finca familiar, un secarral cercano a un nuevo complejo residencial que había elevado el precio de la zona hasta lo imponderable. En fin, que dadas las fundadas dudas de no poder ver un duro, confiaban en la debilidad del primo para achantarlo, y contra él maquinaban en la sala contigua, conociendo el alcance de su bondad, que ellos tenían por flaqueza.

    —¡Vieja bruja! —decía una de las primas, Luz del Alba, de cuarenta y pocos años, que entre calada y calada escupía el humo del cigarro contra los viejos retratos de doña Espléndida que copaban la sala—. ¡Vieja avariciosa, que nunca ha tenido un detalle con otro de sus sobrinos! ¡Todo para el puñetero Pío, ese chiflado que no tardará dos días en arruinar la herencia!

    —Calma —la tranquilizó Martín, su marido—. No creo que os haya arrastrado aquí por nada. Era una mujer tacaña y llena de odio, pero no era estúpida. No alcanzaría a comprender que dejase su fortuna a Pío. Amaba lo suficiente sus posesiones como para no dejarlas desaparecer o, peor, despilfarrar aun después de muerta. Seguramente, conceda una buena pensión al primo para que acabe sin problemas lo poco que le reste de vida. Pobre… Tiene peor aspecto que la tía, y ahora sin ella…

    —¡Sí que nos dejará algo, sí! —exclamó Cándido María, hermano de Luz del Alba—. ¡Si cada fin de año, en lugar de una felicitación, nos enviaba una copia del testamento, con el único nombre escrito de «San Pío Enarino», como llamaba a ese hombre! Querrá insultarnos por última vez; mofarse de nosotros como guinda al paripé que ha montado por entierro.

    A pocos metros, en la biblioteca, el santo recordaba las ácidas palabras de doña Espléndida derramadas sobre la parentela, a la que, oh, hombre bueno, él estaba ansioso por reencontrar en privado. Y luchaba contra ellas, porque san Pío Enarino no creía en el mal, sino en los errores…

    —Queridísimo sobrino —le dijo doña Espléndida aquella última noche frente al fuego—, tú eres santo, por eso el Señor te ha elegido como único beneficiario de la fortuna que yo abandono. Por ella serás calumniado por quienes se dicen familia por solo compartir el nombre. Son buitres, y bien podrían alimentarse de sus despojos morales. Pero no, no se sacian. Óyeme bien: mantén lo que heredarás lejos del resto del mundo, pero, sobre todo, ponlo bien lejos de las garras de esas alimañas, vergüenza de mis hermanas que no supieron encauzarlos. Ellos te acusarán y te deshonrarán sin razón alguna. Cuando tú dispongas tras de mí, dona todo al párroco, a una penitenciaria, al ayuntamiento u otra casa de vicio si te apetece, pero que ellos no vean, cuéntalo, ni un céntimo. Sabe que, tras la mía, ellos esperarán tu muerte para tomar por suyo lo que es tuyo, de modo que ándate con cuidado, queridísimo sobrino, porque no todos los corazones son puros como los nuestros. Sé fuerte, y no flaquee tu tierno corazón en ningún momento, porque sabe que así harás el bien, porque, manteniendo a esos codiciosos salvos de una más honda corrupción, los harás bienaventurados.

    A este aviso o consejo se enfrentaba san Pío Enarino. Aunque comulgaba y creía positivamente en la sabiduría de doña Espléndida, había empezado a dudar de ella, y la fuerza de su renovado corazón le pedía nuevos y aventurados actos que le abrieran las puertas a horizontes que su santa tía jamás llegó a ver, y en los cuales, quizás, encontraría el calor de una feliz familia…

    —¡Ese viejo…! —hasta atravesar las paredes se escuchó el grito de Cándido María, que causó gran sobresalto en el santo, cuyo débil oído no distinguía el ruido de las palabras.

    —Baja la voz —le espetó Domingo.

