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Crónicas De Un Amor Desquiciado
Crónicas De Un Amor Desquiciado
Crónicas De Un Amor Desquiciado
Libro electrónico239 páginas3 horas

Crónicas De Un Amor Desquiciado

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Ral contempla su propia existencia como un pasaje de sucesos sin significado, empendose nicamente en conservar un status de indiferencia hacia el mundo. El universo que desde nio ha construido alrededor de s empieza a tambalear cuando se produce un encuentro con una joven tan enrgica como enigmtica.
Ella le propone resolver un misterio, a cambio de lo que l ms desea. Sin embargo, aceptar el desafo implica involucrarse en un juego a contratiempo donde ninguno posee el poder para dictar las verdaderas reglas, que siempre estn fuera de nuestro control.

IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento7 feb 2017
ISBN9781506518596
Crónicas De Un Amor Desquiciado
Autor

Patricia Lasso R.

Patricia Lasso nació en Quito en 1987, y estudió Psicología Clínica. Su afición por la literatura inició desde muy joven, escribiendo poemas, cuentos, y más tarde sus primeras novelas de ficción, donde se pueden ver compaginados tintes de romance, misterio, sucesos sobrenaturales, fantasía, y psicología. A más de autores reconocidos, su fuente de inspiración proviene también del mundo del anime y manga -del que es fiel admiradora y seguidora-, además de vivencias personales. Actualmente reside en Guayaquil, donde ejerce su profesión a la vez que dedica el tiempo libre a la creación de nuevas historias.

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    Crónicas De Un Amor Desquiciado - Patricia Lasso R.

    A mis amigos,

    que me apoyaron siempre

    a lo largo de este camino.

    Primera Parte

    El universo cambia

    I

    «El verdadero amor no te hace sufrir dicen algunos, pero lo cierto es, que no hay nada por lo que estemos más dispuestos a sufrir que por amor.»

    U na extraña sensación de vacío, de inquietud, se apoderaba del ambiente. El día se veía como cualquier otro, pero en él, en la brisa, en el silencio de las aves y hasta en el olor de las florecillas algo se notaba distinto. Era especial. No necesariamente malo ni bueno, sólo diferente.

    Quizá un cambio del clima – pensó el chico, fijando la vista en el camino que las nubes recorrían lentamente.

    La presencia del verano apenas se sentía por las noches, en los estremecimientos de la helada madrugada y en la oscuridad profunda del cielo a aquellas horas.

    Durante mucho tiempo y el constante discurrir de las estaciones, a él le daba la sensación de que el clima obedecía más a estados subjetivos que a leyes naturales.

    La misma realidad – pensaba - quizá no pasa de un mero producto de nuestra mente. Es algo abstracto e intangible que no puede experimentarse tal y como es. Es tal vez un estado de nihilismo que llega a materializarse sólo por medio de la percepción de cada individuo, que la crea para sí.

    Y entonces, él habitaba un mundo creado por y para ella.

    Si ella reía, todo se iluminaba y de pronto el universo parecía un lugar más feliz y placentero. Si una lágrima se deslizaba por sus pálidas mejillas, una melancólica lluvia se desbordaba sobre la ciudad.

    Al menos, sus ojos lo veían de ese modo. Y al menos su oculta y permanente mueca de descontento por la vida se tranquilizaba con la imagen siempre calma que aquella chica proyectaba para con los demás. Por lo general nada le afectaba, siempre estaba serena, y por lo mismo el ambiente para él mostraba una similar serenidad.

    Eso era bastante para vivir en paz, durante muchos años fue así, pero ahora ¿por qué de pronto el aire soplaba de manera tan inusual?

    Por su mente pasó la idea de que ella estuviese viviendo algo ingrato, pero tras verla aparecer por la esquina de la cuadra de en frente desechó esa posibilidad.

    Su paso lento, silencioso y constante deslizándose por la vereda, entre los arbustos y la hierba, era el mismo de siempre. Sus ojos cafés permanecían posados sobre las páginas del libro de turno, sostenido en la mano derecha mientras la izquierda se ocupaba de mantener la falda roja y negra a tablones del uniforme lejos de la influencia del viento, que a ratos la elevaba lo bastante como para dejar a la vista más de lo necesario.

    Al mismo tiempo el paso de la brisa se hacía suave alrededor de las finas facciones de su rostro, desordenando apenas sus largos cabellos castaños que caían ondulados sobre la espalda y hombros de su blusa blanca.

    El chico en el balcón cerró los ojos un instante, escapando del hechizo que cada tarde le provocaba aquella muchacha. Enseguida volvió a fijar sus ojos negros sobre ella, reflejándola con avidez en el brillo de sus pupilas.

