El ultimo optimista
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El ultimo optimista - Vinicio Manota Benavides
El idiota
Todas las mañanas que el idiota llega al centro del pueblo, Gallager el irlandés siente un deseo irrefrenable de matarlo. Lo que más odia es el sonido metálico que produce el carrito de supermercado que el idiota arrastra consigo, a manera de un mástil de chatarra incendiándose a distancia. La boca de Gallager el irlandés se tuerce, su mirada cobra una perspectiva de lobo hambriento, las arrugas desaparecen en ese breve instante de resentimiento absoluto y fugaz, cuando parece que el mundo es una habitación sellada por fuera donde solo existen él y el idiota y que antes o después acabarán matándose a golpes.
—Este es un pueblo de locos —había dicho su exesposa la noche antes de desaparecer.
—Un infierno de locos, homosexuales y putas —había respondido Gallager el irlandés antes de salir al bar, sin saber que esas serían las últimas palabras que intercambiarían.
Hay quienes creen que la mujer de Gallager el irlandés se fugó con Billy, el hijo menor de los O’Connell; y que ahora viven en alguna ciudad del medio oeste, escondidos de la rabia de Gallager el irlandés, quien había prometido incendiar el pueblo si alguien se atrevía a ocultarle información sobre su paradero.
Nadie recuerda con exactitud el tiempo que Gallager el irlandés tardó en aceptar la verdad de su destino infame y vergonzoso. Varias noches el comisario se vio obligado a encerrarlo por desorden público. Los gritos convirtieron su casa en un lugar prohibido para los vecinos, quienes temerosos de la tristeza de Gallager el irlandés abandonaron poco a poco el vecindario. Con un bidón de gasolina colgado de sus manos temblorosas, solían verlo atravesar las calles, mientras insultaba a todo aquel que se cruzase en su camino.
Pero de un momento a otro, Gallager el irlandés se calmó. Dejó de beber, regresó a su antiguo trabajo en la mecánica, se convirtió en un asiduo visitante de la iglesia adventista. Los viejos amigos jamás lo perdonaron, y a él eso no le importó. Adquirió la costumbre de comer afuera, en la cafetería de Susan Fleming, sentándose siempre en la misma mesa y en la misma silla y pidiendo siempre el mismo menú. Era, en opinión del comisario, uno de los pocos hombres que todavía mantenía contacto con él, un solitario incapaz de matar ni siquiera a una mosca.
Mientras Gallager el irlandés comía un sándwich de atún, un chirrido de latas, clavos, campanillas averiadas se escuchó a lo lejos. Gallager el irlandés no le prestó atención. Pero el chirrido fue creciendo, a tal punto que Gallager el irlandés dejó el sándwich de atún a medio comer sobre el plato y golpeó la mesa con los puños cerrados. Ese fue el primer gesto de violencia que Gallager el irlandés acometía en años.
Luego Gallager el irlandés levantó la mirada. El idiota, con una sonrisa torpe en la cara, empujaba su carrito de supermercado.
***
—¡Imbécil! ¡Imbécil! —dice Gallager el irlandés en voz baja, apretando los dientes.
La habitación permanece en orden. En la ventana que da a la calle principal, las cortinas todavía sin cerrar tiemblan con el frío de la noche.
Gallager el irlandés se sienta en el extremo derecho de la cama. Respira con dificultad. Se levanta y baja al sótano.
Entre las cajas de cartón apiladas se hallan las viejas herramientas de carpintería que habían pertenecido a su padre. No repara en estas, sino que busca en las cajas algo sin saber bien qué buscar. Una caja deteriorada y que se encontraba al fondo del lugar, sobre una antigua mesa de cocina, se cae cuando Gallager el irlandés se tropieza con un objeto que no alcanza a distinguir.
Una colección de revistas se desparrama por el suelo. Gallager el irlandés toma algunas y regresa a su habitación.
Al leer, Gallager el irlandés se concentra: procura regresar a la frase una y otra vez, como si intentase descifrar un mensaje encriptado que había sido enviado a él desde otro tiempo u otro planeta.
