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La Noche Infinita
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Libro electrónico270 páginas4 horas

La Noche Infinita

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Información de este libro electrónico

Virgilio Gonzlez se encuentra, cuando los aos y la edad lo van apabullando, en una encrucijada de vida que de ninguna manera lo satisface.

Su pesadumbre frente a ella la recoge una noche en una taberna de la sexta avenida de la ciudad de Cali tomando cerveza, y all rumia sin muchas ilusiones las derrotas que ha sido esa vida. Un matrimonio fracasado, un hijo que deambula sin objetivos hacia el futuro, la sordidez de un pas carcomido por la corrupcin poltica y el narcotrfico, la investidura de un presidente que es cuestionado por su eleccin cuando se descubre que ha sido financiada por el cartel de Cali. En esa noche sin retorno encuentra dos prostitutas dentro de la taberna y se enamora de una de ellas.

En este contexto, el autor trata de mostrar en La noche infinita la soledad de un hombre que en ltima instancia no ha sido capaz de entender su presencia en la tierra.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento10 abr 2015
ISBN9781506500836
La Noche Infinita
Autor

Julián Calderón Rodríguez

Julián Calderón Rodríguez nació un 16 de enero del año 1951 en la ciudad de Bogotá, Colombia. Toda su vida laboral la desarrolló en aeropuertos del país como funcionario de operaciones áreas, pero su verdadera vocación ha sido la lectura y el desarrollo de obras escritas desde su más temprana juventud, como cuentos, poesía, ensayos, una biografía, notas de viaje, las cuales, por circunstancias que solo el albedrío conoce, no han sido publicadas, pero hoy tenemos la grata ocasión de presentar dos novelas de este autor a través de Palibrio. En la actualidad Julián Calderón reside en la ciudad de Cali y escribe una nueva novela.

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    La Noche Infinita - Julián Calderón Rodríguez

    Copyright © 2015 por Julián Calderón Rodríguez.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2015902979

    ISBN:   Tapa Dura                978-1-5065-0082-9

                 Tapa Blanda             978-1-5065-0084-3

                 Libro Electrónico   978-1-5065-0083-6

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Fecha de revisión: 10/04/2015

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Gratis desde EE. UU. al 877.407.5847

    Gratis desde México al 01.800.288.2243

    Gratis desde España al 900.866.949

    Desde otro país al +1.812.671.9757

    Fax: 01.812.355.1576

    707501

    Contents

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    I

    La sombra larga de su vida se estrelló contra el pensamiento monótono de Virgilio González estremeciéndole el cuerpo con un ligero reflujo de vivencias que se agotaban lejos, pero sin sentido. De pronto Virgilio sintió que su existencia era un error y pensó que no valía la pena ponerse a pensar en bestialidades. Sin embargo, caminó despacio por las aceras de la Avenida Sexta de la ciudad, con las manos dentro de los bolsillos del pantalón y la cabeza inclinada hacia el pecho, en una actitud de cavilosa reflexión, y de alguna forma se sintió vacío, como vaciado de todo ánimo y quizás de verdades.

    El hombre se acercaba, sin muchas ilusiones, a los cincuenta años, y durante toda su vida había sido un empleado de la burocracia oficial, cargado por todo lado de rutina y costumbre asfixiante. Sin ninguna pesadumbre se sentía un fracasado y pese a todo no se odiaba por eso. Simplemente acudía al alcohol para ahogar su existencia en los recovecos inciertos de las borracheras.

