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Los Caminos del Amor
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Libro electrónico186 páginas3 horas

Los Caminos del Amor

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Se hizo silencio por un momento y luego el Marqués de Sarne dijo: "Solo hay una manera para agradecerte, Romana". Mientras hablaba, él le puso los dedos debajo de la barbilla y presionó sus labios sobre los de ella. Su beso fue tan perfecto, tan glorioso, que Romana solo podía temblar hacia él. "Estamos juntos ahora, mi preciosa", susurró el Marqués. Sus labios encontraron los de ella otra vez y ahora la estaba besando ferozmente, apasionadamente, con más insistencia que antes. Él sintió su emoción hacia él, y acercó su cuerpo, y aún más cerca. "¡Te amo mi amor!" dijo el Marqués, con una voz profunda y inestable… y continuó: "Ahora dime lo que sientes por mí…".
Una glamorosa historia de amor, que arrebatará tus sentidos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2019
ISBN9781788671156
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    Los Caminos del Amor - Barbara Cartland

    CAPÍTULO I

    1802

    El Marqués de Sarne lanzó un gemido se movió un poco y pensó que el dolor de cabeza que tenía no podía ser real; era demasiado intenso, una verdadera agonía…

    Le pareció que había pasado mucho tiempo hasta que pudo abrir los ojos. Vio una habitación desconocida en torno suyo y volvió a cerrarlos…

    Las punzadas en la cabeza persistían. En forma lenta e intermitente comenzaron a asaltarle los recuerdos, aunque había momentos en que no podía pensar en nada…

    Se dio cuenta de que tenía la boca seca. Tenía los labios partidos y necesitaba beber algo, con tanta desesperación, que se obligó a sí mismo a abrir los ojos y enfocarlos en el muro frente a él.

    Había una chimenea y encima un cuadro que no pudo recordar haber visto nunca.

    A través de la luz que entraba desde una ventana sin cortinas, pudo ver que la habitación estaba decorada con muebles muy inferiores a los que él tenía en sus diversas residencias. Cerró los ojos por un momento y entonces volvió a abrirlos con decisión.

    ¿En dónde estaba? ¿Y por qué diablos se sentía tan mal? Se movió con lentitud, y al hacerlo, vio que había un papel sobre su pecho.

    Intentó ver de qué se trataba sin mover demasiado la cabeza y se dio cuenta de que tenía puesta todavía su ropa de etiqueta.

    ¿Qué le había sucedido y por qué habían dejado un pedazo de papel encima de su pecho?

    Todo le parecía incomprensible, hasta que de pronto se le ocurrió que vestía traje de etiqueta porque había ido a buscar a Nicole de Prét para llevarla a cenar.

    Podía recordarlo ahora, por supuesto. Había llegado en su carruaje hasta la puerta de artistas de un teatro en Covent Garden y, cuando fue a buscarla a su camerino, ella se veía tan elegante y atractiva, que pensó que querría lucirse en algún restaurante de moda.

    —¿Estás segura de que quieres que cenemos en tu casa?— le había preguntado, llevándose a los labios la pequeña mano de dedos largos y delgados.

    Fueron sus manos, tal vez, lo primero que le había atraído de ella, pues las usaba con mucha más gracia que las demás jóvenes que formaban el corps de ballet.

    —Iremos adonde Su Señoria desee— contestó ella en su fascinante inglés con acento francés—, pero en mi casa todo está listo para usted.

    Estaba muy de moda que los jóvenes aristócratas de St. James persiguieran a las francesas que abundaban en la escena y que eran siempre mejores bailarinas que las inglesas.

    El Marqués había tenido bajo su protección a una bailarina española que lo divirtió por más de un año y pensó que Nicole de Prét llenaría su lugar de manera admirable. Eso era lo que pensaba discutir con ella esa noche, durante la cena.

    Le colocó sobre los hombros una capa de piel, de un animal que no reconoció y que le pareció un marco inadecuado para su belleza, y bajaron juntos la escalera de hierro que conducía a la entrada de los artistas.

    El Marqués estaba seguro de que Nicole admiraría sin duda su carruaje, ya que no había otro más elegante en todo Londres, ni ningún otro tirado por caballos más finos que los suyos.

    El cochero, de distinguida librea, y los lacayos que les abrieron la puerta del carruaje, estaban recibiendo miradas de admiración de la gente que se había reunido alrededor de la puerta de salida de los artistas, no sólo para ver a las estrellas de la obra, sino para contemplar a los caballeros que casi siempre las acompañaban.

    Nicole de Prét se había reclinado contra el mullido interior del carruaje.

    —Vive usted con esplendor, milord— dijo.

    —Y espero que aceptes compartir esa vida conmigo— contestó el Marqués.

    A la luz de la linterna de plata que llevaba una vela encendida en el centro, vio que ella le dirigía una mirada interrogante.

    —¿Es esa una invitación?

