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Charlie, las memorias de un perro
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Charlie, las memorias de un perro
Libro electrónico288 páginas4 horas

Charlie, las memorias de un perro

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¿Qué hay en común entre un joven labrador que perdió a sus amos, un galgo inglés que sueña con encontrar la comodidad de una casa burguesa y un bulldog francés que quiere escapar del mundo de los humanos?

Nada, sin duda, aparte de la amistad que unirá sus caminos.

Charlie, un labrador que llegando a los últimos días de su vida nos cuenta sus memorias. En este "viaje perruno" los animales hablan. Nos hacen compartir sus sentimientos y, en ocasiones, nos hace cuestionarnos el mundo humano.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento18 jun 2020
ISBN9781071545850
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    Charlie, las memorias de un perro - Didier Dorne

    Charlie

    Las memorias de un perro

    Para Léna, Louise y Anaé

    (...) En el camino, vio el collar gastado de un perro.

    ¿Qué es esto?, se preguntó.

    Nada.

    - ¿Cómo nada?

    Muy poca cosa.

    - Pero, ¿entonces?

    - El collar al que estoy atado, de lo que podría ser la causa de todo esto

    - ¿Atado? dijo el lobo: ¿acaso no corres hacia donde quieres?

    - No siempre; pero qué importa

    - Importa mucho, como todas tus comidas de las que no tengo ganas de probar y no quisiera hacerlo ni aunque fueran tan costosas como un tesoro entero"

    Dicho esto, el maestro Lobo se escapa y corre de nuevo.

    ––––––––

    El lobo y el perro - Jean de La Fontaine (Extracto)

    1

    Charlie es el nombre que me puso una niña pequeña hace ya tiempo. Han pasado casi doce años, la gente dice que para calcular la edad humana de un perro debes multiplicar la cantidad de años que ha vivido por siete y entonces sabrás si soy un perro viejo.

    Nací en una casa de la que no tengo muchos recuerdos Recuerdo una habitación grande y oscura, los muros eran apenas perceptibles para mis ojos de recién nacido. Un lugar que olía a cuero y estaba lleno de ruidos extraños. Recuerdo especialmente una gran cesta de mimbre en la que pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, acurrucado contra el vientre suave y cálido de mi madre con mis hermanos y hermanas. 

    Mamá era una Labrador Retriever de raza pura. Sus antepasados habían trabajado con marineros en un país lejano antes de emigrar a tierras británicas y conquistar Europa continental. Prosperaron allí por varias décadas y nuestra madre dijo, no sin cierto orgullo, que veníamos de un linaje noble. Podríamos haber conocido la vida en un castillo si el mundo no hubiera pasado por un período de crisis y conmoción. No estoy ni cerca de poder dar más detalles, pero sé que en un momento de la historia, nuestra familia tuvo que decidir vivir con amos menos adinerados. En el momento en que nací, vivíamos de forma más modesta que nuestros antepasados, pero eso no nos impedía ser felices. Mi mamá era la gentileza personificada expedía un olor a perfume muy cálido y dulce como el caramelo que todavía tengo grabado en la memoria. Como la buena madre que era, nos entregaba amorosamente los cuidados necesarios siendo nosotros tan pequeños, nos lamía con ternura mientras nuestras narices ciegas se disputaban torpemente sus tetillas por la leche.

    Cuando los más intrépidos de nosotros nos atrevimos a aventurarnos fuera de la canasta de mimbre, ella siempre se mantenía a nuestro lado, observando cada uno de nuestros movimientos para protegernos de los peligros desconocidos que los esperaban. Hay que decir que durante nuestra feliz infancia, hasta la cosa más pequeña era un gran descubrimiento y nuestro deber era mordisquear todo lo que encontramos para probar la resistencia de los materiales.  Las botellas de plástico, corchos o trapos que se encontraban en nuestro camino rara vez salían ilesos porque teníamos que verificar si eran comestibles y es muy probable que algunos de nosotros se hubieran ahogado o electrocutado sin la estrecha vigilancia de nuestra madre. Cuando uno de nosotros atacó una toma de corriente, trató de colocar sus pequeños colmillos en las patas de una silla o mordisqueó con demasiada fuerza a alguno de nuestros hermanos más pequeños ella aparecía y lo empujaba con su hocico para hacerle comprender que se trataba de un comportamiento inapropiado.