    Cándido María, que daba vueltas en derredor de una silla, encontró reposo para su mal humor en el alféizar del único ventanal de la sala, desde donde la cripta observaba.

    —Lo que más me inquieta de ese viejo es que no sabemos si es listo o es tonto, si está sano o enfermo, si está loco o cuerdo, ni sus intenciones, ni sus gustos… No sabemos nada. Siempre tan discreto a la derecha de ella, sin abrir la boca. Parece tan inofensivo, tan poca cosa, que yo no me fío.

    Y san Pío Enarino volvió a sobrecogerse, y al hilo de lo que creyó entender contestó en su recuerdo doña Espléndida:

    —Dilectísimo sobrino, no escuches a los que te tilden de nada, porque tú eres santo y no puedes ser juzgado; tú ya te has elevado. En ti no sirven definiciones mundanas; tú eres pura voluntad de hacer el bien.

    Y como tal, san Pío Enarino caviló cómo empezar su bendita carrera, y se le ocurrió la rebeldía de que quienes primero habían de ser llamados a recibir caridad no habían de ser sino sus únicos parientes. Discurría sobre esta idea cuando al fin llegó a la biblioteca el albacea, acompañado del párroco, llamado a ser testigo de la generosidad de doña Espléndida y tomar nota de ella, y también el administrador, tipo de buen trapío, en quien la señora confió su imperio durante sus últimos años.

    San Pío Enarino, estrujando el pañuelo con que se enjugaba cuatro lágrimas, se dejó llevar por el deseo de su corazón y, sin levantarse del sillón ni hacer gesto alguno, se dirigió al albacea y al párroco para hacerles saber su caritativa intención. En un tono confiado e impositivo del que nunca hizo uso antes, poco después de aquellos tomar asiento, les rogó lo siguiente en estas muy escogidas y bellas palabras:

    —He visto la luz. Yo, que soy santo, puedo la felicidad de todos; y, aunque sé con seguridad que es mi nombre el único que figura como legatario, porque así lo conformó mi santa tía, ahora ángel, quiero que parte del recuerdo de su inmarcesible generosidad se reparta entre todos los que comparten su venerable sangre. Quiero, pues, si bien mi santa tía, en sus acertadas y benévolas razones, se opondría, que reciban como si de su parte fuera el reloj que aquí a la vera marca las horas, para que sepan el valor del tiempo que no gozaron con ella, y los santos retratos que se hizo pintar, porque yo ya tengo el más valioso grabado en mi corazón, y que se repartan los libros de devoción que yo ya no leo, porque los escribo, y que de ellos extraigan los píos ejemplos que acorazaron mi fe.

    Y como estos, fue enumerando objetos sin excesivo valor crematístico, pero que era cuanto san Pío Enarino más estimaba. No les daría, no, parte importante de una fortuna que los corrompiera, y decidió darles solo parte de su memoria para que, al tiempo que los mantenía en el estrecho camino, supieran que doña Espléndida no los había olvidado.

    Los tres hombres, albacea, cura y administrador, cruzaron miradas y luego observaron al buen santo con dulce compasión, dejando escapar una sonrisa tierna y afectuosa. Tanta buena voluntad, por cierto, los conmovía. El albacea levantó su largo cuerpo, y quitándose las gafas sin levantar la vista de una carpeta sobre la mesa, suspiró y dijo:

    —Respetado Pío, sus deseos son loables; pero el testamento está escrito y preciso es así cumplirlo. Una vez recibidos los bienes, si es usted el único heredero, disponga de ellos como le apeteciere.

    San Pío Enarino dejó a un lado el húmedo pañuelo, irguió la espalda y levantó la mano con gesto predicante.

    —Lo sé, y me gozo de conocer su inexorable profesionalidad. Pero no quiero que a mí me admiren, sino a mi santa tía, y por ello le ruego calor humano y no fría ley, que ni a ella ni a mí nos importan, porque mi santa tía lo merece, y así su impronta también quede grabada en los corazones de ellos como lo está en el mío.