    —Te lo explicaré de manera más formal cuando hayamos cenado.

    Ella sonrió y él no estuvo seguro de si intentaba aceptar su protección en seguida o si resistiría un poco para hacerse la difícil.

    De cualquier modo, pensó el Marqués, el desenlace era inevitable.

    No había mujer en Londres que no estuviera dispuesta, a una sola mirada de él, a arrojarse en sus brazos.

    En lo que al beau-monde se refería, las bellezas de la alta sociedad, tan perseguidas y aclamadas por sus amigos, no dejaban de hacer notar que él era el hombre que de verdad les interesaba en actitud provocativa, se le ofrecían invitantes.

    En el carruaje, Nicole de Prét permaneció callada. A él le gustaba la forma que ella tenía de atraerlo, pues se concretaba a esperar que él tomara la iniciativa.

    Tenía la impresión de que era una mujer de mejor clase social que el resto de las chicas del corps de ballet, aunque siempre era difícil valorar la educación ‘de una extranjera.

    —¿Llevas, mucho tiempo en Inglaterra?— le preguntó.

    —Desde que era niña.

    El Marqués enarcó las cejas y ella explicó:

    —Mis padres llegaron aquí en la época de la Revolución. Perdieron cuanto poseían. Por eso tengo que ganarme la vida.

    Esta era una historia tan familiar entre las francesas residentes en Londres, que el Marqués no cReyó una sola palabra.

    Pero, como supuso que era lo que Nicole esperaba de él, hizo un gesto de compasión al decir:

    —Veo que la piel de tu capa no es digna de tu belleza. Tendrás que permitirme que la sustituya con marta cebellina… ¿o preferirías armiño?

    —Lo pensaré, milord— había respondido ella—, es usted muy generoso.

    —Así deseo ser contigo.

    Los caballos se detuvieron frente a una casa, en la sección de Chelsea, y él miró el lugar con expresión especulativa mientras seguía a Nicole de Prét, que había bajado del carruaje.

    Para sorpresa del Marqués, ella, al aceptar su invitación esa mañana, había enviado un mensaje sugiriendo que cenaran en su casa, en lugar de hacerlo en alguno de los restaurantes elegantes donde el Marqués casi siempre pedía un reservado.

    Él, desde luego, había aceptado su hospitalidad, aunque sugirió que él proporcionaría el vino para la cena.

    Sabía, por experiencias anteriores, que las mujeres de la clase de Nicole no conocían nada de bebidas, y no intentaba arruinarse la digestión con un vino de mala calidad.

    Por lo tanto, envió a la casa de Nicole, durante la tarde, una caja de clarete, otra de champaña y varias botellas de su mejor coñac.

    —¿Y no mandaremos nada de comida, milord?— había preguntado su secretario, el señor Barnham.

    Estaba acostumbrado a manejar esas cosas y sabía que, si la comida y el vino no eran de la calidad que el Marqués exigía, no disfrutaría de las demás atracciones que le ofrecieran durante la velada.

    —Será mejor que mande un paté y una buena cantidad de ternera fría, por si todo lo demás resulta incomible— dijo el Marqués.

    —Si la dama es francesa, entenderá de cocina.

    —Así lo espero. De cualquier modo, quiero estar preparado— contestó el Marqués.

    —El señor Barnham sabía que esto quería decir que debía enviar mucha más comida de la que el Marqués le indicaba y se dirigió a toda prisa en busca del chef con una larga lista de peticiones.

    El Marqués, sin embargo, se sintió gratamente sorprendido cuando entró en la casa de Nicole y encontró que era mucho más atractiva de lo que su apariencia exterior sugería.

    Chelsea, donde las casas eran baratas, era muy popular entre los aristócratas cuando tomaban a una dama bajo su protección, como lo había sido desde los tiempos de Carlos II.

    Las casas variaban en forma considerable de una a otra y la que el Marqués tenía en mente para instalar en ella a Nicole de Prét era amplia y lujosa. Se había tomado la molestia, también de asegurarse de que tuviera una excelente cocina.

    Esta era mucho más pequeña, pero estaba amueblada con buen gusto y el Marqués no se sintió sorprendido cuando Nicole de Prét propuso:

    —Creo, milord, que será mejor que cenemos en mi salita privada. Es mucho más acogedora que el comedor.

    —Me parece una idea deliciosa— aceptó el Marqués.

    La velada conducía de manera tan inevitable a los planes que él tenía en mente, que se sentía como si estuviera presenciando una obra teatral que hubiera visto antes una docena de veces.

    Ella subió delante de él por la escalera angosta pero bien alfombrada, y él no pudo menos que admirar las líneas de su figura y sus graciosos movimientos.

    «¡Es la perfección misma!», se dijo.

    Pensó con satisfacción, que iba a disfrutar de la velada y, que sería, sin duda alguna, el inicio de muchas otras semejantes.

