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Rebeldía, subversión y prisión política (2a. Edición)
Rebeldía, subversión y prisión política (2a. Edición)
Rebeldía, subversión y prisión política (2a. Edición)
Libro electrónico580 páginas8 horas

Rebeldía, subversión y prisión política (2a. Edición)

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El retorno a la democracia siguió un curso que pocos imaginaban en los años ochenta, sobre todo en el campo de los que luchaban en contra de la dictadura de Pinochet. No todos los opositores compartían los mismos métodos de lucha, y tenían, por cierto, diferencias acerca del proyecto de sociedad que debía forjarse después. Sin embargo, nadie imaginaba que para aquellos grupos políticos que persistirían en la resistencia político-militar, se crearía una cárcel de alta seguridad, un centro de detenciones aberrante que seguramente habría contado con el beneplácito de los aparatos de seguridad de la dictadura. Este libro narra desde dentro la experiencia de los militantes que sobrevivieron a las políticas de "seguridad ciudadana" de la democracia. También reconstruye la subjetividad rebelde, como el autor denomina a las luchas por la dignidad de los presos, así como las inconsistencias del sistema judicial chileno. Esta es una historia que toma partido y que denuncia acuciosa y sistemáticamente la experiencia de los "presos políticos" en democracia.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 jun 2017
Rebeldía, subversión y prisión política (2a. Edición)

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    Rebeldía, subversión y prisión política (2a. Edición) - Pedro Rosas Aravena

    Pedro Rosas Aravena

    Rebeldía, subversión y

    prisión política

    Crimen y castigo en la transición chilena, 1990-2004

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2014

    ISBN Impreso: 978-956-00-0390-4

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 68 00

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Presentación a la segunda edición

    Para los historiadores y para amplios sectores, el pasado es un objeto problemático: explica el presente, solo no pasa: es un conflicto abierto. En el Cono Sur y en Chile en particular, el pasado cercano es, cíclicamente, objeto de protagonismo. El porqué de esa complejidad explica al mismo tiempo el motivo por el cual una experiencia aparentemente cerrada continúa concitando atención. Este libro vio la luz hace casi una década, un poco menos de tiempo que el de la prisión política en democracia. Rebeldía… ha visto la luz, como libro también fuera de Chile y ha circulado en ediciones fragmentadas en la vitalidad de otras generaciones y en la multiplicidad de otras experiencias sociales y políticas muy distantes a las que le dieron origen. ¿Qué muestra esta experiencia que la vincula con un pasado que no termina de pasar?

    El pasado no es solo representación social transmitida, es vivencia, recuerdo personal, se rememora en primera persona y habla a otras de lo posible y lo negado en la obstinada obsesión por la unicidad y el encuentro entre la biografía, el proyecto personal y los proyectos colectivos. Ese pasado es siempre actual o se actualiza ante la necesidad de elaborar las experiencias traumáticas, revitalizar proyectos o, por el contrario, de asegurar su desaparición simbólica y vital. El pasado devela, golpeando la puerta del presente, no el dolor o la anecdótica lucha pasada, golpea fuerte con la contradicción de ayer y la persistencia del agravio contra otras palabras y otros cuerpos en el hoy que se miran también en esta historia-memoria que no tiene autores ni dueños y que LOM repone en esta segunda edición.

    Esta mantiene integra, con mínimas correcciones, el texto original escrito en el encierro, resultado de decenas de conversaciones entre patios y celdas, con documentos escamoteados a los allanamientos, con dudas, imprecisiones cronológicas, recuerdos parciales, sin acceso masivo a archivos de prensa, escrito a mano o en una vieja máquina de escribir, sin computador, sacado en fragmentos de la cárcel de Alta Seguridad por visitas y abogados, vuelto a escribir íntegramente cada vez que algún fragmento fue requisado o que las cintas extraídas de los casetes no podían ser vueltas a utilizar. Todo está integro y es por tanto -en la jerga del oficio- una mezcla entre fuente primaria y secundaria, una mixtura entre historia, memoria y testimonio. Se ha añadido únicamente un texto relativo al contexto y significado de la transición que permite contextualizar esta experiencia.

    El pasado o este fragmento de nuestra historia reciente no está solo en los libros. Constituye memoria. Siempre hay un testigo que quiere y no puede nombrar lo indecible. Desde la historia, este hacer ha recibido distintos nombres: historia reciente, del tiempo presente, historia inmediata o actual. El pasado en primera persona se ha tornado hace tiempo legítimo para el historiador y es un tema relevante para la sociedad que requiere un tiempo que ayude a comprender y vivir el presente como un momento coetáneo donde se encuentran actores vivos, testimonios, memoria social y viva sobre el pasado junto con la contemporaneidad entre la experiencia del historiador y el pasado estudiado. Sin embargo, la atracción y la elaboración del acontecimiento en sociedades fracturadas y con heridas abiertas mediante la anamnesis de su historia no es un fenómeno puramente personal; habla de la dialéctica entre política, conflicto y poder. No es solo la elaboración del trauma, es la construcción política del nunca más del Chile de los últimos cuarenta años sin indulgencia, sin ingenuidad, acomodación o tentadora autocomplacencia.

    La memoria y la historia aquí presentes hablan de un proceso activo de construcción simbólica y elaboración de los sentidos del pasado operando en dos planos, el de los vínculos individuales y subjetivos con el pasado y el del recuerdo intersubjetivo de lo común colectivo. La memoria que traemos al presente es un puente entre lo íntimo y lo colectivo: es una categoría social. Una memoria rebelde.

