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Cierta fortuna
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Libro electrónico117 páginas1 hora

Cierta fortuna

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Regresar a la memoria es visualizar y visualizarse en perspectiva, con las posibilidades y las limitaciones –con la sensibilidad y la selectividad– propias de una representación: propias del gesto de volver a presentar algo o de traer algo hasta el presente. De ahí que lo tácito, lo imborrable, lo paradójico, lo latente y lo irónico tengan lugar en este conjunto de relatos que se pronuncian sin vacilación y que callan sin remordimiento; de ahí que Pablo B. sea un personaje entre tantos otros en esta genuina puesta en escena del pasado. Esos personajes gozan de Cierta fortuna porque determinadas circunstancias causan un quiebre en la infernal vida carcelaria, pero también porque "aunque estaban en el infierno, preferían seguir allí que emprender el camino de la muerte". Son personajes a la vez identificados (con sus nombres) y ocultos (con las iniciales de sus apellidos), pero también son todos un mismo hombre, porque ante el terrorismo de Estado la humanidad entera se sumerge en la barbarie.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 mar 2021
ISBN9789875993754
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    Cierta fortuna - Pablo Bohoslavsky

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    Pablo Bohoslavsky

    Cierta fortuna

    ©Libros del Zorzal, 2010

    Buenos Aires, Argentina

    Printed in Argentina

    Hecho el depósito que previene la ley 11.723

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    Índice

    Prólogo

    Bohoslavsky, de penal | 5

    Cierta fortuna | 7

    Buenos muchachos | 11

    Cuerpo Humano: una máquina perfecta | 16

    Don Alejo | 21

    Empeños maternales | 27

    Sanaciones urinarias | 34

    La dialéctica de la guerra | 39

    Tratamientos especiales | 46

    Ciencia e ideología | 52

    Defensa Siciliana | 58

    El buen guardián | 64

    Un eco desagradable | 68

    Sueños de libertad | 74

    Doce o trece | 79

    La confesión | 85

    Reglas de urbanidad | 92

    Terapias alternativas | 96

    El reencuentro | 102

    Prólogo

    Bohoslavsky, de penal

    Pablo B. se ha tomado tiempo. Lo que dura una larga y dolorosa digestión. Porque recién ahora, décadas después, regresa –se permite regresar– a la memoria de los años que se comió (porque la cárcel se come) en Rawson durante la Dictadura.

    No es fácil. Esos años y esos recuerdos han ido decantando, se han destilado de miedos y de odios puntuales e imborrables que, por serlo, quedan acá implícitos, tácitos, conjurados por una memoria sensible y selectiva.

    Ni morbo ni golpes bajos: el horror no tiene por qué ser explicitado, se desprende solo, fluye entre líneas como un sudor leve, frío y constante que acompaña cada escena, como un temblor de manos y vacilación de las voces visibles / audibles sin necesidad de registro alguno durante los ominosos diálogos en que la posibilidad de la muerte a plazo fijo es el sobreentendido.

    El alarde de entereza que significa escribir –con pudor y sabia reticencia– estos relatos atroces sin énfasis, patéticos, a menudo irónicos y repletos de paradojas, es tan revelador de integridad moral y memoria ética como el más feroz testimonio de tortura, la denuncia cara a cara de crímenes y criminales del terrorismo de Estado. Con nombres e iniciales que los identifican y ocultan a la vez, los protagonistas de estos textos, apuntes del natural de aparente pretensión anecdótica, son –militantes presos y carceleros burócratas y/o represores– personajes de destino perdurable. Quiero decir que los hombres que disfrutan de esta paradójica Cierta fortuna Muchachos, estamos de suerte. Vamos a la cárcel– viven por sí mismos, más allá de la identificación puntual o la referencia documental, convertidos en auténticos personajes.

    Internos y celadores, según la retórica del ámbito cerrado, microcosmos sin fisuras que reproduce en escala las posibilidades múltiples del escenario mayor de la Dictadura. Un dentista y un peluquero carcelarios –sádicos de manual pero con contradicciones– que parecen sacados de cuentos de García Márquez; paranoicos consecuentes hasta el delirio que hablan por señas; jugadores de una fantasmal partida de ajedrez hecha de golpecitos y anotaciones virtuales; dogmáticos pesimistas cultores de la más desgraciada profecía; jubilosos detectores de la desesperada esperanza más o menos meada por la suerte; consecuentes inquebrantables que encuentran la réplica final, el chiste de humor negro proferido contra el miedo y la desesperanza; y hasta algún oscuro jefe no arrastrado por la barbarie y la tentación de impunidad, que encuentra un resquicio para salvar algún tipo de código y a cierto anónimo condenado a la hora de pasar lista.

