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Toda el agua del mar
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Libro electrónico480 páginas7 horas

Toda el agua del mar

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Información de este libro electrónico

Ángela y Laura Saval son dos hermanas gemelas con una vida plena y feliz, pero un horrible accidente de tráfico acaba con las vidas de Ángela y Luis, el padre de ellas.
Isabel, su madre, con la que Laura nunca se ha llevado bien, se sume en una profunda depresión y el mundo de Laura, de la noche a la mañana, se rompe en mil pedazos.
Con la ayuda incondicional de Candela y Matías, sus abuelos paternos, su íntima amiga Estela y su «tata» de toda la vida, Gaby, Laura tendrá que comenzar a reconstruir su vida, pero se irá dando cuenta de que nada es lo que parece y la pesadilla en la que está sumergida no ha hecho más que comenzar.
Secretos familiares, mentiras, traiciones y engaños acabarán con la ingenuidad de Laura, llevándola hasta una peligrosa situación que podría costarle la vida o entrar en prisión.
Drama, acción y misterio envuelven esta novela donde la protagonista tendrá que reaccionar y luchar para salir del infierno; un infierno que se desarrolla entre Barcelona, Torre del Mar y Sitges.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 sept 2023
ISBN9788411813518
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    Vista previa del libro

    Toda el agua del mar - Beatriz Valdivia Navarro

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Beatriz Valdivia Navarro

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Brian Fernández Rodríguez

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-351-8

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mi padre, Juan Pedro Valdivia, el hombre más bueno del mundo. Ojalá pueda abrazarte de nuevo algún día.

    PRÓLOGO

    Me encantan las noches de tormenta. El sonido de los truenos y la fuerza de la lluvia me producen una sensación muy excitante. Parece que el cielo se rompe en millones de cristales negros.

    A Ángela nunca le gustaron, es más, la aterrorizaban. Cuando con un primer rayo, la noche avisaba que una tormenta estaba en camino, corría hacia mi cama, se metía dentro y me abrazaba temblando. Yo la tranquilizaba y jamás me burlé de ella. Las fobias pueden llegar a ser tan angustiosas, que son capaces de paralizar. A mí me ocurre con las agujas, no soporto los análisis de sangre y, sin embargo, llevo cuatro tatuajes en mi cuerpo. Paradojas de la vida.

    Ahora, cuando una tormenta me despierta e ilumina la habitación con la luz de los relámpagos, salto de la cama, abro la puerta de la terraza y salgo descalza.

    Pronuncio su nombre sin poder evitar las lágrimas. Unas lágrimas que se funden con la lluvia porque la siento a mi lado y con cada trueno noto que me abraza.

    Nunca se marchó del todo, nunca me dejó sola.

    Nunca.

    Primera parte

    ACCIDENTE

    Tengo los ojos cerrados y, con una mano en la frente, sujeto mi cabeza. La palabra «NO» martillea y retumba dentro de ella una y otra vez. No quiero abrirlos; el dolor que me atraviesa las entrañas cuando lo hago y veo el féretro de mi padre delante de mí, además de ser insoportable, hace que la pesadilla en la que estoy sumergida sea real. Él ya no despertará jamás, y mi hermana, en la UCI, se debate entre la vida y la muerte, intubada y conectada a un monitor que no deja de repetir que sus constantes vitales penden de un hilo.

    Su frágil salud desde que nació, hacía que por un simple catarro la temperatura de su cuerpo se disparase, y si ella ayer hubiera tenido fiebre, como le había ocurrido durante toda la semana, ahora no se encontraría postrada en la cama de un hospital porque no se habrían acercado a la playa y las víctimas del borracho que colisionó frontalmente contra ellos, conduciendo a una velocidad desorbitada, serían otras. Si la fiebre no hubiera remitido, ahora no estaría en este estado tan deplorable. ¡Qué ironía de la vida!

    De la noche a la mañana mi mundo ha estallado en mil pedazos tan minúsculos, que va a ser muy difícil de recomponer por no decir imposible.

    En el momento del accidente, yo paseaba por las calles de Figueras y el corazón comenzó a latirme muy deprisa hasta alcanzar la taquicardia. Se había disparado la alarma; algo estaba ocurriendo y, al cabo de media hora, mi madre me llamó contándome lo ocurrido con una voz que no era voz.

