Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Historia oral e historia política: Izquierda y lucha armada en América Latina, 1960-1990
Historia oral e historia política: Izquierda y lucha armada en América Latina, 1960-1990
Historia oral e historia política: Izquierda y lucha armada en América Latina, 1960-1990
Libro electrónico698 páginas6 horas

Historia oral e historia política: Izquierda y lucha armada en América Latina, 1960-1990

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Historia oral e historia política. Izquierda y lucha armada en América Latina, 1960-1990 es un aporte al conocimiento y comprensión de los procesos de violencia política como un aspecto clave en el análisis de las dinámicas sociales y políticas, que tensionan y caracterizan a una sociedad en procesos de cambio, y en particular aquellos que tuvieron lugar en nuestro continente hacia la segunda mitad del siglo pasado. Entonces, tanto las distintas respuestas que las oligarquías latinoamericanas dieron al ascenso de los trabajadores, y sus proyectos de transformación social, como las nuevas estrategias político-militares surgidas en la izquierda revolucionaria, que buscaba cambios estructurales y la construcción del socialismo, dieron paso a un nuevo y particular ciclo político de nuestra historia latinoamericana. Los trabajos que aquí se reúnen pretenden dar cuenta de este período y de los diversos contextos y dinámicas, en que este conjunto de organizaciones políticas sostuvo el desarrollo de la violencia revolucionaria –lucha armada y estrategias político-militares– como el camino a transitar por la clase trabajadora y el pueblo en la construcción del “poder popular”, derrotar a las clases dominantes y al imperialismo, conquistar el poder e iniciar la edificación de un nuevo orden social: el socialismo. Esta es la historia de aquellas expresiones políticas y de sus estrategias, pero también de sus apuestas de futuro y de su rico proceso de solidaridad e internacionalismo, que atrajo y permeó a gran parte de sus militantes y a la izquierda latinoamericana en general.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
Historia oral e historia política: Izquierda y lucha armada en América Latina, 1960-1990

Relacionado con Historia oral e historia política

Libros electrónicos relacionados

Historia de América Latina para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Historia oral e historia política

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Historia oral e historia política - Pablo Pozzi; Claudio Pérez

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2012

    ISBN: 978-956-00-0337-9

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Pablo Pozzi y Claudio Pérez (editores)

    Historia oral e historia política

    Izquierda y lucha armada en América Latina,

    1960-1990

    A la memoria de Fabián López Luque y Álex Muñoz Hoffman, Rodriguistas, hermanos de ruta, asesinados por la democracia realmente existente en Chile (enero 1992).

    Introducción

    Los trabajos presentados en este libro pretenden aportar al conocimiento y comprensión de la historia reciente de nuestro continente a partir de uno de sus aspectos más conflictivos: la violencia política. Las expresiones y ciclos de violencia política son un elemento central para analizar las dinámicas sociales y políticas que tensionan y caracterizan a una sociedad en pleno proceso de cambio, situación que afectó notablemente a nuestro continente a partir de la década del 50 con el incremento de la industrialización por sustitución de importaciones, el proceso de migración campo-ciudad, como también el acelerado aumento y peso de la clase trabajadora, los conflictos por demandas de tierras, masificación de los medios de comunicación, incremento de la educación primaria, secundaria y universitaria, aspectos todos que favorecieron el rápido proceso de politización de miles de jóvenes (estudiantes y trabajadores) que veían como necesarias, urgentes y posibles las reformas y la profundización de las conquistas sociales obtenidas hasta ese momento.

    No obstante, dicho proceso también significó una fuerte oposición y reconfiguración por parte de las oligarquías latinoamericanas que de la mano de Estados Unidos lograron enfrentar con nuevas lógicas y armas la arremetida de los distintos proyectos políticos que emergían en dicho proceso de transformación. Resultado de ello son las enormes dificultades para que el bloque en el poder materializara su dominación con amplios consensos, teniendo que apelar, en muchos casos y de forma sistemática, a la represión abierta y masiva en tiempos de normalidad democrática o por medio de cruentas dictaduras o democracias de fachadas con fuertes tintes autoritarios, antipopulares y excluyentes.

    Tanto las distintas respuestas oligárquicas frente a la arremetida de los trabajadores y sus variados proyectos de transformación social, como las nuevas estrategias político-militares surgidas desde la izquierda revolucionaria latinoamericana encaminadas hacia los cambios estructurales de la sociedad y la construcción del socialismo, o también aquellas apuestas políticas que veían en la violencia política y la lucha armada una de las maneras para terminar con la problemática de la dependencia, el subdesarrollo o con las dictaduras que se instalaban en nuestro continente a partir de la década del 60, abrieron paso a un nuevo y particular ciclo político de nuestra historia latinoamericana, caracterizado en términos generales por el protagonismo histórico de la clase trabajadora y las organizaciones de izquierda con sus proyectos societales, la presencia y desarrollo de altos niveles de conflictividad laboral, social y violencia política popular, como también la reconfiguración de las clases dominantes, el bloque en el poder y las lógicas de dominación con sus respectivos mecanismos de control social y represión política.

    Según Eduardo González Calleja, la violencia ha sido y es un elemento fundamental en la historia de la humanidad y se encuentra presente en todos los ámbitos de la vida, en las diversiones, las relaciones sociales y políticas y en nuestras instituciones u ordenamiento social.¹ Es un componente que surge en diversos grados en la comunicación interpersonal, en las modas estéticas o en la vida económica, política y religiosa. Por tanto, el fenómeno violento no es un hecho puntual, sino un hecho social global, vinculado ciertamente a la política, pero también a la economía, a las representaciones colectivas y al imaginario social

    Es justamente la universalidad de la violencia, la multiplicidad de sus manifestaciones y consecuencias y su enorme potencial como elemento de transformación de la realidad cotidiana, lo que le da importancia como hecho y proceso social de significación, otorgándonos la posibilidad de acercarnos y comprender lo más profundo y conflictivo de las características de una sociedad en un momento determinado, llegando a ella a través de las situaciones de mayor aflicción social o de los factores y elementos que la distorsionan o moldean.³

    Bajo esta mirada, las coyunturas particulares de conflictividad social violenta o de violencia política desencadenada, como lo señalan Aróstegui y Tilly,⁴ tienen para el historiador un profundo significado histórico, ya que se pueden identificar las características propias del suceso, las dinámicas particulares del conflicto social y político que se encontraban presentes en las condiciones de anormalidad o normalidad política, permitiéndonos, además, observar y determinar el surgimiento, los objetivos y la forma violenta en que revientan las contradicciones sociales y políticas de una sociedad en un momento histórico particular.

    Creemos que la emergencia de organizaciones que contemplan la lucha armada como un elemento central de su estrategia para la consecución de objetivos políticos, como también las manifestaciones populares de protesta social violenta, son una muestra clara del carácter que tiene la violencia colectiva en un momento determinado, siendo estas expresiones, por tanto, una especie de termómetro que nos indica los niveles de conflictividad que están afectando la vida económica, social y política de un país o una región.

    En función de lo anterior, rescatamos la concepción de violencia elaborada por el historiador Julio Aróstegui, quien identifica violencia con la resolución o intento de resolución, por medios no consensuados, de una situación de conflicto entre partes enfrentadas, lo que comporta esencialmente una acción de imposición, que puede efectuarse, o no, con presencia manifiesta de fuerza física.