    La avenida se hacía más distante a los pasos de Virgilio cuando no se buscaba ningún sitio en especial. Caminaba a esa hora vespertina, sombría y misteriosa, de la seis de la tarde, frente a bares y tabernas que empezaban a reventar música salsa contra el transeúnte desprevenido, pero Virgilio no prestó atención. Algunos almacenes de confecciones y ropa de moda empezaban a cerrar las puertas de los locales y la vibración de la hora agitaba el ambiente de tráfico vehicular y de gente en busca de quimeras y sueños; gente que buscaba lugar en cualquier taberna para tomarse sin afán una cerveza fría. El hombre seguía desconectado del entorno, parecía que nada le importara y la caminata solo fuera una disculpa a sus propias contradicciones. Lentamente caminaba, nada le molestaba, solo los pensamientos que se atrincheraban sin tregua en la conciencia y los cuales de algún modo intentaba espantar con la indiferencia de aquello que ocurría a su alrededor. De pronto se detuvo en una esquina y se acercó a un kiosco de periódicos y revistas, pidió un cigarrillo y lo hizo prender del dependiente. Se alejó un poco del puesto, pero siguió en la esquina mientras daba grandes chupadas al cigarrillo aspirando el humo con alguna ansiedad. Las muchachas veraniegas de la seis de la tarde pasaban a su lado, sensuales, plenas de coquetería, lúdicas con el viento que soplaba desde los cerros occidentales, pero tampoco entonces les prestó atención. Virgilio era un hombre de estatura media, con una mirada de intensa inteligencia viva y penetrante; como rasgo principal a su físico, el pelo lacio, escaso a su edad y con una brumosa capa de canas apenas justa. En conjunto se trataba de un hombre agradable en lo físico, no obstante no despertaba simpatía a la primera observación en los demás, y menos en las mujeres, aunque esto era algo que no le preocupaba.

    La noche, como una fuerza inevitable y sin retorno se vino encima de la ciudad y Virgilio González suspiró. Arrojó la colilla de cigarrillo a un lado aunque no se decidió a seguir la marcha. Le pareció de pronto inútil todo. Un ahogo de desesperanza se apoderó de él y rumió con fatalidad el hecho de ser él, ese hombre lacerado por la soledad y la frustración.

    Esta soledad es aplastante, pensó, y su mirada se hundió con resignación en la noche, en esa noche de ciudad que todo lo absorbe con sus luces artificiales, con la algarabía de cientos de pitos y frenazos de carros, con el estigma de tantas personas que se estrellan contra la velocidad de los afanes cotidianos.

    La dinámica de los desencuentros, de aquella búsqueda incierta que no ubicaba por ningún lado, la pesadumbre que lo agotaba y lo lastimaba de algún modo en su corazón, lo hacía dudar de seguir la marcha o simplemente quedarse allí, en esa esquina de la Avenida Sexta, ya que no lo compelía a nada.

    El pensamiento encontró a su mujer de esa mañana, de esos días, y le causó malestar esa presencia, no obstante era ella el origen de todo su conflicto y de toda su amargura. La recordó y no sintió ningún sentimiento de amor hacia ella; le pareció tan distante y tan ajena a su existencia que más bien mostró rabia por haber aceptado desde todo tiempo que hubiera estado incrustada en su vida. Cierto, le había dado un hijo, es decir una prolongación de su justificación en la tierra, una vigencia del apellido, una razón para que no se hubiera pegado un tiro hacia rato, pero también recordó aquella frase de Sartre sobre los hijos y la iniquidad de tenerlos. Ese hijo de quince años le dolía por alguna causa que no ubicaba dentro la lógica. No sabía, nunca lo había sabido, qué esperaba de él. Veía cada día al hijo, Juan Camilo, de un modo tan ajeno que no encontraba en este ninguna ambición por un futuro que algún día sacudiera esa existencia como un temblor de tierra, o alguna catástrofe que nunca se adivina, y entonces enfrentar el mundo solo. Esa condición era arbitraria, reflexionó Virgilio, de manera maquinal, pidió otro cigarrillo y lo fue fumando como si el cigarrillo fuera algo fijado, inevitable a su cuerpo, como decir sus calcetines, o el calzoncillo, esa prenda interior tan íntima que se ciñe a las partes viriles del hombre; el cigarrillo en la boca metía el humo dentro, pero el pensamiento no lo asumía, como decir, ahora voy a fumar y aspirar el humo, ahora mi mano lo tomará de los labios, sentiré la placidez del humo dentro de mis entrañas, la química facilitará la divagación, nada más, solo eso; sin embargo, esa pequeña familia, su mujer, el hijo de los dos, allí, a esa hora, abandonado en medio de tanta confusión humana, le producían un amargo sinsabor. ¿En qué estaba?, ah, sí, la condición arbitraria de ver todo tan descolorido, el hijo a sí mismo, él, a su hijo, ¿quién tenía razón? Aplastó la colilla del cigarrillo con la suela del zapato sin darse cuenta.