    Para Hugo Vezzetti, la construcción colectiva del relato es preformativa del recuerdo de los sujetos. Nadie recuerda solo. Esta no es ni una memoria ni una historia solo de las acciones ni de la cárcel de los rebeldes de la transición, es también parte de la historia de todos aquellos que esperaban esperanzados o confiados, de quienes remecían la cotidianidad con sus irrupciones y la contrahistoria de quienes buscaron asegurar la tranquilidad pública requerida por los innumerables pactos transicionales garantizados en leyes de amarre y archivos secretos mediante la réplica mejorada de los dispositivos del disciplinamiento empleados por la dictadura.

    Para Josef Yeruschalmi, la memoria es el destino de un pueblo. Sin memoria no hay ni identidad ni futuro, la distancia entre el ellos y el nosotros se desvanece, la víctima y el victimario, y sus herederos, no tienen identidad definida, condenándonos a leernos en la narrativa histórica de un sujeto ajeno. Ante la imagen latente de nuevas formas de olvido y de buenas memorias, la historia y la memoria se han articulado para poblar los vacios que quedan entre el ruido de las narrativas que nos niegan con sus memorias oficiales, oportunistas, acomodadas en la integración simbólica de la memoria en la historia reciente como pura memoria de los vencidos en la escena parcial de las memorias oficiales.

    La historia y la memoria no están consagradas; el deber de memoria, el nunca más del Chile actual no es mecánico, debe construirse siempre, hay que hacer los trabajos de la memoria porque la gente no siempre quiere saber. La memoria de la infamia es un dispositivo que se construye mediante muchos recursos y memorias dispares que luchan entre sí en el interior de los marcos sociales y políticos de la interpretación de los pasados nuestros. La historia de los rebeldes de la transición, la complicidad o el silencio frente a las nuevas violaciones de los derechos humanos, la larga permanencia de la impunidad, la negación de la politicidad rebelde, su criminalización, las memorias de los rebeldes y de los agravios infringidos a los cuerpos, el mecanismo del castigo y el encierro de una década -convenientemente olvidada-, su vinculación y continuidad con la resistencia a la dictadura, sus proyectos, palabras y experiencia política son parte de nuestra historia y nuestra memoria social.

    Pedro Rosas Aravena.

    Prólogo

    Un sábado de octubre atravieso por sexta vez una Cárcel de Alta Seguridad (CAS). No hay cuerpo que pueda permanecer insensible a esta extraña rutina, ni día en que dejen de sobrecoger las rejas, los fierros, las tonalidades grises, la oscuridad y los neones, la suciedad y el vacío, los cerrojos y las llaves, las botas, los uniformes, las normas arbitrarias. Cada vez se resiente, intacta, la violencia del espacio-tiempo contenido en el edificio de la CAS, lugar diseñado para domar terroristas.

    Es sábado, día de visita, y ya he aprendido cómo hacer para no dejar que el frío me entumezca los huesos y no entorpezca el habla ni los gestos de ternura. Me cubro de varias capas de camisetas, chombas, chales, y penetro al recinto movida por el deseo de un nuevo encuentro.

    Última celda a mano derecha, al fondo del pasillo. Golpeo y empujo la puerta de fierro negra. Esa puerta que debería preservar la intimidad, no se puede cerrar.

    Pedro está sumergido en su manuscrito, corrige las primeras pruebas de imprenta de este libro. Rigor.

    Levanta la cabeza, su mano libera el rostro de la masa de cabellos largos. Sonríe. Al instante nos reconocemos sin asombro, como la primera vez.

    La celda, una mesa rectangular, un ramo de rosas rojas en un tarro, libros en el suelo, libros en estantes improvisados, papeles, archivos, muros lisos y una cama estrecha. Ascetismo obligado. No engañarse, no encubrir el cemento.

    Nunca imaginar el afuera ni dejarse invadir por el recuerdo de la frescura del aire una madrugada de verano. Borrar de la mente el ruido del viento azotando los ceibos, la sirena de los barcos, las goteras sobre el suelo de madera. Nunca seguir con la mirada el vuelo de los pájaros, el rayo verde en el horizonte rocoso. Destruir las promesas apenas dibujadas, hacer de la utopía carne y de la lucha aquí y ahora el punto de fuga.

    Para mantenerse vivo, ser pensante y actuante, el cautivo retiene el ensueño, trabaja como historiador el presente que contiene en sí mismo el pasado y el futuro. Pedro posee la fuerza de la piedra, de la madera seca... fuerza por momentos talvez aterradora para él.

    La cárcel revela un hombre poseído por el deseo de vivir. Nada en su postura deja entrever lo que percibo: angustia, cansancio y esa tristeza que ahoga. Recorrido inalterable de cuatro metros cuadrados años y años, forzado a mirar los mismos muros amarillentos, los tubos de cemento, las rejas, el mismo retazo de cielo, las mismas baldosas sucias del patio. Náusea.

    El paso del tiempo no disminuye la crueldad del encierro. Sin embargo, ninguna queja, ningún resentimiento. Pedro sostiene el edificio de la prisión sobre sus hombros. Retiene y disimula el sufrimiento hora tras hora, mes tras mes. Vive sin jamás vislumbrar el espacio de libertad. Lucha y se debate contra la mecánica jurídica kafkiana y continúa deconstruyendo la materia de su vida: rebeldía, subversión, prisión.

    Hace falta aliviar ese destino.

    Ya basta. Basta de prisión y castigo. Basta de llamar terroristas a los revolucionarios. Devolvámosle a cada palabra su consistencia, usémoslas con precaución y seriedad. La confusión alimenta el caos y la muerte, no sirve para aunar el tejido social de la democracia.

