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Ante el abismo
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Libro electrónico383 páginas5 horas

Ante el abismo

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Sylvia despierta en medio de la noche con las imágenes de un sueño muy vívidas en la cabeza. Un ruido proveniente del cuarto de su hermana la lleva a acercarse y escuchar las leves llamadas de auxilio hasta que la puerta se abre repentinamente. El descubrimiento de la presencia nocturna la obliga desde entonces a vigilar con nuevos ojos la aparente tranquilidad de su hogar, mientras comienza a tomar clases de ballet para huir de sus problemas.
A partir de ese momento, se verá inmersa de forma involuntaria en el proceso de fundación de una compañía profesional y la lucha contra el secreto familiar, el cual revela el posible hecho de que su padre abuse de su hermana bajo la influencia de una supuesta entidad que habita en su interior.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 jul 2019
ISBN9788418034794
Ante el abismo
Autor

Daniel Sené

Daniel Alejandro Sené Zayas (Belgrado, 1986). Graduado de la Escuela Nacional de Ballet de Cuba y licenciado en Comunicación Social en la Universidad de La Habana. Egresado del curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Escritor, editor y profesor de ballet. Ha publicado artículos en las revistas Cuba en el Ballet, Honda, Alma Mater y Sol y son. Por la Editorial Gente Nueva publicó el volumen A través de los mundos invisibles (2012) y la novela Mago (2015).

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    Ante el abismo - Daniel Sené

    9788418034794

    1

    Me gustaría decir que la inspiración me guio hacia el ballet, pero fue el miedo. Siempre he sentido miedo desde que descubrí el secreto de mi familia y tuve el primer sueño, desde el instante en que despierto en medio de la noche bañada por el sudor. Las gotas me caen por la cara, mientras recuerdo fragmentos que no puedo traer de vuelta a mi mente consciente. Solo sé que no ha sido como los demás, como otros sueños que he tenido hasta este día en el que muchas cosas están a punto de cambiar.

    Mi vida hasta hoy ha transcurrido normalmente debido a mi falta de atención, a la inocencia que a veces mantiene los ojos velados a eventos que suceden ante nosotros, pero ignoramos completamente. No entiendo bien si el descubrimiento se debe a las imágenes que intentan volver a mi cabeza sin lograrlo, o al hecho de que por primera vez escucho la voz de manera consciente. Lo real es que en esa noche me levanto y pongo los pies en el piso frío, aunque no sea temporada invernal. Esa sería sin duda una señal clara años más tarde, pero entonces no cuento con la experiencia ni la atención que me mantendrá en un estado de alerta casi constante.

    Camino los pocos pasos que me separan de la puerta de mi cuarto, con ritmo lento que anuncia el temor que va a embargarme. Estoy segura, algo que no deseo está a punto de pasar, pero continúo mi trayecto y abro la puerta para ver. Contrario a lo esperado, no encuentro nada, no aparece ninguna criatura o sombra para amedrentarme o agredir mi curiosidad. Sin embargo, el pasillo no está totalmente vacío, la nada no puebla por completo el espacio que me separa del resto de las habitaciones.

    Sigo avanzando y con cada centímetro crece el rumor, el murmullo que alcanzo a identificar como una voz. Alguien deja escapar gritos ahogados, pequeños y curiosamente leves chillidos que denotan un llanto fuera de lo común. La voz pertenece a Sonia, a mi hermana, que lucha contra algo que la mantiene atada, bajo un control que está a punto de perder. No está sola, lo entiendo porque a ratos suplica:

    —Por favor… No más, no más, no más, por favor —antes de que los susurros y las voces de desespero sustituyan a las peticiones.

    Me quedo quieta, congelada por el miedo o la curiosidad. En verdad deseo entrar, ayudar a quien se encarga de protegerme cada día, de cuidarme cuando nadie más se encuentra en condiciones de hacerlo. Mi hermana es un ángel, una muchacha hermosa y buena, tan buena que me duele no abrir la puerta para salvarla, defenderla de eso que la agrede en silencio.