    La mirada se perdió con una nostalgia herrumbrosa en ese hueco incierto de la memoria de tantos años atrás cuando todavía era un joven de acaso quince años, díscolo y rebelde, en esa Bogotá de los años sesenta, época plena de actividad contestataria contra todo un sistema capitalista y de consumo, y del cual Virgilio hizo parte en muchas de sus manifestaciones. Le produjo una piedad de mierda verse a sí mismo en esa época tan distante, libre y sin escrúpulos, y ahora, con esta edad de hombre que se agarra a los cincuenta como a una tabla de salvación y no quiere claudicar todavía, a pesar de tanta contradicción, de los sueños y las esperanzas. Esta edad absurda que lo mantiene amarrado al compromiso y a la sucia rutina. Trabajo-mujer-hijo-compromiso-rutina; otra vez, rutina-compromiso-hijo-mujer-trabajo. Y bueno, un día reventar y ser pasto de gusanos, es decir carne de gusanos, ambigüedades que no vienen al caso. Esa juventud suya de los años quiméricos, de Woodstock, de hierba, de sueños, de la calle sesenta, cigarrillos de marihuana que se fumaron plenamente, como ahora fuma el tercer o quizás el cuarto cigarrillo a esta hora de las ocho de la noche de su reloj que la muñeca izquierda acerca a los ojos, tiempo que pasa, inevitable, sin mirar nunca atrás, sin memoria. El hombre vive de la memoria, el tiempo no.

    Es cierto que fue un muchacho conflictivo, que nunca se llevó bien con los padres, ni con los hermanos, y sintió que siempre hubo una brecha de incomunicación entre ellos y él, y por tanto esa condición lo llevó a la calle en busca de la realidad que en casa no encontró por ningún lado; acaso un poco de comprensión y quizás una elementalidad de afecto y amor lo hubieran hecho un poco más ecuánime con la vida. No fue así; poco a poco tornó a ser un resentido social, un antisocial en muchos aspectos. Existió un divorcio entre él y sus padres, y Virgilio reflejó esa angustia en la aventura callejera. Bogotá no era aún el caos de pandemónium que es hoy, y las pandillas juveniles ni mucho menos tan violentas y asesinas; desde luego, la influencia del cine de películas como West Side Story llegada de Hollywood, o La edad de la violencia, desde México, encendía el ánimo beligerante de tantos muchachos de barriada, pero cuyas acciones contestatarias no llegaban más allá de eufóricas bravatas, navajas automáticas y cadenas para azotar al contrincante. Todavía Stanley Kubrick no había realizado la famosa Naranja Mecánica, la cual con su irónica irreverencia influiría en tanto espíritu rebelde contra una sociedad hipócrita. Más que todo, en ese sentido, La Naranja Mecánica despertaba una melancólica nostalgia en el espíritu de Virgilio y nunca olvidaría ese personaje peripatético y explosivo que domina toda la escena desde el principio hasta el fin, Alexander de Large, todo un camaleón de la vida, y es de allí, de la digestión de la película del año 1972 que empieza a querer sin reservas a Beethoven y su gloriosa Novena, elementos que le dieron carácter a su existencia, pese a que nunca ha sido un fiel del optimismo. Claro que Alexander de Large tampoco, y mucho menos Beethoven.

    Siempre ha sido Virgilio una persona introvertida, más bien desconfiada, pero cuando era joven, a la edad que tiene hoy su hijo, recorría las calles largas de Bogotá en grandes caminatas, en compañía de un único amigo, fumando marihuana, o se sentaba en alguna taberna barata a tomar cerveza, leía a Sartre, a Camus, a Nietzsche, a Dostoievski, pero ya empezaba a producirle tedio la vida. Le parecía una contradicción vivir la vida y al mismo tiempo justificarla. Sin embargo, a su hijo le importaba un carajo vivir. Cada día le parecía igual. No había en él afán por nada y a las preocupaciones les restaba importancia. ¡Su hijo! Lo asumía mentalmente y le dolía. Ahora estaría en la calle con amigos, sumergiendo el tiempo en la ignorancia de su existencia, olvidando que hay una madre en casa y un padre extraviado en una esquina de la Avenida Sexta; ese hijo, por Dios, fruto de la desidia y de la conjetura hecha azar, y que en algún momento, cuando todavía era niño, le justificó la vida y que hace tiempo dejó de entender. Era algo anexo, casi que necesario, ahora ese muchacho más que respuestas produce interrogantes, solo espera cada día, otra vez. Y yo soy su padre, qué angustia tan voluptuosa, pensó Virgilio, y la mueca de algo que era como una especie de sonrisa cayó en la amargura.