    En nuestros juegos por explorar o hacer tonterías, debo decir que no me quedaba atrás. Todavía tengo el recuerdo amargo del día en que salté a la tela de una cortina doble para plantar mis afilados dientes. Pronto estaba balanceándome lastimosamente atrapado en la tela e incapaz de liberarme sin la intervención de nuestro amo, lo que hizo que me ganara mi primera palmada en las nalgas. Pero sólo fue eso, apenas pude caminar de nuevo, sentí la necesidad de volver a ir a explorar el mundo. Aunque bueno, cuando digo la palabra mundo me refiero a la única habitación en la que mis hermanos y yo podíamos deambular porque durante los primeros meses de vida, pensaba que todo el universo se limitaba a este lugar y no sospeché ni por un instante la existencia de un mundo exterior.

    2

    Para los humanos, parece natural convivir con padres, madres, hermanos y hermanas durante toda la vida. Incluso si a veces la distancia los separa, la mayoría de ellos sienten la necesidad de mantenerse en contacto con sus familias durante toda su vida. Como nosotros, los hombres siempre han tenido una gran necesidad por la vida en comunidad, sin embargo, como me di cuenta enseguida, lo que es posible para los humanos no es siempre posible para los perros.

    Como la mayoría de mis compañeros, no conocía a mi padre y me separaron de mi madre cuando solo tenía unas pocas semanas. Incluso hoy, mantengo intacta la nostalgia por los preciosos momentos que viví a su lado. Mis compañeros a menudo repiten que "el hombre es el mejor amigo del perro" y no dudo ni por un momento que esto sea cierto porque los humanos nos crían, nos alimentan, nos dan cariño y caricias. Por lo tanto, creo que deben amarnos, pero debo admitir de todos modos que el comportamiento que tienen cuando nacemos es muy extraño. ¿Qué podría ser más terrible que separar a un niño de su madre cuando este todavía es pequeño?

    La primera vez que vi algo así, la víctima era uno de mis hermanos. Ese día, nuestros hermanos estaban entusiasmados porque nuestros amos recibieron visitas desconocidas y acabábamos de descubrir que existían seres que vivían en un otro lugar, cosa que nunca habíamos imaginado hasta ahora.  Eran una pareja de ancianos de apariencia muy respetable. El caballero nos miró detenidamente y luego nos tomó por turnos en sus manos para examinarnos con cuidado, como si estuviera buscando una etiqueta con algún sello de calidad sobre nuestro pelaje. El caballero y la señora hablaban mientras nos señalaban con el dedo, y probaban las reacciones de algunos de nosotros, dudaron por un instante, discutieron otra vez y finalmente se fueron, tomando uno de los nuestros. No entendí lo que se decían porque todavía tenía muy poca noción del lenguaje humano. El hecho es que nunca más volveríamos a ver a nuestro hermano.

    Este escenario aterrador se repitió varias veces. Después de cada partida, nuestra madre buscaba nerviosamente al pequeño que se acababa de ir debajo de la cama como si esperara que se le hubiera ocurrido la idea de esconderse allí para escapar del secuestro. Al final, se vio obligada a admitir la triste realidad: sus hijos desaparecieron uno tras otro. Sin duda, mamá entendía mejor que nosotros que este drama era inevitable, pero tuvo cuidado de no demostrar su tristeza para no transmitirnos su angustia. Después de cada desaparición, redoblaba su afecto por los que quedaban y era tan agradable que siempre queríamos más cariños. Nos empujamos contra sus costados para aprovechar hasta la más pequeña muestra del tiempo que nos quedaba para estar juntos, como si todos estuviéramos comprometidos contra nuestra voluntad en una carrera que sabíamos que se había perdido de antemano.

    Rápidamente me di cuenta de que los secuestradores de cachorros estaban interesados por lo general en los más juguetones o en los que parecían más fuertes. Por lo tanto, decidí poner un ceño fruncido y una mirada malhumorada cuando aparecían nuevos visitantes. Me quedé en el fondo de mi cesta y rechacé cualquier contacto con ellos, simulando una naturaleza arisca y un carácter desagradable.  Cuando uno de ellos se dejó llevar por la curiosidad y me tomó en sus brazos, decidí liberar el contenido de mi vejiga. Me dejó caer de inmediato y salió corriendo más rápido de lo que había venido, quizás para tratar de salvar el hermoso suéter de cachemira que yo acababa de manchar. Este plan funcionó tan bien que, tiempo después del inicio de esta serie de secuestros, yo aún seguía con mi madre. Las personas que vinieron después me obserbavan dudosos durante varios minutos y terminaban concluyendo que una tenía alguna enfermedad o un atavismo degenerativo y que esa era la causa de mi comportamiento. No querían invertir su dinero en un perro enfermo con una esperanza de vida incierta y se iban con las manos vacías.