    Mi padre muchas veces me contó que nuestro parto fue largo y que yo no quería salir; como si prefiriera quedarme dentro y no asomarme a la vida porque ya percibía que esta golpea a su antojo.

    Necesito salir de la habitación. Me estoy ahogando con este olor a muerte y con la gente que transita por mi casa diciéndome lo mucho que siente lo sucedido. No puedo soportarla más. Me pesa el aire y los murmullos, tanto como las enormes cortinas que cubren los ventanales que dan al jardín. Quiero regresar junto a mi hermana y suplicarle que abra los ojos, que no se vaya. Mi cabeza va a estallar. Tan grande es el dolor que me envuelve, que apenas recuerdo el viaje de vuelta; solo conservo un vago recuerdo de llegar deprisa al hospital donde papá falleció a las pocas horas de ingresar. Aturdida y destrozada, no dejo de rogarle encarecidamente a Dios que no se lleve a Ángela. Él no la necesita y yo no concibo un mundo donde ella no esté. Ya es bastante con que me haya arrebatado a mi padre de un modo tan terrible.

    Ángela nació con un pequeño defecto en la cadera y, cuando camina, se acusa en ella una leve cojera que siempre ha pasado desapercibida para la gente que no nos conoce bien, pero ahora eso es como una gota en un océano. En el accidente ha perdido la mano derecha, su pierna izquierda está fracturada por tres partes diferentes, igual que su mandíbula y clavícula. Magulladuras y heridas recorren todo su cuerpo, y un traumatismo craneoencefálico severo, con consecuencias nada claras todavía, silencian a los médicos, que no dicen nada; parece que se esconden detrás de un desenlace que me niego a contemplar.

    La cojera de mi hermana es la única diferencia física que hay entre las dos, porque somos idénticas; gemelas monocigóticas. La misma altura y complexión delgada, el mismo color de cabello rojizo y de igual longitud. Ojos rasgados de un color verde claro, herencia de mi abuelo materno y, sin embargo, completamente diferentes en el carácter. Tan distintas como el día y la noche. Como el blanco y el negro, pero siempre juntas.

    Me levanto despacio y me acerco al ataúd. Rozo con suavidad la madera y la tela acolchada con la yema de los dedos y un escalofrío me recorre la espalda. Le acaricio la cara y beso su frente. Noto la frialdad de su rostro y mis lágrimas mojan sus mejillas. Le digo al oído en un susurro, como si pudiera escucharme, cuánto le quiero y cómo lo voy a echar de menos, pero ya se ha marchado y lo único que me mantiene en pie es regresar junto a Ángela, porque, si permaneciendo a su lado fuera a despertar, me quedaría todo el tiempo que hiciera falta.

    Mi madre, en estado de shock, permanece en su habitación. Sufre ataques de ansiedad, no deja de llorar y le han suministrado tranquilizantes. Un psicólogo y dos amigas suyas se están ocupando de ella. Me voy al hospital, no quiero estar en otro lugar que no sea cerca de mi hermana. Cojo el bolso y bajo las escaleras muy deprisa; como si esa velocidad estuviera ligada a su mejoría. Algo más allá del absurdo.

    Salgo a la calle, veo que un taxi se acerca y le hago una señal con la mano para que se detenga. Entro y escondo todo mi dolor detrás de unas grandes gafas oscuras, al mismo tiempo que pronuncio la dirección del hospital del Mar. El taxista se da cuenta de mi voz cavernosa, me observa por el espejo retrovisor, pero no dice nada. Me ha tocado uno prudente y es algo que agradezco.

    Cuando solo faltan unos metros para llegar, aparece delante de mí el edificio blanco inmaculado, salpicado de docenas de ventanas. Parece que me observan y esto me causa un temor que se convierte en angustia.

    —Veintisiete con catorce —me dice cuando llegamos a las escaleras de la puerta principal.

    Le entrego treinta euros, bajo del taxi sin esperar el cambio y me dirijo con paso apresurado hacia la UCI, pero no me dejan entrar. Tengo que esperar a la hora de visitas.

    No puedo coger su mano izquierda, acariciarla y decirle al oído lo mucho que la quiero y la necesito, que se va a recuperar y contarle cosas divertidas que nos han ocurrido a lo largo de estos veinticuatro años, como si mis palabras pudieran cambiar de rumbo lo que puede ser inevitable. No quiero permanecer en el pasillo como si fuera un elemento decorativo. Hasta que llegue la hora de poder entrar a verla, decido bajar a la capilla para rogarle al cielo que ocurra un milagro.

