El reloj del Presidente
Por Nikita Filatov
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Nikita Filatov
Nikita Filatov nació en Leningrado (San Petersburgo), Rusia, en 1961. Se graduó en la Facultad Superior de Ingeniería Naval del Ártico. Participó en expediciones marítimas y aéreas en el polo. Trabajó por más de diez años en criminalística y en las fuerzas especiales, abandonó el servicio con el grado de capitán. Participó en misiones de paz, fue galardonado con méritos de distinción y medallas, incluyendo la medalla «Al valor». En 1997 se graduó en la Facultad de Derecho, actualmente ejerce la profesión de abogado.Ha escrito y publicado más de 45 novelas y relatos policíacos, publicados muchas veces y reeditados en Rusia con una tirada de más de 1 300 000 ejemplares. Una serie de obras han sido traducidas al inglés, alemán, español y chino. Es ganador de varios premios literarios, fundador y presidente del club de detectives de San Petersburgo (St. Petersburgo Mystery Writers Club).
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El reloj del Presidente
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El reloj del Presidente
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© Nikita Filatov, 2020
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418233975
ISBN eBook: 9788418235313
Novela corta I
"Hice del conocimiento mi oficio,
Conozco la verdad suprema y el mal permanente.
Muchos apretados nudos desaté en mi camino,
Mas no el nudo maestro del humano destino."
Omar Jayyam
Sería tonto ahora explotar sobre una mina.
—¿Ha dicho algo?
—No, sería tan… No me preste atención.
En general, la región se consideraba una de las más tranquilas en la frontera. Realmente aquí nadie combatía desde el otoño pasado, hasta se pueden contar los bombardeos y los robos del ganado con los dedos de la mano.
A juzgar por el mapa, que Vladímir Alexandrovich había visto en el estado mayor, el camino pasaba a través de un viñedo abandonado. Sin embargo, por las ventanas del coche no era posible discernir nada, ni el cielo sobre la cabeza se veía, todo alrededor se había ahogado en un velo húmedo, monótono y uniforme.
—SÍ, que tiempecito...
—¡Esta niebla, joder! —En el asiento delantero, al lado del conductor, se movió con dificultad el coronel de unos cincuenta años.
Volviéndose hacia Vinogradov, le extendió una cajita de Camel
:
—Sírvase.
—Gracias, lo he dejado, —sonrió Vladímir Alexandrovich.
—Lo envidio. ¿Hace mucho?
—Hace siete años ya...
—¿Y tú?
—¡Con gusto! —El robusto alférez que llevaba sobre la manga un emblema de las tropas del interior tomó un cigarrillo, dio las gracias y metió la mano en el bolsillo en busca de cerillas.
En esto, la culata metálica plegable de su ametralladora se apoyó directamente bajo las costillas de Vinogradov:
—Pido perdón…
—No es nada.
Vladímir Alexandrovich se encogió un poco, ya que según sus cálculos, el asiento trasero no alcanzaba para los tres debido a la potente constitución física de su vecino.
El coronel mientras tanto echó un vistazo al indicador de velocidad:
—¿Por qué no pones la luz larga?
El conductor movió la cabeza:
—No, no es necesario. Hay tiempo. . .
—Hacía tiempo, después de haber pasado el puesto de vigilancia había cambiado a las luces cortas por eso los conos amarillos de los faros se unían en una mancha que temblaba en la nariz del Volga
.
—Está bien, tú sabrás.
—El camino conducía a la derecha, y los rayos de luz detectaron en la niebla los restos de un camión volcado.
Desde un cañón
… del otro lado lanzaron un tiro. — Especialmente para Vinogradov, comentó el conductor.
—¿Para qué?
—Gente alegre. ¡Los hijos de la montaña!
—Ya pronto llegaremos, —se volteó nuevamente el coronel.
Pero Vladímir Alexandrovich ya intuía que la frontera estaba cerca.
Justo en el lugar exacto donde se había producido el disparo del cañón…
—En efecto, el punto de control surgió de la niebla, incluso antes de lo que se esperaba — el conductor apenas tuvo tiempo de frenar.
—¿Soldados, hay alguien con vida por aquí?
—Todo oscuro. Ni un ruido… Solamente se reflejaban, por las luces de los coches, las lucecitas rojo rubí de las barreras guarda cruces.