    Pedro ha creado entre cuatro paredes un devenir de liberación; su pensamiento y su acción han desbordado los muros; otro mundo surge, tiene cuerpo y verbo. Su mirada sincera percibe la potencia de lo efímero, el valor de aquello que el capitalismo etiqueta como inútil, la multiplicidad en marcha, lo universal de la acción restringida. Su capacidad de escuchar desborda los rituales conocidos del compromiso político, sus gestos mesurados retienen la ilusión de la velocidad, su inteligencia descifra la riqueza que contiene todo espacio vacío y desmorona el mito de la complejidad que esgrime el poder para mantenernos pasivos. Su convicción irrestricta de que resistir es crear acaba al mismo tiempo con el militante triste y la ideología mercantilista dominante. Su amor por la vida es compromiso de lucha, simplemente porque así y no de otra manera es la verdadera vida. La potencia de su ser es contagiosa, crea lazos, construye.

    Hay urgencia. Pedro, un hombre libre, es necesario en libertad, al igual que todos sus compañeros presos. Los necesitamos todos. Sus madres necesitan sus abrazos; sus hijos, sus presencias cotidianas. Los de abajo, los sin rostro, los olvidados de siempre, los que luchan cada día, la sociedad civil en resistencia, requieren sus presencias activas, sus gestos, sus pasos.

    Espero que cuando este libro se encuentre con sus lectores, nuestro clamor habrá sido escuchado por quienes tienen el destino de Pedro y sus compañeros en sus manos.

    El devenir de Pedro Rosas y de todos los presos políticos concierne a cada uno de los chilenos, personalmente. Con ellos una parte de nuestro ser se encuentra encarcelada.

    Carmen Castillo

    Noviembre 2004

    Presentación

    La historia también se escribe en tiempo presente. Contrariamente a lo proclamado por los agoreros de su fin, en nuestros días el flujo de acontecimientos que van cambiando el curso de las sociedades humanas se acumula con una rapidez y densidad nunca antes imaginada. La historicidad fluye por los poros de todos los actores sociales. El viejo topo continúa su camino, aunque las historias y verdades oficiales desconozcan su existencia o traten de relegarlo al olvido.

    La eterna transición chilena ha cargado con numerosos abandonos, verdades políticamente correctas y tentativas de construir historias oficiales.

    Un aspecto particularmente oscuro y acallado durante estos catorce años de democracia restringida ha sido la prisión política. Al inicio de los años 90 se manifestó a través de la mantención de la reclusión de numerosos hombres y mujeres que habían combatido con las armas a la dictadura. Durante varios años la flamante democracia chilena arrastró la impresentable presencia de resistentes antidictatoriales encarcelados por haber luchado... ¡por la libertad! Solo a mediados de esa década, una serie de medidas jurídicas y políticas (indultos, conmutación de penas, etc.) permitió poner fin a una situación injusta, a la par que lesiva, para la imagen internacional del país, que los gobiernos de la Concertación querían mejorar.

    Sin embargo, las limitaciones de la transición, sus inconsecuencias y frustraciones llevaron a varios núcleos de izquierda revolucionaria a continuar la subversión armada. En un contexto político distinto al de la década anterior, sus organizaciones fueron desarticuladas por los aparatos de seguridad del Estado, no pocos de sus militantes murieron como producto de la reacción represiva y la mayoría terminó en cárceles de Alta Seguridad, diseñadas para quebrar su voluntad de combate y aniquilarlos personalmente.

    Durante más de catorce años, los nuevos presos subversivos han protagonizado una dura lucha subterránea, la mayoría de las veces acallada o distorsionada por los grandes medios de comunicación. Salvo contadas excepciones, la sociedad chilena –desinformada y manipulada por esos medios– ha permanecido indiferente a los atropellos a derechos esenciales que han sufrido esos hombres y mujeres encerrados en los recintos penitenciarios de la Alta Seguridad estatal. No obstante, a pesar de la negación del Estado, en los últimos años se ha bosquejado en distintos círculos un sentimiento de inquietud y de solidaridad. Producto de la propia lucha de los presos políticos y de sus familiares y amigos, más y más personas se han ido enterando y conmoviendo. Entre tantas otras iniciativas solidarias, destaca la carta abierta que varios centenares de artistas, sindicalistas, profesionales, abogados de Derechos Humanos, religiosos, dirigentes de variadas organizaciones sociales, estudiantes e intelectuales dirigieron en abril de 2002 al presidente Ricardo Lagos, solicitándole el indulto de cuatro presos políticos aquejados por enfermedades gravísimas, además de la búsqueda de una solución global para el problema de la prisión política en Chile. Desde entonces las cosas han evolucionado muy lentamente: una prisionera, Marcela Rodríguez, paralizada en silla de ruedas, fue enviada a Italia para seguir un tratamiento médico y cumplir una pena de extrañamiento; algunos contados presos políticos han comenzado a gozar de un régimen de salidas dominicales o diarias con reclusión nocturna. Pero la inmensa mayoría de estas personas –varias decenas– sigue esperando una solución político-jurídica tras los muros y barrotes de las cárceles de Alta Seguridad. Nuevas huelgas de hambre han marcado episódicamente las deliberaciones que la clase política ha comenzado parsimoniosa y soterradamente a articular para solucionar un problema incompatible con la imagen internacional que el Estado chileno pretende proyectar.

