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Casanova y la mujer sin rostro
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Libro electrónico423 páginas5 horas

Casanova y la mujer sin rostro

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París, 1759: apenas un par de años antes el joven Volnay, pese a su poca simpatía por la monarquía, salvó a Luis XV de la muerte en el atentado perpetrado por Damiens, y agradecido el monarca creó para él el cargo de comisario de las muertes extrañas. Por eso, al ser hallado el cadáver de una mujer sin rostro en París, el caballero de Volnay se encarga del caso. Para empezar, encuentra en el cuerpo una misteriosa carta con el sello del rey, y la presencia del libertino Casanova en el lugar del crimen no deja de intrigarle. A petición del comisario, los restos de la joven no son trasladados al depósito del Châtelet, sino confiados a su ayudante, un monje tan erudito como hereje. La autopsia y los primeros elementos de la investigación conducen muy pronto a Volnay a Versalles, al gabinete del rey, a las casas acondicionadas para la marquesa de Pompadour en el Parque de los Ciervos y al laboratorio del enigmático conde de Saint-Germain...Con una escritura ágil y elegante, Olivier Barde-Cabuçon construye una magnífica novela negra protagonizada por un personaje de gran originalidad y, a la vez, nos ofrece el espléndido retrato de un fascinante periodo histórico.
IdiomaEspañol
EditorialSiruela
Fecha de lanzamiento20 mar 2014
ISBN9788416120215
Casanova y la mujer sin rostro
Autor

Olivier Barde-Cabuçon

Olivier Barde-Cabuçon vive en Lyon. Estudió Derecho y Recursos Humanos, y actualmente es director de recursos humanos en una empresa multinacional. Apasionado de la literatura, el arte y la historia, es un autor reconocido por sus novelas policiacas con escenarios históricos. Casanova y la mujer sin rostro, primer caso del comisario de las muertes extrañas, ha sido galardonada con el prestigioso premio Sang d’Encre 2012 y Misa negra, el segundo caso del mismo protagonista, ha sido merecedora del Premio Historia 2013, que se concede a la mejor novela negra de ambientación histórica.

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    Vista previa del libro

    Casanova y la mujer sin rostro - Olivier Barde-Cabuçon

    Índice

    Cubierta

    Portadilla

    Casanova y la mujer sin rostro

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    Epílogo

    Notas

    Créditos

    Casanova y la mujer sin rostro

    Para Christine y Thibault, y para toda mi familia.

    Voy a donde quiero, escucho a quien me encuentro,

    respondo a quien me place; juego y pierdo.

    CRÉBILLON HIJO

    I

    Nada de cuanto existe ha ejercido

    jamás en mí un poder tan fuerte

    como un bello rostro de mujer.

    CASANOVA

    La noche había invadido la ciudad de París y cubría con un velo negro el carruaje detenido en medio de la calle desierta. Embutido en un abrigo oscuro, el cochero retenía con mano firme a los caballos, que se agitaban nerviosos. Una fina silueta descendió del coche. La capucha del abrigo ocultaba convenientemente las facciones de una joven. En las paredes, las sombras alargaban sus dedos ganchudos hacia ella. Un caballo se encabritó. El cochero miraba al frente, impasible.

    –Es tarde, llevad cuidado, hija mía. ¡La gente de bien es amante del día y la gente mala prefiere la noche!

    La voz procedía del interior del carruaje. Aunque bien timbrada y agradable al oído, sonaba cansada. Como movido por una señal invisible, el coche se puso en marcha con un estruendo de madera y hierro. La desconocida se estremeció. Estaba sola, con los blancos dedos apretados como si se dispusiera a asestar un golpe. La oscuridad borraba los puntos de referencia familiares, sugiriendo a los ojos formas fantásticas. En su infancia, su madre, con los relatos que le contaba durante las veladas, había poblado sus noches, sin saberlo, de duendes, ladrones y fantasmas. Por un instante le pareció oír un ruido de pasos y se detuvo para prestar más atención. Solo el silencio le respondió.

    En ese instante, las nubes se disiparon y la luna arrojó un pálido rayo de luz sobre la calle, mostrando la entrada de un pequeño patio, a cuyo fondo destacaba el resplandor rojizo de un horno de pan. La joven hizo un ademán de alegría. Una risa cristalina escapó de su garganta y echó a andar apresuradamente en dirección a esa luz vacilante.