    El albacea levantó la vista de los legajos y respondió lacónico:

    —Lo siento tantísimo, Pío… Mi deber…

    Le arrebató la palabra el señor párroco, padre Beltoro, hombre pequeño y orondo. El bendito hombre, muy afín a doña Espléndida, con quien pasó largas horas jugando al mus durante los veraneos de sus últimos años en el campo, intervino en pro del santo, de quien conocía su pureza de corazón:

    —Entiendo su posición como garante del orden, así que será mi mano ministerial, ¡la de quién si no!, la que cumpla con los deseos de usted, don Pío. Ustedes, caballeros, no se preocupen, que yo me encargo.

    Haciendo la vista a un lado y volviendo a su asiento, el albacea se desentendió de los planes del cura, no sin esta previsión:

    —Yo haré lo que tengo que hacer. Luego, apáñense ustedes como quieran, pero a mí no me metan.

    Sellado el pacto, el párroco, todo emoción y muchas babas, corrió a la puerta, como perrillo obeso y paticorto que recibe a su dueño, mientras decía:

    —No se preocupe. Llamemos de una vez a los familiares, que ya oigo el chirriar de sus nervios.

    Pues señor, que allí estaban los cinco primos, oscuridad, acompañados de sus cónyuges. Se internaron en la biblioteca como una llama negra, desprendiendo en su movimiento olor a cera. A medida que pasaban, fueron dando uno tras uno, con las cabezas gachas y la voz muy queda, sentido pésame a san Pío Enarino, que recogió con honesta gratitud en su amplio corazón.

    Tomaron asiento. Pamplinas legales. No hubo sorpresa. El albacea sacó los legajos y leyó como un autómata, evitando todo efecto de voz. Rehusó asimismo todo contacto visual con los familiares a propósito de no terminar como foco de las iras, pues, para descorazonamiento de los primos, san Pío Enarino constaba como heredero universal de todos los bienes de doña Espléndida, que eran, oh, mayores a los que por prudencia dejó saber en vida. El santo heredó, amén de las enseñanzas morales, innúmeros bienes raíces en el campo y en la ciudad, un importante imperio de empresas alimenticias y textiles, acciones de variadas compañías, hoteles, restaurantes, una cadena de panaderías, otra de salones de belleza, las joyas de la familia, obras de arte, reliquias, antigüedades y otros haberes de imponderable valor. Dicen algunos exégetas de nuestra obra, que en tan tempranas páginas como parásitos ya se nos han pegado, que no heredó más que la gasolinera del pueblo, pero la excelsa obra que por narrar estamos desmonta semejante engaño. En fin, que nadie salía de su asombro, excepto san Pío Enarino, que se congratulaba en la idea de cuánto bien podía extraer de tanto amor.

    —Felicidades —le dijo el albacea al santo ante la atónita mirada de los primos—, es usted muy rico.

    Tras la felicitación el albacea, recogiéndose en sí mismo, víctima mensajera de la oscura intención de doña Espléndida, con voz trémula leyó unas últimas disposiciones, que así dejó escritas a sus sobrinos: «Porque sé que habéis venido a llorar mi último adiós y es de justicia un agradecimiento, cuando hayáis pasado el trance de esta nuestra triste vida tal como yo he hecho, sabed que os honro reservándoos un sagrado lugar para toda la eternidad en la cripta familiar donde reposará mi cuerpo. Y os ruego que, hasta entonces, tengáis cuidado y guardéis respeto al bueno de vuestro primo, mi dilectísimo san Pío Enarino, a quien abrazaréis con la cálida amistad que os cumple darle».