    Paula –que era su nombre- representaba un estímulo incomprensible y embriagador. Sin saberlo, sin proponérselo, sin desearlo siquiera, era la única persona que podía dibujar una breve sonrisa sobre la inexpresiva faz de un desconocido. Y ese desconocido pensaba para sí que nada era más importante en la existencia de aquella chica, que servirle a él de conexión con el lado amable de la vida. Porque ninguna otra cosa podía proveerle similar sensación.

    Pero, cuando ella llegó hasta la puerta del condominio él se despegó del balcón, evitando la posibilidad de que sus miradas se cruzaran.

    En el reloj de su departamento daban las 14:00 en medio de la quietud del ambiente y el mutismo de aquel espacio blanco y desolado.

    Cuando su abuela no estaba, toda señal de vida empezaba a desvanecerse. Entonces daba la impresión de que nadie hubiese estado allí por cientos de años. El blanco de las paredes, el eco de las pisadas sobre la loza de mármol, el fresco olor a lavanda de las cortinas de encaje dando hacia el balcón, cada sentido captaba la señal respectiva a su función, pero algo quedaba flotante en aquel espacio escasamente iluminado.

    Ese algo resultaba un misterio para el chico, que lo encontraba insoportable y molesto. Como una voz que llamaba desde lejos, como un sueño que se olvida al despertar, o simplemente como el presentimiento de que las defensas que nos forjamos caerán de repente por obra de una fuerza fuera de nuestro control.

    Aquella dulce-amarga espera tanteaba cada día el límite de su cordura, y antes de probar su propia resistencia él optaba por huir, dejando atrás su desesperación y el silencio de su mente ante la interrogante supuesta.

    Esa tarde antes de salir a la calle llevó consigo uno de sus libros favoritos, intencionalmente para perderse en las palabras del autor y pasar desapercibido entre los devaneos del entorno.

    El cielo mostraba un especial tono grisáceo, similar al de las nubes antes de una tormenta, que ensombrecía la joven tarde y le daba el aspecto de un triste anochecer. Pocas personas deambulaban por la cuadra a tales horas, algunos niños jugando y un par de parejas dirigiéndose hacia el parque cercano a la zona de los condominios.

    El chico tenía la costumbre de andar y desandar el tramo alrededor del edificio más grande –en donde vivía-, a veces contando las flores silvestres que nacían de un día para el otro. Ambos edificios contaban con cerca de diez pisos, de dos departamentos cada uno, aunque los situados en el edificio norte –el más pequeño- tenían una amplitud más reducida.

    Entre ambos edificios de color gris oscuro se cerraba un área de más de 30 m², en donde quedaba una improvisada cancha que los niños utilizaban para la práctica de distintos deportes, además de algunas bancas de metal pintado de negro, y un pequeño huerto que el encargado cuidaba con obsesivo esmero.

    Fuera del enrejado metálico que rodeaba al área crecía la hierba libremente, adornada por las florecillas blancas. Durante el verano nadie se preocupaba por arrancarlas, al no haber peligro de que el agua de las lluvias invernales se estanque para formar un sitial de desarrollo a las larvas de algún insecto.

    Así, las cercanías de ambos edificios lucían ahora un aspecto descuidado, al mostrarse como ocultos entre la hierba que llegaba hasta cerca del medio metro de altura.

    Ciento veintiséis flores – se dijo el joven, regresando tras su actividad de conteo la atención hacia el librito que cargaba. Pero entonces un grito a lo lejos le hizo levantar la mirada, ante lo cual se topó enseguida con los ojos profundamente oscuros de una colegiala, que corría desesperada por la vereda en dirección opuesta a él.

    El uniforme que portaba era del mismo colegio que el de Paula –notó-, pero la falda que ésta chica llevaba era bastante más corta, y la blusa estaba ajustada a su figura, además de abierta en el escote por uno o dos botones más de lo usual. Cambiando la dirección de su mirada desde la chica hasta la opaca figura que venía tras ella, el chico pudo ver que un enorme y agresivo pitbull café la perseguía, razón totalmente entendible para escapar.

    Él dio unos pasos al costado, esperando que la colegiala siguiera su carrera de largo, pero en una acción imprevista ella se lanzó sobre el chico clamando por ayuda, y quedando primero en una posición en que sus piernas rodeaban la cintura de él. Posteriormente la fuerza del chico cedió a la presión del cuerpo ajeno, derribándolo de manera que ella quedó sobre sí, en medio de la vereda y ante la vista de algunos de los niños que jugaban en la cancha del interior.