—¡Oigan, hermanos —eslavos!
—¿Y ellos que, siguen aquí? — Se interesó Vinogradov para romper el espantoso silencio.
—Y además sin agua, —confirmó el vecino. — ni para lavarse, ni para nada…
Le quitó el seguro automático a la ametralladora:
—¿Voy a investigar?
—Sí, vaya, —indicó el coronel.
Pero cerca del coche se dibujó una figura vestida de camuflaje:
—Buenas noches. Necesito sus documentos…
—Y enseguida los ojos de los visitantes fueron golpeados por un potente haz de luz eléctrica.
—¡Oye, retira el farol! — Exclamó indignado el conductor.
—Enseguida, —no se podían distinguir ni la cara, ni la hombrera de la persona vestida de camuflaje, pero se comportaba como el jefe del lugar:
—Gracias. ¿Y los suyos?
—Como si los números del coche no se vieran...
—Todo puede suceder, compañero coronel. Usted mismo lo sabe. ¡Pido disculpas, todo está en orden!
—¿Podemos bajar?
—Sí, claro.
—Gracias a Dios... —el conductor apagó el motor y desconectó las luces.
—¿Está listo? — Se volvió el coronel.
Vladímir Alexandrovich asintió y tomó el maletín que había colocado entre los pies:
—¡Siempre estoy listo!
Los pasajeros del Volga
, salieron tratando de no tirar las puertas y de no hacer ningún ruido, por si acaso.
—¡Por aquí, síganme! —El acompañante pestañó con la linterna hacia los bloques de hormigón del punto de control.
Los ojos se acostumbraban poco a poco a la oscuridad, pero Vinogradov trataba de no perder de vista la ancha espalda del alférez que iba delante. De repente, la espalda se movió hacia abajo y hacia un lado:
—¡Oh, diablos!
Vladímir Alexandrovich se agachó también, tratando de palpar con la mano que tenía libre el cinturón donde ya no estaba la funda de la pistola:
—¿Qué sucede?
—Con más cuidado, no toque el alambre de púas —tardíamente le advirtió desde alguna parte de la niebla una persona vestida de camuflaje.
En respuesta el alférez sin reparar en expresiones le dijo todo lo que pensaba de él personalmente, sobre sus pantalones rotos, así como lo que pensaba de la política interior y exterior del estado ruso.
El acompáñate se disculpó, pero añadió un par de frases al respecto, que esto no era el Nuevo Arbat, incluso que no era el estado mayor de la agrupación federal y que era necesario mirar hacia abajo…
—¿Qué? ¿A quién le dices esto, joven?
—¡Silencio! Terminen ya, —el coronel, en calidad de superior, les bajó los humos a todos.
En lo adelante se trasladaron en silencio.
En fin, no hubo que caminar tan lejos. Al principio bordearon el transporte blindado que olía a pólvora, a polvo y a todo el metal que no se había enfriado durante la noche. Luego pasaron a lo largo de unas construcciones de hormigón con salientes aspilleras de cañón, y se encontraron con un pedazo de lona impermeable, que cerraba la entrada.
¿Por favor? Con cuidado, no se golpeen…
A la aparición de los invitados el personal del KPP reaccionó con bastante tranquilidad. En todo caso, a ninguno de los soldados les vino a la cabeza dar órdenes, ni levantarse bruscamente a la posición de firme.
Por lo visto, aquí dormían sin desvestirse, en todo caso aquellos que ahora estaban acostados en las literas, acopladas de tablas no planificadas de la tarima, se quitaron solamente los zapatos. Las ametralladoras y los cascos estaban situados cerca de los que dormían, o colgaban de los ganchos de hierro, clavados en la pared.
El olor insoportable de los cuerpos sucios y la lubricación de las armas se mezclaba con el olor del humo. Justo en el centro, en el suelo había una estufa de leña
con un tubo que salía hacia arriba.
Ante la estufa se encontraba arrodillado un soldado sucio con el chaquetón abierto. En el momento, cuando aparecieron los invitados, él entreabría la portezuela de hierro fundido, y por el techo se escapaban los reflejos del fuego.
—¿Y bien? ¿Todo en orden?
—La leña está verde, compañero primer teniente, —en vez de un saludo hizo un reclamo el guardia.