    A nuestro juicio, es posible adentrarse en las tramas políticas latinoamericanas a partir de las distintas expresiones de violencia política, ya que se pueden estudiar histórica y operacionalmente las dinámicas particulares que se presentan en cada país, al ser producto de las relaciones sociales y políticas, al expresar objetivos e interpretaciones de la sociedad, al tener por lo tanto la violencia un carácter de acción deliberada. Por último, por contener estas expresiones una enorme potencialidad de ruptura del orden social.

    Por tanto, si entendemos la violencia como un elemento propio de lo social y de lo político, es posible ser historiada fundamentalmente a través de su relación con las estructuras sociales y económicas que la moldean en diferentes intensidades. De esta manera es esencial identificar las variables históricas de gran trascendencia que inciden notablemente en las dinámicas políticas, particularmente en los procesos de politización que explicarían el surgimiento de organizaciones políticas de izquierda que contienen estrategias políticas militares o que contemplan la lucha armada como un componente más de la política, como también el desarrollo de las formas de protesta o expresión política violenta y la incorporación de miles de militantes a estas organizaciones, rompiendo con la tradicional lógica militante construida por la izquierda tradicional latinoamericana hasta la década del 50.

    Fue a partir de 1960 que emergió lo que se ha denominado la nueva izquierda. Ésta encontró sus orígenes tanto en escisiones de los partidos comunistas como en los grupos trotskistas del período anterior. Estas escisiones se combinaron con grupos provenientes de los movimientos populistas y nacionalistas del período para gestar un panorama orgánico difícil de sistematizar. Esta nueva izquierda se vio fuertemente impactada, tanto por el ejemplo de la Revolución Cubana y la figura del Che Guevara, como por la Guerra de Vietnam. Ambos aspectos generaron fuertes y ricas discusiones en torno a tres ejes: el carácter de la revolución latinoamericana, las vías de la revolución y el sujeto de la revolución. Muy sintéticamente, estos ejes implicaban el debate en torno a si la revolución debía ser socialista y antiimperialista o popular y antiimperialista; si el camino era la lucha armada o por el contrario eran formas de acumulación denominadas pacíficas; y si el principal sector social revolucionario era la clase obrera o si por el contrario lo era el campesinado junto con sectores de la burguesía nacional y de los pobres del campo y la ciudad.

    En los períodos anteriores la izquierda contó con nutridos grupos de adherentes en todos los sectores sociales. Sin embargo, fue entre 1960 y 1980, que toda una generación se lanzó por el camino de la revolución social, y el período se destacó por el surgimiento de numerosos grupos guerrilleros y organizaciones político-militares.

    En el estudio de América Latina contemporánea es notable observar cómo las investigaciones han prescindido –o casi– de la izquierda revolucionaria como protagonista. Sorprende aún más dado que siempre existió un interés tanto por los estudios sobre las revoluciones latinoamericanas como sobre los movimientos obreros y campesinos del siglo XX. La izquierda revolucionaria, entonces, parecería desaparecer, sobre todo a partir del surgimiento de los movimientos populistas, y cuando recibe alguna mención es para caracterizarla como vanguardista, alejada de los trabajadores, el pueblo y las tradiciones políticas nacionales, o últimamente, como víctimas de los procesos represivos abiertos a partir de la década del 60, es decir, sin protagonismo, iniciativa y proyecto político.

    Así, las distintas vertientes del socialismo latinoamericano y el trotskismo desaparecen de la historia de las luchas obreras y campesinas; los partidos comunistas son olvidados en su papel, tanto entre los intelectuales como en el movimiento obrero y campesino; y la nueva izquierda se ve reducida a memorias estudiantiles individuales donde aparece como un subproducto de la radicalización de la década de 1960 influenciada por la Revolución Cubana.

    Lo que sí queremos decir es que el siglo XX latinoamericano se caracterizó por una relación dinámica y dialéctica entre la izquierda y los movimientos sociales e intelectuales. Y asimismo, que una cantidad de fenómenos históricos de nuestro continente son incomprensibles sin profundizar en este tema. De ahí que nos interese estudiar la experiencia de la izquierda revolucionaria, sus organizaciones y expresiones político-militares, comprender en profundidad su historia, significado y la sociedad que las gestó.

    Los trabajos agrupados en esta edición analizan, comparan y examinan los principales contextos y dinámicas en las cuales se inscribe el surgimiento y desarrollo de un conjunto de organizaciones políticas de izquierda, que desde la década del sesenta a la del noventa sostuvieron que el desarrollo de la violencia revolucionaria –lucha armada y estrategias político-militares– era la única forma y camino a transitar por la clase trabajadora y el pueblo para avanzar hacia la construcción del poder popular, derrotar a las clases dominantes y el imperialismo, conquistar el poder e iniciar la edificación de un nuevo orden social: el socialismo.

    Pensamos que a través de una mirada nacional y latinoamericana a la vez, es posible apreciar los distintos y comunes escenarios, experiencias, dinámicas y trayectorias vividas por estas organizaciones políticas, como también las diferentes formas en que éstas se vincularon a partir de las apuestas y concepciones estratégicas entre sí, dando cuenta de un importante y rico proceso de solidaridad e internacionalismo que se tradujo en amplios debates y apuestas comunes con una significativa circulación de ideas, traspaso de material, movimiento de militantes, apoyos en recursos e infraestructura, procesos de formación política y militar en conjunto, exilios, represiones, y experiencias internacionalistas revolucionarias triunfantes, como la de Nicaragua en 1979, dando forma y sentido a una especie de estrategia continental que moldeó, atrajo y permeó a gran parte de los militantes de estas organizaciones y de la izquierda latinoamericana en general.

    A partir de una preocupación conjunta sobre la historia de las distintas organizaciones estudiadas (sobre todo a partir de las motivaciones y contextos que marcaron el surgimiento de ellas, como también los sujetos que participaron en su formación y desarrollo) es posible sostener, que a pesar de que el surgimiento de la mayoría de las organizaciones políticas estuvieron marcadas por el influjo de la Revolución Cubana y la Guerra Fría, éstas emergieron, se enraizaron, masificaron y desarrollaron a partir de un fuerte impulso local-nacional, es decir, a partir de las propias dinámicas internas de cada país. Pensamos, por otra parte, que es al calor del propio conflicto local-nacional y de las contradicciones que emanaban de él, donde nació y se desarrolló una mirada, tendencia y voluntad de concordancia marcada por una clara identidad continental.

    Como lo demuestran los estudios contenidos en esta edición, a pesar de las diferentes realidades políticas de nuestros países a partir de la década de 1950 en adelante, existieron padrones, problemáticas, limitaciones y situaciones comparativamente comunes en lo social, político y económico, lo que permitió la apertura, en la gran mayoría de los casos, de nuevos escenarios de conflictividad social y laboral, como también la emergencia de nuevos ciclos de violencia política. La gran mayoría de ellos originados por el fracaso e interrupción de los procesos de industrialización; de igual manera, por las reacciones oligárquicas frente al surgimiento y materialización de los proyectos desarrollistas, los diversos populismos y las iniciativas reformistas y gradualistas de izquierda. Pero, fundamentalmente, por la uniforme, firme y creciente respuesta autoritaria (política-militar) articulada por el conjunto de las clases dominantes de nuestro continente, más el apoyo y reconocimiento de EEUU frente a las innumerables y crecientes demandas levantadas por el conjunto de la clase trabajadora latinoamericana, las distintas iniciativas políticas del movimiento popular y, por sobre todo, frente a la articulación política en torno a un proyecto societal en donde se ponía como centro a la clase trabajadora y el pueblo y en cuyo norte se ponía el socialismo.