    Alguien se acerca. Escucho unos pasos y vuelvo la cabeza. Veo caminar por el pasillo central a Juan Carlos, el novio de Ángela. Está tan destrozado como yo, porque más es imposible. Se sienta a mi lado y comienza a sollozar de una manera desconsolada mientras intenta decirme que Ángela pronuncia palabras sueltas e ininteligibles.

    «Papá…, tengo… Juan…, quiero…». Nos abrazamos con fuerza intentando consolarnos sin conseguirlo. Al cabo de un rato, regresamos a la UCI y cada vez que entra o sale algún médico, preguntamos, pero sus semblantes lo dicen todo sin pronunciar palabra. No es difícil entender que no hay esperanza.

    Diez días después del fallecimiento de mi padre, Ángela también se va para siempre y yo comienzo a odiar a Dios.

    DESCONSUELO

    Tumbada en la cama, abrazo la almohada de mi hermana porque es así como consigo sentir algo de alivio, junto con los somníferos que me hacen caer, agotada de llorar, en un sueño obligado que me permite olvidar por unas horas este infierno. Cuando despierto, me cuesta abrir los ojos por la hinchazón causada por el llanto y continúo sobreviviendo porque esto no es vivir. Me levanto despacio y un poco mareada; me acerco a la ventana y observo que los geranios se han marchitado. También las flores acusan el ambiente tan devastador que reina en esta casa. Bajo un poco la persiana y me quedo en penumbra.

    Abro el armario y cojo la blusa preferida de Ángela. Me la llevo a la cara y aspiro su olor y su perfume que todavía están impregnados en ella.

    No quiero ver a nadie, no quiero hablar con nadie, no quiero estar, no quiero ser, no quiero nada; solo morirme y marcharme con ellos.

    Durante toda la estancia de mi hermana en el hospital, solo me separé de ella la mañana que enterramos a mi padre. Caminaba por el cementerio como un autómata, necesitando la ayuda de mi amiga Estela. Sentía como si una pesada losa, imposible de sostener, me hubiera caído encima. Mi madre no ha acudido a ninguno de los dos funerales. Se ha encerrado en su dormitorio y permanece allí, metida en la cama, sin querer saber nada de nada. He tenido que ocuparme yo sola de todo lo que conllevan dos entierros en menos de quince días.

    Tengo la boca seca, salgo de mi habitación y me dirijo a la cocina. Al pasar por delante de la puerta del dormitorio de mi madre, escucho entre sollozos unas palabras que me dejan paralizada: «No me queda nada, he perdido a mi marido y a Ángela, mi niña cariñosa y dulce. ¡Por qué no se ha ido Laura, por qué!».

    Mi cuerpo se tensa, no puedo creer lo que estoy escuchando. Esto es una pesadilla dentro de otra. Siempre supe que a mí no me quería igual que a mi hermana, pero no hasta el punto que acabo de escuchar. Me agarro a la barandilla de la escalera, me siento despacio en un peldaño y trago saliva cerrando los ojos, el dolor que siento es lacerante.

    Nunca pensé que el alma también puede doler.

    Quiero correr y no parar hasta que el corazón se me salga por la boca. Bajo las escaleras deprisa, abro la puerta y cruzo hacia el parque. No sé hacia dónde me dirijo; corro sin rumbo mientras pienso que de la noche a la mañana mi familia se ha destruido. El blanco se ha convertido en negro, la luz en oscuridad, la alegría en tristeza y Dios en mi enemigo.

    Me siento en un banco apenas sin aliento, clavo la vista en un punto fijo y me estremezco porque también me enfrento a una soledad aplastante y a una madre que siempre fue distante, pero que ahora se aleja de mí a la velocidad de la luz. Regreso a casa caminando despacio y subo a mi habitación. Abrazo de nuevo la almohada de Ángela y me quedo dormida llorando.

    Los enfrentamientos con mi madre son cada vez mayores y más sórdidos. No cuenta conmigo para nada, todo le parece mal, casi no me mira ni me dirige la palabra y, cuando lo hace, me habla como si fuera una extraña. Me siento huérfana de padre y madre porque su comportamiento es gélido. Deberíamos estar más unidas que nunca y apoyarnos la una en la otra; sin embargo, es todo lo contrario. Encuentro consuelo en mis abuelos paternos que también están sufriendo la pérdida de su único hijo y de una de sus nietas. Una de sus estrellas; así nos han llamado desde siempre. Hablo con ellos a diario y siento el cariño que me trasmiten.