    Creí que me sería posible escapar definitivamente de los captores y comencé a regocijarme ante la idea de poder pasar toda mi vida con mi madre cuando se presentaron nuevos visitantes.

    Se trataba de una pareja joven, acompañada de una pequeña niña con aroma a vainilla. Mientras yacía sin fuerzas sobre el cojín, adoptando, como siempre la actitud más desagradable posible, ella se puso en cuclillas y comenzó a acariciarme. Inclinándose detrás de ella, sus padres me miraron y de inmediato comenzaron a dudar como si pensaran: "pareciera que este cacchorro está muy enfermo como para permanecer tan inerte e insensible a las caricias de su hija". Se miraron para decidir quién iba a hablar, y finalmente fue el padre quien se empezó:

    - Mary, no me parece que este cachorro se encuentre bien de salud, se ve como si estuviera cansado.

    - Oh pero, papá, es normal, ¡todavía es un bebé! ¡Mira qué lindo es! Replicó Mary, sintiendo que era necesario oponerse al escepticismo de su padre.  Este último lanzó una mirada a su esposa para llamarla discretamente al rescate. La madre de Mary, que había fruncido el ceño por primera vez cuando me vio, ahora sonreía feliz al ver a su hijita abrazándome. Ella se sobresaltó y trató, con espíritu de solidaridad, de apoyar las palabras de su marido:

    - Bueno, cariño, creo que papá tiene razón. Este perrito no parece estar en buena forma.

    - ¡Pero mamá, es sólo que todavía es muy pequeño! ¡Vamos a curarlo y darle de comer para que pueda recuperar fuerzas y luego voy a cuidarlo bien! ¡Papi, mami, me lo prometieron! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por fis!

    La niña se había levantado apretando sus manos contra su pecho como en una oración y rogó a sus padres con la mirada. Por encima de sus grandes ojos azules, las cejas rubias mostraban un arco perfecto y bajo su nariz respingada un puchero se formaba en sus labios.

    Esta pequeña Mary era sin duda muy persuasiva. Yo era plenamente consciente de lo que pasaría si sus padres cedían y miraba la escena desde el rabillo de mi ojo con creciente angustia. Cuando la madre levantó la cabeza y buscó con ansiedad la mirada de su marido, supe de inmediato que acababa de ceder. Era como si quisiera que anunciara una decisión de la que dependía la felicidad de su hija. Ella guardó silencio para darle la ilusión de que todavía tenía la opción de no poner en peligro el ego del hombre de la familia, pero sobre todo se quedó en silencio por generosidad para que pudiera tomar todo el crédito de tal decisión que no dejaría de darle alegría a su hija. Había en su silencio tanto amor como abnegación y sentí que ella estaba usando una misteriosa fuerza de poder irresistible. A pesar de todo, quería seguir creyendo que el hombre sería capaz de resistir y oré para que fuera fuerte, pero no fue fácil ahora que los ojos de su esposa e hija estaban clavados sobre él. Como descubriría más tarde, las dos diablas utilizaron uno de los poderes más poderosos del universo, un poder al que los hombres y los perros están sujetos de la misma manera, incluso si a menudo son reacios a admitirlo: el poder femenino. Me observó, haciendo muecas por unos momentos porque la decisión que su razonamiento ordenaba se oponía a la que le había dictado su corazón. Estaba tenso como un arco, atrapado entre el deseo de ceder y la voluntad de ser firme, pero la hermosa seguridad paterna hacía que todas mis esperanzas se desmoronaran a simple vista.

    Como para aliviar a su pobre marido de la presión en la que se encontraba, la señora puso una mano en su antebrazo y le sonrió. En ese mismo momento comprendí que la niña acababa de entender el juego.

