Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Barcelona y sus misterios. Tomo II
Barcelona y sus misterios. Tomo II
Barcelona y sus misterios. Tomo II
Libro electrónico573 páginas7 horas

Barcelona y sus misterios. Tomo II

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Continúa la obra maestra por excelencia del autor Antonio Altadill, una historia de venganzas y crímenes del pasado con ecos del mejor Dumas. Nuestro héroe, Diego Rocafort, ha sido encarcelado por un delito del que ha sido falsamente acusado. Sin embargo, un giro del destino le brindará la oportunidad de conseguir lo que más ansía: la venganza.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento10 sept 2021
ISBN9788726686302
Barcelona y sus misterios. Tomo II

Lee más de Antonio Altadill

Relacionado con Barcelona y sus misterios. Tomo II

Libros electrónicos relacionados

Clásicos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Barcelona y sus misterios. Tomo II

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Barcelona y sus misterios. Tomo II - Antonio Altadill

    Barcelona y sus misterios. Tomo II

    Copyright © 1860, 2021 SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726686302

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    CAPÍTULO PRIMERO

    El Presidio.

    Jba á dar la hora de las cuatro de una mañana de Marzo.

    Un silencio sepulcral reinaba en todas las dependencias del presidio de Barcelona.

    Todos dormían en aquel purgatorio del crimen ó de la desgracia, que como crimen aparece ésta muchas veces y tiene por lo mismo su purgatorio, con la sola tristísima diferencia de que así como del purgatorio van los espíritus al cielo, desde el presidio suelen caer las almas en el infierno más espantoso.

    Sólo los centinelas velaban en la puerta de entrada, y los cabos que se hallaban de guardia junto á las puertas de las cuadras.

    Dieron las cuatro.

    No bien acababa de sonar la última campanada, tres golpes secos de un sonido particular, que hubiera hecho estremecer los nervios de quien por primera vez los oyera, resonaron en los cuatro ángulos de una cuadra.

    La cuadra estaba rodeada de camas, y en cada cama dormía un presidario.

    Los golpes fueron dados por un cabo con una vara en la puerta de la cuadra.

    Como marcando tiempos, al primer golpe, todo el mundo abrió los ojos; al segundo, todos se incorporaron; al tercero, no había un solo presidario que no estuviese de pie en el suelo.

    ¡Ay del que se hubiese retardado un segundo siquiera!

    —¿A quién le toca quedarse hoy á la limpieza de la cuadra? preguntó uno de los cabos con voz áspera y un tono tan seco como el sonido de los golpes de la vara en la puerta.

    —A mí, respondió un presidario.

    —¿Quién más?

    —Y yo, dijo otro.

    —¡Quién más! ¡voto al diablo! ¿he de estar preguntando hasta mañana?

    —Yo también, y nadie más, respondió un tercero.

    —Quedaos, pues, los tres, concluyó con el mismo amabilísimo tono el cabo.

    Luego, dirigiéndose á los demás, gritó:

    —¡Firmes!

    Los presidarios, ni más ni menos que una compañía de soldados, quedaron formados en medio de la cuadra.

    Por escaso que parezca el tiempo que haya podido mediar desde aquellos tres golpes de la diana especial del presidio á las últimas palabras del cabo, fué suficiente para que cada presidario lo tuviese para levantar la cama al saltar de ella y antes de la formación.

    Cuando el cabo dijo firmes, todos los presidarios se quedaron cuadrados al pie de su cama respectiva.

    Los cabos echaron una visual, y no observando nada que corregir, ni que castigar, en las camas ni en las personas, cuyo número había de ser completo necesariamente, no viéndose en la cuadra una sola cama que no tuviera su presidario al pie, se pusieron en el sitio que á cada uno correspondía.

    El cabo de los golpes, como el más antiguo, gritó entonces:

    —¡Flanco derecho, á la deré....! ¡marchen!

    Y rompiendo la marcha, le siguieron los presidarios á dos de fondo, saliendo de la cuadra y bajando la escalera que conduce al patio del presidio.

    En las otras cuadras sucedió exactamente lo mismo y á la propia hora, y á las cuatro y media de la mañana salían todas las brigadas del presidio con las escobas y palas á barrer las calles de Barcelona.

    Dejemos á los presidarios que salen á esta tarea, y volvamos á la primera cuadra con los tres que hemos visto se han quedado á la limpieza de la misma.

    Apenas los otros que salieron llegaron al patio, exclamó uno de los tres:

    —¡Gracias al diablo, que hemos conseguido el quedarnos los tres un día!

    —¡Buenos diez reales y una camisa nueva me cuesta! exclamó otro en seguida; pero yo te aseguro que se los he de sacar de las entrañas tarde ó temprano á ese maldito cabo Martín, que no hace nada sino por el vil interés.

    —¿Y qué importa eso? de sobra tendrás luego reales y camisas.