    La noche no podía estrujarlo tanto que lo hiciera detenerse eternamente en esa esquina y resolvió caminar de nuevo, tal vez lo mejor sería meterse en alguna taberna y tomarse una cerveza fría que aquietara tantos pensamientos lóbregos y perdidos en laberintos de angustia. Si al menos fuera una persona que llevara las cosas de un modo normal de seguro no sufriría la violencia del conflicto. Ese conflicto amargo y sin reversa que sostenía desde hace mucho con su esposa. Desde luego que Claudia también mordía el conflicto y lo apuraba en su vida cotidiana, pero ella se pegaba a los sentimientos pueriles y resolvía las cosas por inercia, en tanto Virgilio se veía a sí mismo perdido en una angustia que solo conducía a más conflictos. Virgilio se decía que no llevaba una vida normal, es decir una como la del vecino de uno de los apartamentos anexos al de él, o de uno de los tantos compañeros de trabajo, que tenían una familia igual que él, un empleo, relaciones sociales de familia, de amistades, deudas, facturas por pagar cada mes, ajetreos domésticos, y que se tomaban de vez en cuando unos buenos tragos en casa, en compañía de la familia, de amigos, escuchando música y echando chistes flojos y nada más. Sin embargo, él, Virgilio, aparte de tener mujer y un hijo, también un empleo, por lo demás carecía de toda otra normalidad social, y era alcohólico, y ser alcohólico o drogadicto o tener cualquier clase de vicio hace que esa persona deje de ser normal socialmente. Entonces el conflicto con Claudia era de índole patético. Claudia había dejado de amarlo desde mucho tiempo atrás, casi desde el mismo momento en que parió a Juan Camilo, y no lo lamentaba así tuviera que sufrirlo todavía.