    Lo que más me congela es precisamente la falta de ruido, el hecho de que nada conteste a los sonidos que ella profiere. Lo que sea que la acompaña no revela su presencia y pienso en los fantasmas que esperé encontrar al salir de mi cuarto. En este instante, lo analizo y recuerdo ruidos, sonidos parecidos a gritos que siempre creí que provenían de mis sueños… El sueño, pienso y logro retomar la imagen final, donde veo a Sonia parada en la sala con una maleta en la mano y expresión de despedida en el rostro.

    «¡Mi hermana se va!», me digo en pensamientos y voy a tocar la puerta que se abre.

    Doy un salto hacia atrás, movida por el instinto de preservación, pero el descubrimiento supera cualquier reacción de temor. Nada que hubiese podido imaginar se iguala a lo que sucede, a la presencia que sale del cuarto, tan bañada en sudor como yo lo estuve al despertar.

    —¿Qué haces aquí? —pregunta mi padre, con una voz que quiere ser amable, pero suena molesta—. Es muy tarde para que andes fuera de tu cuarto. Ve a dormir —ordena mientras me agarra suavemente por el brazo, como si le apurara o avergonzara el hecho de haberme encontrado en el pasillo.

    Por el camino estudio su expresión, los rasgos contraídos por algo que me confunde y me llena de recelo. La puerta de mi cuarto cede y termina de abrirse sola, mientras él me guía hacia la cama. Entonces me alcanza la ráfaga de hielo, la certeza que me recorre la espalda ante la posibilidad de que haya sido papá el causante de los gritos ahogados de mi hermana.

    —Sonia… —voy a decir, como lo hago cada vez que algo me llena de terror, pero recuerdo que ella no va a poder ayudarme, porque mi padre ya estuvo antes con ella y siento ganas de llorar.

    No sé qué va a hacerme y cierro los ojos, mientras sus manos me agarran por los hombros y finalmente me conducen a la cama. Aprieto los párpados con fuerza, dispuesta a no gritar ni dejar huir una lágrima, pero nada sucede. Mi padre se limita a doblarse para darme un beso en la mejilla y decirme:

    —Trata de dormir —con una voz mucho más afectuosa, mucho más calmada antes de dejar mi cuarto en el silencio y la soledad con el cierre de la puerta.

    2

    Las horas que siguen transcurren con mis ojos abiertos, mirando el techo y después hacia la puerta que, sin embargo, no vuelve a abrirse. Durante todo ese tiempo creo sentir pasos en el corredor, las pisadas de papá que se fue a buscar algo antes de entrar en mi cuarto para aterrorizarme a mí también. Pero nada parecido sucede, tal vez porque mi padre se quedó afuera para hacerme sentir peor antes de atacar.

    Después me duermo y sueño cosas, extrañas escenas de mi hermana escondida en rincones donde mi padre la encuentra y la obliga a salir. Por alguna razón sé que son reales, que corresponden a recuerdos que de ninguna forma puedo tener guardados en mi memoria. En las imágenes, Sonia es más pequeña, de mi edad más o menos.

    —Seguro que está con ella, seguro que está con ella… ¡Seguro que está con ella! —grito.

    Entonces despierto bañada en sudor, marcada por las huellas del sueño que no parecía ilusorio, sino por completo real.

    Me reviso internamente y donde busco el miedo termino por encontrar algo parecido a los celos, una extraña sensación que se pregunta por qué el monstruo dentro de mi padre prefiere a mi hermana… Eso debe ser, un monstruo, algo que vive en su interior, surge por las noches y necesita alimentarse. Esa idea, formulada por mi cerebro de forma confusa y borrosa, me obliga a levantarme para buscar a mi hermana que en ese momento entra en mi habitación.

    —¿Ya estás despierta? —pregunta con expresión extrañada, porque hasta ese día me costaba mucho levantarme de la cama—. Mejor así —zanja una Sonia parecida a la de siempre, como si la otra, la que grita por las noches se quedara escondida en las sombras—. No te demores mucho para bajar.