    Todos están acá, convocados por la memoria de primera mano y de última hora de Pablo Bohoslavsky, para que al ser una vez más, tan bien dicho y escrito en estas historias, sea nunca más en la Historia a secas.

    Juan Sasturain,

    abril de 2010.

    Cierta fortuna

    Eh, usted, dijo uno de los hombres al que los presos encapuchados no podían ver. Y al decirlo pateó la pierna de Julio R. advirtiéndole que era el destinatario del mensaje. Ahora lo van a llevar al baño, se va a duchar y afeitar; le van a dar ropa limpia y deberá estar atento porque será trasladado. ¿Entendió?.

    Julio R. apretó las mandíbulas, su garganta involuntariamente contrajo los pliegues vocales. Apenas balbuceó: Sí, señor.

    Julio R. presentía que le esperaba el destino de muchos desaparecidos de su pueblo: aparecer públicamente frente a los medios de comunicación, pero muertos.

    El hombre invisible dirigió sus pasos en otra dirección. Ninguno de los secuestrados, que permanecían encadenados al piso o esposados en alguno de los camastros que había en la habitación, deseaba ser destinatario de esa invitación a la higiene que habían escuchado. Aunque estaban en el infierno, preferían seguir allí antes que emprender el camino de la muerte.

    Los pasos del hombre retumbaban sobre el suelo de madera. Para algunos, los que lo sentían alejarse, el repiqueteo era un alivio. Para otros, en cambio, la cercanía de los pasos amenazaba con hacerles estallar el corazón.

    El hombre invisible repitió el ritual otras tres veces: advirtiendo, pateando y ordenando a Rubén R., Agustín C. y Víctor B. lo mismo que a Julio R. Uno a uno, los cuatro fueron llevados a cumplir con el rito preparatorio que saciaría, aunque en proporciones infinitesimales, la sed de los dioses terrenales que pretendían salvar a la humanidad.

    Era de noche cuando los subieron a una camioneta, atados a la espalda y vendados. Los lazarillos ayudaban a que no hubiera tropiezos o golpes. Los iban a matar pero no querían lastimarlos. Ni siquiera provocarles un rasguño.

    La camioneta anduvo una hora. Luego otra. Daba vueltas como buscando un lugar adecuado. Finalmente el conductor detuvo la marcha. Los hombres invisibles guiaban a los hombres en tinieblas.

    Los cuatro notaron bajo sus pies un piso de piedras pequeñas y olieron el pasto recién cortado; era noviembre y la primavera estaba avanzada. Los pájaros trinaban, anticipando el día. Unos gorriones en las ramas bajas, los benteveos en las más altas, las corbatitas en vuelo rasante e invisible y los horneros, trabajadores sin fatiga, formaban el coro de aparente despedida. Julio R. conocía la geografía del lugar. Pensó: Éste es el Parque de Mayo.

    A los cuatro los pararon hombro con hombro, hasta que el cuadrado quedó cerrado. Julio R., Rubén R., Agustín C. y Víctor B. creyeron que no tendrían otro amanecer. Se despidieron mentalmente unos, se arrepintieron otros, maldijeron todos. Ninguno pidió clemencia, ni siquiera cuando escucharon la orden de ahora se ponen de rodillas. Los pájaros parecían trinar más fuerte; Víctor B. recordó a Chéjov, repetido por su pequeño hermano, Andy, los mirlos rugen en Rusia, y concluyó: Estos gorriones ordinarios lo hacen acá.

    Uno de los hombres invisibles dijo: Señores, ahora cuenten hasta cien. Luego se sacan las vendas, se desatan y se van a sus casas. Al que denuncie dónde estuvo o vuelva a la política lo hacemos boleta. Los cuatro oyeron abrirse y cerrarse las dos puertas de la camioneta. Sintieron también que los otros tres o cuatro subían a la caja. Alguien encendió el motor y el vehículo emprendió la marcha.

    Julio R., Rubén R., Agustín C. y Víctor B. quedaron nuevamente paralizados. Antes, por el olor de la muerte cercana, y ahora por este desenlace. ¿Desenlace o celada? No atinaban siquiera a descubrirse los ojos o soltar las ataduras.

    De pronto, oyeron el aullar de una sirena acercándose. Frenadas y otros hombres invisibles que corrieron hacia ellos. Órdenes, y una voz: Ayuden a esos muchachos, parece que los iban a matar. Sáquenles las vendas y desátenlos. Que suban a nuestro vehículo.

    Era una F350 del Ejército Argentino. Cuando los cuatro recuperaron la vista, dolidos los ojos por la claridad de la mañana, notaron que los acompañaban jóvenes oficiales y suboficiales. Uno de los primeros aclaró: "Les salvamos la vida.

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