    Estas palabras fueron pronunciadas por el tercero, que era el que ejercía más influencia entre los tres.

    El papel que va á desempeñar este hombre en el curso de nuestra historia, hace que nos detengamos á describirle al lector antes que pasemos más adelante.

    Tenía como unos treinta y seis años. Era bajo de cuerpo y algo lleno de carnes. Las mejillas un poco abultadas, los ojos pequeños y penetrantes, los labios delgados y constantemente unidos, y la barba corta y un tanto saliente, daban á su fisonomía una expresión mezclada de astucia y de dureza de carácter.

    Si un frenólogo hubiese examinado aquel cráneo, habría encontrado en él, pasmosamente desarrollados, los que la ciencia llama órganos de la amatividad, de la destructividad y de la adquisividad, y que nosotros llamaremos sencillamente de la lujuria, del robo y del asesinato.

    Se hallaba en presidio principalmente por ladrón.

    El oficio que su padre le había dado era el de carpintero; pero el hijo, menos bueno, y con muy distinto modo de ver que el padre, juzgó que aquel oficio no había de ser bastante á satisfacer todas sus necesidades, y en breve tomó otro por sí y ante sí, en el cual pasó con asombrosa rapidez de aprendiz inexperto á maestro consumado.

    No tardó, por consiguiente, mucho tiempo en recibir el titulo y la investidura de la profesión, habiéndole expedido el primero la Audiencia, y puesto la segunda el presidio de Barcelona.

    En eso de los presidios sucede una cosa muy particular.

    Recogido en ellos el criminal, cree la sociedad que nada falta ya que hacer, castigado el hombre con la pérdida de la libertad y la infamante nota de presidario por el delito que haya cometido.

    Así, al ladrón, por ejemplo, se le atan los pies y las manos para que durante más ó menos tiempo, y en castigo de lo mal que los empleó en perjuicio de la sociedad, no pueda servirse de ellos; y concluído el plazo en que se cree que aquel hombre ha estado lo bastante sin robar para perder la costumbre, se le suelta con el sello del infame en la frente, y sin norte y sin guía que le conduzca por el camino de la virtud y la honradez.

    Y como este norte no puede estar sino en la mente del presidario, ilustrada por la educación, y ésta es la que menos importa en los presidios, de aquí que el ladrón lo sea asimismo después de sufrida la condena, y aun al tiempo de la misma, por cuanto, abandonado el corazón á sus instintos y pasiones, crecen éstas en lugar de debilitarse en el aislamiento y el encierro.

    Roberto, pues que este era el nombre del personaje que nos ocupa, lo que hacía en el presidio era aguzar y trabajar su ingenio, para que éste le sugiriese medios de suplir la falta de libertad que le privaba de dar rienda suelta á sus inclinaciones.

    Con sus dos compañeros quedó, como antes hemos dicho, en la cuadra.

    —No hay que perder tiempo, añadió á las últimas palabras que antes le hemos oído; venga la forma y la disposición de la casa.

    —La casa está en la plaza de la Constitución de Gracia.

    —¿Hacia qué parte? preguntó Roberto.

    La de la esquina misma de la derecha, conforme se baja por la calle que conduce á la Riera den Malla, respondió el presidario que parecía tener los datos que se deseaban.

    —Ya la conozco, dijo Roberto; la casa tiene también jardín...

    —Sí, como todas las de aquella parte de la población.

    —Por el jardín, pues, ha de ser la entrada.

    —Habrá un inconveniente, observó el presidario.

    —¿Cuál?

    —El de que se encuentra allí mismo precisamente el punto de los guardas de consumos.

    —Ya había yo previsto eso, y no le hace.

    —Explícate.

    —Preparados para saltar la tapia del jardín, pasará por la Riera un carro con pipas vacías, ó cualquiera otra cosa de volumen, dirigiéndose á la población. Los guardas irán á examinar el carro, que se detendrá á la distancia conveniente; el conductor arma con ellos una ligera disputa para distraerlos, y mientras tanto, se arrojan los ganchos á la tapia y se salta con la mayor facilidad.

    El plan de Roberto dejó completamente satisfechos á sus compañeros.

    —¡Bravo! dijo uno de ellos, ¡tienes un ingenio admirable!

    El otro observó después:

    —¿Pero y la salida?

    —Vaya una dificultad, respondió Roberto, solventándola con la mayor sencillez: la salida se efectúa luego por la puerta misma de la calle.

    —Bien está, dijo convencido el presidario.

    El otro observó entonces:

    —Y para ese negocio se necesitarán lo menos tres ó cuatro personas...

    —Con dos sobra, respondió Roberto con admirable seguridad.

    Y volviendo la cabeza al que le había dado las primeras noticias, le preguntó:

    —¿Qué gente hay en la casa?

    —El señor, la señora y la criada.

