Leyendas y consejas del antiguo Yucatán
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Leyendas y consejas del antiguo Yucatán - Ermilo Abreu Gómez
Leyendas y consejas
del antiguo Yucatán
Ermilo Abreu Gómez
Primera edición, 1961
Segunda edición (Biblioteca Joven), 1985
Tercera edición (Tezontle), 1995
Cuarta edición (Colección Popular), 2001
Primera reimpresión, 2010
Primera edición electrónica, 2012
D. R. © 1985, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
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ISBN 978-607-16-1244-1
Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
HÉROES MAYAS
Zamná
Nachi Cocom
Canek
LEYENDAS Y CONSEJAS
Mitos
El paraíso
El infierno
Los mundos antiguos
Las esquinas del mundo
El Sol y la Luna
Kakasbal
Chaac
Ahua Puch
Kukulcán
Itzamná
Yum Kax
Enanitos
Genios del mal
El hombre y su sombra
La viruela
La voz de los cenotes
Los profetas
Aves y pájaros
El ruiseñor
La paloma
La lechuza
La colibrí
La paloma torcaz
El cardenal
El zopilote
El águila
El pujuy
Uay Poop
Los pajaritos y Jesús
Fábulas
El enano de Uxmal
Sac Muyal
El perro y Kakasbal
La tristeza del indio
Uay Pach
La serpiente cascabel
Zujuy Kak
Xhone-Ha
La señora de Uxmal
Pol o la cabeza errante
El cristo de Ixmul
El topo y el Sol
Las luciérnagas
El hijo del Sol
Una estrella azul
Azucenas de sangre
El arriero
Los tres conejos
La comadreja
El rayo
El lucero
Los cuervos
Una bondad del diablo
La noche
La princesa y el viento
Flores
Xtabentún y tzacam
Xkanlol
Xhail
Sac Nicté
Flor de mayo
Aguadas, cenotes y cuevas
La aguada de Hampolol
La aguada de Kauil
El cenote de Uaymil
El cenote Ticin Ha
La cueva de Calcehtok
La cueva de Kaua
Juan Tul
Juan Tul y la ardilla
Juan Tul y señá Xpet
Tamaychí
El camaleón
El dziu y el maíz
Uitxol
Las lagartijas
El zorro
La urraca
El armadillo
La tortolita
El pájaro carpintero
La serpiente Chaycán
El venado
El moho
La serpiente Ochcán
Los dziu
Kulup
La langosta
Las gallinas
Las alas de la mariposa
Kizín
El frijol duro
El hombre que vendió su alma
Los monos
El topo
El venado
Los espantapájaros
El agua
La medianoche
LAS LEYENDAS DEL POPOL VUH
Los abuelos
Los magos
A MARGARITA
Aquí tienes, Margarita, las historias que te prometí. Unas me las contaron los indios de mi tierra y otras las leí en crónicas de diferente época. Y no lo vas a creer, pero, la verdad es la verdad, aún tiemblo de miedo y de alegría al recordarlas. Con ellas, como cosa de magia, se abrió ante mis ojos un mundo lleno de fantasmas, monstruos, seres invisibles y no pocos espíritus traviesos y burlones. No es cosa mía averiguar su verdadero origen ni señalar los cambios que han sufrido a través del tiempo. Quede esto para gente docta de la cual, bien lo sabes, estoy bastante lejos. Me he limitado a reunir las que me parecieron más bellas y más significativas y a reescribirlas como Dios me dio a entender, es decir, con sencillez, decoro y un poquitín de inocencia. Consérvalas como un recuerdo mío.
ERMILO ABREU GÓMEZ
HÉROES MAYAS
ZAMNÁ
EN ESTE LIBRO se habla del origen de Zamná; de los sucesos antiguos del reino que fundó y de las leyes con que dispuso el orden de su república. No se dice más. Empieza el relato mencionando cosas que están en las tinieblas; y llega hasta los días en que es preciso recordar el dolor de la conquista que sufrieron los itzáes, cuando vino la tribu de Kukulcán. En el discurso se juntan palabras y noticias de autores que han tratado de Zamná; pero se atiende más al espíritu de la poesía que descubrieron y consignaron que a la minucia y sutileza de sus razones. No se desdeñan las consejas guardadas en la memoria de los hombres —aunque algunas veces parezcan cosa de invención o de locura— porque casi siempre debajo de ellas existen verdades que son buenas para el entendimiento de la historia. Es así como se penetra en el misterio del que fue señor de los itzáes.