    Los días van pasando, las fechas de Navidad se acercan y mi madre, una vez más, se enclaustra en su habitación. Solo le permite la entrada a Gaby, la mujer que vive con nosotros, ayudando a mi madre desde que nacimos.

    —No hagas caso a las palabras de tu madre, cariño. Está tan destrozada por el dolor, que ya no sabe ni lo que dice. Debes tener paciencia con ella, hija —me dice Gaby mientras me abraza.

    Decido llamar a mis abuelos y decirles que necesito pasar una temporada con ellos.

    Quiero poner tierra de por medio porque no puedo más. Subo a mi dormitorio y, al pasar por la puerta de la habitación de mi madre, la observo con desdén. Ni siquiera estuvo junto a mi hermana hasta que se marchó. Busco mi portátil, pero entre tanto caos de ropa por todas partes, zapatos, libros, papeles y tazas con posos de infusiones, no lo encuentro.

    Mi cuarto es una auténtica leonera, como diría esta persona que hace unos días me acribilló con unas palabras imposibles de olvidar. Es una desconocida de la que no quiero saber nada.

    Encuentro el ordenador debajo de una montaña de revistas de viajes. Lo enciendo y la fotografía que tengo como fondo de pantalla me golpea como un puño americano. Ángela y yo, abrazadas y sonriendo. Una foto preciosa que nos hizo mi padre hace menos de tres meses. Reservo el primer billete de autobús que sale hacia Torre del Mar, pero con la vuelta abierta porque no tengo ni idea de cuándo voy a regresar. Debo darme prisa porque sale esta misma tarde y no quiero permanecer ni un solo segundo más en esta ciudad.

    RECUERDOS

    En la estación, me dirijo hacia el panel de salidas. Mi autobús está situado en el andén número siete. Compro una botella de agua y me dirijo hacia allí. Subo y miro el número de mi asiento. Se encuentra al final, junto a la ventanilla. No hay mucha gente en su interior, no es época estival. Coloco la maleta y el abrigo en el portaequipajes y me siento apoyando la cabeza en el cristal. El cansancio me aplasta; tanta tristeza me provoca un enorme agotamiento. El autobús se pone en marcha y miro el asiento de al lado que permanece vacío. Paso suavemente la mano por la tapicería apretando los labios porque siempre estaba ocupado por mi hermana. Ahora lo ocupa la soledad. Una compañía obligada que detesto.

    Montones de hermosos recuerdos comienzan a aflorar. Cuando terminábamos el curso, este mismo autobús nos llevaba de nuevo hacia la playa con mis abuelos, con nuestros amigos, hacia veranos maravillosos donde descubrimos los primeros amores, las verbenas nocturnas, las hogueras en la playa con guitarras y canciones. Recuerdos que permanecían ocultos por su simpleza, pero que ahora se han convertido en latigazos.

    Descorro la cortina y observo cómo salimos de Barcelona, cómo la ciudad se queda atrás, dando paso a un paisaje diferente de campos y arboledas. Cómo amaba Ángela la naturaleza. Siempre que podía, se escapaba a bosques cercanos o realizaba excursiones a la montaña. El valle de Arán era su refugio. Sentía pasión por los animales, en especial por los gatos, y este año hubiera terminado la carrera de Veterinaria.

    En la parte delantera del autobús, escucho los gimoteos y quejas de una niña hacia una mujer que debe de ser su madre. El motivo de su enfado es que no quiere seguir leyendo un libro que ha tirado al suelo y los recuerdos se suceden de nuevo. Mi maleta siempre iba cargada con libros de texto y apuntes por mis pésimas notas. En la de mi hermana, si había metido alguno, no era precisamente de ninguna asignatura y en el bolso siempre llevaba su libro electrónico. Conozco a pocas personas que lean tanto como ella lo hacía. Comienzan a pesarme los ojos y me quedo dormida.