    Es en este contexto donde se inscriben la gran mayoría de los procesos de politización de miles de trabajadores, jóvenes, estudiantes, intelectuales y profesionales, sus primeros acercamientos a las luchas sociales y políticas, los primeros debates en torno a la reforma o la revolución, su vínculo con las distintas vertientes del campo popular y de la izquierda, la incorporación a las organizaciones políticas que veían en la revolución socialista la única alternativa para superar el debilitamiento y agotamiento de los modelos desarrollistas, populistas y reformistas. De igual manera, las simpatías y acercamientos a la lucha armada y la construcción de organizaciones (partidos) con estrategias político-militares dispuestas a enfrentar globalmente a las clases dominantes locales, sus aparatos represivos, al conjunto de las fuerzas armadas y al imperialismo, antes de que éstos nuevamente frenaran política y militarmente –a través de regímenes democráticos de fachadas, o a través de la represión abierta y desatada, por intermedio de gobiernos autoritarios o dictaduras– los intentos o las estrategias de transformación política por vía legal o pacífica al interior de los propios márgenes de los regímenes políticos.

    A partir de lo anterior, es posible identificar tres períodos concretos en la historia de los grupos guerrilleros y las organizaciones político-militares de la izquierda latinoamericana. El primero, que puede ser denominado el período del foco (aproximadamente de 1959 a 1969), se caracterizó por la influencia guevarista tal como se plasmó en la obra de Regis Debray, ¿Revolución en la revolución? Incluye organizaciones como Carlos Marighela en Brasil, las FARN de Venezuela, las FARC y el ELN de Colombia, el MIR y el APRA Rebelde en Perú, Uturuncos y el EGP en Argentina, Genaro Vázquez Castaño y la guerrilla de Arturo Gámiz en México, las FAR en Guatemala, y los Sandinistas (en su primer período) en Nicaragua. La mayoría de estos grupos fueron rápidamente reprimidos, sin embargo algunos de ellos, como las FARC y el ELN, y los Sandinistas evolucionaron para constituirse, luego de derrotas iniciales, en complejas organizaciones político-militares, haciendo la transición al segundo período.

    El período de las organizaciones políticas y militares (1970-1979) implicó que estos grupos trascendieran la existencia como meros grupos guerrilleros para desarrollar una combinación de lucha armada junto con trabajo de masas, tanto legal como ilegal. Así fueron organizaciones con prensa legal, agrupaciones sindicales, estudiantiles y campesinas, e inclusive, en algunos casos, lograron tener representantes parlamentarios. A diferencia de los grupos del primer período, la mayoría de éstos desarrollaron la lucha urbana, además de la lucha en el campo. Algunos ejemplos fueron: el MLN-Tupamaros de Uruguay, el PRT-ERP y los Montoneros de Argentina, las ya mencionadas FARC, las FPL Farabundo Martí de El Salvador, el PRT-ELN de Bolivia, el MIR chileno y el M-19 colombiano. El éxito de estos grupos fue muy variado. Algunos fueron exterminados (la guerrilla argentina), otros hicieron la transición a la política electoral dejando la lucha armada (M-19, FPL Farabundo Martí, Tupamaros), y otros subsisten entre los grupos guerrilleros más poderosos del mundo (FARC y ELN en Colombia).

    El tercer período (1980-1999) ha sido denominado por algunos como el de la guerrilla posmoderna y por otros como el de los antiguevaristas. Ambos términos son inexactos y ocultan más de lo que revelan, puesto que la realidad es más compleja. Este fue el período en que surgieron o se lanzaron a la lucha armada grupos como el Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso –claramente de tendencias antiguevaristas, campesinistas y milenaristas– y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru, de orientación guevarista; el EZLN y el EPR de México, el MAPU Lautaro y el Frente Patriótico Manuel Rodríguez de Chile, organizado por el PC chileno.

    Pero además de las guerrillas y las organizaciones político-militares, las cuatro décadas entre 1960 y 1999 implicaron el desarrollo de una inmensa cantidad de grupos muy distintos, con estrategias y ejes también muy variados. Este fue el período donde hubo un crecimiento importante de grupos que se reivindicaron maoístas y trotskistas, además de numerosos grupos de izquierda independiente (no alineados con ninguno de los países socialistas).

    En cada una de estas épocas surgieron nuevas camadas de activistas y militantes con características propias.⁷ Durante cada período las organizaciones y grupos de izquierda estuvieron integrados por miembros cuyos orígenes y experiencias históricas podían ser distintos pero que compartían elementos culturales (una estructura de sentimiento) que se traducían en un lenguaje, un simbolismo y prácticas que tenían fuertes elementos en común y de continuidad histórico-política. Las mismas fueron madurando durante cada período y se transmitieron oralmente de una generación de izquierdistas a otra. Así, todo un imaginario y una tradición fueron transmitiéndose y manteniéndose vivas a pesar de la represión. Esta tradición entroncó con la realidad y las experiencias clasistas de las nuevas generaciones.

    Fue así como miles de trabajadores, campesinos, cristianos, jóvenes, desencantados con el populismo y el desarrollismo, y compartiendo una estructura de sentimiento, fueron receptivos a los planteos de la nueva izquierda revolucionaria. Muchos se acercaron a la política impactados por la gesta del Che Guevara, o por el ejemplo de la Revolución Cubana y la vietnamita. Otros lo hicieron impactados por una realidad latinoamericana de miseria, pobreza y explotación. Finalmente, muchos intentaron primero las vías institucionales de protesta para encontrarse con la represión despiadada y el rechazo a toda reforma. Todos los protagonistas de la época registran su desencanto y su sensación de profunda injusticia, donde el discurso de justicia, libertad y bienestar de la burguesía liberal latinoamericana no se condecía con sus prácticas de dominación. Estos últimos conformaron la mayoría de la militancia en el período 1960-1990.

    En cuanto a la procedencia social, observamos que incluía a todos los sectores. Como es de esperar, dada la composición social latinoamericana, entre estos militantes existió una preponderancia de campesinos, obreros, empleados y sectores medios. Es importante destacar también la incorporación de miles de jóvenes estudiantes provenientes de los distintos sectores sociales. Como lo demuestran los estudios presentados, en el período analizado hubo un porcentaje significativo de hijos de campesinos, obreros y trabajadores no proletarios que lograron continuar estudios secundarios e ingresar a la universidad. De todas maneras, queda claro que la vasta mayoría de los miembros que ingresaron al conjunto de las organizaciones de izquierda fueron activistas jóvenes, de entre dieciséis y treinta años de edad. Por otra parte, el afianzamiento de las tendencias radicales también estuvo dado por las características que presentó la industrialización de la región durante las décadas de 1960 y 1970. En ella se desarrolló un movimiento obrero con una serie de particularidades distintas a las originadas en las décadas de 1930 y 1940, entre otras por un fuerte vínculo con las comunidades campesinas de donde habían surgido los nuevos trabajadores. El vínculo entre obreros y campesinos, que se desarrolló durante las migraciones del período, no puede ser subestimado y amerita un estudio particular, sin embargo da pistas para la comprensión de la difusión de ideas izquierdistas y revolucionarias en las comunidades campesinas latinoamericanas de la década de 1970. Por último, esta politización abarcó a sectores religiosos practicantes. De este modo, curas obreros, miembros de comunidades de base tercermundistas, grupos sionistas socialistas y misioneros protestantes se incorporaron a los grupos de la izquierda revolucionaria.