    - Bueno, bueno, se quejó el padre, derrotado. Está bien, lo adoptaremos, pero solo con la condición de tener la garantía de un reembolso en caso de que no sobreviva.

    Tan pronto como terminó esta frase que la pequeña Mary se precipitó a los brazos de su padre. Durante varios minutos, sólo fueron gritos y abrazos, la explosión de alegría fue tal que incluso logró hacer reír al padre. En cuanto a mí, que acababa de ser objeto de una transacción comercial con una garantía de mi esperanza de vida, aproveché este momento de falta de atención para esconderme bajo los flancos de mi madre, todavía con la esperanza de escapar de la adopción. Sin embargo, lo que iba a pasar sucedió y pronto sentí que unas manos me levantaba mientras yo temblaba encima de nuestra cama. Estaba lleno de angustia y me llevaban a lo desconocido en brazos desconocidos, luché con fuerza con mis patitas para poder liberar mi hocico de la tela de un abrigo. Al extender mi cuello sobre un hombro, pude cruzar por última vez una mirada resignada y amorosa con quien me había dado a luz.

    Esta es la última imagen que tuve de mi madre.

    3

    Dentro de toda esta desgracia, tuve la suerte de ser acogido en una buena casa donde la comida era abundante. Mi nueva familia era muy cariñosa conmigo y hacían todo lo posible para calmar mi angustia. A menudo pensaba en mi madre y me preguntaba si alguna vez me permitirían volver a verla. A veces, me acurrucaba con mis nuevos amos para sentir ese calor que tranquiliza y consuela a los cachorros, sin embargo, no tenían el mismo olor que mamá y, a pesar de su buena voluntad, yo seguía extrañándola terriblemente durante las primeras semanas. Pero, por suerte, es poco el dolor que el tiempo no pueda curar y, ya sean humanos o perros, los niños tienen esta fantástica capacidad de saber cómo adaptarse a la existencia que se les impone. Mientras iba descubriendo la mía, como algo nuevo, mi dolor se desvanecía gradualmente y logré recuperar mi entusiasmo por la vida.

    De todos los humanos con los que estuve, Mary fue por mucho la que pasó más tiempo jugando conmigo. Era una niña alegre y encantadora que me abrazaba mientras me contaba tantas historias que pronto llegué a comprender lo esencial del lenguaje humano. Así que pronto se convirtió en mi confidente y en mi mejor amiga. Cuando ella no estaba, pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina donde mis amos habían instalado mi cama, esperando impaciente a que volviera de la escuela. Janis, su madre, era una excelente cocinera. Me encantaba cuando ella se ponía frente al horno, donde por lo usual, yo me colaba entre sus piernas, con la nariz alzada para sentir todos esos apetitosos aromas que invadían la habitación y reemplazaban el aroma floral que impregnaba su ropa. De los tres humanos que vivían en la casa, Paul era quizás el más serio. Cuando hacía algo estúpido, él era el primero en levantar la voz para regañarme. Además, despedía aromas a madera y tabaco cuando hablaba, y el tono grave de su voz me impresionó mucho. Por supuesto que me había prohibido el acceso a ciertas habitaciones, así como la posibilidad de acostarme en los cómodos sillones o en el sofá. Cuando algo no le gustaba, me daba cuenta por la forma en que arrugaba la nariz y me aseguraba de hacerme muy chiquito para que casi no notara mi presencia. Además, al notar que estaba molesto, me acercaba a él con la cabeza baja y comenzaba a lamer sus manos, esa era mi forma de mostrarle que reconocía su autoridad y lo hacía con más ganas porque sentía que él necesitaba reafirmar su papel como jefe en nuestra familia. Por lo general, él dejaba que me acercara y una vez que me rascaba la pancita, me dormía a sus pies. En definitiva, el padre de Mary era un buen líder de clan. Tras su apariencia seria, Paul escondía un alma sensible y un corazón gentil, y sí, a veces hacía cosas tontas, pero creo que a todos les pasa.