    Yo asiento y me pongo de pie para recoger el reguero en mi cama y preparar el uniforme que Sonia puso en un perchero anoche. El pijama lo guardo debajo de la almohada mientras pienso que debería ser mamá quien se ocupara de mis cosas, en lugar de mi hermana, que es mayor, pero no tanto como otros adultos. Siempre que los pensamientos de ese tipo vienen a mi cabeza, recuerdo lo que oí en la escuela, en conversaciones que me interesan por lo raro que resulta escuchar hablar de madres saludables y ocupadas.

    —Sylvia, no te demores —dice mi hermana y la puerta se vuelve a cerrar detrás del gesto firme, seguro, parecido a Sonia, que ya baja las escaleras cuando trato de alcanzarla.

    El desayuno está preparado y por primera vez me cuestiono la hora a la que mi hermana debe levantarse para tenerlo todo listo por la mañana. Ambas nos sentamos y empiezo a untar una tostada con miel, justo en el momento en que papá aparece en el comedor. Su presencia crea una gran tensión en mi cuello, pero a mi hermana no parece afectarla. Es cierto que no lo mira directamente, mientras él la besa con lentitud en la cabeza y toca su hombro con la palma de la mano abierta.

    La verdad es que mi hermana sí luce transformada, parece otra que veo desde el nuevo punto de vista, bajo el foco de un lente que revela los detalles ignorados por mí antes. Ella se limita a seguir comiendo con la cabeza baja, pero su gesto denota vergüenza, o algo parecido que tiene por detonante a mi papá. Entre ellos hay una especie de conexión de la que yo no participo; eso me enfurece ligeramente, aunque en ese tiempo no soy capaz de clarificar las emociones que me embargan.

    Mi padre ha ocupado su lugar habitual en la mesa. Luce cansado y ojeroso, como si el acceso de la bestia interna lo agotara. Estoy segura de que no puede dormir bien, incluso dudo que pueda pegar un ojo después de asustar a Sonia. Tal vez no se entera de sus acciones, quizás la cosa lo mueve y él cree que está durmiendo, perdido en medio de un sueño nada más. Sin embargo, lo dudo, porque su manera de mirar discretamente a Sonia revela su culpa, lo consciente de la situación que él conoce perfectamente.

    —¿Mamá no va a desayunar? —pregunto para romper con el silencio, aunque sé que es bastante probable que no lo haga, bastante común no verla a estas horas.

    —Tu madre no se está sintiendo bien otra vez. Pero no te preocupes, porque pronto se va a recuperar.

    El silencio regresa y clavo la vista en mi tostada, en la miel que corre por el pan que no he tocado. No tengo hambre, pero tomo un trago de leche para disimular, para observarlos sin que mis sospechas sean notadas. Me siento bien confundida, porque mi hermana le sonríe a mi padre de vez en cuando, con esa timidez que la caracteriza cuando no está haciéndose cargo de mí. Quiero gritarles, exigirles una explicación, pero me callo y los estudio durante unos minutos, hasta que mi padre termina el café y se levanta para marcharse.

    Camina alrededor de la mesa y nos besa a ambas en la frente, sonríe con una calma que no delata el secreto guardado por mi hermana a la perfección. Entonces sale por la puerta de la sala y Sonia friega los platos y las tazas, después de protestar porque no he comido casi nada.

    —Te vas a poner como una aguja —afirma, pero ella no está comiendo tampoco, debido a sus lecciones de danza que le exigen una figura casi escuálida.

    Con el tiempo voy a envidiar la voluntad de Sonia para renunciar a la comida, para limitarse a consumir solo lo necesario, lo útil para energizar un cuerpo erguido, fuerte en todo momento.

    —Tú ya eres una aguja —digo y ella deja escapar una carcajada, antes de apurarme para salir nosotras también.

    —Yo soy una bailarina —me explica más tarde—, y tú una niña en crecimiento acelerado.

