Atreverse a ser madre en el hogar
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Atreverse a ser madre en el hogar - Marie-Pascale
Bibliografía
Introducción
En este cambio de milenio en el que se celebran los avances femeninos del siglo —trabajo, igualdad, realización personal— y en el que se afirma que el trabajo femenino es fuente de empleo y prosperidad, es necesario reconocer públicamente que muchas mujeres nos sentimos como dinosaurios, como renegadas y traidoras a la causa femenina. En efecto, somos de esas mujeres que trabajan en casa, madres dedicadas al hogar, «amas de casa»… que nos repetimos: Mea culpa, mea maxima culpa… No hacemos mucho ruido y pasamos desapercibidas, hasta el punto de que se nos ignora en todas las estadísticas. En el censo se nos reserva amablemente la casilla «otro», al lado de las de pensión de invalidez o de viudedad, y ya no se nos considera más. Parece ser que esta casilla es suficiente para registrar una función social antediluviana y anterior a la existencia de Simone de Beauvoir.
Sin embargo, todas habíamos empezado con buen pie en la vida, ya que en otra época estudiamos y conseguimos títulos, trabajamos y asumimos nuestra independencia. Luchamos contra la suerte reservada a las mujeres y alimentamos nuestro feminismo en las mejores fuentes: La mística de la feminidad de Betty Friedan y Sexo y temperamento de Margaret Mead estaban en las mesitas de noche junto con libros editados por el Instituto de la mujer.
¿Debido a qué aberración un día caímos en esa trampa infamante de la que nuestras madres se habían apartado con grandes esfuerzos?
En realidad se trata de una larga una historia, y para cada mujer la historia es singular, y la misma a la vez.
Cuando los hijos están en casa, la mujer quiere estar allí. No quiere perderse ver cómo crecen ni que la echen de menos. Tiene la profunda convicción de que nadie podrá hacer igual de bien lo que haga por ellos. Así, la carrera profesional, el trabajo, pasa a un segundo plano; otra persona lo desempeñará igual de bien.
En la vida todo el mundo sigue su vocación. La nuestra, la de algunas mujeres, se inclinaba hacia los hijos de forma irresistible. Por eso, guardamos nuestro traje de Superwoman en el armario, aunque por poco tiempo, creímos al principio. En un primer momento nos arreglamos con la guardería y el jefe para trabajar a tiempo parcial; todo mejoraría cuando el niño fuese al parvulario, pensamos. Y luego quisimos tener uno o dos hijos más. Como las variables se multiplicaron, la ecuación familia/trabajo se volvió cada vez más difícil de resolver. Pusimos en la balanza la holgura económica y el placer del tiempo compartido con los niños, y «no había color»…
Así pues, nos regalamos el lujo de estar a la salida del colegio a la «hora de las madres», de mimar en casa a los niños enfermos, de escapar al estrés de la canguro que falla en el último momento y de evitar la preocupación por el niño «con llave» que vuelve solo a una casa vacía. Jugamos a La oca con entusiasmo, nos estropeamos las manos haciendo figuritas con engrudo, improvisamos disfraces de Carnaval o de Halloween, nunca dejamos de leer el cuento de la noche, asistimos sin protestar a las clases de natación en enero, a las salidas en días de viento a los monumentos de la zona, a los itinerarios de orientación en el bosque cercano, y atendimos bajo la lluvia los puestos en la fiesta de fin de curso del colegio. Y llevamos (a nuestros propios hijos y, a menudo, a los de las madres «activas») a judo, baloncesto, danza, piano, fútbol o solfeo, a los partidos, a los cumpleaños, al dentista, al ortodontista, al ortofonista, al podólogo, al psicólogo, al masajista, etc. La lista es interminable.
Al acudir con regularidad a la salida del colegio, fuimos reclutadas por las asociaciones de padres de alumnos y nos hicimos sus responsables, ya que no suele haber muchos voluntarios; encabezamos los consejos escolares, los de administración del instituto, las gestiones en la inspección académica o las manifestaciones ante el ayuntamiento o la rectoría. A veces aceptamos un cargo de administradora en una asociación local, para acabar siendo tesorera o presidenta, porque tampoco suele haber muchos voluntarios. «Tú tienes tiempo…», nos dijeron muchas veces.