    Me despierta la voz del conductor anunciando la próxima parada. Me levanto y me preparo porque es mi destino. Torre del Mar. Bajo del autobús y busco al abuelo entre la gente. Cuando lo veo, corro hacia él llamándolo. Se vuelve y me paro asombrada por lo mucho que ha envejecido en tan solo un mes desde la tragedia. Nos abrazamos llorando y así permanecemos unos minutos. El abrazo del abuelo me reconforta porque hace que me sienta en casa y, sobre todo, muy querida. Nos dirigimos hacia la calle principal y observo la iluminación. Docenas de luces de colores, que se encienden y se apagan, me recuerdan que faltan dos días para Navidad. Lo había olvidado por completo y siento una punzada en el pecho. La gente sale de las tiendas con paquetes y regalos, sonrientes y contentos. Me gustaría saber cuándo volveré a sonreír.

    Le pregunto por la abuela y me dice que está paseando por la playa porque su mala circulación en las piernas se ha agravado y caminar le hace bien. Pero se equivoca, porque cuando llegamos a casa, la veo en la puerta extendiéndome sus brazos con ojos llorosos.

    —Laura, hija mía…

    —Abuela…

    Nos fundimos en un abrazo interminable.

    —Tu visita es como un bálsamo para nosotros y sobre todo en estas fechas. Desde ahora tendremos que aprender a vivirlas de otra manera —me dice con la voz emocionada y entristecida.

    Entramos y subo las escaleras hacia mi habitación para dejar el equipaje. Abro la puerta y el corazón me da un vuelco al ver las dos camas y saber que una de ellas siempre estará vacía. Dejo la maleta encima de la mía, abro la ventana y una gélida brisa entra de puntillas. Observo el horizonte y el mar. Cierro los ojos y trago saliva.

    Durante la cena, la abuela me pregunta por mi madre. Han llamado muchas veces, pero a ellos tampoco les coge el teléfono y están preocupados.

    —No se encuentra bien, pero no quiero hablar de mi madre, abuela. Necesito desconectar de todo y que mi mente descanse —contesto en voz baja.

    —Claro, hija —me dice mientras me coge la mano y la aprieta con la fuerza exacta para que sepa y sienta que están al tanto de todo.

    Terminamos de cenar y ayudo a recoger la mesa. El abuelo se dispone a encender la chimenea y la abuela nos pregunta si queremos alguna infusión. Los dos contestamos afirmativamente a la vez y ella se va a la cocina para prepararlas.

    Después de encender el fuego, el abuelo se sienta en su sofá y yo lo hago en el suelo junto a él. Apoyo mi cabeza encima de sus piernas y noto cómo me acaricia el cabello. Así permanecemos callados, sin decir nada, escuchando el crujir de la madera y observando las llamas. La abuela regresa con tres humeantes tazas en una bandeja, las deja encima de la mesa y se sienta en el sofá, cerca de mí.

    Observamos el fuego los tres juntos en un silencio acogedor, lleno de amor y cariño, pero envuelto en tristeza.

    —Abuela, ¿has visto alguna vez una estrella fugaz? —pregunto sin dejar de mirar el fuego que me va hipnotizando cada vez más.

    —No, cariño, ¿y tú?

    —Sí. Ángela y yo vimos una el verano pasado, una noche, tumbadas en el césped del jardín. Es mentira eso que cuentan sobre pedir un deseo. Es todo mentira. Pedimos permanecer siempre cerca la una de la otra, pasara lo que pasara, y mira lo que ha ocurrido.

    El abuelo deja de acariciarme el cabello, levanto la cabeza para mirarlo y veo que llora en silencio. Su semblante me hace daño. Ellos han perdido a su único hijo y a una de sus nietas. Todos somos perdedores, pero con dolores diferentes.

    El viejo reloj de pared anuncia que ya es medianoche. Se me ha pasado el tiempo volando.

    Me levanto del suelo y me masajeo la nuca.

    —Me voy a la cama, creo que por hoy ya hemos tenido suficiente —digo al mismo tiempo que le doy un abrazo a cada uno.

    —Buenas noches, cariño —contesta la abuela con una mirada llena de ternura.

    Entro en el dormitorio y los pies se me van solos hacia la cama de Ángela. Noto como si una fuerza extraña me empujase hacia allí. Me siento y paso la mano por encima de la colcha cerrando los ojos. Durante unos instantes, siento a mi hermana a mi lado. Apoyo la cabeza en su almohada y me quedo profundamente dormida.

    Me despierto temprano, el sol me ciega y por un momento no sé dónde estoy.

    Me incorporo y me doy cuenta de que he dormido vestida encima de la cama de Ángela.