    Decidió entrar a una taberna de las tantas que pululan por allí, desde la trece hasta más o menos la diez y ocho a lo largo de la Avenida Sexta, luego de haber caminado sin prisa desde la esquina donde estuvo detenido un tiempo largo y en la cual fumó varios cigarrillos y el pensamiento se hizo transición y terminó poseyéndolo como en un vacío inexorable. Después la noche lo apretó contra su dinámica de vida y lo impulsó hacia otro lado. Entró a las Brisas de la Sexta y lo sacudió de inmediato la música estrepitosa de la salsa, esa que explosiona sin rodeos en los fuegos irreverentes del sexo y la pasión. Un ligero viento corría por toda la avenida y el cielo se notaba despejado de nubes cargadas de lluvia. En la parte exterior del negocio, limitando con la acera, había varias mesas con sus respectivos asientos, adentro había más mesas, pero en pequeños cubículos cerrados, como para parejas, la luz era de penumbra y en el centro del espacio una pequeña pista de baile. Un mesero atento acudió a la mesa en que tomó asiento Virgilio. Virgilio pidió una cerveza. El mesero se alejó hacia el bar interior a encargar el pedido. El lugar no se encontraba congestionado y había muchas mesas desocupadas. Apenas era lunes y la rumba en estos lugares se presenta más que todo los fines de semana. Una que otra pareja ocupaban algunas de las mesas y bebían sobriamente. Eran encuentros casi furtivos, casi abocados a la premura de la cita rápida. No eran aún las nueve de la noche y el lugar se sentía un poco desolado. Tan desolado como se encontraba Virgilio González. El mesero sirvió la cerveza en un vaso de cristal, puso la cuenta del servicio en otro de plástico verde y preguntó si deseaba algo más, Virgilio lo miró y negó con la cabeza. El mesero se alejó. Bebió el primer trago de cerveza y se limpió con el dorso de la mano derecha un poco de espuma que quedó en los labios. Tomó un segundo sorbo más abundante y una placidez de ligera satisfacción se detuvo en el estómago. Pensó con un poco de remordimiento que esto, tomarse unas cervezas, sin la acechanza de los malos pensamientos era lo que debía haber hecho hacía rato. Agregó el resto del líquido que aún quedaba en la botella al vaso y lo consumió. El pensamiento se liberó de la mortaja de los sepulcros. Pidió otra cerveza. Una muchachita de no más de doce años ingresó al local, de rostro avispado, un poco rellenita de carnes aunque seguramente no bien alimentada, pequeña para la edad, ni bonita ni fea, apenas dibujada para los embates de los oficios de la noche, con una mirada inquisidora, de esas que siempre quieren interrogar o tal vez de escrutadora desconfianza, vestía un traje de tela pobremente confeccionado, plagado de flores marchitas. Unos incipientes senos se dejaban adivinar tras el vestido, redondeos de la naturaleza se fijaban ya en el pequeño cuerpo. Una salvaje tentación para tanto depredador nocturno. La muchacha llevaba en sus manos una caja de cartón donde ofrecía cajetillas de cigarrillo Marlboro, fósforos, chicles Adams de sabor a menta, tamaño pequeño y grande, bolsas de papa fritas y otras livianas chucherías. Virgilio la llamó a la mesa y le solicitó unos cigarrillos y una caja de fósforos. La muchacha con una de esas sonrisas que se da siempre al cliente entregó el pedido en la mano de Virgilio. A Virgilio le gustó la sonrisa de la muchacha y le pareció descubrir unos dientes bonitos en aquella boca. Virgilio también sonrió. Era su primera sonrisa de gusto que aparecía desde hacía muchas horas. Esculcó el bolsillo derecho de su pantalón y sacó un billete de cinco mil pesos. Lo entregó a la muchacha y mientras que ella buscaba el cambio Virgilio la observo con atención. Sin embargo no la vio físicamente que ya sabía como era sino que quiso escudriñar un poco más allá. ¿Más allá de qué?, se pudo haber preguntado, pero no lo hizo, y no obstante se imaginó a la muchacha parecida a la joven del cuento La Vendedora de Cerillas, y se le ocurrió pensar, eso sí lo pensó, que era ella fruto de una degradación social, de una sociedad que no tiene ningún respeto por los niños. La muchacha, así tal cual la veía Virgilio, no era más que un mamarracho pendido de los vaivenes de las circunstancias. A nadie le importaba esa niña de doce años a las nueve de la noche de un lunes vendiendo cigarrillos y chicles, y tampoco a ella le importaba que le importara a alguien, a no ser, quizás, para manosearla o mirarla con asquerosa lascivia.

    Tome su cambio señor, la voz de la niña hizo saltar la mirada que estaba fija en el rostro de ella a la pequeña mano con el cambio.

    Quédate con él, atinó solo a decir, pero no le gustó el gesto de dar una propina porque sabía que con ello no solucionaba nada. Ni la miseria de la niña, ni la redención moral de él.

    La muchacha sonrió de nuevo, con la sonrisa bonita que le gustó a Virgilio.