    Pedro Rosas Aravena es uno de los casos más emblemáticos de este drama humano y político. Militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) desde 1983, fue detenido en marzo de 1994 por su participación en acciones subversivas llevadas a cabo por una de las fracciones en que se dividió su organización a comienzos de esa década. Pedro tenía entonces 28 años y había terminado poco antes sus estudios de Historia en la Universidad de Los Lagos de Osorno. Tras varios años de encierro, primero en la cárcel de esa ciudad y luego en la Cárcel de Alta Seguridad (CAS) de Santiago, emprendió la realización de su tesis de Licenciatura de Historia en las hostiles y poco convenientes condiciones para el trabajo académico que ofrecen los presidios de alta seguridad. A los avatares de la prisión política –huelgas de hambre, allanamientos, represión interna, traslados, castigos disciplinarios, malos tratos en ciertos periodos particularmente álgidos– se sumó hace algunos años la aparición de un cáncer, que lo ha obligado a someterse a duros tratamientos médicos (otorgados generalmente con bastante atraso por la administración penitenciaria). Con todo, sobreponiéndose a este sinnúmero de adversidades, Pedro Rosas fue capaz de preparar –bajo la dirección conjunta de Gabriel Salazar y de quien escribe estas líneas– una tesis de Licenciatura que defendió brillantemente a fines del año 2001.

    Desde entonces Pedro Rosas ha continuado luchando por su libertad y la de sus compañeros, a la par que ha seguido ocupándose de su desarrollo intelectual. A comienzos de 2003 –en consideración a sus problemas de salud y del tiempo ya pasado en prisión– solicitó su indulto al Presidente de la República. Casi un año más tarde el Ministerio de Justicia le comunicó el rechazo del gobierno a la petición, a pesar de su inquietante estado de salud y de los excelentes informes que sobre su persona habían emitido psicólogos, trabajadores sociales y responsables penitenciarios. Antes de eso, doce historiadores –entre ellos el Premio Nacional de Historia Armando de Ramón– dirigimos a fines de abril de 2003 una carta al Jefe de Estado apoyando la solicitud de indulto, pero nuestra misiva ni siquiera recibió una respuesta de cortesía del palacio presidencial.

    Una limitadísima ley de indulto promulgada en agosto de 2004 no terminó con el calvario de Pedro ni de la mayoría de los presos políticos. Apenas cinco condenados fueron liberados y algunos otros recibieron beneficios menores, como salidas dominicales. Paradójicamente, a pesar de no tener en su contra la aplicación de la Ley Antiterrorista, Pedro no se vio beneficiado por la ley de indulto, ¡por haber cumplido las penas contempladas en el flamante texto legal aprobado en el Parlamento! Como solo le queda por cumplir una condena en virtud del Código Penal, no pudo acogerse a los beneficios de la ley de agosto; si hubiese tenido a medio cumplir una de las penas contempladas en esta ley, hoy estaría en libertad. Pero como a menudo los designios de nuestros legisladores son insondables para el común de los ciudadanos, Pedro Rosas y otros tres prisioneros han quedado atrapados en un hoyo negro que ninguna autoridad del Estado se atreve hasta ahora a afrontar. Tan absurda e injusta es esta situación, que varios de los gestores de la ley de agosto, al enterarse –con sincera sorpresa– de los menguados resultados prácticos de su poco eficiente creación legislativa, la han definido como kafkiana.

    Entretanto, la tesis de Pedro Rosas, enriquecida gracias al tesonero trabajo de su autor, que en forma paralela sigue los cursos para optar al grado de Magíster de Historia y Ciencias Sociales de la Universidad ARCIS, sirvió de base para el libro que presentamos.

    Se trata de una obra poco común en la historiografía chilena.

    Si bien desde hace ya varias décadas la historia con testigos o historia del tiempo presente ha cobrado particular relevancia en Europa y otros países, en Chile lamentablemente su desarrollo ha sido más bien escaso. Distintas razones, que no es el caso detallar aquí, han conspirado contra un desenvolvimiento más impetuoso de este tipo de relatos y análisis históricos. Tal vez una de las razones más frecuentes ha sido el temor de los historiadores a comprometerse en los laberintos de una historia que, por ser reciente, es particularmente controvertida y los involucra en tanto ciudadanos.

    El libro de Pedro Rosas Aravena se inscribe en una perspectiva iconoclasta respecto de esa tendencia dominante. Desde su reclusión en la Cárcel de Alta Seguridad de Santiago el autor asume en su texto una defensa historiográfica, humana y política de la acción de los rebeldes revolucionarios de izquierda durante la década del 90 en Chile.

    Su trabajo se encuentra en el cruce de los caminos de la política y la historia.

    Sin negar ni abandonar en ningún momento su posición política, Pedro Rosas se desenvuelve con maestría en el plano historiográfico. La suya es una historia desde una opción epistemológica claramente definida: Buscamos el significado que los actores dan a su acción, lo que lo lleva a incursionar de manera brillante a través de la subjetividad de los rebeldes de los 90, apoyándose para ello en la noción de resiliencia, concepto que tomado de la metalurgia ha pasado a las ciencias sociales a fin de describir y medir la capacidad de las personas y grupos humanos para soportar y adaptarse a situaciones extremadamente difíciles, dando orden, sentido y significado a las cosas de la vida.

    Evidentemente, la subjetividad de los actores (o de algunos de ellos, en este caso los rebeldes chilenos de la última década del siglo XX) no es toda la historia, pero sí una parte importante de ella, que las historias oficiales tienden a olvidar, ocultar o despreciar. Pedro Rosas, a través de un sólido relato, ha rescatado esa dimensión de la historia sin olvidar aspectos como el contexto político e histórico general, la posición del Estado y la de los actores políticos institucionales.

    Desde una posición privilegiada –por haber sido protagonista de los actos rebeldes y compartir la reclusión con sus principales actores– Pedro Rosas Aravena describe con material de primera mano (la observación participante, documentos políticos y las entrevistas a sus compañeros de prisión) las acciones subversivas (bautizadas por él como acciones de violencia política popular, VPP) que desarrollaron, especialmente durante la primera mitad de los años 90, organizaciones como el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, el MAPU Lautaro, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria y otros grupos escindidos de esos troncos matrices. Igualmente, ofrece un panorama detallado de las estrategias de respuesta del Estado, las leyes de excepción, la Cárcel de Alta Seguridad, los atropellos a los Derechos Humanos de los prisioneros políticos durante la transición democrática, sus luchas, esperanzas y vida cotidiana. Todo un universo desconocido por la gran mayoría de los ciudadanos y también por la generalidad de los historiadores y cientistas sociales.