    —Sobra con dos si fuera yo uno de ellos, observó Roberto entonces; ahora pueden ir tres. Estos pueden ser el Tuerto, el Zurdo y Tomás.

    —Son los de mayor confianza.

    —Efectivamente, incapaces de guardarse un maravedí, sin manifestarlo.

    —¿Y cuándo será el golpe?

    —Hoy se les avisa y se les dan las instrucciones, y entre hoy, mañana y pasado tienen tiempo de sobra para prepararse.

    —De suerte que pasado mañana...

    —Por la noche, concluyó Roberto resueltamente y con el tono de un jefe que acaba de dar una orden.

    El lector que no tenga noticia de lo que sucede dentro de las cárceles y presidios, extrañará sin duda, comprendiendo que lo que tratan Roberto y sus compañeros es nada menos que un robo; el lector extrañará, repetimos, que esto se concierte así con esa frescura y esa seguridad en el modo y forma de llevarlo á cabo, dentro del presidio, y por hombres que no pueden tomar una parte material en el asunto; pero ya antes hemos dicho que precisamente la cárcel y el presidio son los sitios en donde más se desarrollan semejantes instintos; y como en el arte de robar, es lo principal el plan que ha de preceder al acto, de aquí que los ladrones de fuera, no sólo tengan muy en cuenta las observaciones de los que están en el presidio, sino que á menudo se sujeten estrictamente á los planes que éstos meditan y resuelven con toda la calma que les permite su posición.

    La experiencia les ha probado esto claramente en los resultados que han dado planes diabólicos fraguados dentro del mismo calabozo por hombres que sólo con la mente podían encontrarse en el lugar del suceso.

    Además, entre los ladrones, existen también categorías hijas de los años, de los servicios que se han prestado ó del ingenio que muestra cada uno.

    Inútil es decir, después de lo que hemos visto, que Roberto no era el último oficial de su gremio.

    La orden de éste con las instrucciones que hemos referido, se comunicó aquel mismo día á los tres muchachos.

    Los medios de que en el actual sistema de cárceles y presidios pueden echar mano los penados para entenderse con los de fuera, son tantos, que maldito lo que para esto sienten la falta de libertad.

    Un presidario comunica de una manera ó de otra con la persona que le conviene de fuera del presidio.

    Para Roberto, el medio constante de comunicación era la tía Colasa.

    La tía Colasa era la dueña de una especie de figón, situado allá en una apartada calle de los arrabales de la ciudad, y su casa era el punto de reunión, el centro verdadero de los rateros y ladrones de Barcelona. La tía Colasa recibía la mayor parte de los días noticias de Roberto, cuyas instrucciones tomaba en persona, cuando á verle iba ella misma, ó por medio de un tercero de toda confianza, cuando la cautela y la prudencia aconsejaban que no se dejara ver en semanas por el presidio.

    El día en que el plan antedicho se dejó concertado, fué la dueña del figón á ver á Roberto.

    No podía haber ido en mejor ocasión, pues la importancia del asunto necesitaba de toda la inteligencia de la mediadora para que el plan fuese debidamente comprendido y comunicado á los que debían ejecutarlo.

    —¿Con que está V. bien enterada? preguntó Roberto á la tía Colasa, después de explicado su pensamiento.

    —Perfectamente, respondió ella. Ahora sólo falta, continuó, que los resultados sean como se espera...

    —¡Es buena casa!...

    —¿Con que diera lo que el asunto de la calle de la Platería?... dijo la mujer mirando á Roberto.

    —¡Cómo! exclamó éste, ¡ya está listo aquello!...

    —Esta noche pasada.

    —¿Y dice V. que ha dado buenos resultados?...

    —Buenos, para lo que se acostumbra...

    A estas palabras Roberto abrió los ojos de tal manera, que parecía iban á saltarle de las órbitas.

    La tía Colasa, sin aguardar á que él le preguntase, continuó diciendo:

    —Valor de veinte mil reales lo menos en alhajas tengo en mi poder.

    —¡Bien! dijo Roberto dominando su emoción y procurando dar á su fisonomía toda la expresión de indiferencia que tenía siempre que de negocios trataba con las personas que iban á verle, y con las cuales no podía hablar sino á la vista de cien testigos, como sucede siempre en los presidios.

    —Ahora, continuó la tía Colasa, habremos de esperar unos días para pulirlo todo, pues la casa que lo toma está sin fondos; y aunque son gente muy honrada y de quien se puede fiar, no digo eso, sino mucho mayor valor, he preferido guardarlo hasta que estén en disposición de pagarlo al contado.

    —Bien hecho.

    —¿Con que no se ofrece otra cosa? preguntó la mujer disponiéndose á salir.

    —Nada más por hoy, tía Colasa.

    —Ea, pues, hasta la vista.

    —Adiós, y que no se olvide ni un punto de cuanto á V. he dicho, observó Roberto.

    —Descuida.