Los hombres del reino de Xibalbá se dispersaron después de haber visto morir a sus dioses. Cayeron en desconsuelo y caminaron por lugares malos. Fueron por caminos que no tenían fin, ni consuelo de agua ni de sombra. Se alejaron tanto que de ellos no se supo más. Sólo los que tuvieron ánima crecida llegaron a lugares de fama. Los más audaces pudieron ver las playas del Darién; los más sabios, las regiones del Perú; los más fuertes, la ciudad de Tula, en el centro del Valle de Arriba; y los más buenos, la planicie del Oriente de Yucatán.
Los buenos que habían de vivir en el Oriente de Yucatán pertenecían a la casta de los itzáes. Así se dice en las inscripciones que hicieron los señores de aquella época. Los itzáes estaban gobernados por jefes ancianos y castos, que no contaban las lunas del tiempo. Eran designados con el nombre de Ah-Tzáes. El mayor de los Ah-Tzáes fue Zamná. La significación oculta de su nombre ha sido revelada. En lengua india se declara de este modo: itzen caan; itzen muya. Lo cual en lengua cristiana quiere decir: Soy la substancia del cielo; soy el rocío de las nubes.
Esta razón del nombre de Zamná no la olvidaron los hombres del lugar. Y los que, en horas de prueba, la olvidaron, sufrieron el castigo de su descuido.
Sabido ya lo que significa el nombre de Zamná debe decirse cuál fue el oficio que le correspondió. Mejor que el idioma de los muertos y que el idioma de los vivos, conoció el de los espíritus. No fue dios ni guerrero, sino profeta. Su poder radicaba en el conocimiento que tenía de la vida. Sus facultades permanecieron ocultas mucho tiempo; pero fueron reveladas cuando los hombres de la tierra entendieron lo que es el infinito.
Cuando los itzáes llegaron al Oriente de Yucatán, Zamná vio que todo era bueno para la dignidad de la vida, de los sueños y de la muerte. Por el rumor que había en el aire, entendió que la tierra era fecunda, que los árboles daban fruto y que tenían raíz honda, que los montes estaban poblados de animales de diversa especie, desde los que son buenos para la alegría de los niños, hasta los que, ariscos, no toleran prisión de caña ni de piedra. Cuando vio esto, clavó su cayado entre las hendiduras de unas lajas y dijo: Ésta es tierra buena; quedémonos en ella
. Pensó que era oportuno ordenar las cosas de arriba, fijar las de abajo y las que se supone tienen espacio en la conciencia. Para empezar dijo lo siguiente:
—Oigan los que me oyen y repitan mis palabras a los que están lejos de mí. Tres veces seremos vencidos antes de que nuestra raza se hunda debajo del techo de la tierra. Una vez ya fuimos vencidos en Xibalbá. Los que vinieron del Poniente no fueron sino el anuncio de otros que tras ellos vienen. Después de esto todavía llegarán otros más crueles, más astutos y más avaros. Serán como monstruos de garra y colmillo, con ansia voraz insaciable. Pero cuando todo pase y en las piedras quede escrita la huella de nuestra mano, vendrá la señal de que seremos llamados otra vez señores de estos lugares. Será así porque así debe ser entre los itzáes.
Cuando vio Zamná que la luna era grande, pensó que debía tomar posesión de los seres naturales. Para ello ganó su espíritu. Lo hizo de esta manera. Llamó al faisán por su nombre. Llamó a la paloma por su nombre. Llamó al conejo por su nombre. Y así llamó a otros muchos animales que vinieron. Las tórtolas vinieron sin ser llamadas, y picotearon en el hueco de sus manos. Sólo las víboras no entendieron su nombre. Los itzáes que vieron a Zamná hacer esto, reían de gozo porque podían repetir los nombres y los animales les obedecían sin recelo.
Notó después Zamná que faltaba orden en los vientos que se mueven sobre la tierra. Entonces fue y cara al Oriente gritó; y su grito volvió de lejos y fue el viento de la lluvia. Después cara al Poniente gritó; y su grito volvió de lejos y fue el viento de la ruina. Luego cara al Sur gritó; y su grito volvió de lejos y fue el viento del hambre. En seguida cara al Norte gritó y su grito volvió; y su grito fue el viento de la revelación.
Y desde ese día los vientos tomaron el rumbo que les convenía. Y las gentes aprendieron a conocerlos, a gozarlos y a temerlos.
Cuando sucedió esto, Zamná salió al campo y puso nombre a los lugares que tenían alguna población. Los nombres que reveló no los inventó, sino que los tomó del oficio de los hombres, y de los animales con quienes vivían.
