LIBROS
Cada vez es más frecuente en las protestas callejeras de distintas latitudes observar la irrupción de jóvenes encapuchados, vestidos de negro, que rayan las paredes, que recurren a sopletes y otras formas de armamento casero, y destruyen los símbolos del capital global y del Estado. En torno a estos jóvenes se ha construido un prejuicio social que fue diagnosticado en un reciente informe de Amnistía Internacional dedicado a las protestas de las mujeres en México. Los prejuicios hacia las y los encapuchados también son compartidos por un sector de la izquierda que acostumbra señalarlos automáticamente como provocadores infiltrados, o bien desarrolla hacia ellos una actitud complaciente que fetichiza sus acciones e impide entrar en debate con sus planteamientos. Sin embargo, pensar en los integrantes de estos grupos como provocadores o calificarlos de jóvenes rijosos, porros, desadaptados, lumpen o “conservadores”, no sólo oscurece la comprensión de la violencia social, sino que también la minimiza. Además, se pierde la oportunidad de entrar en contacto con un fenómeno político en fermento, soslayado en México por la violencia descontrolada que padecemos, pero que –junto con un segmento del obradorismo– conforma el fenómeno de mayor vitalidad en el panorama político de la izquierda de hoy.
Se trata de una izquierda plebeya e insumisa que recusa la acción política tradicional y las formas de lucha de los partidos políticos, desplaza a los grupos que acostumbraban a mediar entre el