    La tía Colasa salió, quedándose Roberto con el gozo natural, después de sabido el buen resultado de otro de sus planes.

    Sus dos compañeros, que al ver á la dueña del figón se separaron para dejar el campo libre á la conferencia, juntáronse otra vez á Roberto así que aquélla hubo salido.

    —¿Qué tal? le preguntó uno.

    —Buenas noticias.

    —Veamos.

    —¿Y no diréis de qué?

    Los dos presidarios se dispusieron á escuchar con mayor atención á Roberto.

    —De la calle de la Platería, dijo éste.

    —¡Cómo! exclamó uno con la misma admiración que manifestó Roberto al oir la noticia de boca de la tía Colasa.

    —¡Tan presto! dijo el otro.

    —Tan presto; ahí veréis, prosiguió Roberto.

    —¡Pero si ayer por la mañana se fraguó aquí!...

    —Sí.

    —Y en tan corto tiempo...

    —Hubo ocasión esta noche pasada, y se aprovechó.

    —Bien marchamos, y... ¿cuánto?... ¿cuánto?...

    —¡Sobre veinte mil reales!...

    —¿Dinero?

    —No, alhajas solamente.

    —Para el caso es igual.

    —¡Pero diablo! que va pasando la hora, y no hemos hecho nada todavía, observó Roberto, y es preciso que no vean luego que hemos pasado el tiempo charlando.

    —¡Es verdad, no conviene!

    Y tomando los tres la escoba empezaron con gran actividad, para ganar el tiempo perdido, la limpieza de la cuadra.

    __________

    CAPÍTULO II

    La yerba que corta el hierro.

    Don el solo objeto de no dejar al lector con el deseo de conocer todos los hechos que forman nuestra historia, referiremos sucintamente el que ha indicado la tía Colasa en el capítulo anterior, acerca de la casa de la Platería.

    Y decimos que vamos á referirlo sucintamente, por cuanto siendo en sí un hecho de poca importancia, comparado con los que más adelante veremos, no lo notaríamos siquiera, si no fuese por la circunstancia de que más tarde influyó notablemente en la suerte de Roberto.

    En dos palabras está dicho.

    A una tienda de platería, de la calle que lleva este nombre, había echado el ojo Roberto días antes de ser encarcelado, para dar lo que la gente de su calaña llaman un buen golpe.

    Ni en la cárcel primero, ni luego después en el presidio, había abandonado su idea, y una vez madurado el plan, lo comunicó por medio de la tía Colasa á los chicos, que fuera de la cárcel ejecutaban y ponían en práctica sus planes; y éstos, introduciéndose una noche por la misma puerta de la calle, la cual abrieron con llaves falsas y ganzúas, despojaron al dueño de la tienda de varias alhajas, que fueron á parar inmediatamente á manos de la dueña del figón.

    En este y algún otro negocio la suerte había sido propicia á Roberto aquellos días.

    Cuando la tía Colasa le dejó, estaba él lo que se dice un hombre satisfecho.

    Pero su satisfacción duró breves momentos.

    Cuando más embebido estaba saboreando en su mente el buen resultado de sus planes, le llama el capataz para darle la nueva peor que pudiera recibir.

    Era la orden de marchar á la mañana del siguiente dia al presidio de Tarragona.

    No hay para qué decir cómo recibiria Roberto esta orden terrible é inesperada.

    La estancia en el presidio de Barcelona era tolerable aún, teniendo las relaciones que él tenía en la ciudad, y no habiendo en la capital duros trabajos en que emplear á los penados; pero el presidio de Tarragona era muy distinto.

    En primer lugar, Roberto carecía allí de relaciones; luego, aunque las hubiera tenido, como población sumamente inferior á Barcelona, prestaba poco ó nada á su ingenio, que iba á carecer de campo donde poder desplegarse con el provecho que lo hacía en la capital del Principado, y sobre todo esto estaba el trabajo penosísimo del muelle, que lo llenaban en su parte más dura los presidarios.

    Roberto no podía resignarse á un tan desventajoso cambio de posición, y no se resignó.

    Al recibir la orden por medio del capataz, se guardó, no obstante, de dejar entrever otra idea ni otro pensamiento que el natural que dicha orden en su ánimo había producido.

    —¿Con que mañana mismo? preguntó Roberto al capataz.

    —Sí, respondió éste secamente.

    —Quisiera pedir á V. un favor.

    —Según lo que sea.

    —Muy sencillo y puede V. hacerlo.

    —Habla.

    —Puesto que mañana he de partir, agradecería se me permitiese enviar á uno de los mandaderos con cuatro letras á una casa para recoger un poco de ropa interior que allí tengo.

    —Mándalo cuando quieras.

    El capataz salió, y Roberto escribió al momento estas cuatro letras, que el mandadero llevó al figón de la tía Colasa:

    «Mañana me llevan á Tarragona. Venga V. á traerme al instante las dos camisas y el par de medias que tiene mías.