Vio luego Zamná que las flores y los frutos eran buenos para el olfato y para el paladar. Pero vio también que nadie conocía el secreto que guardaban. Hizo entonces que le trajeran de cada especie un ejemplar y que vinieran cerca de él los que estaban enfermos. Así se hizo. El aire se llenó de quejas. Hizo Zamná algo que pareció a todos cosa de locura. Y fue como sigue. Dijo que cada enfermo, conforme a su inclinación, tomara lo que le parecía conveniente para su alivio. Cuando todos hubieron escogido la flor o el fruto de su agrado, mandó que se retiraran. Pronto llegaron noticias de que los enfermos comenzaban a sanar. Al saberlo, Zamná comentó: Sólo se ha de tomar lo que es bueno para el bien
.
Zamná oyó el mar. En sus voces nunca dichas adivinó a los que, en un tiempo, salieron de las aguas y se arrancaron las escamas y se taparon las agallas y se arrastraron sobre la arena y se alzaron ante la luz que jamás habían visto. Notó esto y entendió que acercándose al Oriente se llegaba a las playas del mar. No explicó su intención a los hombres pero les dijo que fueran hacia donde sale el sol; y que él esperaría para no robarles la gloria de lo que habrían de ver. Los más jóvenes decidieron ir. Y fueron. Pasaron dos lunas y regresaron. Regresaron con la piel tostada y los ojos alucinados. Unos trajeron sal; otros peces; y otros perlas. Cada quien se presentó delante de Zamná con lo que había descubierto. Zamná dispuso lo siguiente:
—La sal la entregarán a los ancianos para que la distribuyan. Los peces a las mujeres para que los beneficien. Las perlas a las doncellas para que se adornen.
Así fue hecho.
Zamná juntó a los mejores debajo de un roble. Les dijo enseguida que conocieran bien la naturaleza del árbol y que luego, sin hablar, le mostraran lo que harían con él. Entonces unos, viéndolo tan grande, tan poblado de majestad, pusieron sus caras junto a sus raíces. Otros, viéndolo tan recio, cortaron sus ramas y las aguzaron. Otros, viéndolo tan bello, tomaron los frutos de sus gajos y los trenzaron entre sus cabellos. Otros, viéndolo tan quieto, se quedaron en silencio mirándolo con los ojos encendidos. Zamná se levantó y dijo:
—De hoy y mientras duren las lunas será como sigue. Los que entendieron lo primero serán los sacerdotes; los que entendieron lo segundo los defensores; los que entendieron lo tercero los artífices; los que entendieron lo cuarto los profetas.
Todos conocieron su oficio y las tribus los recibieron con alegría e hicieron pábulo de sus artes, por plazas, caminos y montes.
Los itzáes sabían que otros pueblos hacían sacrificios y ofrendas a los dioses y quisieron saber si debían hacerlos también. Consultaron a Zamná y éste les dijo:
—Los sacrificios se hacen para desagraviar a los dioses por las ofensas que reciben. Las ofrendas para testimoniar las gracias que nos conceden. Los dos actos se han de realizar con intención pura. El que los haga, ha de hacerlo de esta manera. Tome del suelo la fruta caída que es madura. Levántela entre sus manos y diga así: la ofrezco por el mal que hice
; o bien así: la ofrezco por el bien que recibí
. No diga más. Luego vuelva la fruta a la tierra, porque ahí debe estar, que es alimento de los animales que no tienen alas y se arrastran con dolor y vergüenza sobre sus pechos.
Porque vieran los itzáes lo que vale el tesoro de un corazón limpio, Zamná levantó los ojos. Y mientras los tuvo en alto, los luceros detuvieron su marcha y se hizo más intensa su lumbre y en los oídos se oyó la música de sus luces.
Zamná llamó a los hombres de fe. Cuando estuvieron en su presencia les dijo que pues ya había orden en la escala de arriba y en la escala de abajo, era preciso fundar las ciudades donde pudiera la vida reposar sin engaño. Asintieron los hombres, y Zamná les dijo que fueran y fundaran las ciudades del bien. Y así lo hicieron. Unos fueron al Oriente y fundaron Chichén Itzá, cuyo nombre viene del nombre de la tribu. Otros al Poniente y fundaron T-Ho cuyo nombre no fue declarado. Otros al Sur y fundaron Copán que quiere decir lugar hollado
. Otros al Norte y fundaron la ciudad oculta anunciada en las enseñanzas antiguas.