    La noche fue entonces traspasada por un gesto rápido. Una sombra creció desmesuradamente sobre las paredes y siguió sus pasos. Muy pronto, un grito desgarrador atravesó las tinieblas.

    Era una suave noche de primavera del año 1759. La claridad de las lámparas de aceite y de los faroles de velas había atraído a los curiosos como fascinadas mariposas nocturnas. El comisario del barrio tragó saliva antes de apartar los ojos del espectáculo sangriento que tenía delante.

    –Muerta –dijo–. Todavía no sé por qué ni cómo, pero le han arrancado toda la piel de la cara. ¡Nadie podrá reconocerla en este estado!

    –¡Parece que la haya devorado un lobo! –dijo uno de los oficiales que lo acompañaba.

    Se oyó una exclamación sofocada antes de que el murmullo se extendiera entre los asistentes allí apiñados.

    –¡Los lobos! ¡Los lobos han entrado en París!

    El comisario de barrio lanzó una mirada asesina al policía que acababa de hablar.

    –¡La próxima vez guardaos vuestra opinión!

    El hombre pareció encogerse sobre sí mismo. Al retroceder, fue a chocar con un personaje grave y de semblante impasible, que acababa de llegar y contemplaba la escena en silencio.

    –¡Ah! –dijo el comisario de barrio con cierta contrariedad–, sois vos, señor comisario de las muertes extrañas. ¿Quién demonios os ha avisado, señor de Volnay? Habéis acudido con presteza, ¿acaso no dormís nunca?

    Volnay dio un paso adelante. Era un hombre joven, alto, con un rostro bastante agradable, pero de mirada sombría y actitud severa. La luna delataba con crudeza los contornos de su rostro. No llevaba peluca y sus cabellos, negros como el plumaje de un cuervo, largos y agitados por una brisa ligera, flotaban tras él. Una cicatriz que partía del rabillo de su ojo derecho, subía hasta aquella sien cargada de preguntas. Iba sobriamente vestido con una casaca negra iluminada por una camisa blanca, una chorrera y una corbata. Pese a lo avanzado de la hora, su aspecto era impecable. Sin responder al comisario de barrio, se arrodilló y recorrió con la mirada el cadáver, de la cabeza a los pies, antes de volverse hacia su colega.

    –Quiero que lleven este cuerpo para examinarlo, no al depósito del Châtelet, sino a casa de quien vos sabéis.

    El comisario de barrio se estremeció e intentó protestar.

    –¡Acabáis de llegar! ¡Dejadnos iniciar la investigación antes de decidir si se trata de un caso que compete a la policía científica!

    Volnay ni siquiera le dirigió una mirada.

    –Sabéis que, por disposición real, tengo autoridad sobre todas las muertes extrañas de París –dijo en un tono que no admitía réplica–. Y, como podéis constatar, nos hallamos en presencia de una víctima a la que le han arrancado cuidadosamente la piel del rostro para que resulte irreconocible.

    De un arquero de la patrulla cogió la linterna sorda que empuñaba y la vela de sebo tiñó el cuerpo de una luz mortecina.

    –Habéis observado también que ningún rastro de sangre mancha las prendas de esta mujer. La mataron, pues, antes de quitarle la ropa, a continuación la mutilaron y luego volvieron a vestirla para dejarla aquí. De hecho, a pesar de que vuestros agentes lo han pisoteado todo y probablemente han destruido los indicios, no he visto ningún rastro o reguero de sangre en los alrededores.

    El comisario de barrio meneó la cabeza y dejó escapar un prolongado suspiro.

    –¡Hiláis muy fino!

    –Si tenéis la bondad de formar un cordón policial para mantener a todo el mundo a distancia... –prosiguió Volnay, imperturbable–. Quiero que estemos solos en el escenario del crimen.

    Esperó a que fueran impartidas las órdenes y cogió las manos de la víctima para examinarlas atentamente.

    –Están bien cuidadas y no presentan ninguna marca de trabajos manuales –murmuró, pensativo–. Se trata de alguien de cierta posición...

    –O de una prostituta de los barrios distinguidos.