Al optar por consagrar este tiempo a nuestros hijos, se lo dimos también a otros muchos sin hacer aspavientos ni esperar agradecimiento. La vida de una mujer o de un hombre es un recorrido que se burla de las etiquetas: durante varios años fuimos «mujeres trabajadoras», después decidimos estar con nuestros hijos, ya que consideramos insustituible nuestra presencia, y pronto lucharemos por volver a ser «activas»; es decir, por ser mujeres que cotizan, consumen y pagan impuestos. Mientras tanto, tenemos la pretensión de creer que la sociedad, que en el mejor de los casos nos ignora y en el peor nos considera apáticas y parásitas, tal vez gana más de lo que cree con nuestro esfuerzo; por supuesto, no en términos monetarios ni comerciales, sino en otros ámbitos más cualitativos y, quién sabe, más esenciales. El único objetivo de este libro es ofrecer otra mirada hacia estas madres de hoy dedicadas al hogar, que los economistas y los sociólogos clasifican como especie extinguida o en vías de extinción, pero que, en términos de rentabilidad social, asumen funciones útiles; asimismo, se intenta conseguir que se reconozca que en esta etapa de su vida estas mujeres han tomado una decisión respetable, relacionada más con las nuevas formas del humanismo contemporáneo que con una forma de vida anticuada, y que merecen ser consideradas con más atención, dado que ponen de relieve todas las disfunciones de nuestra sociedad.
No obstante, esta nueva mirada sólo puede existir si el lector deja de lado todo tipo de convencionalismos y se desprende de sus prejuicios ideológicos ante a un tema tan delicado y tan proclive a las reacciones tajantes.
A veces es importante aceptar la necesidad de confrontar los principios en los que creemos con la realidad en la que vivimos.
Así, el derecho al trabajo de las mujeres es un principio indiscutible. Y, sin embargo, a la vista de los hechos, cuando aparece el primer hijo, algunas mujeres que tienen la posibilidad de retirarse del mundo profesional deciden hacerlo parcial o totalmente. ¿Por qué?
En lugar de negar esta situación paradójica, vamos a tratar de descubrir sus causas. Lejos de querer convencer a las mujeres para que vuelvan al hogar, la cuestión se debe centrar en estudiar las decisiones que estas nuevas madres han tomado y poner de relieve los obstáculos que impiden a las madres y los padres un ejercicio armónico de la maternidad y la paternidad. El objetivo no es presentar a estas mujeres como modelos (con el riesgo de ser acusada de respaldar una regresión antifeminista), sino llevar más lejos los avances feministas, en beneficio de todos, hacia unas mejores condiciones en la educación de los niños y en el reparto de papeles dentro de la casa. Pero ello sólo es posible si nos esforzamos por superar los prejuicios y evitar la oposición maternidad frente a carrera profesional. La maternidad se expresa de formas distintas y todas las madres tienen derecho a la comprensión y la tolerancia.
1. Entre satisfacciones y frustraciones: una situación incómoda
Hoy día, en estos primeros años del siglo, no está bien visto ser ama de casa.
«Ama de casa»: la propia expresión resulta anticuada. ¿Qué decir entonces de «madre que trabaja en casa» o «madre dedicada al hogar»? Resulta extraño definirse haciendo alusión a un lugar… Quienes desarrollan una actividad profesional no se presentan refiriéndose a su lugar de trabajo, sino por su función o su cargo.
«¿En qué trabaja usted?», «¿A qué se dedica?». La respuesta a estas preguntas es lo único que hoy día otorga a cualquier persona el privilegio de la existencia. Si alguien responde «No trabajo en nada, no hago nada» o bien «Me ocupo de mis hijos», si es que se desea ser positivo, ya se puede prever que el diálogo acabará ahí, puesto que no hay nada más que decir. A veces, sería agradable contar más detalles, explicar las decisiones tomadas, la evolución personal, en cierto modo, presentar una disculpa: «¿Sabes? Hace unos años tenía títulos y una profesión interesante…». Sin embargo, en la actualidad sólo cuenta lo inmediato y cualquier mujer se vuelve inexistente, un ectoplasma, una especie de anomalía social en vías de extinción, si vive fuera de la apasionante carrera del mundo laboral remunerado.
Una decisión meditada
Así pues, ¿es posible entender que se puede ser «madre dedicada al hogar» tras una profunda reflexión y por elección y decisión propias, y no por pereza u ociosidad, ni tampoco por incapacidad para otras cosas?
Desde mi perspectiva personal, el alejamiento del trabajo profesional ocurrió suavemente, a medida que los hijos exigían más y que mis aptitudes laborales se desgastaban a fuerza de establecer otras prioridades. Tal vez nuestra familia fuese un poco más complicada que otras, con dos hijos del primer matrimonio de mi marido y tres comunes. Siete personas en casa y dos generaciones de hijos: dos mayores y tres pequeños… Hacía falta mucha energía y tiempo, para todos y para cada uno, para que la casa funcionase como un reloj y para que cada uno hallase lo que precisaba. Por ello, se imponía la necesidad de una dedicación completa durante unos años, aunque, por supuesto, sólo sería temporal.