    Si bien el texto de Pedro Rosas Aravena es un poderoso alegato que reivindica la rebeldía de una generación de militantes revolucionarios, situándola en un continuum histórico del movimiento popular chileno, no por ello carece de los méritos de un trabajo académico clásico. El relato es consistente, la bibliografía utilizada es actualizadísima y el manejo de los conceptos es muy pertinente.

    Finalmente, debe destacarse la honestidad intelectual y la dignidad moral del autor. Podría haber optado por un ejercicio más aséptico y menos riesgoso académica y políticamente. También podría haber incurrido en la tentación del panfleto o libelo. No lo hizo. Y en cambio transitó por un sendero más difícil: el de la historia desde un compromiso que se anuncia desde comienzo a fin. Un par de párrafos al final del libro ejemplifican esta opción, exitosamente asumida a lo largo del texto:

    Esta no es una historia de muros o de rejas, no es un recuento estoico de un cautiverio infeliz. No es tampoco la historia de la Cárcel de Alta Seguridad, ni de la tortura en Chile, ni del olvido, ni de la angustia, ni de la soledad o de la pura supervivencia: esta es una historia de la vida. Un episodio donde la biografía y el acto político y social se muestran en su dramatismo inobjetable para resistir cualquier indiferencia, negación y olvido; una historia que, como aspiración historiográfica, quiere juntarse a otras historias y ser un desafío frente al ocultamiento y la desmemoria, un anhelo también de la alegría, de saber que otros creen y construyen, desde su rincón de la vida, la utopía posible.

    Podemos decir que somos testigos de cómo en la marginación o la exclusión más absoluta, en la negación de nuestra dignidad, en la represión y violencia feroz, la utopía y la humana dignidad existen mientras no se nieguen a sí mismas.

    En síntesis, este libro puede ser considerado como un ejemplo de feliz convergencia entre las dimensiones académicas, políticas, éticas y humanas de un historiador. Su publicación constituye un positivo aporte historiográfico que, esperamos, tenga saludables repercusiones en el plano político.

    Sergio Grez Toso

    Santiago, noviembre de 2004.

    Presentación a un latido de distancia

    Por muchas sensaciones y razones he sentido este libro como un acto íntima y políticamente urgente. Vino varias veces caminando desde el testimonio y se amparaba siempre desnudo, al alero protector de la narración y elucubración historiográfica, reclamando reflexionar sobre la propia experiencia y en voz baja.

    Testimonio entonces que se piensa a sí mismo y que en su biografía se reconoce en tanto que proceso colectivo. Un proceso inmerso en otro de más larga duración y de implicancias dramáticas en la particularidad de los actores, y profundas en la pluralidad, que está más allá de quienes hemos sido los protagonistas de los eventos y trayectorias que aquí se exponen.

    La representación de esta trama se ha dado en un tiempo y espacio extraordinariamente límite, en el intersticio de la muerte y nacimiento de un siglo con anuncio de cambio de época, en la encrucijada aparentemente terminal de la utopía y la desesperanza, en el entronque de una, dos, tres generaciones; en la encarnación de sus proyectos de tomar el cielo, la tierra, la avenida, la esquina, la montaña, la flor de la palabra; en una caja de resonancia y síntesis, en el largo y claroscuro momento que amenaza con un cambio civilizatorio que poco tiene que ver con la idea de civilización en la que fuimos socializados.

    Una década de vida, un pedazo de historia, una pequeña historia que mira, cuestiona, impugna, convoca y reclama a la mayor que la contiene, que la ha parido y acunado, su derecho a no ser pura curiosidad testimonial. La historia también habita en estas celdas y pasillos, la que particular e indeciblemente hemos vivido, pero también aquella que merece y puede ser contada. En este intento esperamos que se hilvane junto con otras historias de este tiempo, que en ambos lados del muro se tejen sin consentimiento.

    En este sentido, la producción de este libro quiere ser también un gesto de preservación de identidad y memoria en tiempo presente, pues aun cuando esta historicidad, este pensar y actuar para dar sentido colectivo y proyectivo a la vida aparentemente se da aquí en el diminuto y velado espacio de una cárcel, no se agota nunca en ella. El vientre del monstruo nunca es una isla y en él, viscoso y negro, revela corrosivo su voluntad de exterminio y moraleja disciplinadora; queriendo mirar y devorar lejos, más allá de este tiempo y estos muros, toda transgresión. Esta historia no comienza ni acaba en nuestro propio testimonio ni en los intramuros de la Alta Seguridad, y solo puede entenderse situada en su historicidad. Esperamos también delinear breves trazos acerca de ella.

    Originalmente este texto surgió como un trabajo de tesis, un documento elaborado bajo los requerimientos de la académica y de la investigación histórica y de campo. Por ello, se han reelaborado, descifrado o eliminado los aspectos que eventualmente pudieran resultar más restringidos y potencialmente crípticos. Algunos conceptos y tópicos se han mantenido por dos motivos: el primero, para mostrar cómo, también en las peculiares condiciones de la vida en prisión, es posible trascender el testimonio y producir sistemáticamente una reflexión, sobre la base de la voluntad y colaboración de un colectivo humano que consciente de su identidad piensa y habla, no dejando al azar o al olvido su propia historia, valorando y reconociendo la existencia de la diversidad en su propia polifonía; abriéndola entonces para que este trabajo fuera posible. El segundo motivo es que tanto los elementos historiográficos como de investigación permiten que, sobre la base de esta experiencia, otros colectivos y pequeñas comunidades de resistencia se aventuren en la acrecentadora tarea vital de mirarse y enunciarse desde su propia experiencia, y dar sentido histórico a su energía en movimiento. Esta es mi opción política y epistemológica.