Entonces Zamná volvió a llamar a los hombres de fe y les dijo que era conveniente levantar los lugares propios para el gobierno de los sueños. Asintieron los hombres de fe y Zamná señaló con las manos los caminos del espíritu. Al principio de cada camino hizo que levantaran cuatro pirámides.
Sobre el camino que miraba al Oriente levantaron la Pirámide Mayor. En ella crecería el pensamiento de Zamná; desde su plataforma seguiría con los ojos el rumbo de los luceros y la huella de los hombres con ánimo de ponerlos en concordia y fecundidad.
Sobre el camino que miraba al Poniente fue edificada la Pirámide de Kab-Ul. Allí estaba el poder de las manos de Zamná y sirvió para perfumar, con aliento de bien, el espíritu de todos. Su fama fue grande, tanta que con el tiempo las gentes que la visitaban venían de lejos y se confundían con las que ya se iban. Desde su altura se miraba el sur por donde vinieron los abuelos; y el norte por donde se irían los nietos.
Sobre el camino que miraba al Norte se edificó la Pirámide que pertenecía a Kinich-Kakmo. Nadie la visitaba. Los hombres que pasaban cerca de ella se tapaban los ojos temerosos de ver; las mujeres los oídos temerosas de oír; y los niños la boca temerosos de gritar. En ella se mostraría la señal de la muerte.
Sobre el camino que miraba al Sur se levantó la Pirámide de Pap-Hol-Chac. En ella se reunían los señores que podían entender el silencio de Zamná. Sobre su plataforma, vigilantes, volaban mil garzas.
Los itzáes vivieron así muchas lunas dentro de la vida y del sueño de Zamná. Todo estaba en justa concordancia con lo que era y con lo que debía ser. Y los itzáes sólo querían lo que así podía ser. Los dioses y los hombres se daban la mano desde las nubes y desde los árboles. Y esta señal de lealtad se repetía en cada luna. El campo daba el sustento; los animales alivio; las ciudades paz; y las pirámides alegría. Duró este idilio desde la primera luna de la creación hasta la última luna que vino antes de lo que se dirá después.
Al final de esta última luna apareció una lumbre negra y se oyó una voz ronca encima y debajo de la pirámide del Poniente. Empezó entonces a soplar el viento del mal. Las hojas de los árboles fueron sacudidas con temblor. Hacia el medio día el viento, arreciando, levantó nubes de polvo y miasmas dormidas en la resequedad del suelo. Al caer la tarde se hizo más fuerte; desgajó ramas, cimbró troncos, estrelló animales, rastreó la tierra y enturbió el color del cielo. Por la noche parecía que iba a derribar las casas y a sepultar a los hombres. Empezaron a oírse gritos que se arrastraban como reguero de sangre sobre las rocas. El agua de los pozos subió hasta los brocales, derramándose sobre la tierra. El clamor de la gente se hizo ensordecedor, como si saliera de un derrumbe de piedras y de agua en oquedad de abismo. Sobre la angustia de los itzáes cayó como espanto el grito de los hombres que se acercaban. De vez en vez hendían el aire bandadas de garzas. Por los caminos iban liebres, conejos, venados y jabalíes en derrota. Sobre la cresta de las rocas se precipitaban, desorbitados los ojillos y desnudos los hocicos. Por instantes se sentía que una amenaza ciega y frenética se acercaba. Los niños y las mujeres lloraban ateridos de espanto. Los hombres desnudaban sus pechos, encrespadas las manos. De sus bocas no salían sino palabras de ira. No sabían matar, pero estaban dispuestos a morir para defender el espíritu. A media noche se encendió el cielo con luces de hogueras que caminaban sobre lomos de hombres. De pronto estas hogueras se quebraron en astillas de voces; y, en tumulto, se presentaron bocas ennegrecidas y caras bermejas y manos ásperas y pechos enjutos y cabezas lacias y hombros cuadrados. Se oyó un lenguaje rudo que era hablado con entonación bronca y atropellada. La voz de los lobos se confundía con la voz de los hombres. Gentes extrañas hollaron los poblados imponiendo la voluntad de la guerra. No respetaron ni la paz de la tierra, ni la candidez de las mujeres, ni el azoro de los niños, ni la razón de los hombres. Delante de ellos iba un ser extraño, alto y fornido que vestía túnica de piel revestida de plumas. Tenía la cara encalada y reluciente como llama de estío. Lucía barba blanca que agitaba un viento que iba con él. En sus manos llevaba un cayado en forma de cruz. Los hombres le obedecían con pavura. Aquel ser se decía