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Al morir las cosas
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Libro electrónico119 páginas1 hora

Al morir las cosas

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Las cosas mueren. Sobre todo las más pequeñas, las más anónimas. Esas cuya existencia mínima, sin noticias para el exterior, prefigura la muerte. No ser nadie y no haber existido se parecen. Pero haber vivido es irrevocable. Aún si el tiempo o los hombres se empeñan en borrar lo que ha sido.
Rescato historias que a nadie más interesan. En eso me parezco a la muerte que no deja de seguirle los pasos a la vida.

Carlos Andrés Jaramillo
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2021
ISBN9789585516588
Al morir las cosas
Autor

Carlos Andrés Jaramillo

(Medellín, Colombia - 1986) Ganador de las becas Estímulos al talento creativo de la gobernación de Antioquia. Estudiante de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Extinciones es su primer libro de poemas.

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    Al morir las cosas - Carlos Andrés Jaramillo

    Zagajewski

    Noches en vela

    Como el viejo no quería hablar, se contentó apenas con un gesto, que podía ser un saludo o un hosco reclamo. El perro, que desde el amanecer velaba, agitó la cola vivazmente, y acercándose al lecho del anciano, le lamió la cara con afecto, mientras este, tratando de no sonreír, lo acariciaba y lo puteaba con cariño.

    –Eres un mal perro, un mal perro –decía.

    Hacía tiempo que aquel hombre no podía levantarse, por lo que, en las noches, amarraba al perro que se revolvía largamente, hasta que lograba soltarse la cuerda que le ceñía el cuello. Durante los primeros días un súbito presentimiento despertaba al viejo en medio de la madrugada, y con manos inseguras palpaba la tiniebla del suelo hasta que daba con la cuerda, y comprendía, en medio de la confusión, que el perro había desaparecido. A partir de ese momento no volvía a dormir y, en cambio, dejaba que terribles premoniciones lo sacudieran hasta el momento en que, con los primeros anuncios del alba, descubría la vaga sombra del animal entre las carretas y el suelo empedrado de la plaza.

    A esa hora la gente en todos los pueblos del sur de Italia todavía dormía.

    El perro era pequeño y delgado. Como todos los animales de su edad era despierto, negligente y alegre.

    Nadie sabía de dónde había llegado el viejo que dormía junto a la puerta de la municipalidad. Él mismo le restaba importancia, pero recordaba cómo había llegado el animal a su vida. Lo encontró después de escucharlo gemir durante toda la madrugada al otro extremo de la plaza, mientras llovía. Tres lámparas alumbraban débilmente ese rincón del pueblo. Alguien había echado un cachorro a la basura. Harto de los gemidos se arrastró, entre maldiciones y juramentos, desde su lecho precario, y lo encontró afuera de la bolsa, orinando en el suelo sin levantar la pata. Estaba flaco como un místico, pero contento. Lo llamó Giotto, como el pintor.

    En los alrededores se decía que estaban matando a los perros, pero ignoraban el motivo. El alcalde insistía en que se trataba de rumores. Pero cada semana las mujeres del campo venían al mercado con la noticia de escalofriantes hallazgos de perros envenenados.

    Justo por esa época Giotto aprendió a soltarse de la cuerda y el viejo a sufrir por causa de su imaginación.

    Al primero de los perros lo habían encontrado a las afueras del pueblo. Algún tiempo después, un campesino al que apodaban Melo descubrió que alguien había robado el cable de cobre que llevaba electricidad a su casa y que el perro de la familia estaba muerto. Así dedujeron que estaban matando a los animales para que no delataran a los ladrones de alambres.

    El viejo tullido, a quien llamaban Barolo, era corpulento. Tenía una abundante barba gris y pocos dientes. Sobrevivía de la caridad de los vecinos y de pequeños encargos que le hacía la gente, casi siempre dándole cosas a cuidar. También los ladrones llegaron donde él y le fueron trayendo lo robado para que lo escondiera y lo entregara a los compradores de la ciudad. Barolo recibía la mercancía con grandes muestras de gratitud, como si se tratara de limosnas, y la hacía desaparecer rápidamente debajo de su tarima. Con las liras de más que lograba arañar a los clientes, el viejo podía alimentar al perro y comprar un poco de licor para el frío.

    Cuando los ladrones elegían una casa, la merodeaban durante un par de días, tratando de entender la rutina de sus habitantes. A menudo se movían por parejas, pero era un grupo de diez. Si, por desgracia, había un perro, lo mataban para que no alertase a los ocupantes o a los vecinos de su presencia. Lo envenenaban en la noche y lo remataban en la madrugada, si era el caso, con lo que tuvieran a mano. Después comenzaban su labor. Con destreza arrancaban el cableado eléctrico, que iba del poste a la casa, y lo metían todo en sacos. La operación no tardaba más que unos minutos. Al otro día, fingiendo que llevaban las compras, se acercaban al viejo Barolo, y le dejaban el cobre. Más tarde pasaban a recoger el dinero que había recibido, y que era considerable desde que el mineral escaseaba en la capital.

    En la madrugada del segundo mes de las matanzas, un ruido inquietante despertó al viejo. Todavía legañoso, sobresaltado por el susto, vio bajar por la calle principal que daba a la plaza una bola de fuego que daba gemidos lastimeros. Pensó que era un fantasma. Después comprendió, sobrecogido, que era un perro al que alguien le había rociado combustible, seguramente para amedrentar a algún vecino difícil. Palpó en la tiniebla y encontró a Giotto amarrado de la cuerda. Por primera vez el viejo Barolo tuvo miedo de lo que hacía y decidió regalar el perro.

    En la casa a donde había ido a parar Giotto vivían una viuda y dos niños, a quienes les gustaba jugar con el animal y dormir con él en las noches. Si el perro iba a la cocina, sabían que tenía hambre y le servían. Si se ponía al acecho sabían que quería jugar y correteaban con él por toda la casa. Si rascaba la puerta de la calle, sabían que sentía ganas de orinar y alguno de los niños lo sacaba. Pero una noche lo sacó la madre y el animal huyó tras un gato que se protegía detrás de la verja de una fábrica.

    Cuando se sintió solo, Giotto decidió explorar el pueblo. Pasó por la iglesia principal, por el cuartel de policía y por el barrio al que llamaban de Los Alfareros.

    A esa hora los ladrones estaban robando una casa en ese lugar. Eran dos. Uno de ellos, escondido en una esquina, cuidaba de que nadie los viera. El otro intentaba alcanzar el balcón del segundo piso.

    El primero que vio a Giotto husmeando cerca fue el que estaba colgado del balcón. Tenía un pie en la barandilla, mientras el otro colgaba en el vacío. Trató de no hacer ruido. Por señas, alertó al cómplice que, al no comprender, salió inquisitivo del escondite. Asustado, el perro comenzó a ladrar. En la casa se encendió una luz. El que colgaba del balcón se lanzó como pudo a la calle y, antes de que pudiera levantarse, sonaron varios disparos. El que estaba escondido huyó por las calles empedradas que llevaban hacia las afueras del pueblo, seguido de cerca por el perro, que desistió de su persecución al encontrar un gato en su

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