    El balance de cómo se hizo la investigación y tesis original, que es la base de este libro, tiene que contemplar un juego de múltiples conspiraciones y voluntades extraordinarias de todos quienes hicieron posible, entre otras cosas, el lento y voluminoso traslado de materiales de campo y textos, en momentos en que el clima imperante en la cárcel era prohibitivo. También los meses de gestión para lograr el ingreso de los académicos guías de la tesis, historiadores Gabriel Salazar y Sergio Grez, quienes tuvieron la paciencia y voluntad de cruzar los muros de la Alta Seguridad para traer su consejo, crítica y sincera amistad. En los intramuros fue constante la generosa confianza y apoyo de los prisioneros rebeldes a la hora de revelar trazos muy íntimos de una vida de lucha clandestina y de abrir, con transparencia, el cotidiano de la vida, la reflexión política y existencial carcelaria. Todo sumado a las interrupciones y eventos que, aunque corrientes en la vida de un prisionero, resultan inverosímiles en los ámbitos académicos habituales.

    Solo con el concurso de los actores y con la verdadera complicidad de muchas personas hemos podido reconstruir, por ejemplo, el marco histórico del llamado escenario transicional. Junto con ello, otros problemas de tipo histórico, documental y teórico; como también recoger y clasificar las afirmaciones y negaciones en torno al reconocimiento explícito de la condición política de los prisioneros; lograr el acceso a la construcción de un sentido compartido de los rebeldes, sus representaciones y vínculo con el movimiento popular del cual se reclama –con legitimidad histórica– origen y pertenencia.

    Por razones obvias, el testimonio y la elaboración más reciente de los propios prisioneros rebeldes, más que otras fuentes y bibliografías, han sido los soportes fundamentales de este trabajo. Sin embargo, se intentó no descuidar el tratamiento y análisis integrado (buscando un enfoque de perspectiva amplia) de la articulación de procesos biográficos, sociales y políticos que en todos los casos se han documentado nutridamente. La cultura de los rebeldes como pautas de significación, lenguaje y usos que la caracterizan en su facticidad como práctica de vida permite hacer una hermenéutica rebelde (no solo comprender, sino comprender desde ellos mismos) antes y durante el cautiverio. El narrativismo y el análisis son aquí imbricados; la brújula y el delirio del encierro nocturno me jugaron no pocas veces malas pasadas. El lector, algo más sensitivo, podrá también compartir ese delirio en el subtexto. No escribo acerca de cómo ven y actúan estos actores; inevitablemente, escribo desde ellos. Este es también un alegato de mí mismo.

    No puedo dejar de dar gracias a todos mis críticos, correctores de borradores incorregibles, y a los que colaboraron ayudándome a construir y ordenar mis caóticos archivos, a quienes hostigué para reconstruir un evento o para organizar la memoria en recuerdos más exactos y esclarecedores.

    En otro plano y más allá de los muros, agradezco al Solidaritätsgruppe de Berlín y a los compañeros de muchas partes que me acompañaron en los días en que mi salud y mi vida dependían de su acción urgente. En las calles y en el corazón viven apretados mis compañeros y hermanos, jóvenes y viejos rebeldes, camaradas de utopía e intemperie, algunos perdidos en el tiempo o repartidos a dos mares de distancia, a una selva, a kilómetros de lluvia y barro en la dignidad marginal, a muchos naufragios y, al mismo tiempo, a un latido de distancia. Gracias por el apoyo de entonces y de ahora.

    En el duro episodio del largo tratamiento contra el cáncer, mi agradecimiento a todos los amigos del otro lado del muro: a Val, Pablo, Alfonso, Ale, al Cura Baeza, a las Aídas, Reve y mis primos, a la Organización de Defensa Popular ODEP; ante todo, a mis compañeros de la cárcel de Alta Seguridad CAS, por vestirme, alimentarme y acompañarme viviendo conmigo las desagradables reacciones que afectaron a quienes tuvieron la generosidad y voluntad de estar física y emocionalmente cerca.

    En tiempos más recientes y mejores, mi agradecimiento a todos los académicos y alumnos del magíster de Historia y Ciencias Sociales de la Universidad Arcis por su confianza y apoyo. También a todos los historiadores y académicos que fraternalmente me han expresado su solidaridad.

    A mis hijos, Pablo, Valentina y Yanko, infinitamente pegados a mi alma, libres y ligeros en su viaje hacia el futuro.

    ...A los que piensan y producen el futuro con su trabajo y reflexión crítica:

    a los rebeldes de siempre, para ellos esta historia.

    Pedro Rosas Aravena.

    Cárcel de Alta Seguridad

    Santiago, verano de 2004

    Transición, silencio y prisión política.

    Los primeros pasos de una democracia blindada¹

    El proceso de transición pactada a la democracia en Chile garantizó una dinámica de doble signo: por un lado, la recuperación del sistema político democrático formal, y por otro, la continuidad del modelo instaurado por la dictadura, ensanchando hacia delante los mecanismos para su desarrollo. Las condiciones socioculturales y políticas desplegadas a partir de una democracia de acuerdos y el desalojo de los movimientos sociales posibilitaron la pérdida de una de las características fundamentales del movimiento popular chileno en las últimas tres décadas del siglo XX. El componente ético-político encarnado en la defensa de los derechos humanos fue desplazado como problema de la sociedad para convertirse en un tema jurídico de los afectados.

