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Habanas: En ocasiones, el arcoíris tiene un solo color
Habanas: En ocasiones, el arcoíris tiene un solo color
Habanas: En ocasiones, el arcoíris tiene un solo color
Libro electrónico76 páginas1 hora

Habanas: En ocasiones, el arcoíris tiene un solo color

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Once historias que se entrelazan mediante sus personajes secundarios nos muestran una Habana que subyace en la sociedad de la Cuba actual. Once historias que, sutilmente, desentrañan hasta los más tenues atisbos de racismo que aún se manifiestan en el andar cotidiano. Atisbos que van desde un piropo mal intencionado hasta una ofensa verbal directa.
Once historias, once protagonistas de piel oscura, once personas, once cubanos. Cualquiera de ellos puedes ser tú.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento19 ene 2018
ISBN9788417283124
Habanas: En ocasiones, el arcoíris tiene un solo color
Autor

Ariel Sánchez Rodríguez

Ariel Sánchez Rodríguez (Guanabacoa, La Habana, 1974) es graduado como licenciado en Educación Primaria en 1999. En el año 2014 obtiene su segunda Licenciatura, esta vez en Contabilidad y Finanzas. Graduado del Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso” en el año 2010. Su primer cuento publicado es a través del Concurso Nacional de Cuentos Breves 2004-2008, Ediciones Bayamo 2009. Varios cuentos suyos están presentes en diferentes antologías, tanto cubanas como extranjeras. Se desempeña en diversos géneros, desde la literatura infantil hasta la policiaca. Habanas es la segunda novela que publica con Editorial Guantanamera. En la actualidad trabaja como económico.

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    Habanas - Ariel Sánchez Rodríguez

    nacionalidad.

    Calle 21

    «Nací para esta mierda, estoy convencido», piensa Hilario, mientras pasea el escobillón sobre la furiosa hojarasca. La noche amenaza con humedecer las calles. Las escasas luces reflejan con saña en su rostro, más años de los que tiene en realidad. Su fornida complexión ahuyenta a los malhechores nocturnos que deambulan por los contenes citadinos en busca de carne fresca para emprender el nuevo día. La madrugada se traga los suspiros de Hilario, que todavía se lamenta del nombre que le pusiera su madre. Una madre tan distante como la luna que pende sobre su cabeza. Una urbe que nunca le dirá cuáles fueron las razones que llevaron a su padre a abandonarlo desde tan temprano a la buena de Dios y que, para colmo, le negara con el filo de una navaja el privilegio divino de conocer a su madre.

    Hilario se detiene, algo lo detiene. Unos pasos escurridizos aguzan sus sentidos. El ojo izquierdo acecha la silueta.

    ―¿Eres de por aquí? ―le dice una muchacha de mediana estatura.

    ―No ―dice Hilario. Su mirada se posa en cada uno de los finos encajes que componen la blusa de la muchacha.

    Ella prende un cigarro, la fina llama de la fosforera ilumina un rostro joven y desmaquillado, a todas luces por el bregar de la mala vida. Hilario se aferra al escobillón como si fuese un apéndice indispensable. Ella guarda la fosforera mientras una risa sarcástica escapa de sus labios. Hilario se muestra algo confundido, empuja levemente el carretón unos metros adelante, hasta donde comienza la luz del poste de la esquina. Regresa cauteloso, sin levantar la mirada, como si estuviese en presencia de una reina. Ella se frota los pechos. Desafiando a la noche y al peligro que acecha voraz en cada encuentro desconocido, ella se le insinúa y rehúye. Aún proliferan los malos ratos que él pasó a la sombra del orfanato. La señora Inés, como todos le llamaban, nunca tuvo en cuenta sus inocentes llamados. ¿Cómo iba a enfrentar los volátiles pensamientos de un niño mediocre contra la bien ganada reputación de Francisco? Un veterano de Girón que los visitaba de semana en semana y cubría con sus sermones el apetito carnal que le castró la infancia a Hilario. La muchacha le suelta una bocanada en pleno rostro, detrás de la nebulosa surge un semblante taurino que le agrieta el pómulo derecho. Ella desvaría, el cigarro se desvanece entre los adoquines. Hilario lanza el escobillón como si se tratase de un guerrero medieval: una, dos, tres veces sobre su pecho, quebrándole mortalmente el esternón. Una última estocada le desorbita el ojo derecho. El viento arrecia. La hojarasca se arremolina. Un hilillo de sangre se abre paso entre los vericuetos de la calle adoquinada. Hilario se arrodilla ante el cuerpo exánime y lo voltea. Camina hacia el carretón y toma un ladrillo. Regresa presuroso, su olfato se torna perruno. Amparado por las interminables sombras de los jardines la despoja de la indumentaria. Ubica el ladrillo debajo de la pelvis. Desenfunda su falo macizo y desanda sus cavidades, resuelto. La lluvia se desata sobre la humeante espalda de Hilario, mientras un placentero aliento escapa de sus fauces. El barrio duerme, nadie repara en el bramido de Hilario cuando sus caldos corporales se precipitan sobre los indiferentes glúteos de la muchacha.

    La lluvia ha hecho de las suyas con la sangre, llevándosela con rumbo incierto a las profundidades de la alcantarilla. Hilario cubre su dorso Prusia y carga con el cuerpo ultrajado. Lo deposita en uno de los vagones de su carromato y emprende la marcha calle abajo. Antes de que la noche se desvanezca en el horizonte, se las arregla para cavar un hoyo. Valiéndose de una filosa hacha vierte en su interior el torso, los brazos, las piernas y la cabeza, no sin antes mirarle a los ojos por última vez. Ahora serás polvo, le dice, viéndola en el fondo del hoyo.

    Hilario se marcha a su guarida, una vieja casucha remendada con tablones de embalajes desechables. En su interior, malvive con una hornilla eléctrica, una vieja nevera que aún perdura gracias a su inventiva y un canapé donde reposa durante el día. Para bañarse va tres veces por semana a un baño público que está dos cuadras antes de llegar a su humilde morada. Hilario se las arregla para esconder sus pertenencias de las sigilosas miradas de los vecinos de la zona, que no son mucho más adinerados que él.

    Las luces artificiales se adueñan de las cuadras de la calle 21 del Vedado habanero e Hilario emerge como un espectro que solo mira al contén. «Somos tú y yo», se dice. Pasea el escobillón con sutileza, como si se tratase de una damisela. La luna se refleja en la opacidad de su ojo derecho. Detiene la barredura y se apoya en el escobajo: «Ven acá negro de mierda, ¿adónde piensas que vas?», le gritó Aurelia, la afamada maestra de Educación Laboral, antes de lanzarle el borrador que le cegaría para siempre del ojo derecho. «¿Quién va a querer a un tuerto?», pensaba Hilario en el hospital. La justicia

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