    Había un último personaje que formaba parte de nuestra familia. Cuando lo vi por primera vez, y aunque su olor era acre e inquietante, al principio creí que se trataba de un perro porque caminaba en cuatro patas y estaba cubierto de pelos, como yo. Cuando me acerqué a él moviendo la cola para conocerlo, se congeló como una estatua y emitió un gemido que no pertenecía a mi vocabulario. Al ver sus pelos de punta y su boca abierta, entendí que me indicaba que debía mantener la distancia, un poco desconcertado, todavía intenté acercarme a él y le dirigí un ladrido alegre y agudo para invitarlo a jugar conmigo.  Y ¡Dios mío! ¡Si tan sólo hubieran visto su reacción! En menos de lo que ladra un perro, recibí un rasguño magistral en el hocico. Todo pasó tan rápido que no pude verlo venir. Luego una gota de líquido rojo comenzó a brotar en mi nariz. Mientras Mary corría para defenderme y hacer huir a mi atacante, comencé a lamer ese líquido y reconocí por su sabor metálico que era sangre, mi propia sangre. Fue en estas circunstancias que conocí a Mistigri.

    Los días que siguieron, pasé la mayor parte del tiempo observando al extraño animal, fascinado por la increíble habilidad que mostraba en toda circunstancia. Además de su velocidad fenomenal, Mistigri era muy flexible, capaz de saltar de un mueble a otro, trepar a los tejados y alcanzar las ramas más altas de los árboles para perseguir pájaros imprudentes y despistados. Subía y bajaba por los muros con desconcertante facilidad y podía mantener el equilibro en el borde de una valla, como un verdadero equilibrista. Mistigri también era un cazador muy hábil, era insuperable para capturar a los ratones que tenían la audacia de cruzar nuestro jardín o podía atrapar moscas en pleno vuelo. No importa cuánto intentara imitarlo, no le llegaba ni a los talones cuando se trataba de equilibrio, habilidad o velocidad. Llegué a la conclusión de que para tener tales habilidades, Mistigri tenía que ser estudiante de una escuela de acrobacias o artes marciales y que, a menos que yo mismo me convirtiera en discípulo de un gran maestro, de ninguna manera podría competir con él. Más allá de las cualidades que acabo de mencionar, Mistigri también podría ser muy astuto, se acercaba despacio a su presa y en absoluto silencio antes de saltar sobre ellas sin dejarles ninguna posibilidad de escape. Tenía un don innato para ocultarse y podía aparecer de repente cuando menos lo esperabas.  Tomando en cuenta nuestro encuentro, me aseguré de mantener mi distancia, siempre en guardia en su presencia y no muy tranquilo cuando no lo tenía en mi rango de visión.

    Por todas estas cosas es que pasó un buen tiempo antes de que nuestra relación, bastante fría y distante al inicio, evolucionara hasta alcanzar cierta complicidad. Lo increíble es que esa vez fue él quien tomó la iniciativa. Como si fuera uno de los mejores atletas, Mistigri le daba gran importancia a la recuperación y pasaba gran parte de su tiempo durmiendo. Se metía en uno de sus escondites en la sala de estar, dentro de una caja que se encontraba sobre una especie de árbol artificial que nuestros amos habían colocado voluntariamente lejos de mi cama. ¡No se imaginan tamaña sorpresa me llevé el día en que Mistigri caminó hacia mí con total despreocupación para venir y acostarse entre mis patas!

    ¿Acaso se trataba de alguna estrategia para intimidarme? ¿Había decidido expropiarme de mi cama? En este punto de mi vida, ya no era el cachorro inexperto de un comienzo, ya había crecido mucho y sin duda me había vuelto más fuerte que él. Estaba muy apegado a mi cama y estaba listo para defenderla, pero sabía que con Mistigri, la fuerza por sí sola no era suficiente.  Mistigri era un experto en el arte del combate cuerpo a cuerpo y yo le temía a sus afiladas garras. Igual que siempre, convencido de la inminencia de un ataque, levanté la cabeza lentamente y permanecí atento, ya que no me atrevía a hacer ni un movimiento. Después de unos minutos, se escuchó un ronroneo regular y me sorprendió mucho descubrir que Mistigri se había quedado dormido.

    Al intentar quedarme quieto por tanto tiempo, mis músculos comenzaron a tensarse. Llegó un momento en el que tuve que moverme sí o sí pero, no quería despertarlo ya que temía por su reacción así que con cuidado descansé mi cabeza sobre mi pata y así es como tomé mi primera siesta con un gato. Este evento fue para nuestros amos un motivo de inexplicable alegría y satisfacción. Le mostraban fotos de nosotros durmiendo a todo el

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