    Voy a preguntar por qué, pero recuerdo la voz de mis padres diciendo que soy muy alta para mi edad. De hecho, es un criterio que en esos días me sigue a todas partes, desde la escuela a los parques donde me toman por una niña mayor de lo que soy.

    —También seré bailarina, entonces.

    Mi hermana me mira y dice:

    —Pues primero deberías ver a alguien bailar, alguien que lo haga en serio para que puedas saber si eso es lo que realmente quieres.

    —Lo haré —prometo.

    Ella se despide para marcharse a su escuela, después de asegurarse de que entro en mi aula, bajo la protección de la maestra que la sustituye en esa función.

    3

    El resto de la mañana pasa entre mis esfuerzos por atender a las clases, pero la concentración se me escapa. Los pensamientos vuelan ventana afuera y se dirigen al pasillo, a la noche anterior y al sueño. Mi mente no es capaz de comprender bien las implicaciones de la escena que presencié ayer, pero en el fondo intuyo algo malo en lo sucedido.

    El timbre del receso suena y salgo acompañada por el resto de los estudiantes que se riegan por todos los rincones del patio. Los grupos de charla y juego se conforman, pero no participo en ninguno. En lugar de eso, me dirijo hacia un sitio apartado, donde encuentro a un niño solitario que siempre lee algún libro, aunque a los demás nos parezca que lo hace para llamar la atención. A nadie pueden interesarle tanto los estudios, o las historias extrañas y oscuras que este muchacho refiere todo el tiempo.

    —¡Oye! —digo y él me mira con cara de susto, porque no espera encontrar a nadie en esta parte del patio. Su prestigio de raro y loco aleja o enfurece a sus compañeros, los cuales prefieren ignorarlo la mayoría de las veces. Yo misma lo hago, pero hoy es distinto, porque necesito saber cosas que él entiende o al menos eso nos hace creer—. Quiero preguntarte algo.

    El niño baja el libro unos instantes, mientras su expresión se torna molesta y a la vez desconfiada.

    —Si vas a burlarte, mejor será que…

    —No voy a burlarme —lo interrumpo—. No estaría aquí si no fuera algo importante, algo que te puede interesar.

    —Cuenta —dice.

    Yo le hablo de papá, de mi sueño y de las ideas que no me dejaron dormir ni atender durante la mañana.

    El muchacho me analiza, trata de definir si soy buena con las bromas, sincera o estoy completamente loca. La historia tiene su interés, en caso de que sea cierta, y una realmente mala intención, si resulta una muy creativa manera de engatusarlo para reírme a gusto. Lo considera por unos segundos y mira alrededor, trata de descubrir a los otros que van a salir de sus escondites cuando yo dé la señal. Después decide ayudarme y cierra el libro.

    —Tu padre es un endemoniado y tú una médium, una adivina que no sabe controlar sus poderes.

    Ahora soy yo la que se siente burlada, la que está a punto de protestar, pero el gesto del muchacho me detiene.

    —Tienes que encontrar la forma de liberarlo, o va a hacerles mucho daño a ti y a tu familia. Es importante que lo observes y confirmes todo esto antes de hablar, porque es muy desagradable denunciar a un demonio y que resulte ser solo mal carácter.

    —Mi padre no tiene mal carácter.

    —Entonces busca ayuda. Tú habrías podido sacar la cosa que tiene adentro, pero no estás desarrollada… Aunque no sé si tus habilidades sean completas o simplemente puedas ver, adivinar los hechos por venir.

    —Yo no tengo poderes —afirmo con cierta amargura y él ríe con crueldad, en un tono bajo que me asusta un poco.

    —Puedes negarlo, escondérselo a todos, incluso a ti misma, si quieres… No vas a poder hacerlo por mucho tiempo, al menos no mucho sin que te destruya tu energía fuera de control.