    De los estudios articulados en esta publicación, más los nuevos trabajos sobre las organizaciones revolucionarias de nuestro continente y los testimonios disponibles en estas investigaciones emergen una serie de cuestiones sumamente sugerentes sobre el conjunto de la historia de América Latina.

    Lo primero, la violencia es algo endémico en la sociedad latinoamericana; o sea, la hegemonía de la clase dominante se ha visto permanentemente cuestionada por el protagonismo de la clase trabajadora, el movimiento popular y los proyectos revolucionarios encarnados por los distintos partidos o movimientos de la izquierda latinoamericana, por lo que ha logrado mantener su dominación a través de una represión sistemática y salvaje, contenida en la Doctrina de Seguridad Nacional, en los conflictos de baja intensidad y en la criminalización de la protesta popular, estrategias levantadas bajo la hegemonía de Estados Unidos y las distintas facciones de la clase dominante de América Latina.

    En otro sentido, la emergencia de la izquierda revolucionaria y sus respectivas estrategias de lucha como tal, no han sido producto de vanguardias iluminadas o de grupos estudiantiles románticos, o menos aun de jóvenes desesperados, sino que encuentra profundas raíces en la situación del continente, en los contextos de conflictividad social y laboral, o sea al alero de la lucha de clases, por lo que tampoco son un fenómeno local, ni siquiera campesino, sino que se extendió por todo el continente y abarcó a distintos sectores sociales.

    Por otra parte, la propia dinámica del conflicto político, tanto local como regional, y la persistencia de las condiciones sociales en las cuales se inscriben estos conflictos, implicó que el aniquilamiento y la derrota de una generación izquierdista resultó en la semilla para el surgimiento de la siguiente, por lo que las distintas expresiones de la izquierda que utilizaron y legitimaron la violencia revolucionaria como parte de su estrategia de lucha se constituyeron en una amenaza real a la dominación más allá de su poder de fuego o apoyo popular.

    Por último, con variaciones de época y de grupo en grupo, y a pesar de la cruenta represión y las recurrentes derrotas político-militares, la persistencia de la izquierda revolucionaria en sus distintas formas parece indicar que contó con más simpatía, inserción y apoyo popular del que hemos supuesto hasta ahora. Esta simpatía podría indicar la existencia de una estructura de sentimiento por la cual la cultura popular latinoamericana tiene puntos de contacto con lo que se podría denominar un sentido común de izquierda.

    Consideramos que la reconstrucción histórica y el cruce de testimonios contenidos en esta publicación dan cuenta de la experiencia y el protagonismo de miles de militantes, permitiéndonos acercarnos a procesos históricos (tanto subjetivos como objetivos) que permitieron la emergencia de numerosos grupos guerrilleros y de organizaciones revolucionarias que contemplaban la utilización de la violencia revolucionaria para la transformación radical de la sociedad. De igual forma, nos permite apreciar la recepción de estas iniciativas políticas en el mundo de los trabajadores y el pueblo, caracterizando e identificando el grado de inserción, enraizamiento y articulación con el movimiento popular y su incidencia política en el resto de la sociedad.

    En este sentido, y en la medida en que cada investigación se planteó una historia desde abajo, y no solo de los dirigentes o de las instituciones, la entrevista se ha convertido en fuente de indudable riqueza histórica al contrastarla con las tradicionales fuentes escritas de las propias organizaciones (documentos internos, publicaciones internas y públicas, boletines, declaraciones, etc.).

    Lo anterior debido a que en los procesos de cruenta represión política como los vividos en nuestro continente, la producción de documentos partidarios que registren discusiones y decisiones políticas relacionadas con la actividad militar o con acciones armadas por parte de las organizaciones de izquierda, son escasos. De igual forma, la sobrevivencia de la producción documental fue poca y la gran mayoría de las veces destruida. Por tanto, la única forma de reconstruir y explicar estos procesos históricos desde las subjetividades políticas y desde los protagonistas para rescatar el recorrido militante de una generación,⁸ es a través del relato como fuente de ese pasado vivido.⁹

    Como señalamos anteriormente, nos interesa dar cuenta de un proceso histórico y político marcado por la violencia y en la gran mayoría de los casos por la clandestinidad de sus protagonistas, de ahí que veamos una enorme importancia en la historia oral, ya que permite construir una fuente que nos aporte a lograr una forma más completa de comprensión del proceso social.¹⁰

    En este sentido, la historia oral suministra una sustantiva fuente al investigador, tanto para aprehender la subjetividad de un proceso o un período, como para descubrir una serie de antecedentes que de otra forma no han quedado registrados, permitiéndonos, por una parte, abrir una ventana particular para mejorar nuestra comprensión de una sociedad determinada y, por otra, despertar la conciencia en el entrevistado de su protagonismo histórico.¹¹

    De igual forma, la historia oral nos otorga la posibilidad de indagar en los tiempos de los protagonistas, en el espacio, en la construcción de símbolos e identidades, como también en la práctica militante y en la comprensión de su proyecto político. También nos permite vincular la experiencia personal con la experiencia colectiva o social; en nuestro caso, al interior de la experiencia guerrillera, historia partidaria y en los procesos de lucha y resistencia a las dictaduras. De ahí que nos permita escribir una historia de la sociedad.¹²

    Los testimonios sobre la experiencia militante en la izquierda armada latinoamericana, si bien contienen importantes límites relacionados con la carga subjetiva, tienen por otra parte la ventaja paradojal de disfrutar y concentrar precisamente ese elemento, que constituye, bajo nuestra mirada y para nuestros objetivos, al sujeto en un ser histórico. En el mismo sentido, debido a que las fuentes escritas tradicionales contienen poca información relativa a aspectos identitarios o cualitativos sobre la subjetividad del militante y la militancia cotidiana, recurrimos a la oralidad. Con la utilización de los testimonios podemos indagar en un mundo y en ámbitos que las fuentes impresas en papel no han registrado.¹³ Es una fuente con una enorme carga irruptiva, que permite conocer aspectos y la mirada del militante común, que asume diferentes responsabilidades en distintos momentos de su vida militante y nos permite observar justamente ese proceso y esa mirada de largo plazo. No obstante, la fuente oral, como ya lo dijimos, es de una enorme riqueza histórica, que requiere de una confrontación necesaria con la fuente escrita.

    En base a lo expuesto, queremos resaltar que si bien nuestro trabajo contiene y se basa en una cantidad importante de testimonios, no es una historia oral de la izquierda revolucionaria, es de todas formas una historia social y política que recurre a la fuente oral, que nos posibilita conocer y relevar procesos sociales y políticos velados por las historias escritas desde el poder y desde el consenso, las cuales oscurecen, disfrazan y esconden las relaciones del pasado y los nexos de continuidad con el presente, fundamentalmente respecto del papel que juegan los trabajadores y el pueblo, y sobre todo, el de la izquierda revolucionaria en la historia de América Latina durante la segunda mitad del siglo XX.

    1 Eduardo González Calleja, La violencia en la política. Perspectivas teóricas sobre el empleo deliberado de la fuerza en los conflictos de poder. Consejo Superior de Investigaciones Científicas. (CSIC) Madrid, 2002. Ver además: Robert Litke: Violencia y Poder. En Revista Internacional de Ciencias Sociales. Pensar La violencia. Barcelona. Junio de 1992, p. 161.