Actualmente, los mayores han dejado la casa y son autosuficientes, y los pequeños estudian en el instituto. A menudo me tienta volver a trabajar, recuperar una labor social valorada y un sueldo; sin embargo, con el paso de los años, la reinserción que parecía evidente resulta cada vez más problemática. No dejo de aplazarla, ya que, contrariamente a lo que suele creerse, la primera infancia no es el periodo en que es más necesaria la presencia de la madre junto al hijo, sino la adolescencia y los años del instituto. Se trata de una edad peligrosa que requiere aún más atención, apoyo escolar, tiempo y comprensión, pues los peligros son grandes y el menor «fracaso» escolar se convierte prácticamente en irrecuperable. Los adolescentes de hoy viven en un mundo mucho más duro que el que nosotros conocimos a su edad, un mundo que no cuenta demasiado con ellos y que tampoco los perdona fácilmente.
A pesar de todo, hacia la edad de 10 años, se pide a la mayoría de los niños que sean bastante independientes; muchos tienen llave de su casa y vuelven solos; allí los espera la televisión, a la que se califica a menudo de «primer canguro de Europa», y el teléfono móvil. Se encuentran solos frente a los deberes escolares y los problemas cotidianos, pues en el instituto se enfrentan a diario con todo tipo de conflictos con sus compañeros: dramas, penas, pruebas, a veces tonterías, violencia, injusticia, droga… Están sometidos a muchas influencias que, para poder analizarlas y afrontarlas, exigen ser expresadas y comentadas con un adulto en el momento en que suceden. Eso significa estar ahí en el momento adecuado. A menudo, cuando cruzan la puerta y dejan la mochila es el momento en que puede verse en su rostro la preocupación, la contrariedad, a veces el sufrimiento, en definitiva, que «ha pasado algo». Un poco más tarde, vuelven a su rincón, se han «recompuesto», han desaparecido los indicios que los llevarían a confiar en un adulto, que puede ayudarles escuchándolos, desdramatizando la situación, en ocasiones, incluso, interviniendo ante el centro escolar. ¿Cómo se puede aprender a prestarles la atención requerida y a comunicarse con ellos si no es compartiendo todo el tiempo posible y aprendiendo con paciencia a descifrar sus pensamientos y a enseñarles a confiar? Este aprendizaje no se improvisa, se «teje» día tras día.
Cuando pienso en esos años y en esas decisiones sucesivas de dedicarles a los niños cada vez más tiempo, sé que, si tuviese que volver a hacerlo, no sabría actuar de otro modo. Cada familia es una unidad singular, que funciona según su alquimia particular. Para mi marido y para mí, la nuestra era una prioridad absoluta. Había que construirla a pesar de las adversidades, por eso pusimos toda nuestra energía para tratar de conseguirlo. Nuestros hijos siempre estuvieron por delante de todo lo demás: incluso, por delante de nuestra propia «realización», según los criterios actuales del bienestar individual, pero no sería justo decir esto, pues nuestra felicidad y plenitud radicaban exactamente ahí. Quisimos compartir la infancia y la juventud de nuestros hijos, ofreciéndoles grandes dosis de juegos, atención, éxito escolar, cultura, estabilidad, sólidos vínculos familiares y sociales, para tratar de ayudarles a convertirse en adultos felices. Ambos sabíamos que la vida no es siempre un camino de rosas, y cada uno teníamos a nuestra espalda dolores y penas; de ahí tal vez ese profundo sentimiento de que debíamos dedicarles todo el tiempo que pudiésemos para dotarlos de armas con las que afrontar un futuro siempre incierto. Comparado con eso, el éxito profesional no vale tanto; por eso, decidimos que uno de nosotros debía estar ahí. Y así, al no poder simultanear los compromisos laborales con nuestra situación familiar particular, opté por convertirme en una madre dedicada al hogar. No tiene nada de ejemplar: se trata simplemente de una respuesta personal a una situación personal.
No cabe duda de que la mayoría de las familias, teniendo en cuenta sus circunstancias particulares y sus prioridades, consiguen compaginar la vida familiar y profesional de los cónyuges; pero está claro que otras deciden organizar su vida de otro modo. Así pues, esta sociedad que exalta la libertad individual y la riqueza de las diferencias, ¿no podría limitarse a tomar conciencia de todas esas diferencias sin juzgar ni etiquetar?
Aunque esta opción corresponde a una convicción íntima y a una inclinación evidente, la vida de madre que cuida de su hogar no es siempre tan serena como cabría imaginar.
Enfrentada de forma constante con la imagen negativa que le devuelve la sociedad o, mejor dicho, con la «no imagen», sólo puede hallar en