    La furia que azotaba como látigo de fuego el ánimo de los asistentes empezaba a caldear el cuarto. Cándido María no acertaba a encender un cigarrillo con sus torpes dedos. Se apoyó en un anaquel lejos a la esquina, del que se apartó tan pronto como viera que, justo sobre su cabeza, un retrato de doña Espléndida observábale desde la misma butaca retratada de la biblioteca, y cuya enhiesta y espadada postura se acentuaba con una escarolada gorguera de muselina ceñida con oros y perlas que rodeaba su largo cuello.

    —Caballero —le dijo el cura—, absténgase de fumar aquí, ¿es que no conoce que este lugar prende con facilidad?

    Luego el albacea se dirigió, con rápido y entrecortado verbo, a san Pío Enarino para transmitirle unos consejos que su tía le dejó escritos, y que decían así: «A ti, mi dilectísimo sobrino, te insisto en que confíes en los hombres en quien yo confié, y sobre todo en los consejos que te di en vida. No des lo que yo te lego. Guárdalo como tesoro de pirata y no lo compartas. Sigue puntualmente todo lo que te enseñé y no sobrevendrá conflicto en el futuro».

    Dicho esto, el administrador, aquel apuesto hombre de cuarenta años que aún nada había dicho, inclinó levemente la cabeza hacia san Pío Enarino, que respondió al gesto con otro de obligada cortesía. Vínole entonces a la memoria el siguiente discurso de su tía:

    —Atiende bien, amadísimo —esta vez sentados en el parque a la sombra de un olmo—, solo a dos personas hago partícipes de mi riqueza y reciben amplio pago terrenal por sus servicios. Ellos son Adolfo San Clemente, mi administrador, y Raimundo Peñafort, jefe de mi equipo de abogados. Ellos son los dos contrapesos que dan equilibro a mi imperio. Deja reposar tu confianza en ellos, pero procura mantenerlos segregados.

    Pues bien, entre esto y aquello, llegó el turno del cura, como si hubiese de continuar las palabras del albacea, que se corrió con la silla, reordenando sus papeles sobre la mesa. Convencido de su providencial deber, se levantó, alzó las manos y a punto de la lágrima, cual si hablara de la Pasión, dijo:

    —¡Pero la buena señora Espléndida no quiso que solo Pío Enarino fuera agraciado con una inmensa fortuna, si bien merece todas las bendiciones! Antes de su partida, me encomendó a mí, ministro de los asuntos divinos, ofrecer al resto de ustedes, sus sobrinos, valiosos recuerdos de cuanto ella fue en vida. Así que atended bien: ella quiso depositar en vuestras manos objetos de incalculable valor tal que estos que os muestro: el sofá en que os sentáis, el reloj que marcó su hora, los libros de esta biblioteca…

    Y Luz del Alba, que habíase levantado y acercado a Cándido María para husmear entre los libros de la biblioteca, no pudo contenerse más. Todos los capilares de sus ojos parecían haberle reventado.

    —¿Pero qué cachondeo es este? ¿A qué viene este teatro? Ese cuervo se ríe de nosotros. Yo lo sé; lo veo… Esta ha sido su idea.

    —Calma, Luz —le dijo Esperanza levantándose, conteniéndola. San Pío Enarino, acongojado, la miró de viso a viso y se esforzó en reconocer cuál de sus primas organizaba el escándalo. Agudizó cuanto pudo la vista y, por fin, la siguiente semblanza de Luz reflotó de su memoria:

    —Mira, mira la fulana —decía doña Espléndida señalándola cuando la vio llegar al bautizo del hijo de Esperanza—. Se casó por lo civil con el chulo que la fornicaba desde los catorce años. Zorra… ¡Mírala: se atreve a venir aquí, a la casa del Señor, en manga corta y con coloretes!

    Se sucedieron por la boca de Luz gritos y descalificaciones, que no reproducimos. San Pío Enarino no pudo sino echarse a llorar de nuevo ante el espectáculo sórdido de aquella descompuesta mujer, a quien intentaba comprender.

    Cándido María, iracundo y amenazante, se volvió entonces al núcleo de la tensión para pronunciarse contra el anonadado santo.