    Roberto.»

    La tía Colasa, al recibir la carta, no pudo contener un movimiento de sorpresa.

    Era la vez primera que Roberto la escribía, y la circunstancia de enviarle la carta por un mozo del presidio, que no se le presentaba con ningún otro carácter, la asustó de veras.

    El papel iba abierto, y sin embargo de esto, la tía Colasa no lo leyó delante del mozo.

    Aunque contaba siempre con la cautela y la discreción de Roberto, estas circunstancias las tenía ella en tan alto grado, que no olvidaba nunca la menor de las precauciones.

    Tomó, pues, el papel, y después de convidar al mozo á un vaso de vino, aguardó que éste saliera para leerlo.

    Concluída la breve lectura, la cara de la tía Colasa tomó una expresión particular.

    Roberto iba á partir á Tarragona, y ella tenía más de veinte mil reales en alhajas pertenecientes á aquél en su mayor parte, pues procedían del robo de la calle de la Platería; y la idea de que el alejamiento de Roberto podía tal vez hacerla dueña exclusiva del tesoro, cruzó rápida por su mente, haciendo saltar de alegría su corazón.

    Pero de repente otra idea vino á contrariar la primera en la cabeza de la tía Colasa.

    Roberto no estaba solo en Barcelona, dejaba en la capital terribles compañeros, que podrían hacerla pagar cara esta traición, y por otra parte, según probaban los negocios aquellos días, no era cosa de exponerse, además del castigo material, á perder por tan escasa cantidad la confianza de la gente y el porvenir que aquello iba presentando.

    Así, la tía Colasa determinó en seguida ir á ver á Roberto al presidio.

    Pocos momentos después, la dueña del figón salía con un pañuelo atado de las cuatro puntas, en donde llevaba las prendas de ropa indicadas por Roberto.

    Éste, al verla, la hizo una seña particular y sólo perceptible para ella, dándola á entender que necesitaba de toda su atención y diligencia en aquellos momentos.

    La tía Colasa, comprendiendo, no á media palabra, sino á media seña, se apresuró á darle todas las seguridades, saludando en alta voz con estas palabras, cuyo doble sentido no era comprensible sino para Roberto entre los demás presidarios que allí había.

    —A fe que bien puedes agradecerme esta visita: no podía venir ciertamente, porque tengo la casa poco menos que sola; pero he visto lo que me decías, y, amigo, cuando conviene, ya sabes que yo hago por ti imposibles.

    —Yo agradezco como siempre su buena voluntad, señora Colasa, y cuento con ella, principalmente en esta ocasión, respondió Roberto, acompañando sus palabras últimas con una mirada furtiva y llena de la mayor intención.

    —Puedes contar con ella en todo y para todo, añadió la tía Colasa, respondiendo con otra mirada á Roberto.

    —¿Con que trae V. ahí la camisa? le preguntó éste acercándose á ella.

    —Si, respondió la mujer, presentándole el pañuelo.

    Y adelantando con toda la naturalidad del mundo la cabeza un poco inclinada, como para sacar lo que en el pañuelo había la acercó hasta rozar con ella el pecho del presidario.

    Esta acción, que no duró sino un brevísimo instante, bastó á Roberto.

    ¡ Yerba! la dijo en voz muy baja, ¡y pronto!

    Inmediatamente después de estas palabras, la tía Colasa se separó, con lo cual dió á entender á Roberto que las había comprendido

    —Ea, toma el pañuelo y no desesperes... ¡qué diablos! el camino de Tarragona no es el de la horca.

    —Poco menos, tía Colasa, dijo Roberto; y si he de ser á V. franco, no sé por qué siento un disgusto que no había sentido jamás.

    —Sí, ya lo creo... y te se conoce en la cara, porque estás algo amarillo. ¿Habéis comido ya el rancho?

    —Yo no.

    —¿Pues?

    —No tengo gana de comer.

    —Deja, pues, que me vaya, y en cuanto llegue á casa te mandaré aunque no sea sino una morcilla para que almuerces.

    —Gracias, señora Colasa.

    —¡Qué gracias ni qué ocho cuartos! ¡pues no faltaba otra cosa! ¿Te se ofrece algo más?

    —Nada más que repetirle á V. gracias anticipadas por todo, respondió Roberto.

    —Voyme, pues. ¡Ah! ¿y cuándo es la marcha? preguntó la tía Colasa deteniéndose.

    —Mañana á primera hora.

    —¡Tan de repente!

    —Sí.

    —Será difícil entonces que pueda yo volver por acá, observó la dueña del figón.

    —Como V. conozca y pueda.

    —En fin, veremos; pero sobre todo que escribas en llegando.

    —Al momento que llegue lo haré.

    —Vaya, pues, Roberto, adiós; y si no puedo yo volver hoy, ánimo, y buen viaje.

    —Adiós, señora Colasa.