    Salgo al pasillo y huelo el aroma del café recién hecho que viene de la cocina. Siento frío y regreso a la habitación para coger una chaqueta. Bajo despacio y con cuidado porque el abuelo duerme todavía y no quiero despertarlo. Entro en la cocina y, a través de la ventana, veo a la abuela sentada en la mesa del jardín, envuelta en su enorme chal de lana con un vaso en la mano. Está mirando el mar con la vista perdida. Me acerco y le beso en la sien.

    —Buenos días, cariño; te has levantado muy pronto, no son ni las nueve de la mañana, ¿estás bien? —me dice con un punto de picardía.

    Me siento a su lado, le hago una mueca parecida a una sonrisa, pero le agradezco esta pincelada de sarcasmo. Sé por qué lo dice. Siempre me levantaba después de las tres de la tarde, cuando los abuelos y Ángela habían terminado de comer y conversaban en el porche o simplemente escuchaban el sonido de las olas al romper contra los acantilados mientras mi abuela tejía tapetes de ganchillo para las monjas del convento de Santa Inés.

    Me tomaba un café para despejarme y bajaba a la playa por la tarde, con el propósito de capturar los últimos rayos de sol. Vivía de noche, sumergida en el mundo de las discotecas y el bullicio. Entre humo y luces estrepitosas, bailaba sin parar en la pista hasta caer exhausta.

    —¿Has descansado, hija?

    —í abuela; he dormido muy bien.

    —Eso es porque lo necesitabas. El cuerpo es muy sabio.

    —Voy a salir a caminar por la playa y a respirar la brisa del mar. Me vendrá bien —le digo al mismo tiempo que me siento a su lado y me sirvo una taza de café.

    Termino de desayunar y subo a mi habitación. Abro la maleta y saco unos tejanos, un jersey de color ocre y las botas camperas de mi hermana. Sus botas preferidas que llevaba constantemente. Se las regalé yo las pasadas Navidades y le gustaron tanto que se las ponía hasta en verano. Ahora las llevo yo y también muchas prendas suyas. Al vestirme con su ropa, hace que la sienta cerca, como si estuviera a mi lado.

    Me obligo a entrar en la ducha. Mi estado de ánimo me ha conducido a una dejadez que no puedo consentirme. Abro el grifo y regulo la temperatura. Durante un par de minutos, el agua resbala por mi cara y me reconforta. Cuando termino, limpio el espejo lleno de vaho con la manga del albornoz y veo a Ángela, porque ella soy yo y yo soy ella. Deslizo las yemas de los dedos por el espejo con los ojos cerrados como si de esta manera pudiera tocarla. Trago saliva con una impotencia cargada de rabia porque mi cerebro todavía se niega a aceptar lo ocurrido.

    Al bajar, veo que mi abuelo ya se ha levantado y los dos hablan en voz baja en la puerta del porche. Me acerco y le doy un beso.

    —Me voy, no tardaré; voy a caminar hasta los acantilados

    —Ten cuidado, hija. El mar está un poco picado por el viento —me advierte mientras acaricia mi mejilla.

    Asiento con la cabeza y, al marcharme, cierro la puerta despacio. Mientras camino por el paseo, observo que el mar ruge con fuerza y cierro la cremallera de mi cazadora hasta el cuello.

    Llego hasta los acantilados y me siento en la arena. El mar continúa rugiendo, como si estuviera enfadado porque Ángela no volverá a jugar con sus olas y porque ya no volverá a correr por la orilla, cuando lo primeros rayos de sol anuncian un nuevo amanecer. Lo miro fijamente hasta más allá del infinito y el cabello me tapa los ojos por el viento. Me gusta conversar con el mar; es reparador y siempre me sorprenden sus respuestas. Dibujo una A sobre la arena; una A de ausencia y de amor. Una A de Ángela. No tengo ni idea de cómo voy a poder continuar sin ella y sin mi padre. Una enorme ola moja mis botas y parte de los pantalones. El mar acaba de contestarme.

    Regreso a casa a la hora de comer, entro en la cocina y mi abuela me pregunta por el paseo. Me dice que la comida estará lista en diez minutos y, al percibir el aroma del tomate y el atún, me doy cuenta de que ha preparado mi plato favorito.

    —Gracias, abuela —le digo mientras le doy un abrazo

    —Estás muy delgada, hija, tienes que comer. Ayer por la noche casi no cenaste y esta mañana solo has tomado una taza de café. Si continúas así, vas a caer enferma —me contesta acariciándome un brazo.