    Volnay no contestó al comentario, pero su mirada recorrió el cuerpo de la muerta, rozando su pecho antes de detenerse en su cuello. Sus dedos finos y largos cogieron con delicadeza una cadenita y su medalla, que tenía grabada una Virgen. En el reverso había una inscripción en latín, que no tuvo ninguna dificultad en traducir:

    –«Dios nos preserve del diablo»... –Volnay esbozó una sonrisa cortante, volviéndose hacia su colega–. ¡Una extraña prostituta, en tal caso!

    Se incorporó a medias y examinó metódicamente las inmediaciones; pero había pasado tanta gente junto al cuerpo antes de su llegada que ya era imposible distinguir nada. Sacó, pues, un carboncillo y un papel de uno de sus bolsillos y empezó a dibujar el cuerpo y los alrededores. El comisario de barrio sonrió divertido.

    –Así que lo que dicen de vos es verdad: dibujáis de maravilla. ¡Habéis malogrado vuestra vocación!

    Volnay le lanzó una mirada fría. Sus ojos azules podían adoptar en ocasiones la textura del hielo.

    –Todos los detalles tienen su importancia, yo tomo nota de todo, y no solo en mi memoria. Un asesino puede dejar señales de su presencia en un lugar igual que un caracol marca su paso con la baba. La observación es la fuente de nuestro trabajo. Por ejemplo, ¿podríais decirme cuántas personas de las primeras filas, entre la multitud que hay a mi espalda, van con ropa de cama?

    –Mmm...

    –Seis –dijo Volnay con calma, sin dejar de dibujar–. A no ser que haya llegado alguna más en el último minuto. ¿Es correcto?

    –¡Vive Dios, sí!

    –Me gustaría que vuestros hombres las interrogaran. Si van vestidas así, es porque viven cerca y han sido alertadas por el ruido. Quizá hayan visto algo o a alguien...

    En ese instante fueron interrumpidos por el chirrido de las ruedas de una carreta sobre los adoquines. El comisario de barrio dio un respingo y tragó saliva con dificultad al ver al recién llegado. Volnay levantó una ceja.

    –¡Ah, aquí está! Había mandado que lo avisaran. Como podéis constatar, solo el diablo es más rápido que él.

    La silueta oscura de un hombre cubierto con una cogulla se perfilaba en el asiento del conductor. Era un monje y llevaba la capucha puesta para ocultar el rostro. Ante esa aparición fantasmagórica, entre la multitud algunos se santiguaron. En silencio, se apartaron temerosamente de la carreta.

    –Por cierto, ¿quién ha descubierto el cuerpo? –preguntó con sequedad el comisario de las muertes extrañas.

    –Este gentilhombre.

    Volnay echó un vistazo al individuo de alta estatura que le señalaban y, al reconocerlo, su semblante mostró su contrariedad. El gentilhombre se acercó con paso seguro. Su rostro de tez mate era agradable. Llevaba con elegancia un traje de terciopelo amarillo oscuro con pequeños motivos florales y botones forrados de hilo de plata. La chorrera que lucía sobre el pecho y los volantes de las mangas eran de encaje de bolillos. De toda su persona se desprendía un irresistible entusiasmo y una alegría natural.

    –Soy el caballero de Seingalt –dijo amablemente.

    –Sé quién sois, señor Casanova –contestó tranquilamente Volnay.

    ¿Quién no había oído hablar de Giacomo Girolamo Casanova, el veneciano, alternativamente banquero, estafador, diplomático, oficial, espadachín, espía o mago, y siempre, por supuesto, seductor? Casanova era un mito que caminaba precedido por su fama.

    A juzgar por su expresión, era evidente que la moral de Volnay reprobaba la vida tan disoluta de seres como Casanova, que se acostaba con muchachas apenas púberes y a veces incluso con la madre y la hija juntas.

    –¡Soy el caballero de Seingalt! –insistió el otro, empeñado en que le reconocieran su título–. ¡He sido condecorado con la orden de la Espuela de Oro por el papa en persona!

    –¿Y quién no lo ha sido? –replicó Volnay frunciendo el entrecejo.