    Y la mujer salió del presidio, dejando á Roberto, que tomó el pañuelo y se quedó afectando el mismo sentimiento que había manifestado al principio.

    La señora Colasa bajó rápidamente la calle más Alta de San Pedro, y se dirigió, no á los arrabales de la ciudad, que era donde dijimos tenía su casa, sino á la otra parte de la Rambla.

    Metióse en una de las tiendas de quincalla de la calle de Fernando, y á poco de haber entrado, estaba ya escogiendo sobre el mostrador tres ó cuatro de las más finas sierras de relojero, que había pedido.

    Escogió, pagó las que se llevaba y se encaminó á su casa directamente.

    Momentos después salía del figón una especie de sucia criada, con una pequeña cesta, llevando en ella una taza con dos pedazos de morcilla, un panecillo y un porrón de vino.

    La criada se encaminó al presidio.

    No necesitamos decir que aquello era el almuerzo para Roberto.

    Al llegar á la puerta, el cabo de presidarios que estaba de guardia le preguntó:

    —¿Qué traes ahí?

    —Véalo V.

    La criada presentó la cesta al cabo.

    Éste la tomó, empezando á examinarla.

    Prevención necia, y sobre todo inútil, desde el momento en que no está prohibido á los presidarios el comunicarse á ciertas horas y en ciertos días con las personas que van á verles al presidio, y las cuales tienen toda la ocasión de llevar consigo cualquier objeto, que puede entrar comodísimamente al presidario.

    A pesar de todo esto, el cabo siguió con todo escrúpulo y formalidad la inspección de la cesta.

    Cogió lo primero el panecillo, partiólo en dos pedazos y lo volvió á poner en la cesta.

    Luego tomó la taza, tanteó los pedazos de morcille que contenía, y que no tenían más de media cuarta cada uno, y sin otro examen, los dejó volviendo la cesta á la criada y diciéndole:

    —Pasa.

    La criada volvió á tomar la cesta, y dirigiéndose á la escalera, se internó en el presidio.

    Roberto, al verla entrar en la cuadra, la conoció, y se adelantó á recibirla.

    Tomó la cesta de manos de la criada y se sentó, dejándola sobre su cama.

    La criada salió.

    Lo primero que hizo Roberto fué partir uno de los dos pedazos del panecillo.

    El pan quedó en dos mitades, sin que él advirtiese nada.

    Echó á los otros pedazos una mirada escudriñadora, que penetró hasta los poros del pan, y partiéndolo también, lo dejó en la cesta exclamando:

    —¡No está en el pan!

    En seguida tomó un pedazo de morcilla, clavó en el los dientes, y en su rostro se dibujó una expresión de desaliento, al paso que su corazón exclamaba:

    —!Tampoco!...

    Tomó el otro pedazo de morcilla, mordió como en el primero, y sus dientes tropezaron con un objeto metálico.

    Roberto echó una mirada á su alrededor.

    Algunos presidarios que en la cuadra había, no se ocupaban de él.

    Partió la morcilla y sacó de entre la carne dos finísimas sierras de bien templado acero, las mismas que la señora Colasa había comprado momentos antes en la tienda de la calle de Fernando.

    Las sierras salieron de la morcilla, para ser escondidas inmediatamente en la cabeza y entre el pelo de Roberto.

    Un cabo se le acercó en aquel instante.

    Roberto, sin mirarle, y con la vista al suelo, echó un bocado al pan y á la morcilla, poniéndose á mascar con esa calma del que tiene falta de apetito.

    —Poca gana parece que tenemos, dijo el cabo observándole.

    —Efectivamente, respondió Roberto, dejando el pan y la morcilla y tirando el bocado.

    —¿Pues?

    —¿Qué sé yo?... Tengo una especie de escalofríos y un dolor en la cabeza que, mejor que comer, me echaría en la cama ahora mismo.

    —¡Maulas!

    —No tal.

    —Con escalofríos ó sin ellos, mañana partirás, observó el cabo.

    —Ya sé que de todos modos tengo que partir, y por lo mismo que lo sé, fuera una tontería querer oponer excusas que detuviesen la marcha tres ó cuatro días.

    —Entonces...

    —Es que me siento malo de veras.

    —Échate, pues, en la cama.

    —Voy á pedírselo al capataz.

    —Échate, que yo se lo diré luego.

    —Gracias, pues.

    Y Roberto quitó la cesta, tendió la cama y se echó, tapándose con la manta y quedándose acurrucado sobre el jergón.

    Apenas se echó la manta encima, que le cubría gran parte de la cara, dejándole empero libre uno de los ojos, llevó la mano á la cabeza, y sacó una de las sierras que en el pelo poco antes había enredado.

    Entonces encogió cuanto pudo la pierna derecha, y aplicando la finísima sierra al hierro del grillete, empezó la dificil operación de serrarlo.