    2 Eduardo González Calleja, La violencia en la política…, p. 11.

    3 Eduardo Gonzalez Calleja, La definición, caracterización y análisis de la violencia a la luz de las ciencias sociales: una reflexión general. En Revista Historia Social y de las Mentalidades. Departamento de Historia, USACH. N° XII, volumen 2, 2008, pp. 191-140.

    4 Julio Aróstegui, Violencia, sociedad y política: la definición de la violencia. en J. Aróstegui (ed.), Violencia y política en España, revista Ayer, nº 13, 1994; Julio Aróstegui: La especificación de lo genérico: La violencia política en perspectiva histórica. En, SISTEMA, Revista de Ciencias Sociales, Nº 132-133. Violencia y política, junio de 1996, Madrid, pp. 9-39; Tilly Charles: Collective Violence in European perspectiva. En I. K. Feierabend y otros, Anger Violencia and Politics: theories and Research, Englewood Clikks, NJ. 1972, p. 342.

    5 Julio Aróstegui, Violencia, sociedad y política: la definición de la violencia, p. 30.

    6 Eduardo González Calleja, La violencia en la política. Perspectivas teóricas… p. 42.

    7 Por activista se entiende aquel individuo que se desempeña principalmente en la organización social y se diferencia del militante en que este último tiene la política como eje primordial de su actividad.

    8 Pablo Pozzi, Historia oral: repensar la historia. En Gerardo Necoechea y Pablo Pozzi (comp.), Cuéntame cómo fue. Introducción a la historia oral. Buenos Aires: Imago Mundi, 2008, p. 5.

    9 Josefina Cuesta Bustillo, Memoria e historia. Un estado de la cuestión. En Memoria e Historia. Josefina Cuesta Bustillo, Ed. Revista Ayer. Nº 32, 1998, Madrid.

    10 Pablo Pozzi, Historia oral…, p. 6.

    11 Ibid.

    12 Gerardo Necoechea, El análisis en la historia oral, en Cuéntame cómo fue…, pp. 73 y 77. Ver además Philippe Joutard: Esas voces que nos llegan del pasado, Buenos Aires: FCE, 1999, pp. 245-271; Paul Thompson: Historias de vida y análisis del cambio social, en: Jorge Aceves (comp.), Historia Oral, México: Instituto Mora, 1993, pp. 117-135.

    13 Pablo Pozzi, "Por las sendas argentinas… El PRT-ERP, La Guerrilla Marxista. Buenos Aires: Imago Mundi, 2004.

    Del APRA Rebelde a la lucha armada.

    Perú, 1965¹

    José Luis Rénique²

    A fines de octubre de 1965 las Fuerzas Armadas del Perú daban cuenta del aniquilamiento –en la zona de Mesa Pelada, parte oriental del departamento del Cuzco– de la llamada guerrilla Pachacútec. Luis de la Puente Uceda estaba entre las bajas. Caía con él la dirección del movimiento. Menos de seis meses había tomado suprimirlos;³ una mera nota a pie de página de la Guerra Fría latinoamericana. En la literatura de la era de la Revolución Cubana, el caso del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) peruano ocupa un lugar marginal. Ni siquiera Régis Debray en su ¿Revolución en la Revolución?, supuesta síntesis teórica del castrismo –publicado en enero de 1967–, le dedicaría poco más que una mención al paso.⁴ Diversos trabajos han delineado el contexto político-ideológico en que surgieron proyectos como el mirista.⁵ Queda aún por explorar la dimensión nacional. En el caso del Perú, esa historia desde dentro  del fenómeno guerrillero de los 60, conduce, retrospectivamente, a la experiencia insurreccional aprista. Es en referencia a ésta que el MIR define su ethos revolucionario.

    Explora este trabajo la construcción de una nueva identidad política –militante, guerrillera, subversiva– en un contexto particular de la historia peruana: de emergencia del Perú rural, de un lado, y de revisión y apartamiento por parte del Partido Aprista Peruano (PAP) de aspectos fundamentales de su propia tradición de lucha. El análisis, para ello, incide en tres dinámicas básicas: (a) la de los individuos y sus pasiones, la naturaleza de la opción política de los futuros insurrectos; (b) las redes y espacios públicos en que se estructura lo individual como acción concertada y (c) los contextos del encuentro de proyectos políticos y sociedad. En torno a estos tres aspectos se entreteje una historia cuyo objetivo es comprender la constitución de identidades legitimadoras del ejercicio de la violencia en el Perú. Cómo, en otras palabras, la experiencia del 65 afectó la cultura política del izquierdismo local, preparando el terreno para la gran tempestad de los 80. En esta historia, Luis de la Puente Uceda emerge como eslabón entre las tradiciones insurreccionales novecentistas –rearticuladas en el aprismo primigenio– y el guerrillerismo contemporáneo. Las huellas escritas y orales de su apasionada trayectoria aparecen por ello como eje de un relato que pretende construirse de lo personal a lo social.

    1948: Una rebelión frustrada

    El 3 de octubre de 1948 Lima amaneció con la noticia de una sublevación: un motín en el puerto del Callao protagonizado por personal de la Armada y brigadistas apristas. El movimiento sería cruentamente develado. ¿Qué había fallado? Cuatro décadas después se seguirían debatiendo responsabilidades. Los dirigentes del partido, según unos, habían traicionado a las bases.⁶ A un oficial militar de filiación aprista –que habría actuado con la prescindencia total del Comité del Ejecutivo– señalarían otros como responsable.⁷  Que estaba dispuesto a jurar que ni yo ni persona alguna de mi partido había tenido nada que ver con la rebelión, puntualizaría en 1954 el propio líder del aprismo, Victor Raúl Haya de la Torre.⁸

    Tres años antes el PAP había apoyado la elección del mandatario que aquella madrugada se buscaba derrocar. Hacia mediados de 1947, no obstante, los apristas habían comenzado a conspirar, reactivando en ese afán a sus equipos de combate.⁹ Su percepción era que, tras bastidores, la oligarquía actuaba para frustrar la opción democrática, pretendían adelantárseles con un movimiento cívico-militar. En ese contexto, mientras los líderes buscaban un general amigo, las bases optaban por agitar a la tropa. Cual fuese su trasfondo, aquel incidente aceleraría el golpe conservador bajo el mando del general Manuel Odría, ocurrido veinticuatro días después. De tal suerte, el 27 de octubre de 1948, mientras el depuesto presidente marchaba al exilio, el aprismo iniciaba un nuevo ciclo en la clandestinidad.