    Sabía perfectamente que Casanova se había sacado de la manga ese título de caballero de Seingalt. A los que se burlaban, este les contestaba con insolencia que no tenían más que hacer lo mismo que él. Volnay lo contempló tranquilamente. No sentía una simpatía especial por esa clase de individuos, pero este en concreto era íntimo de los grandes de este mundo o, al menos, se esforzaba en parecerlo. Desde su llegada a París, tres años antes, su energía, su vivacidad y su ingenio lo habían introducido en la elite de la sociedad. Frecuentaba tanto a la nobleza más distinguida, como al mariscal de Richelieu o a la duquesa de Chartres, como a la elite intelectual del país. Había que ser prudente con él.

    –¿Cómo habéis descubierto el cadáver? –preguntó en un tono neutro.

    –Pues estaba acompañando a una encantadora muchacha a su casa... Como sabéis, nada de cuanto existe ha ejercido sobre mí un poder tan fuerte como un bello rostro de mujer. Resumiendo, mientras caminábamos, simple y llanamente tropezamos con este cuerpo. Me agaché, aparté la capucha y... mi acompañante gritó.

    –¿Al encontrar a la muerta, o un poco antes, visteis a alguien en los alrededores?

    –A nadie, comisario.

    Sin pronunciar palabra, Volnay se volvió y se arrodilló de nuevo junto al cadáver, obligándose a examinar la máscara ensangrentada del rostro para comprender cómo había actuado el asesino. ¿Un lobo? Indudablemente no, con toda probabilidad algo peor...

    La luna bañaba la escena con una luz plateada. Volnay reprimió de pronto un juramento. Trastornado por el rostro de la muerta, había olvidado registrar el cadáver y ahora, maquinalmente, sus manos habían palpado y sacado casi sin querer una carta de un bolsillo de la víctima. Su mirada se topó con el sello y una oleada de indignación lo invadió al percatarse de que Casanova no le había quitado los ojos de encima.

    –¡Comisario, una carta en el bolsillo de la muerta!

    –Os equivocáis, caballero –dijo Volnay, concediéndole esta vez su título usurpado–. Esta carta ha caído de mi manga.

    –Os aseguro que...

    Volnay le dirigió una mirada fría.

    –¡Os digo que es mía!

    Casanova se calló y lo observó con curiosidad.

    Entre la muchedumbre que los rodeaba, un hombre vestido de negro no apartaba la mirada de Volnay ni un segundo. Era alto y delgado como un carámbano. Su rostro lampiño sorprendía por la extrema blancura de la piel, incluida la de la despoblada cabeza. Recordaba una flor marchita en el extremo de un largo tallo. Sus ojos eran de un gris tan desvaído que parecían totalmente desprovistos de color. No tenían ni un ápice de humanidad.

    El hombre siguió atentamente todos los gestos del policía y se volvió al llegar la carreta conducida por el monje, que esperó con toda tranquilidad a que cargaran el cadáver. Frunció el entrecejo como si intentara recordar en qué ocasión había visto al extraño personaje que suscitaba miedo y extrañeza a su alrededor. Su rostro se iluminó entonces con una sonrisa maligna que no llegó a los ojos. Su boca escupió un juramento silencioso al tiempo que su mano esbozaba una rápida señal de la cruz.

    Observó después con interés la presencia de Casanova, pero, cuando Volnay se guardó subrepticiamente la misiva en el bolsillo, se le escapó una breve exclamación de estupor. Las facciones de su rostro se endurecieron y, tras un instante de vacilación, se apartó de la multitud para alejarse precipitadamente como alma que lleva el diablo.

    Era muy tarde cuando el policía regresó a su casa. Toda clase de sombras invadían la noche. Mantuvo la mano en la empuñadura de su espada durante todo el camino, atento a las siluetas furtivas con las que se cruzaba y a las que permanecían ocultas detrás de los pilares o bajo los saledizos de las casas. Todas las mañanas, los limpiabotas recogían del suelo cadáveres de transeúntes imprudentes.

    La calle de la Porte-de-l’Arbalète llevaba a la de Saint-Jacques por un pasaje empedrado y bordeado de guardacantones. A determinada altura, este se abría a una sucesión de tres patinillos, el primero, de ladrillo y piedra con un pozo con brocal en el centro, el segundo, más pequeño, y el tercero, minúsculo y ocupado casi todo él por una acacia. Allí vivía Volnay, feliz con su soledad y con su árbol, que entreveía desde todas las ventanas de su casita de una sola planta. La acacia era como un símbolo de vida en aquel lugar desierto, un nexo entre la tierra, que tan mal iba, y el cielo, indiferente a su desdicha.