    Su movimiento era, siendo la sierra tan pequeña, imperceptible sobre la manta; el ruido, ninguno absolutamente, y una vez logrado el poderse echar en la cama, podía seguir sin riesgo la operación.

    ¿Pero cuántas horas había de durar ésta, hasta conseguir el objeto?

    El diámetro del grillete, en su parte más delgada, era mayor al de dos reales, y la hoja de la sierra harto fina para llevar á cabo semejante empresa en corto tiempo.

    Sin embargo, la sierra, de puro acero perfectamente templado, no se gastaría con facilidad en el roce contra el hierro del grillete, y cada movimiento era medio punto, por ejemplo, que sin remisión se adelantaba.

    Toda la dificultad consistía en dar á la operación el movimiento uniforme y constante que requería.

    Esta era cuestión de manos, de tino y seguridad en los dedos, y Roberto sabía, como vulgarmente se dice, dónde tenía su mano derecha.

    —Son las once de la mañana, se decía para sí; de once á las cinco de la madrugada van dieciocho horas; si me dejan en la cama todo el día de hoy, en dieciocho horas sierro el grillete.

    Y esto diciendo, y creyéndolo con esa fe profundísima que tiene el hombre, hija de la propia situación en los lances criticos de la vida, continuó la operación sin pararse.

    Dos horas pasó, y por cierto bien aprovechadas, sin que nadie le interrumpiera, y algunas más hubiera pasado en su tarea, sin un incidente que debiera haber previsto antes de echar la cuenta sin la huéspeda, como suele decirse, ó sin el despacho de papeles, como diremos mejor en nuestro caso.

    Dió la una, y un cabo que se presentó á la puerta de la cuadra, gritó, acompañando la voz con un golpe seco de vara en la madera.

    —¡Roberto!

    —¡Presente! respondió éste sin interrumpirse en la operación y mirando al cabo.

    —¡Pues me gusta! dijo el cabo con una sonrisa infernal al observar que el otro le contestaba desde la cama.

    Y se acercó á Roberto con la vara levantada.

    Este, como es consiguiente, no le dejó llegar sin prevenir el golpe.

    Antes que aquél pudiera alcanzarle, exclamó:

    —¡Estoy con permiso! ¡deténgase V.!

    —Eso es otra cosa, dijo el cabo bajando la vara con cierto sentimiento.

    —Me sentía malo, y como me llevan á Tarragona...

    —Te metiste en la cama para ver si retardabas la marcha algunos días...

    Roberto no contestó.

    Llevó la mano á la cabeza, y haciendo la acción de rascarse, escondió otra vez la sierra entre el pelo.

    El cabo continuó:

    —¿Con que te llevan á Tarragona? bien usas la palabra llevan, porque si llega eso á ser úna maula tuya, difícil veo el que puedas ir por tu pie después de la paliza que vas á llevar.

    —¡Fuera una crueldad!

    —¡Ea, levántate presto, que en la Mayoría te llaman para el despacho de papeles!

    Roberto se levantó, diciendo en su interior con sentimiento:

    —¡Lo menos una hora perdida!

    Le engañaba, sin embargo, su juicio y su misma voluntad.

    Aquel espacio de tiempo que su ansiedad le hacía llamar perdido, lo necesitaban ya para reponerse sus miembros adormecidos con dos horas mortales de tan violenta posición.

    Y en tanto era esto así, que al incorporarse y poner los pies en el suelo, apenas podía ocultar el trabajo que le costaba mover los brazos y las piernas.

    El cabo le condujo á la Mayoría, donde se le tomó de nuevo la filiación y se cumplió con los demás requisitos necesarios, pasando allí cerca de una hora.

    Al salir de la Mayoría se encontró con su capataz, que le dijo:

    —¿Con que ya estamos despachados?

    —Ya, sí, señor; pero como me zarandeen mucho por ahí llevándome de acá para allá durante el día de hoy, fácil será que no pueda salir mañana.

    —¿Te sientes malo?

    —Un poco. Tengo como un peso sobre los ojos que no haría sino estarme echado.

    —Eso no será nada.

    —Si V. hiciera de modo que me dejasen descansar en la cama...

    —Eso no está en mí; porque como tienes que marchar mañana, pueden venir órdenes superiores para ti expresamente.

    —Sin embargo, si V. quisiera...

    —¡Yo! ¿pero no te digo lo que puede haber?

    —Si, replicó Roberto; pero en cuanto á la mecánica de la casa...

    —¡Ah! bien, en cuanto á eso, yo haré que hoy no te se mande nada.

    El lector extrañará tal vez esa especie de dulzura y buenos modos que usaba el capataz con Roberto, tan diferentes del tono áspero y duro de los cabos que antes hemos oído.

    El capataz, sin embargo, no era ni más dulce ni menos amargo que aquéllos.

    En el presidio, el tratamiento es igual, como lo es el carácter de los que mandan en él, hijo del sistema que se sigue en tales establecimientos.