Esa noche Gallager el irlandés se queda dormido con los zapatos puestos y posiblemente no sueña.
Las cortinas permanecen abiertas toda la noche.
***
—Te lo repito, irlandés, no tienes nada de qué preocuparte —dice el comisario.
—Es un peligro para el pueblo —dice Gallager el irlandés intentando mantener la compostura.
El comisario rompe la formalidad de la entrevista con una carcajada.
—Ay, irlandés, ¿quién lo diría? Tú preocupándote por la seguridad del pueblo. Luego dicen que los años no pasan en vano.
—¡Es un enfermo y tu obligación es asegurarte que las calles estén limpias de indeseables como ese!
—Tranquilízate, irlandés, no te compliques la vida. Además, es un chico. No hace mal a nadie.
—Entonces que los condenados de los padres lo encierren o algo. La gente de bien de este pueblo no se merece espectáculos tan miserables.
Esa no fue la última entrevista que Gallager el irlandés tuvo con el comisario. Semana a semana fue con más quejas acerca del idiota. En general, el reclamo era el mismo: la policía tenía la obligación moral de expulsar al idiota del pueblo o al menos vigilar su internamiento en el manicomio. Sin embargo, entre un reclamo y otro se fueron añadiendo expresiones como limpieza de sangre, la gloria de la raza blanca, sangre y tierra, el derecho de los fuertes a elegir con qué tipo de personas vivir. El comisario, con un poco de lástima, lo escuchaba mientras veía el noticiero de la tarde.
Cierta vez el comisario, intrigado por esas ideas, le preguntó a Gallager el irlandés de dónde las sacaba. Él no respondió a pesar que el comisario insistió dos o tres veces más. Esa tarde algo se rompió entre ambos y Gallager el irlandés comprendió que ahora más que nunca estaba solo.
***
De 9 a 11 de la noche, Gallager el irlandés se dedicaba a estudiar las revistas que había encontrado en su sótano. Acomodado en una mesa circular de la cocina, y ayudado por un lápiz de color amarillo para resaltar las frases más importantes, empezó a esbozar un plan para acabar con el idiota de una vez por todas.
Para entonces, ya era de conocimiento público el odio que Gallager el irlandés profesaba en contra del idiota.
Muchos aseguraban que el enfermo era él y que si el pueblo no le decía nada era porque no valía la pena desperdiciar su tiempo con personas de esa calaña. Otros simplemente lo compadecían en silencio, al tiempo que continuaban con sus vidas seguros que nada sucedería. Entre los menos escépticos, la versión era otra: Gallager el irlandés estaba loco y convenía, lo más rápido posible, encerrarlo para evitar que su miserable existencia siguiese contaminando el ambiente.
Las mañanas las dedicó a conversar con Susan Fleming sobre la historia del idiota. Ella no conocía mayor cosa, apenas los rumores que entre mesa y mesa sus clientes iban dejando ahí, para que ella en el aburrimiento de las horas vacías que siguen al almuerzo las fuera juntando según su criterio de experta en tratar con desconocidos.
El idiota podía vivir a las afueras del pueblo, cerca de la carretera 45, en una pequeña casa donde sus padres conmovidos por la dureza de la enfermedad lo habían mantenido oculto desde su niñez. Nadie sabía el nombre del idiota y nadie sabía tampoco el nombre de sus padres. Era un fantasma sin origen que deambulaba por las calles con su carrito de supermercado buscando objetos viejos en los basureros. Decían que lo que más le gustaba recolectar eran latas vacías de frijoles, que él, luego de rescatarlas de su asidero borroso, las llevaba a la altura de sus ojos y dedicaba cinco, seis minutos a observar en su interior. Lo cierto era que el idiota no había hablado con nadie, era lo suficientemente astuto para evitar el encuentro fortuito con cualquiera que pudiese romper su secreto. Luego de la expedición diaria, el idiota regresaba por las mismas calles por las que había venido y desaparecía en medio del cansancio vespertino. El chirrido ambulante demoraba más en desparecer, como si fuese la cola de un reptil acezante escabulléndose hacia el interior de un pantano en llamas.
Entonces Gallager el irlandés empezó a