El empalador
Por Glauconar Yue
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La inquietante figura de Vlad Tepes, o Vlad el empalador, Príncipe de Valaquia, renace una vez más, pero no en Rumania sino en el Perú. Esta vez surge de la pluma de Glauconar Yue, quien ha sabido combinar los rasgos históricos de Vlad III (en el que se inspirará el «Drácula» de Bram Stoker) con los de la mitológica Lilith, la primera y satánica esposa de Adán, de la tradición judeocristiana. El resultado es un desconcertante relato de amor, pasión y muerte, en donde un conflicto de lealtades, desencadenado a fines del siglo XV de nuestra era, termina siendo una metáfora de la intemperancia humana, la cual se inicia con la aparición del primer hombre y concluye con su ineluctable desaparición.
Glauconar Yue
Sus primeras apariciones fueron con fanfictions en foros de anime bajo pseudónimos varios. Participó en recitales poéticos en Lima. En el 2007 publicó la novela "El Empalador" con medios propios bajo un sello editorial fraudulento. En revistas como Gólgota, Altazor y Relatos Increíbles se ha hecho conocido como autor de terror. En 2014 inició el blog colectivo de superhéroes "Heroclash" junto a varios autores más. Actualmente escribe un doctorado sobre lo fantástico en el cómic en Alemania y participa como escritor conceptual en perfórmances.
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El empalador - Glauconar Yue
Glauconar Yue
El empalador
Primera edición: 2007
Primera edición digital: 2020
Todos los derechos reservados.
Seré mi propia hija
Tras cuarenta y dos meses habrá una gran reunión
Y llegará mi reino
Recién entonces habré de hablarte
I
Los cascos del caballo resonaban sordamente sobre el camino de tierra. A sus dos lados, el bosque pasaba de largo, espeso y oscuro en la fría noche. Sus elevadas ramas apenas dejaban pasar la blanca luz de la luna llena que penaba entre las azuladas nubes. Y cada cien metros, casi a modo de hito, se erguía una alta y aguda estaca de madera. En su punta, cada una de ellas tenía colgado un cuerpo humano atravesado por completo. Algunos miraban hacia arriba, otros al suelo. Había unos tantos sin brazos o piernas y hasta quienes habían sido desollados por completo. La mayoría eran guerreros turcos, pero varios otros podían bien ser lugareños. Mujeres y hombres, desde jóvenes hasta ancianos, cubiertos de cuervos que volaban despavoridos al pasar el jinete, flanqueaban la ruta que ascendía, cada vez más retorcida, hacia lo alto de la cumbre al final del desfiladero.
Al llegar al fin del camino, el jinete detuvo su caballo ante las puertas del viejo castillo Poenari de Valaquia. Las enormes sombras de cumbres espectrales aseguraban que no habría otro modo de acceder a este lugar. La sólida y compacta estructura romana, reconstruida por el voivoda, tenía un gran círculo de estacas a su alrededor. Los olores de la tierra del camino y la putrefacción de los cuerpos se mezclaban en el aire helado de la noche.
-¿Quién va?- gritó un guardia desde lo alto del muro.
-Vengo a ver al señor Vlad- respondió el jinete.
-¿Quién sois?- volvió a preguntar el guardia.
-Solo un mensajero- recibió por respuesta. La voz ronca venía desde bajo una capucha negra descosida por los años.
El guardia esperó un momento una respuesta algo más convincente, pero ante el silencio solo se sonrió.
-¿Ves a ese de ahí, a tu izquierda?- dijo despectivamente.
El jinete alzó levemente su mirada hacia el cadáver. Era de un hombre mayor, bastante obeso y medio calvo. Su carne seca ya se había tornado oscura y estaba recubierta de picotazos de cuervo. Los ahuecados orificios oculares miraban hacia el cielo. De su boca abierta brotaba la punta de madera, recubierta de sangre vieja.
-Él y otro cura vinieron como tú a hablar con el voivoda. Su amigo, al ver cómo castigábamos a los turcos, dijo que estaba mal, mientras que éste mintió, pretendiendo agradarle. Y por tal mentira fue que el voivoda lo mandó empalar.
