Al empezar 1967, la carrera hacia la Luna estaba en pleno auge. Y la verdad es que no iba bien para la Unión Soviética. Aunque pocos lo sabían entonces, la NASA había tomado la delantera gracias a los diez vuelos Gemini que habían ayudado a resolver los tres problemas esenciales para desarrollar el inminente programa Apolo: la maniobra de encuentro en órbita, las dificultades fisiológicas derivadas de la prolongada permanencia en ingravidez y las propias salidas fuera de la nave.
La URSS, por su parte, apenas se había repuesto de una pérdida irreparable. Serguéi Koroliov (o Korolev), el alma de su programa espacial, había fallecido a principios de 1966 durante una operación quirúrgica planteada, en principio, como rutinaria. Hacía dos años que no volaba un astronauta ruso, y la nueva nave proyectada por Koroliov para sustituir a las limitadas Vostok estaba todavía en pruebas. Se llamaría Soyuz. En pocos años, una de sus variantes debería llevar a dos soviéticos hasta la Luna. Presumiblemente, antes que los americanos.
En enero de ese mismo 1967 se