    Por unos brevísimos segundos ambos tuvieron la oportunidad de explorar en detalle la mirada del otro. El chico sentía el roce de las piernas de la desconocida aún contra su cintura, y en un acto instintivo quiso subir su mano hasta una de ellas.

    El contacto hizo que la chica saliera del trance, por lo que se levantó de prisa y dio un salto por encima de él para seguir su camino apresuradamente.

    Él se incorporó con calma, quedando sentado en el piso y encontrándose de frente con el perro que venía corriendo y se detuvo a escasos centímetros, ladrando ferozmente tanto a él como a la chica que estaba escalando las ramas de un árbol cercano, que llegaba a unos 6 m. de alto.

    Los niños que observaban la escena habían dejado su juego de lado, expectantes por el que creyeron sería un irremediable ataque del perro hacia un joven que conocían. Sorprendentemente, tras unos segundos de cruzar mirada con el animal, él levantó la mano derecha, posándola sobre la cabeza del can que se acercó a lamer su rostro en señal de cariño.

    La chica en lo alto del árbol esbozó una breve sonrisa ante el hecho, mientras sus ojos negros se iluminaban.

    La brisa fría sopló de repente, haciendo estremecer la rama en que se hallaba parada. El chico elevó la vista al cielo, quizá más gris ahora que a su salida, pero sus ojos se desviaron hacia la figura de aquella desconocida.

    - Me vendría bien un poco de ayuda, ¿sabes? – dijo ella de pronto, mientras su pie derecho buscaba a ciegas una rama inferior donde sostenerse.

    Haciendo caso omiso a la petición, él se levantó y empezó a buscar su libro en el piso. Le había perdido el rastro desde la aparición de la chica, y era lo único que escasamente le preocupaba del presente escenario.

    - Es bueno saber que aún hay caballeros en este mundo – arrojó ella el libro desde los tres metros que la separaban del piso -. Veinte poemas de amor y una canción desesperada… Realmente no pareces del tipo romántico.

    En ese momento, la chica aterrizó de un salto, dándole una orden al perro para que permanezca sentado, y acercándose al chico. Era más bien baja de estatura, por lo que tuvo que elevar su vista para poder enfrentarse con la de él.

    La escena debía verse pintoresca desde la distancia, por las maneras tan infantiles que la chica mostraba. El timbre de su voz y los saltitos que daba de vez en cuando podían alterar hasta al más calmo de los seres.

    - Soy Marina, un placer conocerte – tendió la mano con toda franqueza.

    El saludo se perdió en medio del gesto malhumorado de su interlocutor, que la miró de pronto con genuina desconfianza, a la par que hastío. Se agachó para tomar el libro, y de forma poco amable aprovechó para inspeccionar de arriba-abajo a la muchacha.

    Era de tez blanca y una figura delgada con curvas muy sutiles, adecuada a una niña de catorce años –que es la edad que él le apuntó mentalmente-. Tenía los ojos negros y grandes, con una expresión de lo más despreocupada, aunque misteriosa. El cabello oscuro le caía lacio a la altura de los hombros, con un flequillo tapándole parte de la frente y desapareciendo tras su oreja izquierda.

    - Eres sólo una niña.

    Ella sonrió.

    - ¿Eso crees?

    Sin mediar más palabras, la mano de ella agarró al chico por la camisa que llevaba, acercándolo lo bastante para permitirle erguirse y darle un beso. Fue breve, simple, pero lo suficientemente repentino como para dejarlo perplejo.

    - Como dije antes, un placer conocerte… Raúl – se separó, dando media vuelta para irse corriendo igual que apareciera.

    El perro fue presuroso tras su rastro, y ambos se esfumaron al virar la esquina hacia el edificio norte.

    El chico los siguió con la vista hasta donde fue posible, sin alterar el gesto frío que mostraba de costumbre.

    Está loca – fue lo primero que pensó acerca de aquella joven. Solamente le quedó la duda de cómo había adivinado su nombre, pero se le olvidó poco después.

    El cielo sobre su cabeza continuó gris durante el resto del día, y la noche se levantó tan fría como las anteriores en la estación.

    Por supuesto, la sensación de vacío continuó allí también, sin que quien la percibiera pudiese darle una explicación.

    II

    E l nuevo día se alzó cálido sobre la ciudad, y apenas unas pocas nubes flotaban indecisas en el cielo, llevadas por la brisa que soplaba tan fuerte como para hacerlas discurrir entre la inmensidad de la luminosa mañana.

    Hasta pasadas las 07:00 el chico eludió el llamado del despertador, volviendo a refugiarse entre las sábanas, pero cuando la claridad irrumpió tan violentamente en su habitación ya no pudo volver a conciliar el sueño.