El viento soplaba en el escaso cabello gris del monje y en la larga capa del jinete inmóvil.
-Sí, he escuchado varias cosas semejantes sobre el señor Vlad. Dígale que es urgente.
-Creo que fui claro- reiteró el guardia-. ¡Explícate o vete ya!
Su voz retumbó en el largo bosque que cubría todo cuanto podía verse. Abajo, frente a la puerta, el mensajero seguía inerte. El guardia se rascó la cabeza. Sería mejor avisarle al mismo voivoda.
Momentos después el jinete oyó un crujir de metales tras el portón de madera que no tardó en abrirse. El caballo cruzó el umbral de roca y fue dejado en el establo, mientras su amo entró a una pequeña sala rústica. El suelo estaba cubierto por una piel de oso y las paredes de piedra pelada, a su vez, por el resplandor de un gran fuego en la chimenea. Junto a cada una de ellas había dos soldados, listos para cualquier cosa, con el bajo techo no muy sobre sus cabezas. Al centro, de pie, un hombre delgado de largos rizos negros. Sus grandes ojos oscuros emanaban una especie de lucidez desorbitada y fanática, mientras bajo su alta nariz puntiaguda un espeso bigote cruzaba su cara. Llevaba un tocado verde, de cuyo centro brotaba una gran pluma negra. El resto de su cuerpo estaba cubierto por una ancha casaca de piel de oso con botones dorados, de cuya izquierda pendía una espada enfundada. Al lado del voivoda estaba su esposa, una dama de cara fina y pura. Su pelo azabache contrastaba con su largo vestido blanco.
-Buenas noches, señor Vlad- dijo el mensajero en tono solemne, arrodillándose-, sois de suma importancia. Os hemos buscado durante largo tiempo. Sois único para el mundo, así como es única la que renacerá vos mediante. Espero nos oigáis tanto ahora como cuando las cosas se tornen más difíciles.
Terminó y se volvió a levantar, aún sin mirar al voivoda a la cara. Se veía bastante pálido.
-¿Quién eres?- preguntó el príncipe burlonamente, - ¿Qué es todo este barullo?
-Soy solo un mensajero.- volvió a decir el visitante -. Tengo que hablar con vos en privado.
El príncipe y su esposa lanzaron una carcajada. La proposición era demasiado típica. Todos los asesinos la hacían y ya no funcionaba.
-¿Mensajero?- preguntó el voivoda- y ¿quién te envía?
-Vengo de España.
-¿Cómo te llamas?
-Eso es irrelevante. Traigo un mensaje urgente para ser oído solo por vos.
-¿Y no me lo puedes dar aquí? ¿Ni siquiera sabiendo que si lo difunden, mis guardias morirán tan dolorosamente como tú si no lo hicieras?
El príncipe avanzó hacia el mensajero y clavó sus indescifrables ojos en él. Por unos instantes se hizo un silencio espeso entre ambos.
-Es un mensaje solo para vos- repitió el enviado.
-¿Cuántas veces van que nos cuentan esto, querida?- preguntó el voivoda con desgana a su esposa -¿Tres? ¿Cuatro?
-Sí, creo que esta ha de ser la quinta- respondió ella en el mismo tono.
-Pensé que la exhibición de afuera era lo bastante impresionante.
-Parece que tendrás que añadir uno- rió la princesa.
Él rió con ella, se acercó y ambos quedaron mirándose por un momento eterno, congelados uno en el otro.
-¡Oh, mi dulce Jadviga!
El príncipe le clavó lentamente un beso suave y con mucha fuerza.
-No creo que queráis hacer eso, señor Vlad- interrumpió el mensajero, - pronto perderéis vuestro reino, junto con otras cosas aún más valiosas, y ya no tendréis en qué apoyaros.
-¡Guardias!- ordenó el voivoda- Desármenlo y enciérrenlo hasta mañana.
Los cuatro soldados rodearon al visitante que no hizo más que sonreír mientras le