Solo ahora, con la viva luz de la llama, Vinogradov pudo ver las estrellas de las charreteras de la persona vestida de camuflaje.
—Acomódese. Ahora comeremos algo, tomaremos té...
—¿Cómo se siente? —se volvió hacia Vladímir Alexandrovich el coronel. —El tiempo, como que lo permitía.
Vinogradov miró el reloj: para el encuentro quedaban todavía casi cuarenta minutos.
—Con mucho gusto.
Mientras los invitados, se acomodaban directamente en las tablas de dormir, tratando de no despertar a nadie, el jefe cortó unos panes. Luego en el periódico extendido aparecieron unas conservas y algunos jarros:
—Como lo ven si les brindo… ¿Un poco?
Surgió un momento incómodo, y Vinogradov comprendió que él tendría que responder:
—No. Gracias, de todas formas, pero... No puedo, valoren ustedes, según su estado de ánimo.
—El coñac es bueno. Es de aquí, —agregó el teniente mayor. Esta vez se dirigía directamente a Vladímir Alexandrovich.
—Gracias. La próxima vez... A la vuelta.
Al conductor no se le permitía beber, el coronel siguiendo el ejemplo de Vinogradov se negó también, por eso el jefe solo sirvió de la cantimplora para él y para el alférez:
—¿Sin resentimientos?
—Todo bien... ¡Vamos!
En ese mismo momento ya estaba listo el té.
Acomodándose el maletín, Vladímir Alxandrovich captó la mirada interesada del guardia. Se sonrió: ¡Sí, realmente! Ha llegado, comprendes, alguien de la montaña.
El uniforme nuevo, limpiecito, sin signos de distinción. Las botas acordonadas, un portafolio elegante… No es que no tuviera ni un fusil AKM
— sino que ni una cartuchera con una pistola tenía en el cinturón.
El coronel mientras tanto mantenía la conversación:
—¿Cuántos son ustedes en total?
—Yo soy el duodécimo.
—Esto es un poco estrecho...
El joven oficial se encogió de hombros:
—Tenemos que dormir por turnos. Pero es así, cuatro están de servicio, mientras los demás estamos aquí.
—¿Y al menos con la comida, está todo bien?
—Nos traen comida ligera.
—Pero que desvergüenza... se indignó el coronel del estado mayor. —cuando vuelva, lo informaré sin falta. ¡Al comandante de la agrupación, personalmente!
—¡Para qué! Lo que es ofensivo es que nos han quitado el aumento... Algo así, como que no nos encontramos, en zona de estado de emergencia. Tampoco existen oficialmente las operaciones militares.
Es verdad.
—Y resulta que ni el privilegio por los años de servicio, ni el dinero... Menos mal que nos están pagando las misiones.
… Aproximadamente en una media hora nos recogen.
—¿Iremos todos?
—Sí, en general podemos ir todos... El conductor puede quedarse.
—¡Camarada coronel!
—Quédate sentado. Espera mientras... o puedes ocuparte del coche, para que esté listo en cualquier momento. ¿Has comprendido?
—He comprendido, —el conductor regresó a la mesa.
—¿No es mejor que se queden hasta mañana? — Echando hacia un lado la cortina de lona, el jefe del punto de control se interesó por el coronel.
—Ya veremos. Como resulte. ¿Cierto?
—Cierto, —afirmó Vinogradov moviendo la cabeza.
Sería tonto anticiparse. No sabemos cómo se desarrollarán los acontecimientos. Las personas de aquel lugar pueden llegar tarde. Pueden no llegar nunca.
En general ellos pueden muchas cosas. Por ejemplo, pueden matar a tiros en el lugar a Vladimir Alexandrovich y a sus compañeros. O se los pueden llevar bien lejos…
¿Cómo dijo este muchachito? ¡Gente alegre, hijos de las montañas!
La niebla alrededor no parecía tan densa, como antes. Pero casi enseguida, detrás del umbral del hormigón Vinogradov comenzó a sentir un ligero temblor — podía ser del frío de la noche, o de la tensión.
Menos mal que nadie estaba mirando.
—Aquí ya está el puente.
—¿El puente?
—Bueno, nosotros lo llamamos así.
—Entiendo, asintió Vladímir Alexandrovich.
Salieron nuevamente al camino, esta vez delante del punto de control. En este lugar