    Dieciséis años antes –bajo el régimen del coronel Luis M. Sánchez Cerro– había comenzado la primera persecución. Entonces, el fundador del aprismo había delineado de la siguiente manera el sentido de la lucha por venir: si a Palacio llegaba cualquiera por la vía del oro o los fusiles, la misión del aprismo era llegar a la conciencia del pueblo. Y a ella solo se llegaba con la luz de una doctrina, con el profundo amor de una causa de justicia, con el ejemplo glorioso del sacrificio.¹⁰  De la represión, el propio Haya sería una de las primeras víctimas. Estaba detenido cuando, en julio de 1932, se produjo la revolución de Trujillo conducida por dirigentes apristas locales imbuidos aún del espíritu anarquista y montonero del siglo anterior.¹¹ La memoria de dicho movimiento se convertiría en el mito fundador de un combativo aprismo popular. Seis mil muertos y unos ocho mil prisioneros reclamaría el aprismo de aquel ciclo de dolor y muerte que, a la larga, los convertiría en una suerte de fraternidad de distintiva cohesión moral.¹²

    ¿Proponía Haya de la Torre una revolución? Apelando a Tolstoi, a Ghandi, a Engels y a Marx, sostenía que lo peculiar del aprismo era el planteamiento de llegar al poder para operar desde él la revolución, en un sentido de transformación, de evolución, de renovación, pero sujeta siempre a los imperativos y limitaciones de la realidad.¹³ Que –sin eludir la posibilidad de que toda revolución pueda implicar o no violencia en un sentido físico o moral– era factible una revolución sin violencia. Y, sin embargo, de su temible imagen insurreccional del 32, el APRA no podría prescindir. Dependía, más aún para sobrevivir: no solo como defensa de la represión, sino para sostener el mito de un gran ejército civil subterráneo, garantía de la futura revolución aprista.

    Una larga lista de movimientos, asonadas, insurrecciones en colaboración con oficiales militares, derivaron de aquella estrategia caracterizada, entre otros elementos, por un uso limitado, propagandístico, de la violencia.¹⁴ Con sus dirigentes históricos recluidos o deportados, la juventud emergería como protagonista. Diversas organizaciones concibió Haya para canalizar hacia los objetivos partidarios su espíritu de combate. La Vanguardia Aprista de la Juventud Peruana era una de ellas. Como escuela del sacrificio, la disciplina y el entusiasmo de la juventud aprista organizada militarmente la definían sus normas.¹⁵ Heroísmo y entrega eran sus valores fundamentales y cobardía y traición la negación misma del ser aprista.¹⁶ Eran claves medulares de lo que ha sido descrito como una comunidad emocional,¹⁷ un simulacro de nación¹⁸ o, simplemente, –en palabras de su propio Jefe aprista– como una locura colectiva.¹⁹ SEASAP (Solo el APRA salvará al Perú) era el saludo cotidiano. Mística y entrega, más que teoría, caracterizaban a la militancia aprista. Más que lecturas, recordaría un militante de aquellos años, solo repetíamos lo que el Jefe y las directivas decían, en tanto que la visión estratégica de la resistencia quedaba librada a su genial intuición.²⁰

    Eventualmente, tras varios años de lucha, apostaría Haya de la Torre a dos importantes acciones tácticas con el fin de acelerar el retorno del aprismo a la legalidad: (a) acercarse a Washington aprovechando la política de buena vecindad de F.D. Roosevelt con el fin de convencer a los yankees de la filiación democrática del aprismo; suscitando, por esa vía, su intervención moral contra los tiranos de nuestros países,²¹ y (b) el recurso a la revolución incruenta apoyada en las bases apristas en alianza con militares nacionalistas como método de la lucha antioligárquica era la segunda de sus propuestas. El inmenso prestigio moral de que gozaba entre sus partidarios, el desgaste natural de la era de las catacumbas, la promesa de que el retorno a la legalidad sería la antesala de la revolución aprista, coadyuvaron a la aceptación del viraje que derivó en su entusiasta participación en la primavera democrática que se abría en 1945. Con su inicio, vanguardistas y defensistas quedaron en compás de espera. La madrugada del 3 de octubre de 1948, no obstante las contradicciones engendradas por el ambivalente discurso del Jefe máximo, saldrían a la superficie en las calles del Callao.

    APRA: crisis y exilio

    El 3 de enero de 1949 Víctor Raúl Haya de la Torre ingresaba en busca de asilo a la Embajada de Colombia en Lima. Lo que en circunstancias normales debió ser un trámite hacia el exilio se convirtió en un sonado incidente diplomático: cinco años pasarían antes de que el gobierno peruano accediera a otorgarle un salvoconducto. Ese acontecimiento marcó la diferencia fundamental entre los dos grandes ciclos de la clandestinidad aprista. Por primera vez desde 1931 el Jefe no estaba al frente de la organización. En su ausencia, el debate interno se desplegaría incontenible, hasta llevar al PAP al borde de la ruptura. De ahí que los años de Odría fuesen los más adversos y difíciles en toda la historia de la clandestinidad aprista.²² De las responsabilidades por el 3 de octubre pasó el debate a la crítica de la actuación partidaria en la apertura democrática y, por extensión, a innovaciones doctrinarias hayistas que tenían un indudable sabor a derechización. ¿Había el PAP traicionado sus ideales primigenios? Decepcionados, muchos militantes de larga trayectoria se marcharían del partido, enfocando sus denuncias en la propia figura del llamado jefe máximo del aprismo.²³ ¿Adónde ir después del APRA? Hacia la izquierda, los vanguardistas apristas encontraban al Partido Comunista y a un pequeño, pero muy activo, grupo trotskista.²⁴ Los apristas más dispuestos a incorporarse a una organización revolucionaria –según Arquímedes Torres– enfrentaban el problema de que, del aprismo salíamos vacunados contra el comunismo, aparte de que les repelía su zigzagueante línea seguida, sobre todo, entre 1939 y 1945 cuando –siguiendo la línea frentista soviética– habían colaborado con el presidente oligárquico Manuel Prado. En el fondo, la tragedia del ala izquierda del aprismo –concluiría Torres– era que los que se iban del partido no dejaban de ser apristas.²⁵

    Eventualmente, el debate interno se desplazó a los círculos de exiliados. Desde Buenos Aires, Manuel Seoane lanzó la idea de realizar congresos postales con participación de los diversos comités de desterrados apristas. En el primero de estos eventos prevaleció el criterio de acatar autoridad del Comando Nacional de Acción –que dirigía el partido en ausencia de Haya– demandándose, al mismo tiempo, (a) democracia interna y (b) dar por terminado el experimento de cooperacionismo con los Estados Unidos.²⁶ En el segundo congreso postal, asimismo, Manuel Seoane –reconocido en la práctica como el número dos del aprismo– se encargó de sintetizar críticas y delinear perspectivas que reubicaban al APRA en la senda nacional-revolucionaria. Seguimos representando la única fuerza capaz de ejecutar la auténtica renovación social del Perú –decía–destruyendo el feudalismo y afirmando el industrialismo.²⁷

    Asimilando críticas, recobrando el mensaje progresista del aprismo, figuras de la generación fundadora del PAP (Sánchez, Seoane) irían llenando el vacío dejado por el Jefe; contando con el respaldo de elementos de la generación siguiente (Andrés Townsend, Armando Villanueva del Campo, Nicanor Mujica, Ramiro Prialé, Ricardo Temoche y otros). Unidas ambas en la lucha contra el revisionismo radicalizante y los quistes filosoviéticos que brotaban en la organización. De ahí que, a esa tendencia estudiantil aprista a culpar a los líderes, a responsabilizarlos de todo lo ocurrido e incluso a reemplazarlos había que responder subrayando que, la fuerza del partido está en su continuidad, en su decurso del 19 a hoy; siendo imperativo demostrar que ningún movimiento fue en América tan continuo, tan coordinado, tan concertado.²⁸