    Entró y cerró pesadamente la puerta. Una gran estancia le servía de salón, despacho y comedor. La vivienda de Volnay solo tenía razón de ser y coherencia en función de los libros. Estos invadían su morada, sembrando las paredes de manchas ocres y doradas a la luz de las velas, que con un destello inesperado iluminaban uno u otro lugar. Eran libros encuadernados en piel o pergamino, con cubiertas tachonadas y guardas estampadas. Su presencia y el lugar que ocupaban en la casa indicaban tanto la extensión del mundo interior de su propietario como sus límites. Dos butacas desparejadas y una mesa de madera sobre la que descansaban unos bonitos candelabros los miraban de frente con determinación. En las paredes, unos tapices ajados, probablemente herencia familiar, daban un toque de delicadeza inesperado.

    –¿Cómo estás, amiga mía?

    La pregunta iba dirigida a una magnífica cotorra que lo miraba a través de los barrotes de su jaula. Tenía una larga cola y lucía un plumaje negro con reflejos violáceos en la parte superior del cuerpo, el pecho y la cabeza, blanco en el vientre, los costados y la base de la alas, y verdusco en la cola.

    –¿No contestas? ¿Estás enfadada?

    El pájaro guardó silencio. Volnay se encogió ligeramente de hombros y se acercó a los estantes de su biblioteca. Escogió un libro de vitela roja, cuya cubierta acarició amorosamente antes de acomodarse en su butaca preferida, junto a la chimenea provista de una pila de leños apagados. Tras un instante de vacilación, dejó el libro sobre un velador y sacó del bolsillo la carta sustraída a la joven muerta. El único motivo por el que había actuado de ese modo inusual, ante las narices del caballero de Seingalt, era que el sello había atraído su atención. Contempló ahora con tristeza ese sello y suspiró. ¡Era el del rey!

    «¿Por qué ha tenido que caer en mis manos?»

    Sombríos pensamientos habían atravesado la mente de Volnay. El estado de depravación del monarca parecía no tener límites. Se rumoreaba que mandaba comprar o robar a sus padres niños que iban a poblar los desvanes del palacio para satisfacer su apetito de lujuria. Volnay sabía que en Versalles, en el barrio que llamaban Saint-Louis o Parque de los Ciervos, una o varias casas secretas le servían de lugar de citas con núbiles coquetas. Y cuando de esas relaciones culpables nacía un bastardo real, se le arrebataba sin miramientos a su infortunada madre para dejarlo a cargo de una nodriza.

    «¿Y si esa joven venía del lecho del rey?»

    Madame de Pompadour, favorita de Luis XV, era quien había instalado a jovencísimas muchachas en esas casas del Parque de los Ciervos para responder a los deseos regulares del rey. Ella no se encontraba capaz de satisfacer por sí misma esa sensualidad real desbordante. Temiendo perder su posición, se le había ocurrido ofrecerle los placeres que exigía seleccionando personalmente a jóvenes poco esquivas y de baja extracción social, que no sabían nada de las intrigas de la corte. De ese modo controlaba la aparición de una posible rival y velaba para que ninguna de las amantes del rey adquiriera demasiado poder sobre él. Después casaba a las chicas con un miembro de la casa real para desembarazarse de ellas.

    Volnay se había preguntado a menudo cómo podía conciliar Luis XV sus vicios y su temor de Dios. Pero este se consideraba rey por derecho divino y pensaba que el infierno estaba reservado para los demás. Además, ¡después de sus retozos hacía rezar a las desdichadas criaturas de las que abusaba para no ser condenado!

    Volnay, pensativo, miraba y remiraba la misiva sin atreverse a romper el lacre. No solo la historia del harén oculto de las jóvenes amantes del rey era de dominio público, sino que corrían por París los rumores más descabellados. Según estos, el rey estaba leproso como consecuencia de sus excesos y tenía que tomar baños de sangre de niño para no morir.

    «¿Y si esa joven venía del lecho del rey? –se repitió–. ¿Qué debería hacer?»

    Su mente lógica y deductiva ya había llegado a la conclusión de que quizá un día se viera obligado a devolver esa carta a su propietario. Por lo tanto, era más prudente no romper el sello de cera pese a su profunda curiosidad. La contrariedad le hizo maldecir entre dientes.