    No tengo apetito, tengo el estómago cerrado, pero sé que tengo que hacer un esfuerzo por mí y por ella, porque ya no sabe qué hacer para complacerme. Es fuerte la abuela, fuerte y generosa y, a pesar de la tragedia, se mantiene en pie como un roble por el abuelo y por mí. No debe de ser nada fácil tampoco perder un hijo, pero ese dolor yo no lo puedo entender.

    —Olvidé decirle a tu abuelo que comprara el pan. ¿Te importa acercarte un momento a la panadería de Remedios?

    —Claro, me cambio y voy ahora mismo.

    Subo a mi habitación, me quito las botas y los pantalones, y me pongo otros del mismo color con unas zapatillas tan viejas como cómodas.

    Al llegar a la panadería, las guirnaldas de colores que adornan el escaparate vuelven a recordarme que es Nochebuena. Abro la puerta y percibo el aroma de los panettones recién hechos. Todos se felicitan y se besan deseándose una feliz noche. Pido dos barras de pan y salgo con el estómago encogido y los dientes apretados. Voy enfureciéndome por momentos. La tristeza da paso al enojo y siento que la vida me está retando en un macabro juego.

    Llego a casa cabizbaja y dejo el pan encima de la mesa de la cocina. Salgo al jardín y veo a la abuela recoger la ropa del tendedor.

    —Abuela, ¿sabes qué día es hoy? —le pregunto apoyada en el marco de la puerta.

    —Sí, hija. Es Nochebuena —me contesta bajando la mirada.

    —¿Para quién, abuela? —le pregunto con amargura.

    —Laura, tenemos que… —No le dejo terminar la frase.

    —No tenemos nada, abuela. No hay nada que celebrar, ni esta noche ni ninguna. No sé qué es lo que vosotros tenéis pensado hacer, pero conmigo no contéis.

    Me doy la vuelta sin esperar a que mi abuela pueda decir algo; necesito un analgésico porque la cabeza comienza a dolerme. Busco en el cajón del baño y entre los medicamentos encuentro lo que estoy buscando. Cojo la caja y cuál es mi sorpresa cuando veo que debajo hay una estampa muy vieja de un Cristo crucificado. La tomo con cuidado como si fuera una brasa encendida. La miro con ojos llenos de odio, la rompo en mil pedazos y la tiro a la basura.

    He pasado toda la tarde durmiendo. Miro el reloj y veo que marca las nueve de la noche.

    Me incorporo y me siento con las piernas cruzadas. La abuela llama con los nudillos en la puerta.

    —¿Laura?

    —Sí, abuela, estoy despierta —contesto con desgana.

    —La cena estará lista en una hora, hija —me dice con tono preocupado.

    —No tengo hambre, no voy a cenar, pero voy a salir un rato.

    Mi abuela no dice nada y escucho cómo sus pasos se alejan de la puerta. Me levanto y me acerco a la ventana. Aunque estemos en diciembre, la noche no es fría. Cojo una chaqueta del armario y bajo al cuarto de estar.

    —Voy a caminar un rato, tengo las piernas entumecidas y me vendrá bien un paseo.

    Los abuelos me miran apesadumbrados. Cierro la puerta con cuidado y me dirijo hacia la calle San Miguel para doblar la esquina. Camino con las manos en los bolsillos y la cabeza agachada. Estoy furiosa y con ganas de llorar. Esta noche pesa mucho más de lo que yo pensaba. Subo la cuesta empedrada y veo que, aunque es Nochebuena, sus tres bares están abiertos. Entro en uno de ellos y me acerco a la barra. Una muchacha joven se acerca y me pregunta qué voy a tomar. Le digo que me sirva un vodka bien cargado con tónica.

    Mientras espero a que regrese con mi consumición, observo a las personas que se encuentran allí y me pregunto por los mundos de toda esta gente; qué historia tendrá cada uno que contar.