    Ese discurso, sin embargo, chocaba con las experiencias del exilio. Al contacto con las experiencias argentina, guatemalteca, mexicana, chilena, los deportados reflexionarían  sobre todo aquello que el APRA hubiese podido conseguir de no haber enfocado –como diría Héctor Cordero Guevara– con un miope reivindicacionismo la apertura 45-48 que debió haber sido, por el contrario, la etapa de preparación de la revolución en el Perú. El problema, según él, estaba en la visión estratégica, en el abandono de los principios, en la mezcla de eclecticismo y caudillismo que la conducción mesocrática del aprismo propiciaba. Sus planteamientos al Segundo Congreso Postal iban, notoriamente, más allá del modelo de revolución burguesa radical propuesta por Seoane. Proponía un replanteamiento revolucionario del partido: retomar el marxismo y los ideales primigenios, incorporar a la clase obrera y al campesinado, fundamentalmente indígena, como factores activos y conscientes.²⁹ Exiliado en Buenos Aires, Cordero Guevara se había vinculado a los círculos de estudio del marxismo encabezados por Silvio Frondizi, en los cuales un peruano de simpatías apristas –Ricardo Napurí– tenía un papel muy activo. Tomó de ahí ideas centrales para la constitución de la izquierda aprista y, eventualmente, de la nueva izquierda de los 60. Dos en particular: (a) la caducidad de la burguesía como fuerza progresista de vocación democrática e industrialista que, apoyada por los sectores progresistas del ejército y por la clase obrera, sería portadora de un nuevo tipo de sociedad, y (b) la crítica balanceada del peronismo –a ser aplicada al caso del aprismo– ni como desviación ni como epidemia, sino como una maciza realidad histórica de efectos irreversibles, como un intento fallido de revolución nacional-burguesa a ser rescatado y reorientado desde la izquierda.³⁰ De lo que se infería, la inutilidad de romper con el APRA, debiéndose agotar a su interior, más bien, todas las posibilidades de lucha. Identificado como marxista, Cordero Guevara sería marginado del Comité de Desterrados de Buenos Aires. En 1957 retornó al Perú dispuesto a dar la lucha por consolidar a la izquierda aprista.³¹

    Desde Trujillo, simultáneamente, Luis de la Puente Uceda había encontrado su propio camino hacia el exilio. Era un hombre de acción. Un producto típico de la tradición defensista del partido.³² Pariente lejano del jefe máximo, militante desde la edad escolar, había sufrido a los 16 años –en 1944– su primera carcelería. Preso nuevamente en 1948 a raíz de la toma de la Universidad de Trujillo, sería finalmente deportado en 1953 tras organizar una huelga en el valle azucarero de Chicama. Encontraría en México un aprismo dividido. Guillermo Carnero Hoke, Manuel Scorza, Eduardo Jibaja, Juan Pablo Chang y Gustavo Valcárcel conformaban el ala radical. En diciembre de 1952 había renunciado este último a la secretaría general del Comité de Deportados. Habíamos pensado –explicó Valcárcel– que ante el sismo de la realidad que había significado el 48, los líderes abrirían los ojos y cambiarían el rumbo de la nave aprista.³³ Ninguna esperanza quedaba ya para él a fines del 52. En 1953, estando ya en Guatemala, Valcárcel fundó el Frente Revolucionario Peruano, un paso en el proceso que lo llevaría al PCP. El propio Luis de la Puente sería separado del Comité de México poco después. Ahí lo encontró Hilda Gadea hacia septiembre u octubre del 54 preocupado por la explotación y la miseria que reinaba en nuestro país. Haya había pasado por México tras finalmente abandonar la embajada colombiana en Lima a comienzos de junio de aquel año. A Hilda, Luis le contó que, en aquella oportunidad, el Jefe había hecho llamar a los separados del Comité de Exiliados y que, después de un sermón disciplinario, había conseguido convencerlo de que se reincorporara, aunque sin detentar cargo alguno. Le comentó, asimismo, que, con miras a las elecciones presidenciales del 56, se fraguaba una conciliación entre el APRA y las fuerzas reaccionarias representadas por la familia Prado, gran baluarte financiero en el país; con la cual, por cierto, él no estaba de acuerdo, siendo por el contrario de la opinión de que era necesario rechazar las consignas del Partido procediendo más bien a hacer la revolución. Planeaba con ese fin su regreso al Perú, donde se reuniría con un grupo de compañeros que lo estaban esperando. Días después, en casa de la peruana Laura de Albizú Campos  –esposa del luchador independentista puertorriqueño Pedro Albizú Campos–, un grupo de exiliados despidió al joven aprista, quien partía de retorno al sur. En aquella ocasión el propio Luis había entonado algunas canciones en quechua. Tuve en mente –recordaría Hilda años después– presentarlo con Ernesto Guevara –con quien se había casado en Guatemala recientemente–, pero no fue posible.³⁴ Se conocerían recién en Cuba tras el triunfo de la revolución.

    De la Puente retornaba al Perú comprometido con un proyecto subversivo que, desde Argentina, coordinaba Manuel Seoane y que contaba con el respaldo del general Perón y del MNR boliviano.³⁵ Desde el Ecuador –con el apoyo de un general peruano residente en ese país– entrarían al Perú mientras otro grupo entraba por Bolivia. La liberación de Haya se interpuso en sus planes. No bien libre, el líder aprista se había abocado a consolidar su control del partido a partir de lo ya hecho por sus más fieles allegados. Se había dirigido a Montevideo primero para poner en línea al propio Manuel Seoane. Para desalentar, sobre todo, la cercanía que algunos de los desterrados habían ganado con el peronismo. Visitó luego Guatemala y México, donde, tras sermonear a De la Puente, se dirigió a Europa, donde permanecería hasta 1957. En esas circunstancias, el plan insurreccional perdía viabilidad. De la Puente, Carnero Hoke, Fernández Gasco y otros compañeros quedaron atrapados en el medio. Entraron al Perú solo para encontrar que sus propios compañeros facilitaron su detención. La traición y las torturas marcarían el espíritu del joven dirigente.

    Hilda Gadea representaba otra de las hebras del entramado surgido del fiasco del 48: el celo, la disciplina, la formación intelectual de la mujer aprista. Su memoria escrita perfila, asimismo, los dilemas que acechaban a los militantes de esa organización. Poseía una apreciable formación marxista. De cultura rusa, además de Lenin, conocía los clásicos literarios de las décadas previas a la revolución. La Revolución China era su nueva pasión. Admiraba la larga lucha del pueblo chino, cuya realidad equiparaba ella a la de nuestras masas campesinas indígenas.³⁶ Tenía, por sobre todo, alma de militante. La certeza de que no podíamos ser felices viendo explotación y miseria, por lo que hacíamos el propósito de dedicarnos a remediar en lo posible estos males, invirtiendo nuestras vidas y nuestro esfuerzo en ello, no importa los riesgos que significara. En sus propias palabras, un sentido agónico de la vida en la línea de Unamuno. Sin temor a la muerte, dispuesta a afrontarla en beneficio de la sociedad. Como militante política –aseveró Hilda– dejé atrás los problemas absolutamente individuales, adoptando una conducta de lucha. ¿Cómo vos, que piensas como comunista, eres aprista? le interpelaba Ernesto Guevara en 1954, quien trataba, por ese entonces –por propia confesión–, de persuadirla de que se largue de ese partido de mierda.³⁷ Gadea respondía que el PAP era un medio para llegar al poder e iniciar el proceso de hacer una sociedad nueva. Que, como muchos dirigentes juveniles del APRA así lo creíamos, todo ese aparente abandono de las banderas principales de lucha eran tácticas temporales, pero que, una vez en el gobierno, el APRA haría una verdadera transformación.³⁸