    Pero en esto, como en todo, hay excepciones, y en ninguna parte como en el presidio se puede dulcificar el carácter de ciertos hombres por medio de las dádivas.

    Roberto, que no era nada torpe, conocía esto, y como tenía ingenio de sobra por otra parte para hacerse con medios de ser generoso, solía ganarse de vez en cuando la consideración del capataz.

    He aquí la explicación de la dulce conducta de este funcionario.

    Roberto se dirigió, pues, de nuevo á su cama, y tapándose y poniéndose como antes estaba, volvió inmediatamente á la operación interrumpida.

    Dieron las cinco de la tarde, hora de comer el rancho en el presidio.

    Aprovechando el corto espacio que se da á los penados en aquella hora, fueron á verle los dos compañero que el lector recordará se quedaron con él á la limpieza de la cuadra, en el capítulo anterior.

    —¿Con que te perdemos? dijole uno de ellos acercándose á la cama.

    —Así parece.

    —¡Qué diablo! añadió el presidario que había hablado, no tardaremos en vernos por allá.

    —En peor ocasión no podía venir el traslado, observó el otro de los recién llegados, conocido con el nombre de Ceniciento.

    Damos al lector los nombres de los dos presidarios para no confundirnos en lo que vamos refiriendo, y para que les conozcamos á primera vista cuando vuelvan á presentarse en el curso de los sucesos que vamos narrando.

    El otro presidario se llamaba Pablo.

    —Oye, Ceniciento, dijo Roberto.

    —Habla.

    —¿Sabes quién tiene esa cama de mi derecha?

    —El borracho ese que entró el mes pasado, respondió el Ceniciento.

    —Es necesario que cambies con él esta noche, añadió Roberto.

    —¿Pues?

    —Ya te diré luego el porqué.

    —Cuidado con ello, observó en seguida el Ceniciento, porque sabes que hemos hecho eso mismo ya otra vez, y á mí me duelen todavía las costillas de los varazos del cabo.

    —¡Qué diablo! ¿quién se acuerda de aquello ahora?

    —¿Quién se acuerda? el que conserva aún como yo los cardenales en las espaldas.

    —¿Tienes dinero? preguntó Roberto sin hacer caso de las últimas palabras del Ceniciento.

    —No.

    —Toma, pues.

    Y Roberto, sacando un napoleón del bolsillo, se lo entregó al Ceniciento.

    —Por un napoleón, continuó, cualquiera cambia de cama una noche.

    —Entiendo, concluyó el Ceniciento; se hará.

    —¡Pablo!

    Éste se acercó más á la cabecera de Roberto.

    —Toma tú otro napoleón, y procura venirte esta noche á esa otra cama de la izquierda.

    Pablo tomó el napoleón, diciendo al mismo tiempo:

    —Está bien; pero no comprendo una palabra.

    —Ya lo comprenderás luego, dijo Roberto.

    Y volvió á meter el brazo dentro de la manta.

    Encogió otra vez la pierna y siguió su operación.

    Pablo y el Ceniciento le contemplaron un momento, y éste le dijo:

    —Pero, ¿qué diablos haces ahí tan encogido? porque lo que es enfermo, aunque lo has dicho, no lo estás.

    Roberto se sonrió diciendo:

    —Hago lo que tú y ese tendréis que hacer esta noche cuando yo me canse y no pueda continuar.

    —¿Yerba?... preguntó Pablo en tono muy bajo.

    —Pues claro está, respondió Roberto.

    —Ahora lo comprendo.

    —Dejadme ya.

    —Hasta luego.

    —Hasta luego.

    Pablo y el Ceniciento se separaron.

    Roberto prosigió su operación.

    Hora es ya de que justifiquemos el título de este capítulo, explicando lo que es eso de la yerba que corta el hierro.

    Empezaremos por decir al lector que nuestro título está motivado por la especie que corre en boca del vulgo, y que no es más que una de esas solemnes paparruchas que empieza por creer la gente sencilla, y que más tarde se elevan hasta engañar á personas de alguna educación y buen criterio.

    La yerba que corta el hierro, y de la cual se dice se valen los presidarios para librarse de los grillos y escaparse, no existe.

    No hay planta alguna que contenga en el zumo natural que arroja, sin que neutralicen su fuerza las demás partes que lo componen, la cantidad suficiente de un principio que pueda, como se quiere suponer, destruir en momentos el hierro de un grillete; y, como se comprenderá fácilmente, aunque semejante principio destructor existe en varios vegetales, el obtener el producto bastante al objeto es operación harto difícil y complicada para que pueda practicarla un presidario, ignorante por lo común y falto de medios en el presidio.

    La verdadera yerba para cortar el hierro es el acero, de que, como hemos visto, empezó á valerse Roberto.

    __________

    CAPÍTULO III

    La huida del presidario.

    legó la hora de recogerse en el presidio de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1