    Gracias señor, y se dio vuelta para seguir ofreciendo a los escasos clientes las bagatelas de la caja. Virgilio quiso detenerla un momento para hablar con ella, ofrecerle acaso una gaseosa, molestar con ello su sensibilidad, como para justificar algo, quizás su fracaso como hombre, como esposo, como padre, pero no lo hizo. En el mejor de los casos lo que podría ocurrir es que la muchacha no le hiciera caso y no pasaría nada, aunque si la llamara y ella se queda a su lado sabe que habrá hacia él miradas irónicas, burlonas, llenas de sarcasmo, porque en esas miradas existirá la sospecha de que en ese hombre allí sentado se esconde un viejo verde taimado en búsqueda pueril de niñas apenas invocadas por la naturaleza para dar inicio a sus ciclos menstruales. Virgilio desistió de llamarla y la vio alejarse. Fue más fuerte el prejuicio que el deseo verdadero de saber más de aquella pequeña existencia. La tercera cerveza ya se encontraba encima de la mesa, fumó un cigarrillo Marlboro; pensó un poco en la muchacha que cual mariposa que aletea alrededor de los candiles iba tras las mesas en búsqueda de posibles compradores de cigarrillos y la pensó, viéndola, como un error de Dios, o de la naturaleza, o de quién sabe qué diablos, pero ella de cualquier modo ignoraba que el hombre la estaba pensando y su corazón solo adivinaba que debía vender cajetilla tras cajetilla, y con ello, quizás, solucionar el hambre de su madre enferma, o mitigar la miseria de su existencia. La pensaba Virgilio, escuetamente ridícula en ese sitio, a esa hora, pervertida y desposeída de una identidad a la mirada de los potenciales compradores que no entenderían jamás su miseria. Acaso les rozaría la piel. Nada más. La pensaba y la sentía alejarse para siempre de su pensamiento y pensó que todo era estúpido porque una cerveza después ya no la tendría al alcance de su vista y la habría olvidado definitivamente. Sin embargo, la presencia de la niña se hallaba aún allí, cerca, y sintió nostalgia por algo que se incrustó en él y que no supo explicar, quizás se debía, quiso entender, a que de algún modo comparaba a esa niña con su hijo en la medida de que ambos eran hijos de la calle. Ella sin un techo que la cubriera, él con la facilidad de tener donde guarecerse y con unos padres más o menos definidos, pero evadido de ellos, y entregado sin muchos afanes al laberinto de la existencia, esa que se incuba en la calle, junto a amigos de barriada con los que consume sin tregua tiempo y cigarrillos de marihuana. La niña, que ahora pasaba de nuevo cerca a su mesa, era a los ojos de Virgilio más inocente que su hijo. Una inocencia salvaje, si se quiere, aunque más pura en el sentido literal de la palabra, a ese hijo que lo tenía todo y no tenía nada. ¿Quién sabe si la culpa solo era de él?, a lo mejor no le cabía ninguna responsabilidad en ella. Se vio a sí mismo, y pensó en la madre.

    Cómo le atormentaba el pensamiento al recordar a la madre del hijo, la mujer que un día le dijo que lo amaba y él por un instinto de animal se creyó poseído y la poseyó carnalmente y hubo cientos de tiempos en los que ladraron como perros mientras la estela del sexo dormitaba sin afanes en el lecho común. Se preguntó si la madre del hijo, la mujer con la cual había hecho el hijo, también tendría alguna semejanza con la niña de los cigarrillos, la niña de noche, que en ese momento llegaba otra vez a la mesa, ignorante o desapercibida de que ya había ofrecido sus chucherías a Virgilio, con una ingenua sonrisa abierta, sin temor, con la gracia que ofrece la simpleza, y Virgilio no la rechazó porque le gustaba, porque le hablaba ella, esa menuda figura, trampa de la vida, a su alma, y porque le hacía sentir una nostalgia extraviada en los confines de su historia o de su tiempo o de su conciencia y rápidamente le solicitó algún pequeño detalle de la mercancía.

    ¿Tienes chicles?

    Claro señor, ¿caja grande o pequeña?

    Pequeña, esa de dos pastillas.

    La niña con la sonrisa en los ojos, con la sonrisa en los labios, dirigió la humana mano derecha al cajón y tomó una caja pequeña de chicles que dirigió a la mano de Virgilio. Virgilio tomó con avidez la caja amarilla, pero detuvo un instante la mano de la niña en el movimiento, quedando atrapada en la de él. Fue un instante fugaz, tierna carne contra vituperio de carne cansada por tantos años de derrota. Dejó la caja encima de la mesa, y la mano testigo del contacto con la carne tierna buscó en el bolsillo una moneda. Encontró una de quinientos pesos y la depositó en la mano de la niña. Otra vez, explosión sideral de planetas eternos, la mano se refundió con la otra mano y por primera vez la niña sintió un rubor de prevención. Desde luego, no fue una prevención consciente, por decir más claro, que haya sido una prevención de adulto, en la que estuviera incluida toda esa basura de mezquindades por la cual

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