    Me alejo rápidamente y camino unos metros antes de volver, porque acabo de notar una cosa que puede resultar importante. Lo enfrento y baja su libro nuevamente, sonríe con suficiencia y siento furia contra él. Sin embargo, no me queda otra opción, pues no conozco a nadie más que hable o sepa de estas cosas.

    —¿Eso quiere decir que yo también soy una endemoniada?

    El muchacho se transforma repentinamente, abandona la sonrisa extraña y adopta un aire solemne.

    —En absoluto —asegura—. Tú podrías ser confundida con una especie de bruja, si todavía viviéramos en eras oscuras en las que ninguno de los dos sobreviviríamos. Pero ya esas categorías se abandonaron, por suerte. Tú tienes habilidades, un poco raras a primera vista, pero, al final, más comunes de lo que puede parecer. No eres una endemoniada, así que ahora déjame leer tranquilo.

    A partir de entonces, mi concentración mejora, pero no en el sentido que deseé antes. Las horas de clases se van a toda velocidad, mientras la misma idea asalta en oleadas constantes mi cabeza. No puedo ser… nada de esto puede ser. Mi padre no es un endemoniado, pero la repetición de las frases no aleja la preocupación, la duda que me lleva a entrar en la casa y subir las escaleras directa hacia el cuarto de mamá.

    Mi hermana se queda atrás y me mira con expresión extraña, porque no solemos ir a la habitación de nuestra madre cuando está enferma. En realidad, Sonia tampoco lo hace mucho cuando no lo está. De repente se revela la posible razón para el distanciamiento entre ellas. Sonia cree que mamá no la protege, por eso se ve obligada a tratar a mi padre como si nada estuviera sucediendo.

    —Ella tiene que ayudarnos —digo en voz alta y entro en su cuarto.

    Mi madre está sentada de espaldas, en una silla que tiene puesta junto a la ventana. Mira hacia la distancia, aunque no parece estar viendo nada en realidad. No reacciona cuando me acerco, ni siquiera cuando estoy casi pegada y toco su brazo. Solo entonces separa los ojos de la ventana y me mira, con expresión cansada y ajena. A primera vista luce menos enferma de lo que papá quiere hacernos creer. Es cierto que se la ve ojerosa y desgastada, pero no enferma.

    —Hola, mamá —digo.

    Ella me sonríe con algo similar al temor reflejado en la cara. Al principio no puedo entender su reacción, el silencio que la demora antes de que dirija su mano extendida hacia mi mejilla. Me da un poco de lástima su debilidad, el temblor que recorre su brazo la hace regresar a su postura anterior. Una respuesta me golpea entonces como un rayo cuando descubro que mi madre teme haber violado la orden del monstruo, la prohibición establecida por el demonio de mi padre.

    Él lo dijo bien claro:

    —Tu madre no se está sintiendo bien otra vez.

    Con eso debía bastar para que renunciáramos a encontrarnos con ella, para convencernos de que no es seguro acercarse a mamá cuando la ataca uno de «sus estados». En una o dos ocasiones, él ha intentado explicarnos con delicadeza la enfermedad que va y viene, que la transforma y la hace desaparecer de la vida familiar durante semanas enteras.

    Mi padre piensa que somos tontas, que no vamos a darnos cuenta de todo y eso me enfurece; me pregunto cómo he podido confiar tanto en él. De momento, me cuestiono mi felicidad de todos estos años y el riesgo que corremos todas entre las paredes de la casa.

    A mi madre la atacó primero hasta debilitarla, hasta vaciarla de aquello que más tarde dejó de encontrar. Por eso le toca a Sonia y la posibilidad me aterra, en parte por ella y en parte porque sé que más tarde va a ser mi turno.

    —Tienes que ayudarnos, mamá. —La delgada mujer que me trajo al mundo me mira con expresión desconsolada—. Sonia… ella ya no puede soportarlo más. Tienes que hablar con él, detenerlo, por favor.

    Mi madre baja entonces la mirada, antes de dirigirla nuevamente hacia un horizonte que únicamente ella percibe. La realidad me golpea y me veo desanimada por la certeza de que mamá no va a hacer mucho. Ella no hará nada en absoluto porque no tiene fuerzas, porque el demonio la ha destruido internamente.