    —Esto es cosa del viejo, ¿eh? ¡Mira cómo te escondes!

    San Pío Enarino, contraído en el sillón y orando en silencio, evocó esta otra semblanza que de Cándido María pinceló su santa tía:

    —Degenerado, desviado y luego, encima, fanfarrón. Tan duro por delante y resignado por detrás —había dicho una vez de visita en casa de su hermana Admiración, al ver llegar a la esposa de Cándido María suplicante adonde su suegra. Siguió—: Queridísima hermana, cómo lo educaste que te salió fileno. Tan violento con las mujeres y tan suave con los de su sexo. ¡Jesús! Si solo hay que verle la cara, toda untada de fórmulas y cromatismos.

    Domingo llamó al orden al acometedor Cándido María al objeto de que se callara. Domada la bestia, pronunció:

    —Esto se ha acabado.

    —¿Entonces renunciáis a cuanto os ha ofrecido la señora? —terció de nuevo el cura, envalentonado por cierto furor.

    —¡Por supuesto que renunciamos a limosnas! ¿De verdad merecemos esto? ¿Pero qué le hicimos a ella? ¡Si le molestaba todo! ¡Si nos odiaba por existir! No sé cómo pudo hacer este hombre desmejorado para soportarla.

    San Pío Enarino, oído esto, echó otro océano sobre su mar de lágrimas, se levantó y rogó que concluyera inmediatamente el enfrentamiento. Su corazón convencido estaba de la bondad de su primera obra, mas también de su fracaso. Discutía su mente con su corazón: ¿acaso hubo de haber cedido algo más que unos retratos?

    —Nunca —repetía a menudo doña Espléndida—. Antes verte mendigando que compartiendo.

    El cura se adelantó de nuevo, se colocó al lado de san Pío Enarino y le tomó el hombro. Sentenció así:

    —No, no sois injustos con vuestra tía Espléndida, que realmente nunca dio propina ni presente alguno, ni me dejó limosna en el cepillo, ni ganar un duro en juegos de cartas, sino que estáis siendo injustos con el bueno de vuestro anciano primo que, generoso como nadie, ha querido renunciar a parte de su herencia para haceros felices a vosotros y a vuestra tía. Pero veo que no se puede; que la ingratitud ha echado raíces en vuestros corazones.

    —Esta farsa se ha acabado. Nosotros nos vamos —dijo Domingo—. Siento, Pío, que la cosa haya acabado así, y agradezco su gesto, aunque se haya equivocado. Nosotros esperábamos, al menos, un respeto.

    Acto continuo, Domingo, dirigiéndose al grupo al completo, dijo:

    —¿Os importaría darme un espacio a solas con don Pío? Hay un par de temas que quisiera tratar con él en privacidad. Y, por favor, traed un vaso de agua a este buen hombre, que de tanto llorar a una gota está de deshidratarse.

    Se apartaron todos a instancias de Domingo, que aproximó un asiento al costado de san Pío Enarino, de nuevo extraviado en meditaciones, con dos grandes lagrimones cristalizados en los pliegues de su arrugada cara. Le habló así su primo, llevando una mano a su regazo:

    —No se angustie usted más, don Pío. Nadie desea su mal. Yo, además, le felicito. Se merece esa fortuna por el cuidado y respeto que siempre mantuvo para con nuestra tía. Es un buen pellizco… No, es enorme, no una mera gasolinera… ¿Se da usted cuenta de ello? No hace falta notarle la dificultad que entraña la administración de ese vasto patrimonio, y le requerirá de personas de confianza. ¿Me entiende? Le hablaré claro, ya que es usted un hombre inteligente que no se enreda en mentiras: nosotros no somos ningunos mezquinos, pese a lo que le haya contado la tía Espléndida; simplemente tomamos un rumbo en la vida que a ella, tan tradicional y preocupada, quizás le pareció inadecuado. Nosotros no queremos apropiarnos de lo que es justamente suyo, don Pío. Pero, a ver, usted lo comprenderá, así que sin más preámbulos iré al grano: me siento en la obligación de pedirle, por el bien del apellido, que nos permita participar en la administración de sus empresas mientras usted sigue entregado a sus devociones. Usted continuará, claro es, siendo nominalmente el poseedor de todo el imperio, y en consecuencia el máximo beneficiario; nosotros, unos meros trabajadores. Reflexione: usted no tiene hijos, y a falta de ellos, ¿quién mejor que sus primos para cuidar de la fortuna familiar? ¿Es malo desear un dinero, una herencia? Yo no lo creo, y usted que la recibe, seguro que tampoco. Pero calle, no me responda hoy, que sé que necesitará pensarlo.

    San Pío Enarino agradeció estas cordiales palabras, así como la sincera preocupación de Domingo por el destino del dinero. Carraspeó, tornó a medias la vista hacia su primo y contestó con una tenue y sorda voz:

    —Así pues, oh, mi querido primo, me dice usted que se ofrece de voluntario.

    —¿Voluntario?

    Domingo, extrañado, rogó claridad. San Pío Enarino volvió la vista a las alturas, de donde, como ofrecido por su tía, recogió esto:

    —Ella dispuso, oh, sabia, que no recibieran ustedes nada, y usted me dice que acata su voluntad, ¿es? Así pues, presto a colaborar, entiendo que lo hará usted gratuitamente en los negocios, ahora míos. Si tal obrar es de su voluntad, sepa que yo no me opongo.

    —No, pero si yo no he dicho eso…

    —¡Entonces aclárate, hijo mío, que no te comprendo! —clamó de pronto el santo muy reactivo, de tú, extraño a su cortés tono.

    —Yo… Déjeme que le explique. Le pido un trabajo…, bueno, un sillón en un consejo, y como tal, pues remunerado. Nosotros no gozamos de fortuna pareja a la suya; necesitamos de un salario por el tiempo que empleamos.

    San Pío Enarino acercó la mano al reposabrazos del sillón de su primo, tornó su macilento rostro hacia él y, con el resuello de su boca, echó también estas palabras:

    —Nuestra santa tía, ahora ángel, os quiso lejos del grueso de la fortuna, pero, si os veis de verdad tan necesitados, yo os daré, pues soy bueno, un puesto acorde a vuestra valía, remunerado con un sueldo no más que suficiente para la subsistencia.

    Domingo esquivó con un grosero gesto la mirada compasiva y el espeso aliento de san Pío Enarino a escasos cincuenta centímetros de su cara, y acotando. Le sobrevino como un terror de saberse portador de los mismos genes causantes de tan mala decadencia, de tan abominable aspecto. San Pío Enarino entonces le cogió la mano, cuyos fríos y frágiles huesos sintió Domingo penetrar su carne. «¡Qué corazón tan despiadado hubo de tener la vieja para hacer de un hombre esto!», se dijo para su capa, y apartó su vista de la boca desdentada y llagada del santo. Se levantó acto continuo del asiento, y la mano huesuda de san Pío Enarino, aferrada a su brazo, se replegó velozmente en acto reflejo.

    —Don Pío —dijo Domingo de pie ante él—, ¿es usted consciente de que, a su edad, no está capacitado para llevar los negocios?

    —Nuestra santa tía creyó que sí, y algo más que tú me conocía.

    —Le repito —siguió Domingo—: usted, don Pío, no está capacitado para administrar la fortuna. ¡Caramba, compréndalo! Quiero hacer esto por las buenas y no verme obligado a recurrir a un juez.

    San Pío Enarino abrió en grado máximo sus párpados y tensó las arrugas de su cara, que dejaron correr las lágrimas estancadas. Sus centelleantes ojos se encontraron con los de Domingo. Dijo:

    —Pues recurre a un abogado, que yo recurriré a los míos, bastante mejor pagados.