    –¡Y pensar que a ese bribón redomado de Casanova no se le ha escapado ni un detalle! –exclamó Volnay en voz alta, consternado–. ¡Casanova!

    –¡Casa! ¡Casa!

    El policía dio un respingo y su mirada se dirigió hacia la espaciosa jaula donde estaba la cotorra de bello plumaje.

    –¡Casanova es un idiota! –le dijo, sonriendo.

    –¡Casa es idiota! ¡Casa es idiota! –repitió dócilmente el pájaro.

    Volnay se echó a reír.

    Casanova había maniobrado de maravilla, bebiendo poco pero sin dejar de llenar una y otra vez la copa de su adversario, perdiendo al principio para hacer subir las apuestas antes de darle la puntilla al otro, súbitamente sobrio.

    –Caballero, he jugado poniendo como garantía mi palabra...

    El veneciano se arrellanó en el sillón con una ligera sonrisa en los labios.

    –Normalmente, Joinville, cuando uno juega, lleva dinero encima –dijo con calma.

    El otro se encogió de hombros y pidió de beber. Observaba con inquietud el rostro de Casanova, del que había desaparecido todo rastro de amabilidad. Se encontraban en un antro lleno de humo, donde los orígenes sociales eran lo de menos mientras se pudiera poner sobre la mesa una moneda contante y sonante. Se jugaba allí a la malilla, al faraón, al bisbís y a los cientos. Mujeres de pechos generosos se apoyaban en los hombros de los jugadores afortunados. Una de ellas, que llevaba medias de seda rosa, atrajo un instante la atención del caballero de Seingalt; luego, la mirada de este se posó de nuevo con frialdad en su deudor. Casanova solo mezclaba el dinero y los placeres cuando no se trataba de su propio dinero.

    –Esta noche estabas en vena, Giacomo –dijo Joinville en un tono áspero.

    El veneciano sonrió fugazmente y se echó hacia atrás, con los ojos entornados como para evocar mejor los instantes pasados de su vida.

    –En ciertos periodos de mi existencia, jugaba todos los días –confesó con voz un tanto hastiada–, y cuando perdía habiendo puesto como garantía mi palabra, el aprieto de tener que pagar al día siguiente me causaba crecientes sinsabores. Caía enfermo, me recuperaba y, apenas restablecida mi salud, olvidando todas mis desgracias pasadas, empezaba de nuevo a divertirme.

    –¡Ah!, ¿lo ves? ¡Tú también jugabas con la garantía de tu palabra!

    Casanova abrió los ojos como platos.

    –¿Sería quizá porque mi palabra tiene más valor que la tuya? –replicó con malicia.

    Sobre la mesa, las velas despedían un extraño olor agrio que se agarraba a las fosas nasales. Con una alegría forzada, el tal Joinville le quitó a la joven sirvienta la jarra que llevaba en la mano e intentó torpemente pellizcarle el trasero. Ella se escabulló riendo y él se encogió de hombros, entonando con voz estentórea la canción que tanto hacía reír en Francia cuando Mazarino era primer ministro del rey anterior y gobernaba con la madre del futuro Luis XIV, Ana de Austria, con quien se sospechaba que mantenía una relación:

    Joder con el culo, joder con el coño,

    joder con el cielo y con la tierra,

    joder con el diablo y con el trueno,

    y con el Louvre y con Montfaucon,

    los cojones de Mazarino

    no trabajan en vano,

    pues cada vez que echa un polvo

    hace tambalearse la corona,

    ese maldito siciliano

    es un perro inmundo,

    ¡a la española mi palabra

    se la planto en el culo!

    Casanova no cantó; bebía despacio su vino de Chipre sin apartar los ojos de su adversario.

    –Te doy crédito –dijo de pronto– si me cuentas una buena historia, porque sé que conoces muy a fondo los secretos de la corte.

    –¿Por cuál quieres que empiece?

    –¡Por el más interesante!

    Joinville respiró hondo. Era un comerciante de vinos que surtía a casas ilustres de París. Su honorable costumbre de probar todo lo que vendía le había proporcionado una panza respetable. Como esa costumbre se completaba con la de beber con sus clientes, era un pozo sin fondo de informaciones mejor o peor ingeridas, según el nivel de ebriedad alcanzado en el momento de la escucha.