    Este fenómeno remitió a la existencia de un mecanismo de administración de la memoria social, de regulación del conflicto y des-subjetivación que desembocó en dinámicas de impugnación y criminalización a la contestación social y política en pos de la estabilidad del proceso. ¿Cuál fue y es el valor y el costo social de estas estrategias de reconciliación para la memoria histórica de nuestro país? El silencio de la transición ha sido la respuesta a esa pregunta.

    Uno de los actores silenciados fueron los rebeldes del proceso de transición. Los hechos silenciados fueron sus discursos y su contestación social y, especialmente, el tratamiento que en democracia recibieron de parte del Estado.

    La impugnación al silencio se enmarca en lo que Michael Pollak y María Angélica Illanes han llamado batallas por la memoria. Nos instalamos en las escrituras y reinscripciones del acontecimiento y sus sentidos en pugna, más allá de las inscripciones de los archivos judiciales y la prensa acusatoria. Olvido y amnesia expresan siempre una voluntad de poder disciplinario. La memoria, en tanto contraparte, derrama identidad y proyecto colectivo en la experiencia de los actores convocados, enfrentando al silencio desde un nosotros soterrado y alzado.²

    Como coordenada clave, la transición remitió siempre a una articulación, a un quiebre, tránsito o pasaje de rito propio y autocentrado. En ese escenario los más amplios sectores recordaban, reivindicaban o censuraban de manera crítica su relación y a sí mismos en su relación con el pasado reciente.

    La transición, hasta hoy, no es reductible históricamente al concepto. No puede abordarse en términos definitorios o normativos, como una categoría fija e inocua al interior de la ciencia política o la historiografía, sin remitir de paso a los contextos históricos concretos en los cuales el devenir de esa histórica y real transición en particular, de la que se habla y en la que, frecuentemente, el enunciado transicional, vaciado de significado histórico se instala³.

    La transición fue y es un concepto articulador de realidad sobre el cual se ha establecido, pública y pomposamente, una manera de vivir, recordar y de evaluar las experiencias sociales y personales de nuestro pasado reciente deconstruyendo el tiempo social. El núcleo de sus límites sociales y políticos arrancan del miedo al retorno de un pasado doloroso y por tanto la imposibilidad de futuro es la única garantía de la tranquilidad pública y privada⁴. En la interpretación de autores como Henri Rousso, Maurice Halbwachs y Alessandro Portelli, la disputa entre memorias confrontadas requiere de marcos interpretativos y grupos que recuerden. En este sentido el dispositivo transicional encuadra la memoria social activando un proceso de identificación supra-conflictual, supra-político y blindado al conflicto y el juicio social al desplazar los puntos de referencia de la esfera social a la institucional⁵ desde donde la transición opera como un dispositivo de encuadramiento nemotécnico-identitario.

    Este encuadramiento sobre la palabra y el silencio, sobre lo sagrado a proteger y lo profano a castigar, para impedir el eterno retorno del castigo, configura una identidad necesaria y políticamente empobrecida (durkheimianamente cosificada), que se justifica en la excepción del episodio histórico traumático. La consigna fue romper con el pasado radicalmente y olvidar, suturar rápidamente las heridas del cuerpo social para el ansiado día después. Todo obstáculo debió ser barrido en aras de la reconciliación movilizada entre el miedo y el acomodo.

    La transición entonces selló, intentó una clausura y perpetuación sacralizada de un proceso de restauración conservadora y no abrió –como podría aparecer en una retrospectiva ingenua– un proceso de restauración democrática en el sentido imaginado. La transición operó engañosamente como un corpus teórico, intelectual, también ético y moral, sobre un lugar y un habitar con una especie de identidad juiciosa supra sobre el pasado y respecto de los proyectos que un momento tensionaron la sociedad chilena.

    Consecuentemente con su finalidad, la transición no se expuso a sí misma; en tanto constructo, ella se alzó en tanto un lugar capaz –por la fuerza de su validación autogestionada, blindada y dadora de sentidos– de enjuiciar los procesos históricos. La pregunta fue entonces y todavía es: ¿quién levantó ese lugar?

    El concepto actualizante (y que fundamenta mi afirmación sobre la operación de un dispositivo de clave conservadora) para esos proyectos pasados que se enjuician desde la transición, funda la actual, ambigua y no menos cargada categoría de Proyecto País que, en teoría, contenía homogéneamente al conjunto de aspiraciones sociales y políticas y que antes habían estado instaladas en lógicas de enfrentamiento político.

    Con el simbolismo analítico transicional en clave conservadora, se dejó atrás la noción de proyecto histórico, el ethos y él o los sujetos que les encarnaban largamente, bajo la forma de tradiciones, organizaciones, prácticas y saberes sociales y políticos desde los cuales los sectores populares y sociales al margen de las decisiones del Estado y del poder, habían dialogado y corporalizado largamente su demanda y construcción identitaria. De este modo, con esa construcción analítica tempranamente empezó a instalarse una vivencialidad política que devino no solamente un desalojo de las definiciones y de ciertas categorías que eran claves para la comprensión de los fenómenos históricos en Chile, sino que, además, se instaló como un tópico de verdad, un lugar de juicio donde imperó un régimen de verdad que estableció cuáles eran los parámetros deseables desde donde hacer política, desde donde pensar la política y desde donde además representar el tiempo histórico, definiendo desde ahí quiénes eran los actores legítimos de esa temporalidad.