    La salita, que tenía dos ventanas, estaba amueblada con sorprendente buen gusto.

    No se veía la acostumbrada cursilería de los cojines de satén de colores brillantes, ni los vulgares souvenirs de teatro, que atestaban los departamentos de casi todas las coristas.

    Aquella parecía la casa de una dama de la nobleza y el Marqués decidió, una vez más, que Nicole estaba mejor educada que las otras chicas con las que bailaba.

    En una mesa puesta frente a una de las ventanas, se veían cuatro velas que una doncella de delantal almidonado y cofia adornada de encaje había encendido.

    —Envió demasiada comida con el vino, milord— dijo Nicole—, y eso me parece un insulto.

    —No lo tomes como tal, por favor— había contestado el Marqués—. Sólo quise ahorrarte molestias y gastos.

    —He agregado algunos de mis platillos especiales a los suyos, y cuando hayamos terminado de cenar puede decirme cuáles prefiere— dijo Nicole dirigiéndole al Marqués una de sus seductoras miradas—, pero me desilusionaría perder.

    —Conmigo jamás perderás, te lo aseguro.

    Ella cruzó la habitación en busca de una botella de champaña que había enviado el Marqués. Había ya sido abierta y estaba enfriándose en un cubo con hielo. Sirvió dos copas y le llevó una al Marqués. Él se encontraba de pie junto a la chimenea, contemplándola con admiración. Tomo la copa que ella le ofrecía y la levantó.

    —¿Debo beber a la salud de tus hermosos ojos o por nuestra futura felicidad juntos?

    —Está usted muy seguro de que estaremos juntos.

    —Esa, desde luego, será tu decisión.

    El Marqués sabía, en realidad, que ella, como cualquier mujer de ambiente teatral, terminaría por aceptarlo.

    Tenía fama de ser un hombre generoso hasta la exageración y disponía del dinero suficiente para ello.

    La única dificultad, como Nicole ya había oído decir, era que su interés en una mujer, sin que importara su condición social, nunca duraba mucho tiempo.

    —Seamos francas— había él mismo oído decir a una mujer con la que había sostenido relaciones algún tiempo y que conversaba con otra—, él está aquí hoy, pero mañana no podrás asegurarlo. Así que trata de sacar provecho de la situación, mientras dure.

    Al Marqués le había divertido el comentario.

    Sabía que era la verdad. Disfrutaba persiguiendo a las mujeres, con la esperanza de que, alguna, fuera un poco diferente de las demás.

    Tal vez fuera demasiado esperar, sin embargo, y, cómo decía un cínico en el Club White:

    —Pe noche todos los gatos son pardos!

    De cualquier modo, al Marqués le gustaban las mujeres porque con ellas descansaba de sus otras actividades.

    Era un gran deportista, aclamado en todas las pistas de carreras de caballos y reconocido campeón de esgrima de Inglaterra.

    Y, además de sus intereses deportivos, debía ocuparse de la Cámara de los Lores, donde siempre se le solicitaba.

    Era un orador excelente, y cuando se le podía convencer para que defendiera una causa, luchaba por ella con una decisión que lo había convertido en favorito del Primer Ministro y en un hombre odiado por la oposición.

    El resto del tiempo lo dedicaba a sus propiedades.

    Sarne, tenía su mansión en Kent, no sólo era una de las casas más amplias y admiradas del país, sino sitio de suntuosas fiestas— a las que hasta el Príncipe de Gales gustaba de asistir.

    El Marqués tenía otras propiedades, todas las cuales tenían algo interesante y diferente, pero él esperaba la excelencia en todo, de modo que sus posesiones tenían que ser perfectas hasta el último detalle.

    —El problema contigo, Sarne— había dicho alguien apenas la semana anterior—, es que resultas demasiado bueno para ser cierto, y lo único que te falta para que nadie pueda superarte en nada es que encuentres una esposa hecha a tu medida. Aunque es posible que, el día que te cases, tu mujercita te ponga en tu sitio en un abrir y cerrar de ojos.

    —¿Tú crees eso de verdad… que una mujer podría hacerme eso a mí?— preguntó él torciendo un poco los labios.

    —Las mujeres siempre encuentran la manera de meter a un hombre en cintura, de un modo o otro— había contestado su amigo.

    —Entonces yo seré la excepción— señaló el Marqués—. Te aseguro que escogeré a mi esposa con el mismo cuidado con que escojo a mis caballos.

    —Conociendo la suerte endemoniada que tienes, sin duda será una mujer comparable a un caballo que gana la Copa de Oro en su primera carrera en Ascot, y se lleva el Derby el mismo año.

    El Marqués se había echado a reír.

    —Me estás poniendo una meta tan alta que, si soy un poco inteligente, permaneceré toda la vida como estoy ahora… ¡soltero!

    —Pero, necesitarás un hijo que herede tu inmensa

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