    Maldita sea… – fue su forma de darle la bienvenida a aquel sábado, antes de salir y sentarse pesadamente en la primera silla del comedor que apareció en el camino.

    Su abuela no se había tomado la molestia de despertarlo, conociendo su mal humor a tales horas de la mañana, pero ahora bastaba con verlo aparecer para empezar a contarle cada pequeño detalle de los minutos transcurridos por su vida sin la presencia de él.

    La escuchaba vagamente mientras le servía el desayuno, aunque sus ojos se cerraban de vez en cuando. Su voz le era molesta en los oídos, como el taladro de un dentista justo antes de entrar en la boca del paciente.

    Quisiera que se callara – deseó sin mala intención, y enseguida ésta se quedó en silencio, al descubrir algo en el periódico que captó su interés lo suficiente como para perderse en la lectura.

    A pesar de ese tipo de pensamientos que eran bastante comunes en Raúl, en el fondo le guardaba un gran cariño a esa mujer mayor, de ojos cafés y cabello apenas castaño. La persona que había sabido tolerarlo por largos doce años, desde su orfandad. Y él reconocía en su interior que en ese tiempo no fue una buena compañía, porque sólo frente a Karina se comportaba como era en realidad. La amargura, la envidia, el hastío, se quedaban dentro de las paredes de ese departamento en el cuarto piso del edificio.

    Para el resto del mundo había una cara diferente: reservada, amable, cordial. Una mentira muy bien elaborada para no llamar la atención.

    Porque entre las cosas que detestaba del mundo, la enceguecedora luz que algunas personas despedían estaba en el primer lugar.

    ¿Cuál es el afán por demostrar una actitud opuesta a la natural del ser humano? Somos miserables desde que nacemos – se dijo, llenándose la boca con una gran cucharada de cereal con leche.

    Sobre la mesa del comedor estaba la edición del poemario de Neruda, y verlo le recordó el incidente del pasado lunes. Ya era casi una semana desde entonces, y para su tranquilidad no había vuelto a ver a aquella chica por los alrededores.

    Ni a ella ni al perro, que posiblemente le pertenecía. ¿A qué habría estado jugando? Para ser una colegiala no llevaba libros, ni tan siquiera un mísero cuaderno.

    Marina, ¿eh?

    Repasando su recuerdo había concluido que era un tanto agraciada, quizá más. El problema con ella era lo molesta que llegaba a ser, y eso –pensaba- le traería problemas por el resto de su vida. Seguro pertenecía al tipo de niñas que jamás había tenido que enfrentarse con la realidad y que por eso pensaba que el mundo podía estar en la palma de su mano.

    Una actitud diametralmente distinta a la de Paula. Ella, que era una mujer de metas claras y pies bien puestos sobre la tierra. Incluso sin darse cuenta podía cambiarle la vida a las personas, con ese proceder tan afable y refinado. Su voz dulce pero firme sonaba como un cántico en medio del silencio, y su sonrisa podía ser un regalo del cielo en días tan malos como ese en que Raúl la conoció.

    De no ser por ella, se habría perdido en un lugar aún más oscuro que donde se encontraba. Con fastidio solía reconocer que en su ubicación actual le restaba la suficiente conciencia para ver lo mucho que se deshumanizaba cada día.

    Incluso si con eso no podía desandar el camino.

    - Raúl, quiero que le lleves un regalito a Isabela. Acaba rápido con ese desayuno.

    - ¿La chica de arriba? – volvió en sí, dejando la cuchara dentro del tazón -. ¿Qué quieres que le lleve?

    Su abuela colocó sobre la mesa un pequeño pastel de chocolate, que lucía como recién salido del horno.

    - ¿Para qué quieres que le lleve un pastel? A las chicas no les gustan esas cosas, porque las engordan y todo eso.

    - A Isabelita sí le gustan – sonrió ella -, y además me dijo ayer que tendría visitas. Ya sabes que la pobre vive sola, así que se me hace un buen gesto el ayudarla un poco.

    - ¿Fomentando su inutilidad para cocinar?

    Se calló el resto del comentario, salvándose de recibir la recriminatoria de la mujer. Era dueña de un pensamiento simple, en que el mundo sería un lugar mejor si la gente se ayudara entre sí, aunque sea de forma tan extraña como la procuraba.

    Raúl terminó el desayuno y se cambió de ropa, para ir a dejar el pastel al piso de arriba.

    Vivía en un departamento del cuarto nivel, en el edificio sur. A los vecinos del departamento contiguo,

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