Ingair, asesinato en el bosque: Búran
Por Víctor Sánchez
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El inspector Mikhail Búran, de la policía de Tobólsk, se enfrenta esta vez a un caso en el que tendrá que resolver un misterio en torno al frondoso e impenetrable Bosque de Ingair: una granja donde aparece el ganado muerto, unas extrañas formas en los campos, un accidente de un MIG-23, muchas intrigas y silencios del Gobierno central. Para ello tendrá que poner a prueba toda su capacidad como investigador, y recurrir al sagaz ingenio de los detectives clásicos.
Acción, intriga, misterio, y romance, en un policíaco ambientado en la URSS de los convulsos y fascinantes años ochenta del siglo XX, en plena Guerra Fría.
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Ingair, asesinato en el bosque - Víctor Sánchez
Índice de contenido
Entradilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Día 1
Día 2
Granja colectiva
Día 3
Edificio MVD
Granja número 4
Día 4
Dacha de Ingair
Dacha
Día 5
Edificio MVD
Moscú, Plaza Lubianka
Despacho jefe de policía
Edificio MVD esa tarde
Edificio MVD más tarde
Día 6
Casa de Klichenko
Nou barri Barcelona
Día 7
Despacho del comandante
Sala de interrogatorios
Epílogo
Glosario
Más Nou editorial
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EDITORIAL
Buran2_p02a.psdTítulo: Ingair, asesinato en el bosque.
Búran.
© 2021 Víctor Sánchez.
© Idea y grafismo de portada: Víctor Sánchez.
© Diseño de logotipo de colección: Víctor Sánchez.
© Diseño Gráfico: nouTy.
Colección: IRIS.
Director de colección: JJ Weber.
Primera edición junio 2021
Derechos exclusivos de la edición.
© nóu editorial 2021
ISBN: 978-84-17268-60-2
Edición digital agosto 2021
Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.
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A mis padres, que nunca se rindieron.
A mis hijos, no os rindáis nunca.
A la generación de los anhelos y los sueños rotos,
que nunca nos vamos a rendir.
Prólogo
—No sé cómo todavía dejan pilotar esa chatarra.
—¿Chatarra? Eh, un respeto. Esta maravilla es un MiG-23, el primer cazabombardero con alas de geometría variable, que puede superar en dos puntos y medio la velocidad del sonido.
—Ya. Un «Cheburashka»…
Yelena Yarlanova ignoró los despectivos comentarios del técnico-mecánico que le había tocado en suerte aquella noche de guardia, el bocazas de Treskov. Mientras, con el casco de vuelo en la mano derecha, pasaba los dedos de la izquierda por el perfil alar del aparato, que se alineaba con la pista de vuelo, bajo la cubierta semicircular del hangar de alerta y control de la Base Aérea de Troitsk, cerca de Cheliábinsk.
Los mecánicos, y también algunos de los pilotos, apodaban «Cheburashka» al MiG 23 porque sus dos tomas laterales de aire se asemejaban a las orejotas del popular muñeco infantil. A ella no le molestaba especialmente, pero nunca lo utilizaba. Estaba enamorada de su avión.
Como hacía siempre, pasó por debajo de los alerones de sustentación, y tiró de ellos a ver si se movían. Había pasado por delante de Treskov, que seguía farfullando su diatriba contra el modelo, y seguro que ahora le estaría mirando a ella el trasero, que sobresalía y destacaba, inevitablemente, con los pantalones antigravedad que llevaba encima del mono de vuelo.
—… Y si es tanta maravilla —proseguía el hombre—, ¿Por qué han destacado una escuadrilla aquí, en Siberia, al pie de los Urales, donde nunca pasa nada? ¿Y por qué resulta que todos los pilotos, incluso la jefa de la unidad, son de los más novatos de nuestras gloriosas Voyska PVO? Ah, perdón, se me olvidaba que estoy hablando con la hija de la legendaria Anna Yarlanova…
—¡Basta, Treskov! —Se volvió ella con gesto enérgico—. No me obligues a utilizar mi rango. No voy a consentir que se menosprecie al Escuadrón Izgoy, ni que metas a mi madre en esto. Ya no es militar, ya no.
—Lo sé —dijo el otro agachando la cabeza y con un tono mucho menos petulante—. Trabaja nada menos que en Aeroflot, la compañía de bandera de nuestra amada Patria. Es una leyenda, y espero que usted también lo sea, camarada teniente. Le pido disculpas.
No sabía si esto último lo había dicho con la sinceridad del arrepentido o solo por hacerle la pelota. Qué importaba. Yelena ya estaba entrando en la pequeña sala de pilotos. Solo para oficiales, a la que el impertinente técnico mecánico no podía acceder sin permiso, y sin llamar a la puerta. Dejó el casco de vuelo sobre la taquilla, y se despanzurró en el sofá de dos plazas que ocupaba casi toda la estancia. Había café, revistas, una radio, y hasta un pequeño televisor, que casi siempre estaba estropeado.