    –¿Sabes cómo sedujo la Pompadour al rey la primera vez? Asistió a un baile de disfraces vestida de Diana cazadora, con el cabello trenzado con hilos de plata y los pechos desnudos, llevando en la espalda un arco y un carcaj. El rey no se resistió ni un minuto.

    Joinville levantó su pesado cuerpo para declamar de un tirón:

    –«Que la virtud pierda yo,

    que lleve cuernos mi marido,

    ¿qué ha de importarme eso a mí?

    ¡Si la amante del rey soy!»

    Casanova reprimió un bostezo. Todo eso carecía de interés. Joinville lo miró levantarse con cierto temor.

    –¡Espera! ¡Espera! ¡Tengo noticias más nuevas! Como sabes, el partido devoto odia a la Pompadour. Está dispuesto a cualquier cosa para destruirla...

    –Eso no es una novedad –señaló el veneciano estirándose el traje y buscando con la mirada a la chica de las medias rosa.

    –¡Te digo que esperes! Cuentan que ha encontrado la manera de conseguirlo y que dentro de poco la Pompadour ya no será más que un recuerdo.

    –¿Un complot? –preguntó Casanova, súbitamente interesado.

    –Eso parece, pero por el momento no sé nada más. El padre Ofag, un jesuita, es quien lo organiza.

    –¿Y eso es todo?

    –Su mano ejecutora es un tal Wallace, una especie de soldado iluminado de piel blanca como la leche y mirada penetrante. Ese tipo hace que se te pongan los pelos de punta. Es muy peligroso.

    Acompañó la frase pasándose significativamente el pulgar por el cuello, imitando el gesto del degüello. El caballero de Seingalt, frío y calculador, lo observó un instante.

    –No me creo mucho todo eso –dijo por fin–, pero vuelve con alguna información de primera mano y olvidaré nuestra deuda. Estoy incluso dispuesto a añadir unos escudos, pero solo en el caso de que valga realmente la pena.

    Su mirada se cruzó con la de una de las mujeres que lucía un amplio escote, de pie junto a una mesa, y a continuación se volvió como de mala gana hacia Joinville.

    –¿Conoces a un policía llamado Volnay?

    Joinville rompió a reír a carcajadas.

    –Pues claro, Volnay le salvó la vida al rey hace dos años, cuando el atentado de Damiens. El rey lo nombró caballero.

    –¡Menuda revelación!

    –Tiene fama de ser un hombre recto e íntegro. El rey le pidió que expresara un deseo concreto para darle las gracias por haberle salvado la vida y Volnay le contestó que deseaba encargarse de la investigación de todas las muertes extrañas que se produjeran en París. Aquello hizo reír al rey, que sin embargo estaba en deuda con Volnay. Así que, desde hace dos años, este es el comisario de las muertes extrañas, sin una asignación específica salvo la de investigar los crímenes particularmente horribles o complejos que se cometen en la capital. Fue él quien resolvió el caso Pécoil. ¿Has oído hablar de él?

    El veneciano negó con la cabeza. Joinville encendió un cigarro y se inclinó hacia él con una sonrisita condescendiente.

    –Pécoil había acumulado inmensas riquezas gracias al comercio de sal. Las guardaba en su casa, en una bodega cerrada con tres puertas de hierro. Como todo buen avaro que se precie, bajaba allí casi todas las noches para regalarse la vista contemplando su oro. Una noche, no volvió a subir. Pese a la preocupación, su mujer y su hijo dejaron transcurrir dos días antes de llamar a la policía y de forzar con su ayuda las tres puertas. Encontraron a Pécoil degollado junto a su tesoro, del que no faltaba ni una moneda, con los brazos metidos en el farol carbonizado y devorados por el fuego –Joinville soltó una densa nube de humo–. Volnay resolvió el caso en menos de una semana. Dicen que es muy competente.

    Casanova arqueó una ceja y dijo en un tono glacial:

    –Eso espero, por su bien. ¡Va a hacerle mucha falta!

    II

    ¿Qué es la belleza? No sabemos

    nada de ella, la conocemos

    de memoria.