    Pronunciadas estas palabras como de resolución, la tensión se borró de su rostro y recuperó su gesto impávido y absorto, y volvió a clavar la mirada en el techo de la biblioteca. No hubieron de cruzarse más palabras, a más de acartonados cumplidos de despedida.

    En resumen, sucedió esto: como llegaron los parientes se fueron, sin ver un duro. Aquella misma noche, la última, la pasaron en pequeña pero suntuosa posada, cuya propiedad estrenaba san Pío Enarino, como de prácticamente todos los comercios del pueblucho. Con la desilusión grabada en sus rostros, los primos recogieron y cargaron las maletas en los coches dejando atrás su inmerecida herencia de retratos.

    —¡Vayámonos ya! —gritaba Esperanza, nerviosa—. Todo esto me huele a ella. Los muebles, las cortinas, los platos… ¡Hasta en los perfumes que me traje ha calado ese olorcillo!

    De hecho, el líquido de los frascos empezaba a tomar una consistencia viscosa y hedionda como alquitrán de hulla. ¿Sería acaso su malhumor y chasco allí reconcentrados?

    —Tuvimos que haber esperado más —dijo alguien—. Invitarlo a un café, hablar, reír, y luego extender la mano. Amenazarlo de esa manera, a cañón, es un error.

    —¡Y quién —dijo otro— se esperaba que ese hombre estuviera tan penetrado de la voluntad de ella! ¿De verdad, Domingo, servirá eso para inhabilitarlo?

    —Sinceramente, no creo que nos valga de mucho. Ese hombre está fuera de sí, o quizás muy dentro; no lo sé, no sé ni cómo ni dónde está, solo que no está loco ni enfermo. Quizás haya que esperar a que nos deje él también. Quizás entonces podamos actuar, rascar… Confiemos en que los administradores de Pío harán un buen trabajo y, quién sabe, igual luego podamos apandar más cacho.

    Y no copiamos más; de qué departieron la noche antes de marchar y el siguiente día entero, sirva lo dicho de ejemplo.

    Coincidió que, esa misma mañana en que partían los desheredados, también salió san Pío Enarino camino de vuelta a la ciudad. Tantísimos recuerdos de su infancia y adolescencia en aquella casa le pesaban. La esencia de doña Espléndida rezumaba de todas partes, y no quería el santo sino alejarse de la pena que le provocaba, y no escuchar más el eco de su voz en las vasijas, los cuencos, las escupideras, los tinteros, las bacinillas… Quería dejar de ver su imagen pendiente en todas las paredes de todos los pasillos, en todos los cuadros y fotografías, en los bustos sobre los pilares, en el fuego de la chimenea, en el mármol, el polvo…

    —Señor, ya está todo listo —le interrumpió una sirvienta. San Pío Enarino andaba abstraído, más bien plantado a la luz del sol como una flor en el césped del jardín, meditando frente a un rosal, sentado en un banquito blanco de madera, a unos metros del cenador cubierto de hiedras, allí donde, cada tarde, doña Espléndida le leía genealogías bíblicas, él vestido de catequesis, con un lacito monísimo en el gorro…

    —¿Y cómo termina el cuento? —le preguntó inocente una tarde de otoño san Pío Enarino niño danzando en círculos frente a su severa tía mientras leía.

    —Al final, tu madre te engendró a ti, y tú, que eres del más puro de todos los linajes, no engendrarás a nadie. —Y cerró de golpe el libro, y él pensó que era bueno, dio un brinco sobre la baranda de la tarima al campo y correteó orgulloso en torno al cenador, pataleando y lanzando a la suave brisa las hojas ocres y marchitas del suelo.