    La joven camarera vuelve con mi copa y me la bebo casi toda de un trago, ante la mirada sorprendida de un par de chicos que están sentados a mi lado. Pago y me voy a otro bar, a seguir bebiendo, porque me apetece y porque me da la gana. La bebida hace más llevadero el dolor que me corroe por dentro. Llamo a mis abuelos para decirles que estoy con unos amigos que hacía tiempo que no veía y que voy a llegar tarde, que no se preocupen y que no me esperen despiertos. Una mentira a medias, porque el vodka y la ginebra son esos amigos a los que no había vuelto a ver, desde la noche que llegué a casa, borracha como una cuba, vomitando sin parar, y Ángela me hizo prometerle que dejaría de llevar una vida de crápula. Pero mi hermana ya no está y el no beber no va a hacer que vuelva. Entro en todos los bares que veo, en cada uno de ellos realizo el mismo ritual y en el último compro, además, dos botellas que me vende el dueño al que conozco de otros veranos.

    Me dirijo hacia el paseo marítimo y bajo a la playa, me descalzo y camino por la orilla haciendo eses, con una botella en la mano y otra en el bolsillo de la chaqueta. Comienzo a llorar y a gritar, exigiéndole a la vida que me explique la razón de todo lo ocurrido.

    Caigo de bruces y me revuelco como un animal herido arañándome la cara y el cuello.

    Más tarde, me contarían que la Policía me encontró a las siete de la mañana, tirada en la arena como si fuera un fardo de ropa vieja, empapada, con el cabello enmarañado y, como si me hubiera peleado con alguien por las heridas que me he provocado en el rostro. Se agacharon y con suavidad me zarandearon el brazo sin yo responder. Tomaron mi muñeca y acusaron un levísimo pulso apenas perceptible. Llamaron rápidamente a una ambulancia porque dormía en un coma etílico.

    DOLOR

    Despierto; no sé dónde estoy. Incertidumbre y dolor en todo el cuerpo, pero nada comparado al que siento en mi cabeza. Cansancio, agotamiento; percibo una luz y me cuesta mucho abrir los ojos. Me parece escuchar voces a lo lejos sin comprender lo que dicen. No puedo mover el pie izquierdo. ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Por qué parece que floto en una nebulosa?; no entiendo nada y estoy asustada.

    La luz se asoma por las rendijas de una persiana medio bajada. Noto algo en el brazo y, con la vista nublada, veo colocada una vía intravenosa. También me escuece la cara.

    Mi cerebro lanza un fogonazo de débil memoria… Arena, vodka, desconsuelo, lágrimas, ira… Ahora comprendo.

    Estoy en la cama de un hospital y las voces ahora me llegan más nítidas. Alguien llora, conozco esos sollozos; es mi abuela. Mi abuela está llorando.

    Consigo con gran esfuerzo abrir un poco más los ojos; su mano sostiene la mía. Una mano delgada, llena de años y arrugas con las venas marcadas, me acaricia temblorosa. También veo al abuelo que, sentado junto a ella, tiene la cara tapada con las manos. Cierro de nuevo los ojos, me pesan los párpados como si fueran de hierro.

    La puerta de la habitación se abre y, pasados unos segundos, es cerrada con cuidado.

    —Parece que va despertando —escucho de una voz desconocida y femenina—; le cambio la bolsa del gotero y aviso al doctor.

    Intento sin éxito abrirlos de nuevo, pero no me quedan fuerzas y esa misma voz me acaricia la cara con el dorso de sus dedos.

    Abro los ojos de nuevo, esta vez me cuesta mucho menos y me doy cuenta de que estoy sola en la habitación. Debo de haberme quedado dormida otra vez.

    Tengo mucha sed, quiero beber agua e ir al cuarto de baño. Me incorporo con dificultad y, al hacerlo, regresa el dolor a mi pie izquierdo. Me agarro a los barrotes de la cama para poder levantarme, pero no lo consigo y me desplomo de nuevo en la cama como si fuera un peso muerto.

    La puerta de la habitación se abre y aparece un hombre alto, de cabello castaño, lleva unas gafas de pasta y viste una bata blanca. Mis abuelos aparecen detrás de él.

    Se acerca y se sienta en la cama despacio.

    —Hola, Laura, soy el doctor Gallego; me ha dicho la enfermera que estás despertando. ¿Cómo te encuentras? —pregunta con voz amable al mismo tiempo que me mira los ojos con un oftalmoscopio.

    —Estoy muy cansada, me duele el pie izquierdo y me escuece la piel —contesto con un hilo de voz lleno de vergüenza.

    —Es normal que te duela el pie; tu tobillo está torcido. El cansancio irá remitiendo poco a poco y el suero mantendrá el nivel de hidratación. Las heridas de la cara y el cuello no son profundas y no dejarán marca. Puedes levantarte y caminar,

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