    CASANOVA

    La madera trabajaba en la oscuridad y los muebles crujían. ¿De verdad no tenían alma? Esos ruidos y el recuerdo de la mujer sin rostro hicieron que Volnay se despertara sobresaltado en plena noche, cuando unos labios ensangrentados se posaban ya sobre los suyos. Volvió a dormirse profundamente, pero la mujer de la máscara ensangrentada volvió a su vez a la carga tendiéndole una carta que él se negaba obstinadamente a coger. Escapó de la pesadilla después de que ella se quitase la ropa y se sentase encima de él, como un demonio hembra que hubiera entrado en sus sueños para cabalgarlo.

    «Quien duerme boca arriba es asfixiado en ocasiones por espíritus flotantes que lo agotan con toda clase de ataques y de tiranías, deteriorando tan brutalmente su sangre que el hombre yace exhausto y no logra recuperarse», le habría explicado, sin duda alguna, su docto colaborador, el monje. Pero a esas horas este último debía de estar ocupado examinando a conciencia el cuerpo de la mujer sin rostro.

    Volnay pensó entonces en la carta sustraída al cadáver, resistiéndose a la tentación de leerla. Después de haberse levantado, encendió una vela. Alimentados sus pensamientos por el silencio de la noche, Volnay intentó poner en orden sus ideas. A fuerza de examinar sus dibujos del escenario del crimen y de elaborar una hipótesis tras otra, le resultó imposible volver a conciliar el sueño. Así pues, al amanecer se dirigió con muy mala cara hacia la puerta de entrada, a la que estaban llamando.

    Cuando abrió, el policía se esperaba cualquier cosa salvo la aparición de aquella joven de talle admirable enfundado en un vestido de tela briscada en tres azules diferentes y adornado con encajes de plata. El corte y el tejido realzaban la redondez de sus pechos, ceñidos por el corsé. Un delicioso perfume de rosas, alternativamente suave, especiado o afrutado sobre un fondo de ámbar y almizcle, la envolvía. Aparentaba menos de veinte años y, en su rostro de facciones puras, una capa de brillante carmín escarchado en plata realzaba el negro resplandor de sus ojos almendrados. Su cabellera, más oscura que la noche más negra, sujeta con innumerables horquillas, parecía salpicada de estrellas. Su cuello era como luminoso, y su talle, menudo y elegante. Al bajar los ojos, descubrió unos pies finos y ligeros que aceleraron los latidos de su corazón.

    –Señora...

    –Señorita Chiara d’Ancilla, caballero –dijo ella en un tono encantador y zalamero.

    Volnay pestañeó brevemente. Pocas veces le aplicaban su título de caballero, y él mismo no lo utilizaba nunca. ¿Quién era esa joven y bella italiana y qué quería de él? Aparte de una asistenta que se ocupaba de la limpieza, las compras y la ropa, ninguna presencia femenina venía nunca a iluminar aquel lugar austero consagrado al descanso, la lectura y la reflexión.

    –¿Puedo entrar?

    Volnay se dio cuenta entonces de que se había quedado plantado, ajeno a las normas más elementales de la cortesía. Se apresuró a hacerse a un lado y entonces descubrió que hasta los menores pliegues de la parte posterior de su vestido exaltaban el brillo de la seda y la suavidad del satén. Ya en el interior de la casa, la joven se detuvo ante las encuadernaciones doradas que aportaban su propia luz al lugar, para admirar la elegancia abstracta de las lacerías, los motivos azules y el follaje de las orlas florales y de palmas.

    –Veo que os gustan los libros –dijo–. A mí también me encantan. ¡Encierran toda la ciencia de la humanidad! –Se volvió hacia él para añadir con una voz encantadora–: Y sus esperanzas...

    Su fina mano corrió a lo largo de los cantos de los libros y Volnay, a su pesar, se estremeció como si acabara de acariciar una parte de su cuerpo. Ella cogió un volumen cuya cubierta reproducía repetidamente un conjunto de cinco florones alrededor de un rombo central, flanqueado en las esquinas por cuatro enjutas triangulares.

    Tratado del estado del cuerpo humano tras el ahorcamiento –leyó con espanto–. Dios mío, ¿por qué leéis semejantes cosas?

    Con delicadeza, Volnay le cogió el libro de las manos.

    –Este libro me ha permitido comprender cómo se puede afirmar que una persona ha sido estrangulada y no ahorcada. Según se trate de uno u otro caso,

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