    En este dulce recuerdo reposaba su mente, por lo que le ocupó unos segundos desperezarse y responder al aviso de la joven, menudita y rubia, que, como hija de sepulturero, era alegre y cariñosa aun con quienes lucían las cicatrices y úlceras de una larga y desagradecida vida. San Pío Enarino se giró lentísimamente, todavía aletargado, y le agradeció el servicio con una mueca mocha. Abrió los ojos y comenzó a arrastrar los pies, guiado del brazo de ella, hasta el portal principal donde le esperaba el coche. Recordó que en el bolsillo de su chaquetón negro llevaba una bolsita de terciopelo llena de bisutería, que doña Espléndida solía dar a modo de recompensa por un buen servicio, especialmente a desconocidos a quienes no volvería a rendir cuentas.

    —Parecen joyas, pero no lo son —explicó doña Espléndida a su dilectísimo sobrino—. Pasa un anillo de palma a palma, que note el frío, pero que no lo vea; simula un proceder solidario, aunque el objeto no le vaya a servir de nada. Que disfrute del acto, no del regalo.

    Y san Pío Enarino, en lugar de sacar uno, sacó tres anillos, y luego dos más, y luego, pensándoselo mejor, los metió de nuevo en la bolsita y se la dio toda a la sirvienta, que la apretó contra su pecho llena de felicidad, porque era joven y no sabía, y sonriente corrió dando brincos de vuelta a la casa.

    San Pío Enarino se sobrecogió, pues nunca vio antes una sonrisa sincera en compañía de su tía. Hizo feliz a una niña. Le costaba creer que, a su edad, pudiera nacer de su corazón semejante corriente de sentimientos de satisfacción y orgullo: el placer de hacer el bien. Rememoró el acto unos segundos y se regocijó en él. Luego lo repensó, saboreó de nuevo, dos, tres veces, y, cuando su pasión se apagó por completo, con la mente perdida de nuevo en viejos recuerdos u olvidos, se internó por fin en el coche.

    De allí lo condujo el chófer a la estación de autocares, porque el autocar haría el trayecto más arduo a casa que aviones y trenes, y san Pío Enarino siempre elegía el camino del sacrificio. Con él solo llevó un puñado de lienzos de su tía y la vieja túnica blanca de percal de su abuelo, que habría de romper con el hasta entonces siniestro luto que doña Espléndida le mandó vestir en memoria de su madre y de sus tías, que siguió siempre riguroso, y se acentuaba en contraste con el blanco de las paredes, de las cortinas, de las verjas, de los portones, de las luces, y del color de las rosas y los geranios que decoraban toda la finca, porque con tal contraste decidió ella resaltar la abstinencia con que encaraban la vida y hacer que todos comprendieran hasta dónde en aquella casa se oponían a las vanidades de la luz y la alegría.

    III

    San Pío Enarino lloró un novenario postrado frente a los retratos de su ascendida tía, con los cuales decoró su ático en la célebre ciudad de Incorrota, capital de la provincia, antes de echarse de nuevo al mundo. Regresó a casa tras medio año en el campo, cargado de todos los retratos que pudo allegar, y los distribuyó estratégicamente por toda su morada al objeto de honrar cada día y en cada espacio la memoria de su santa tía, tanto en su nombre como en el de sus impíos primos que la denigraron en su último adiós. Cada noche, tras una oración, por cada uno de ellos se azotaba las espaldas desnudas con un vergajo, y por ellos mortificaba su sueño ciñéndose un cilicio, por lo que nunca dormía. Así, purificándose, transcurrieron sus primeros días tras su vuelta, y creyó suficiente la penitencia cuando su macerado y despellejado cuerpo cesó de sentir el dolor. Satisfecho, retomó cuanto pudo de su anterior rutina, y pensó en salir al parque y echarse en el banco a la sombra de un olmo, en el que pasaba tardes de contemplación al lado de su tía, y donde se entretenían echando alpiste a los mirlos. Allí evocar quería los recuerdos de una vida que había concluido, y extraer de su ejemplo las causas para la cimentación de la piadosa obra que estaba por

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