    En los días finales de Arbenz, Hilda era la única representante en Guatemala de la tendencia izquierdista dentro del APRA. A su paso por ese país quiso plantearle al Jefe que no viajase a los EEUU, que ello tendría consecuencias dentro del APRA, que esa actitud para el pueblo sería muy confusa. No pudiendo hacerlo personalmente, le entregó una carta con sus planteamientos. No recibiría respuesta.³⁹ Tiempo después, ya desde México, tras ver partir a su esposo Ernesto en la legendaria expedición del "Granma, Hilda regresaría a ocupar su puesto, como dirigente aprista, en su país natal. Tras la tortura y el encierro sufrido a raíz de su captura, Carnero Hoke optó por un proyecto aparte, el Partido Nacionalista Revolucionario Peruano, de breve e insignificante existencia. De la Puente Uceda, por su parte, eligió reincorporarse al PAP identificado ya como líder de la izquierda aprista. A mediados de 1957, se encontró con Héctor Cordero Guevara por primera vez. Me dejó –recordaría éste años después– una extraordinaria impresión, un hombre con ideas definidas; con la fuerza espiritual y la voluntad que presagiaban a un verdadero dirigente".⁴⁰ Juntos harían la etapa final de su infructuoso esfuerzo por reorientar al APRA y que habría de culminar en su expulsión.

    Con la salida de Haya de la embajada colombiana, tras su crisis más profunda, el PAP, de alguna manera, retornaba a la normalidad. Las primeras declaraciones del líder aprista no permitían abrigar demasiadas esperanzas en un cambio en la línea del partido. Sus compañeros más radicales esperaban una denuncia encendida de la dictadura. Sorprendió en primer lugar que escogiera una revista yankee Life en español– para reencontrarse con el mundo.⁴¹ Nada contra el imperialismo, avanzaba sus reflexiones, más bien, sobre el papel de las naciones americanas en el marco de la pugna mundial. A los 55 años, el combatiente de otros tiempos aparecía pausado y cauteloso. Su objetivo –como sugiere Frederick B. Pike– era construir un nuevo partido bajo el manto de la continuidad de la tradición aprista.⁴² Proponer al PAP, en tal sentido, como modelo de partido democrático alternativo tanto a los PC como a los populismos autoritarios tipo peronista. Andrés Townsend sintetizó el objetivo de la reorientación aprista: en Latinoamérica, los Partidos Socialistas terminaban siendo tributarios del comunismo; la moderna democracia social, en cambio, tenía como instrumento propio de realización a los partidos del pueblo, cuyo arquetipo era el PAP, hermano mayor de la emergente izquierda democrática latinoamericana.⁴³ Durante los 50, Haya pondría particular énfasis en difundir esta visión en los medios académicos norteamericanos, donde, en efecto, encontraría particular simpatía.⁴⁴ Apristas de izquierda como Alfredo Hernández Urbina, pensaban, por aquel entonces, que la posibilidad de que el APRA deviniese Partido Democrático Revolucionario pasaba por bajar al llano a la vieja guardia, promoviendo simultáneamente una democratización del partido a través de: permitir la existencia de corrientes y contracorrientes internas como legítima expresión de democracia política, la realización de congresos anuales que normen la vida partidaria, impidiendo la reelección de quienes habían sido parlamentarios del 31 al 45 y, por último, cancelando la Jefatura del Partido, lo que conllevaba abolir la organización vertical.⁴⁵ Nada podía impedir para ese entonces la negociación en curso con Manuel Prado que permitiría al PAP recobrar status legal.

    En marzo de 1956, una Convención Nacional del partido dio facultades a Ramiro Prialé para concertar alianzas o pactos con cualquier fuerza política con el fin de conseguir la legalidad del partido, manteniendo, por cierto –en palabras de un historiador aprista–, el decoro y la dignidad de las banderas programáticas e ideológicas del aprismo redentor. A cambio de su apoyo electoral, los apristas exigían el retorno a la legalidad, la libertad de sus detenidos, el regreso de los deportados, la devolución de los bienes incautados y el respeto a los actos ciudadanos.⁴⁶ Manuel Pardo sería el elegido. Estaba en curso la formación de lo que los propios apristas denominarían como el régimen de la convivencia. De una disciplinada aceptación de dicho régimen dependía, supuestamente, que en 1962 las Fuerzas Armadas y la oligarquía –los grandes enemigos del aprismo– permitiesen su llegada al poder. Después de una dictadura –diría Haya de la Torre– los pueblos como los individuos necesitan un período de convalecencia.⁴⁷ Con el poder una vez más al alcance de la mano, en todo caso, la posibilidad de un APRA radical –que había parecido relativamente cercana entre fines de los 40 e inicios de los 50– se alejaba acaso definitivamente. De acontecimientos que ocurrían lejos del Perú surgiría un nuevo intento por reconciliar al antiguo partido con sus supuestos ideales primigenios revolucionarios. En diciembre de 1956, cuando Prado llevaba cinco meses en el poder, los expedicionarios del Granma arribaban a las costas cubanas.

    El embrujo cubano

    Veinte años tenía Ricardo Gadea cuando arribó a Cuba, procedente de Argentina, en enero de 1960. Del Colegio Militar Leoncio Prado de Lima a la Universidad de La Plata había ido descubriendo su identidad aprista. Le venía por tradición familiar: de su padre, un modesto trabajador aprista, como de su hermana mayor Hilda, exilada en Guatemala desde el 49.⁴⁸ En Argentina había conocido y hecho amistad con otro joven peruano, el jaujino Máximo Velando, hijo de campesinos, quechua-hablante, quien había salido de su tierra –a los 20 años– en 1952. En Argentina, Velando siguió estudios de Economía y se vinculó a la Juventud Comunista mientras trabajaba como obrero. En 1961 volvió al Perú, de donde partiría hacia Cuba por su propia cuenta.⁴⁹ Ahí se reencontró con Ricardo enrolado ya como estudiante de comunicaciones en la Universidad de La Habana. Juntos se ofrecieron a colaborar en la defensa de Cuba en los azarosos días de la crisis de los misiles. A través de Ricardo conocería al Che. Este le habría planteado que debía regresar a su patria y militar, porque era a través de la militancia político-partidaria que podía tener acceso a cualquier permanencia en Cuba, puesto que, en esos momentos, dado que era una persona que viajaba espontáneamente, su estadía tenía limitaciones precisas.⁵⁰ Cuba era como un magneto; una fuente de curiosidad e ilusión frente a los años grises del ochenio de Odría: tiempos de amargura, frustración y escepticismo.⁵¹

    A Cuba, Ricardo había llegado invitado por su hermana Hilda. En Lima, ésta había impulsado actividades de solidaridad con Cuba con apoyo de la juventud de su partido. Una vez en la isla, a pesar de la ruptura marital con el Che, seguiría siendo conducto privilegiado de los revolucionarios peruanos con su célebre ex esposo. Así lo comprobó Ricardo Napurí, uno de los primeros izquierdistas peruanos en conocer al Che tras la victoria revolucionaria. También a él, Odría le había lanzado al exilio. Un aviador militar deportado por haberse negado –según testimonio propio–a bombardear a marinos y militantes de la izquierda aprista en la insurrección de octubre de 1948.⁵² En Argentina, el abogado Silvio Frondizi lo ayudó a salir de la cárcel, naciendo

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1