Noche de guardia, noche de aburrimiento, se dijo. Nunca había alertas de interceptación aérea, y cuando había alguna, era un ejercicio.
—Saria llamando a Pamir Uno. Responde Pamir Uno… Aquí Saria. Adelante Pamir uno. ¿Todo bien ahí arriba?
—Sí, Saria, justo ahora volvemos a pasar por encima de nuestra amada Patria. ¿Se ve bien desde ahí fuera, Svetlana?
—Se ve espectacular, Vladímir Aleksandrovich. De noche tan bella como de día.
—No es por meteros prisa, pero la reparación de ese panel debería haber concluido hace rato. La cosmonauta Savinskaya tiene la reserva de oxígeno al treinta y cinco por ciento…
—Ya casi he terminado, Saria —dijo la cosmonauta mientras ajustaba la última sección del fuselaje, y guardaba la llave metálica en su cinturón de herramientas.
—Pero qué… ¿Qué es eso? —Escuchó por la radio a su compañero Zabenkov—… Igor, busca la cámara de fotos, y ven a la escotilla. Svetlana, deja lo que estés haciendo y agárrate a alguno de los asideros. Creo que se nos acerca un meteoro. Voy a tratar de mover la estación para situarla de lado. Solo como precaución…
—Saria aquí Pamir Uno. Responde Pamir Uno…
—Ahora no, Saria —Se limitó a decir el cosmonauta mientras se desplazaba en el vacío hasta los mandos de traslación de la Salyut 7.
—Es algo muy grande, y va a pasar muy cerca —dijo Igor Vólikov con la voz algo nerviosa.
—Svetlana, ¿estás bien asegurada? —preguntó Zabenkov como si no ocurriera nada, al tiempo que movía, con ligeros toques, el mando de los impulsores laterales de la estación.
—Sí, camarada comandante.
Justo entonces, toda la estación vibró como si estuviera siendo agitada por un gigante. Muchos objetos se salieron de sus estuches o habitáculos, y comenzaron a flotar. Como estaba asido al asiento por los cinturones de amarre, Zabenkov también temblaba, y se agitaba como si volara en un viejo Tupolev sobre una tormenta de nieve.
Detrás de él, Vólikov daba vueltas sobre sí mismo como si estuviera entrenando en la centrifugadora de la Ciudad de las Estrellas. En el panel de control comenzaron a encenderse luces rojas y amarillas, y también se activó la alarma sonora de emergencia.
Fueron tan solo unos segundos, y luego todo el movimiento cesó. Entonces. Solo entonces…
—¿Camaradas, habéis visto eso? —dijo Zabenkov, con toda la flema y serenidad que pudo reunir.
—¿Visto qué? —le replicó el otro cosmonauta entre espasmos, mientras buscaba entre el barullo de objetos, una bolsa para vomitar.
—Svetlana, ¿Estás bien? Dime que lo has visto todo.
—Estoy bien, pero no he visto nada. Cerré los ojos con el primer fogonazo. ¿Qué ha sido, un meteorito?
Vladimir Zabenkov se tomó su tiempo para responder. Aún recordaba los interrogatorios, y las pruebas psicológicas, que le hicieron cuando dijo haber visto algo parecido a seres de luz, que parecían tener incluso alas. Respiró antes de responder. Ambos eran sus compañeros de tripulación. No les podía mentir. Ni tampoco al control de tierra.
—Dinos, comandante —le insistió Igor—, ¿Qué fue lo que viste?
Ambos esperaban su respuesta, así que, tas otra pausa, se lo dijo.
—No creo que fuera un meteorito. Parecía que tenía… Casco. Además, antes de desaparecer, pareció como si… Decelerara, y cambiara de posición para enderezarse, y tomar rumbo a… Saria, aquí Pamir Uno…
A Yelena Yarlanova se le estaban cerrando los ojos mientras leía un reportaje de la revista Sputnik sobre la fauna salvaje de la Taiga, cuando, de repente, se encendió la luz roja de alarma y comenzó a sonar la sirena intermitente.
Como un resorte, se levantó del sofá, se miró y tocó todo el cuerpo para ver que llevaba puesto el equipo completo, incluidos los pantalones antigravedad y las botas. Tomó el casco de la taquilla, y salió corriendo de la salita.
Eran apenas unos metros, pero los recorrió a zancadas, empujando las puertas, y haciendo sonar las suelas de las botas al doblar las esquinas.
Fuera, el mecánico Treskov, deambulaba de un lado a otro, sin sentido, como un boxeador vapuleado.
—¡Petia Ivanovich! —Le gritó mientras se ajustaba el casco sin dejar de correr—. ¡Mi escalerilla! ¡Las calzas de las ruedas! ¡La lona del motor!
Como si volviera de un viaje a ultratumba, el mecánico corrió a por la escalerilla, y la colocó justo cuando ella llegaba.