    La construcción simbólico-política del proyecto histórico social popular (superado en esta lógica por el Proyecto País homogeneizante) de base estructural y larga data histórica, y sobre lo cual existe diversa evidencia historiográfica, fue sometida a la más dura prueba de la historia de Chile a partir del golpe de 1973. Superadas las coordenadas del juego político tradicional que alternaba tensión política legal y semilegal con reiteradas discontinuidades institucionales restauradoras del orden, arribó la hora de la larga duración para lo que hasta entonces había sido considerado como situaciones de excepción. El Golpe de Estado se volvió causa y excusa de ese proceso más allá del término de la dictadura.

    Se abrió entonces la puerta del Leviatán del orden y de la pedagogía de la sangre. La acción de los movimientos sociales democráticos y fundamentalmente populares abandonó –por sugestión culposa, presión o criminalización– su sentido teleológico aminorando la intensidad y direccionalidad de su sentido histórico de construcción de sociedad. Los movimientos se abocaron entonces ya no a impulsar la variedad de proyectos y aspiraciones sociales y culturales democratizantes y participativas, sino a poner fin a una de las dictaduras más sangrientas que el país había conocido. Terminada la misma, con la transición ya no había más que hacer, las metas estaban cumplidas y debían retirase o perecer.

    El resultado de la imposición del nuevo orden y su modelo (heroica y dramáticamente resistido por los sectores populares y sus expresiones políticas exterminadas y posteriormente desmoralizadas por la represión y el desencanto) no tuvo únicamente consecuencias políticas formales e institucionales. La dictadura no agotó su tarea en la reposición de una forma de dominio y explotación en el sentido teórico y político tradicional, además la sofisticó y la proyectó históricamente en el largo plazo, encargando a sus sucesores el cumplimiento de la misión futurista de aceitar y ampliar los engranajes políticos, sociales y culturales de su blindado engendro. A la luz de ese proceso, la identificación e invocación pública respecto de una semblanza portaliana del régimen, contenía una analogía histórica llevada al clímax de las posibilidades si su continuidad quedaba garantizada ⁶.

    Realizadas las formas rituales del tránsito, los traspasos de mando televisados, leyes de amarre y garantizada una democracia de acuerdos, se inició el pomposo parto del nuevo orden. Definido por algunos autores como un totalitarismo suave, este nuevo orden protegido vino a administrar lo que Foucault llamó los dispositivos del biopoder⁷ que materializaron todas las políticas de nuevo trato del periodo.

    Estos dispositivos encontraron en adelante, en el eterno e inacabado periodo transicional, una materialización histórica solo comparable con el modelo de disciplinamiento biopolítico de la obra portaliana y que ha sido ampliamente descrito en sus formas (carta constitucional y código penal para el disciplinamiento social, trabajo forzado, pena de azote, presidio ambulante, claustro doméstico de las mujeres amancebadas, control del tránsito de los cuerpos por el territorio, uso de papeletas, etc.) por la historiografía chilena⁸.

    A diferencia del disciplinamiento social oligárquico, el biopoder neoliberal produjo una transición estratificada altamente compleja: una política formal y por arriba, encarnada en pactos y acuerdos de estabilidad y gobernabilidad, y otra asociada al control político por abajo, que operó licenciando movimientos sociales, mutando sinergia social en capital electoral y aislando, reprimiendo y castigando a los rebeldes del periodo. A diferencia de los carros-jaula, del presidio ambulante del siglo XIX, el disciplinamiento neoliberal buscó vigilar, castigar y normalizar los cuerpos y almas de los jóvenes rebeldes en sendos tratamientos de shock; primero bajo aniquilamientos, desapariciones y tormentos (1973 a 1989) y luego con Leyes Especiales, Cárceles de Alta Seguridad y Oficinas de Seguridad virtualmente secretas (entre 1990 y 2000) sobre las que nadie dijo nada.

    En el movimiento de este engranaje político (que inadvertida y progresivamente operó los dispositivos del paso de una sociedad disciplinaria a una sociedad de control) los campos de acción se reconfiguraron en base a dos espacios de subjetivación imposibles de concebir fuera del dispositivo transicional. El primero es aquel que desplazó el campo de acción de los ciudadanos de la esquina a la vitrina⁹ y el segundo que configuró el deterioro de lo público transmutado en lugar ajeno y vedado a la baja ciudadanía que históricamente lo había expandido¹⁰. El binomio de control arriba/abajo pudo operar de jure y de facto a mano suelta.

    Claramente el cambio no pasó de largo por el tejido social, tornando anémica la vitalidad robusta de la última década insurgente y proyectiva del siglo XX. Del utopismo militante de masas populares convocadas a repletar o recuperar las Alamedas de los años 70 y 80, se transitó a los patios interiores del fin de siglo.

    Paso marcado al son de la conformista constatación de que ya había comenzado a primar irremediablemente el individualismo y la atomización social, por sobre la emergencia y desarrollo de las bulliciosas organizaciones políticas, sociales y comunitarias, integradas mayoritariamente por jóvenes, mujeres y pobladores que recreaban una forma de espacio público construido por la comunidad¹¹ en la cotidianidad subversiva del compartir la vida como apropiación del sí mismo colectivo.

    Así se dio por muerto casi un siglo de historia, desalojando la dialéctica continuidad y cambio, enterrándose bajo la loza de una modernidad vilipendiada, un movimiento social y político que se había abierto camino, hasta ese momento, subterráneamente bajo los intereses de las clases y cúpulas dominantes mediante las más variadas formas de lucha: legales, semilegales y de acción directa para efectos reivindicativos o directamente vinculados a la realización de proyectos alternativos de sociedad. Al margen del construido por la elite desde los albores de la invención de la patria.

    La reingeniería del cuerpo social, operada en el dispositivo transicional, pareció producir dos fenómenos de difícil reversión; por un lado la modificación y edificación de un nuevo habitar desde la perspectiva del espacio público y, por otro, la aparición de un individuo –sujeto en retirada– en constante

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