Nido: Antología de relatos
Por Alejandra Hoyos
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Alejandra Hoyos
Alejandra Hoyos González Luna. (Quéretaro, 1987). Psicóloga de pro- fesión, cuentacuentos desde que tiene memoria y escritora. En 2013, publicó un compendio de textos en la Biblioteca Digital de escritores queretanos PAR TRES. En 2017, publicó El hombre de Suspiros en la Antología de cuento fantástico Los Insomnios, compilatorio del escritor Ulises Paniagua por Ediciones Navarra. Es creadora del blog: www.nidoysombra.com que promueve una crianza con bienestar emocional y de El baúl de las letras: un espacio para promover la lectura en voz alta a los niños.
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Nido - Alejandra Hoyos
Luna menguante
–Unos nacen y otros se mueren –dijo mi tía Chayo, entre telarañas y pañuelos, cuando le mostré a Joaquín que dormía inmutable en su carriola. Estaba claro que un funeral no era el mejor lugar para un bebé con menos de veinte días; pero no había podido encargarlo con nadie. «Al menos alcanzó a conocer a su bisabuela», pensé evocando como mi Tata, en sus últimos días, había hecho un esfuerzo por cargarlo con sus brazos menguantes. Sólo quedó el recuerdo pues la batería del celular murió antes de tatuar el instante.
Santa madre de Dios, ruega por nosotros. La tía Chayito es la que organiza los rezos. Papá se acerca con ojos húmedos y se queda viendo a Joaquín, como si de esa manera sintiera menos su ausencia.
–Ese niño tiene los ojos de tu abuela –dice sin esperar una respuesta, más para sí mismo. Estrella de la mañana, ruega por nosotros. Otra vez se me ocurre que morir es muy parecido a nacer. Le pido a mi mamá que le eche un ojito al niño, quien sigue dormido; me acerco al ataúd. Refugio de los pecadores, ruega por nosotros. Está abierto. Mi abuela, como luna menguante, parece haberse encogido. La tía Chayo y las señoras del grupo de oración del Carmen, llevan el luto hasta en el arrastrar de los rezos.
Gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Está por terminar el rosario y Joaquín comienza a llorar de una manera muy ilustrativa, yo lo escucho como si estuviera lejano, tardo en captar que es mi hijo y mamá se acerca para dármelo con una mirada desaprobatoria.
–Este niño tiene hambre, Consuelo. Anda, búscate un lugarcito –la funeraria está llena, por lo que no encuentro ningún espacio para alimentarlo. Joaquín sigue en el valle, llorando cada vez más fuerte. Mi tía Chayo eleva los rezos. A mí se me ocurre ir al coche a darle de comer antes de que su llanto sea lo único que se escuche en el velorio.
Joaquín come y ahora soy yo la que está hecha un pañuelo. Dicen que la tristeza sólo sana con lágrimas, si no pasa como en el poema de Juan de Dios Peza, cuando la sonrisa es un relámpago triste. Mi Tata siempre tenía una sonrisa para todos, aunque debajo tuviera muchas llagas abiertas: la muerte de su padre que le dejó su olor a puro; el abandono de su madre, un martirio de tacones alejándose y la frase estéril de: «Quédate con tu abuela en lo que voy a comprar el mandado», después los tacones enmudecieron. Mi abuela selló todos esos recuerdos con una sonrisa. Los guardó sin dejar un espacio, como los chipotles que hacía cada primavera y cerraba al alto vacío. Al único que le platicó su historia fue a mi padre, quién además de ser su hijo mayor, sabe escuchar. Mi abuela y su corazón, tan ancho como el tamaño de su cocina. Ahí, el milagro de la multiplicación de los peces y los panes se hacía todos los días a las tres de la tarde; para todos alcanzaba.
Cuando nació Joaquín yo también tuve que sonreír, aunque en el fondo estuviera en un naufragio. No me atreví a decírselo a nadie, menos a mi madre. Me hubiera visto con ojos desaprobatorios. Era una tristeza la que me invadía, como si hubiera perdido algo. El día que asomó su cabecita, algo murió en mí. Quizá esa forma de ser despreocupada e irresponsable. Al principio, escuchar su llanto era un martirio, me abrumaba. Pensaba que no entendía lo que quería decirme; me la pasaba llorando por no saber ser madre, por la culpa de sentirme así y la angustia de no disfrutar a mi bebé.
Joaquín continúa comiendo tranquilo, mientras me hace cosquillas con su pequeña mano. Pareciera que le gusta sentir la textura de mi camisa negra, áspera en comparación con la piel de mi pecho. Es ahora, cuando todo adquiere un sentido. Mis ojos otra vez son ríos que se desbordan. Ahora lloro por mi Tata que se fue y por este sentimiento tan ancho que me hace sentir Joaquín, yo creo que es amor o algo más.
Se me ocurre que el túnel de la vida es muy parecido al túnel de la muerte. Justo en el momento en que Joaquín asomó de entre mis piernas con el primer aliento, a mi abuela empezó a escapársele la vida; salía de sus ojos y de su boca como si fuera el aire que se escapa de las ventanas y de la puerta. Joaquín termina de comer de un lado, lo pongo paradito sobre mi hombro y le doy unas palmadas pausadas para que saque el aire.
Mi Tata soltó el último suspiro ayer, cuando llegó mi tía Chayito con el padre Mauro para que le administrara los Santos Óleos. Yo creí que éstos, más los rezos de mi tía que le imploraba a la Virgen que hiciera el milagrito, serían suficientes para que mi Tata se quedara unos días más.