—¡Las calzas! —Le repitió.
Una vez en la cabina, Yelena saltó sobre el asiento, y se giró para dejarse caer sobre él. Ajustarse las cinchas y poner en marcha el aparato era todo lo mismo. ¿Sería un ejercicio?, pensó. Lo fuera o no, debía estar en el aire en menos de tres minutos.
No esperó a ver a su mecánico hacerle la señal de gotovyy. En cuanto el motor empezó a gemir, tiró de la palanca de potencia con la mano izquierda, y movió el mando hacia adelante con la otra. El aparato comenzó a moverse despacio, con lo que estaba claro que su mecánico había quitado las calzas de la ruedas.
Había que hacer un pequeño giro antes de enfilar la pista de despegue. Aprovechó para terminar de conectar y comprobar todos los indicadores, y el instrumental de la cabina: Altímetro, horizonte, radio, estabilizadores, aerofrenos, timón de cola, Radar Sapfir, buscador de infrarrojos, misiles R-23…
—Jefe Izgoy, aquí Torre —Escuchó por los auriculares del casco—. Tiene permiso para despegar…
«Ya sé que tengo permiso para despegar, estúpido», farfulló ella entre dientes, al detectar la voz de sueño del controlador de guardia. Sin embargo, se limitó a responder en alto «Entendido, Torre».
Troitsk era una base de helicópteros, y su pista de despegue era de apenas mil trescientos metros, así que debía extender al máximo sus alas de geometría variable, para obtener mayor sustentación, despegar a máxima potencia, y, justo antes de tirar hacia atrás de la palanca para elevarse, encender el postquemador.
Una vez en el aire, según el procedimiento, debía recibir órdenes del mando de la Defensa Aérea: rumbo y objetivo. Pasaron apenas unos segundos, lo justo para ganar altitud, cuando recibió la comunicación por radio.
—Identifíquese, piloto.
—Teniente Yelena Yarlanova, Escuadrón ciento veintiuno de la PVO, nombre en clave Izgoy.
—Camarada Yarlanova, le habla el mando central del Voyská Protivovozdúshnoi Oborony. No se trata de un ejercicio, repito, no se trata de un ejercicio. Compruebe que lleva activado su identificador Drug-Vrag. Diríjase a la cuadrícula veinticinco, rumbo siete dos siete. Objetivo: Un vuelo no autorizado. Posiblemente un avión espía amerikanskii SR-71…
Mientras viraba, y ajustaba el rumbo, trató de encontrar el modelo en el la lista de objetivos que tenía en el cuaderno de vuelo de su muslera. Era un avión enorme, veloz, y supuestamente indetectable al radar. Lo último en espionaje militar.
—… Nuestros radares lo han detectado al oeste de los Urales, y Krasnoyasks y Moscú acaban de confirmarlo. Si es un SR-71, vuela por debajo de su cota y su velocidad máxima, por lo que puede que sufra algún tipo de avería. Sus órdenes son interceptarlo, hacerle señales visuales, y, en su caso, disparos de advertencia, para obligarle a aterrizar como primera opción, o conminarle a abandonar nuestro espacio aéreo como segunda. ¿Ha entendido las órdenes, camarada teniente?
—Órdenes entendidas, Mando Aéreo. Permiso para romper la velocidad del sonido.
—Permiso concedido.
Yarlanova recogió las alas de su Mig 23 para ofrecer menor resistencia al aire, y luego encendió el postquemador a toda potencia para llevar al aparato a su máxima velocidad: Match 2.5.
Tobólsk
Siberia occidental
Verano de 1985
Día 1
Edificio del MVD
9:05 horas
—Tengo un caso para usted, Búran, coja a Klichenko y vayan a esta dirección —El comandante Mikoyan le pasó una nota manuscrita con unas señas de las afueras de la ciudad.
—¿Qué es, jefe?
—Lo tiene todo aquí — Le pasó una carpeta marrón de las que tenía sobre su mesa, con el sello de «pendiente»—. No le digo más. Le va a encantar…
Le despidió con el habitual «puede retirarse», al que, como siempre, Búran respondía cuadrándose, y con un «camarada comandante». Casi por la inercia de los años de servicio, se dio la vuelta como si estuviera de instrucción, y fue hacia la puerta acristalada casi desfilando, con la carpeta en la mano en vez del fusil.
Era jueves, se dijo, día de reparto.
Al salir del despacho cruzó una breve mirada con la secretaria de su jefe, la agente Kirbuk.
—Hasta luego, Tanya.
—Hasta luego, Búran.
Tanya y él se veían a diario, y se trataban con cordialidad, y la debida distancia, pese a que los dos habían salido un par de veces mientras ambos estaban en la GAI. No sabía por qué, pero no habían vuelto a quedar desde que él era operativnik y ella la secretaria de Mikoyan. Ya no debía de gustarle, nunca se lo insinuaba, ni