    Yo empiezo a llorar en silencio, pero ella lo nota. Su mano vuelve a tocar mi mejilla para recoger una lágrima y llevársela a los labios antes de llorar también. Una extraña fuerza surge en mi interior, una resolución que aún no se define como un plan concreto, pero me lleva a prometerle que todo va a estar bien.

    —Tú no te preocupes por nada, solo recupérate —digo y salgo de la habitación antes de dirigirme hacia mi cuarto donde permanezco despierta hasta altas horas de la noche.

    4

    Los días que siguen se pierden entre escenas comunes de desayunos y viajes a la escuela, de recogidas al final de los turnos de clases y silencio. Todo parece indicar que la responsable por todo el ruido de la casa soy yo y mi hermana me lo dice.

    —Oye, desde que andas tan callada, este lugar parece un monasterio.

    —¿Un qué?

    —Un monasterio es donde viven los monjes, que hacen votos de silencio y prometen no hablar.

    Yo asiento, porque recuerdo haber escuchado algo acerca de los monjes y los sacerdotes. La verdad es que el tema me pareció complicado, pero ahora viene a mí, como traído por una fuerza secreta que planea ayudarme. Por eso trato de rememorar lo que dijeron en la televisión sobre las personas que viven en los monasterios.

    —Y ahora eres muda —se burla mi hermana.

    Entonces le contesto:

    —Estoy pensando.

    Sonia cree que pensar es bueno, pero no demasiado porque la gente termina perdiendo la cabeza. Su tono es de sorna, pero creo identificar un contacto con algo más serio. Aunque no sea totalmente consciente de ello, en mi mente se establece un vínculo entre su comentario y la condición de mi madre, que la ha tenido encerrada en su habitación por varios días. Es probable que ni siquiera haya abandonado su puesto en la ventana más que por algunos minutos de necesidad. Sonia me ha contado que papá tiene que lavarla en esas ocasiones, como si fuera una niña, con trapos húmedos que mojan todo el cuarto.

    —Te dejo con tus ideas —dice mi hermana antes de volver a sus labores domésticas cotidianas.

    Subo a mi cuarto, donde permanezco la mayor parte del tiempo que paso en la casa. Solo salgo para cenar o a bañarme y por momentos pienso que me estoy transformando en mamá. Las noches me descubren buscando cosas entre los tomos de una vieja enciclopedia, información sobre monjes, religiones y demonios, sobre criaturas mitológicas y gente con dotes de visión fuera de lo común.

    Las horas se alargan, porque casi no puedo dormir. El temor y los sueños me mantienen despierta, estudiando temas que descuidan mis tareas y me hacen notar que también me estoy convirtiendo en el muchacho loco que se sienta apartado en la escuela. En más de una ocasión he considerado la posibilidad de volver a hablarle, pero mi orgullo y su sonrisa irónica han evitado que me acerque. No puedo darle el gusto a él, ni a los otros que entonces empezarían a molestarme.

    También están las voces de Sonia que escucho con mayor claridad con el paso de las jornadas, como si ella gritara cada vez más alto. Son cerca de las dos de la mañana cuando siento un ruido, en una de esas noches de desvelo y búsqueda. No hay nada que me avise, ningún sonido especial que anuncie algo o llame especialmente mi atención. Sin embargo, un estado interior me lleva a levantarme y mirar por una especie de ventana que hay encima de mi puerta. Siempre me he preguntado qué función cumple y creo que papá me explicó que su ubicación se debe a necesidades de ventilación o algo similar. Lo cierto es que me subo encima del escritorio, el cual he ubicado de manera que pueda servirme de escalera, y miro hacia el pasillo.

    Mamá esta parada frente a la puerta de Sonia, se tambalea como si estuviera mareada y acerca su oído a la madera. Está descalza, usa ropa de dormir y el pelo suelto. Parece una presencia espectral, uno de los personajes de las leyendas que he estado leyendo esta semana. Pero eso no importa, porque estoy segura de que mis palabras la están llevando a decidirse para proteger a mi hermana. Por eso su mano se levanta hacia la puerta, hacia el picaporte que funciona antes de que ella lo alcance, como me sucedió a mí en una noche anterior.

    —¿Qué haces aquí? —susurra mi padre, pero puedo escucharlo porque su tono violento lo obliga a alzar la voz de manera inconsciente—. No puedes estar aquí ahora. ¡Tienes que volver a tu cuarto inmediatamente!

    —Yo solo quería… —empieza a decir mamá, pero papá le da un empujón del que nunca lo creí capaz.

    Mamá retrocede lentamente, se toca el lugar donde la mano de papá hizo contacto antes de dar la espalda para retirarse con aire de tristeza y llevarse con ella mis últimas esperanzas. Mi padre se queda observándola mientras se marcha y después dirige repentinamente la vista a mi puerta.

    Yo me agacho presa de un gran susto, tan rápido que casi caigo del buró. Tiemblo mucho durante unos instantes, tras los que corro a mi cama y cubro mi cabeza con la sábana.

    5

    Por la mañana no bajo a desayunar. Sonia viene a buscarme, pero le digo que no me siento bien. Ella toca mi frente y usa la frase que en innumerables ocasiones ha acabado con mis deseos de quedarme tranquila en casa.

    —Menos de treinta y ocho grados quiere decir escuela y mucha agua.

    —Pero Sonia, yo…

    —Ni una palabra más. Vístase e intente dormir más la próxima vez.

    Mi sorpresa es tan notable que ella sonríe antes de hablar.

    —Lo digo porque las ojeras casi te llegan a la barbilla.

    Cumplo con la orden de mala gana y luego acepto, de alguna forma entiendo que quedarme en la casa con mi madre no es tan buena idea después de todo. Las lágrimas de la semana anterior, y su expresión de anoche, hacen que la descarte como vía de salvación y decida usar un recurso que hasta este momento había guardado como segundo plan.

    —No me queda otra opción —digo y Sonia me mira extrañada.

    —No me digas que ahora vas a empezar a hablar sola. ¿Qué está pasando? —pregunta, pero no me atrevo a contestarle por miedo a que ella también se muestre totalmente sometida por la presencia del demonio de mi padre. Ese sería el fin de mis esfuerzos, el golpe final que derrumbaría mi universo.

    —Yo voy a ayudarte —aseguro, pero Sonia no entiende o decide no entender.

    —La mejor manera de hacerlo es apurándote para no retrasarnos. Hoy tengo clases con el profesor de literatura, quien no comprende ni admite que alguien llegue cuando la lección ha empezado. Ya tengo bastantes problemas con la asignatura en sí, así que no necesito una mala opinión del profesor en cuanto a disciplina… Si fallo en los exámenes, perderé la oportunidad de pasar más horas bailando. Tendré que asistir a clases complementarias y mi entrenamiento se verá afectado.

    —¿Te gusta mucho bailar, verdad?

    Mi hermana sonríe.

    —Mucho —afirma—, solo lamento que en La Ciudad no tomen la danza como una carrera seria y profesional. No hay demasiadas oportunidades.

    Sus palabras me asustan, me preocupan hasta que llegamos a la escuela. Mi hermana espera a que entre en el edificio, está dispuesta a retrasarse, pero le digo que puede correr.

    —Ya no soy tan niña —aseguro, para descubrir que mis doce años me separan de una época a la que no podré volver.

    Mientras la veo alejarse, noto que mi estatura es casi la suya. Entonces me decido a tomar parte en los sucesos de mi vida, a actuar como una muchacha que ya casi soy y no entro en la escuela. En lugar de eso, salgo por la reja y camino en dirección contraria, hacia un templo que encontré en una guía de información y me pareció confiable.

    El edificio es enorme e impresionante, sus puertas inmensas dan acceso a una amplia

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