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En una blanca medianoche
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Libro electrónico245 páginas3 horas

En una blanca medianoche

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A veces, las mayores verdades de la vida llegan en una blanca medianoche.

El comandante Cecil Stapleton está sufriendo las consecuencias de su nueva vida como civil después de casi veinte años en el ejército. Las heridas recibidas en la Batalla de Toulouse lo convirtieron en un hombre irritable, desfigurado y lo enviaron de vuelta a Inglaterra. Todo lo que quiere ahora es retirarse al campo y estar solo, especialmente porque es la época navideña. Encontrar a su antigua amante en su cabaña lo deja desconcertado… y tal vez con ganas de más.

La viuda Sarah Presley se ha esforzado mucho por ocultar su existencia en los campos de Buckinghamshire. Está ansiosa por darle a su hijo de siete años unas vacaciones especiales, pero esa idílica intención se hace añicos cuando alguien llama a su puerta y revela al hombre con el que compartió una noche de exquisita pasión hace ocho años: el padre de su hijo… y el hombre que nunca olvidó.

Sin otra opción, llegan a una tentativa de paz, pero los recuerdos se entrometen, al igual que los sentimientos nuevos y confusos, porque sus futuros están entrelazados. Cuando un peligroso secreto del pasado de Sarah regresa para atormentarla, la dinámica entre ella y Cecil cambia una vez más. Por el amor a su hijo, así como por el dulce romance que se gesta entre ellos, deberán trabajar juntos para sobrevivir… y un milagro navideño tampoco estaría de más.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento6 jul 2022
ISBN9781667436746
En una blanca medianoche

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    En una blanca medianoche - Sandra Sookoo

    Capítulo Uno

    12 de diciembre, 1814

    Bath, Inglaterra

    El comandante Cecil Matthew Stapleton vagaba entre el sueño y la vigilia en el St. James, el hospital más importante de Bath, Inglaterra. El sonido de los murmullos en la habitación hablando de él lo incitó a mantener los ojos cerrados, porque quería saber qué decían las monjas. Había intentado hacer lo mismo a lo largo de su estancia en el St. James y, ahora que en el día de hoy se cumplían dos meses de su convalecencia, tenía la intención de tener éxito en ello.

    –Me alegro de que se marche hoy –mencionó la mujer mayor, la hermana Theresa, mientras se acercaba a su cama. Casi podía imaginar su cara redonda y blanca en relieve contra el negro de su hábito y sus velos. El susurro de las faldas largas de su túnica era el único sonido que emitía–. Nunca he estado de acuerdo con la decisión del regente de ofrecer este hospital para ayudar a lo soldados. Debería reservarse para fines más piadosos.

    ¿Acaso ayudar a los desafortunados y necesitados no era un fin piadoso para la iglesia? Cecil se aguantó las ganas de cerrar la mano en un puño. ¿Acaso el objetivo no era curar? ¿No se supone que los siervos de Dios desean que los pacientes, cualquier paciente, estuviera bien? Aún así, el St. James era un hospital mucho mejor que el St. Thomas de Londres, donde había comenzado el largo camino hacia la recuperación después de las lesiones sufridas en la Batalla de Toulouse el 10 de abril. Allí llegó, medio muerto, dolorido y débil por la pérdida de sangre, sin apenas poder hablar, ya que el viaje de Francia a Inglaterra había sido el colmo de lo desagradable.

    Ese era un día que no deseaba recordar y menos ahora que su salud estaba a punto de dar un giro. Sin embargo, las pesadillas de su estancia en el St. Thomas lo perturbaban de vez en cuando, al igual que los fantasmas de la misma batalla. Podría haberse curado físicamente pero mentalmente...

    Era una lucha continua por volver a la normalidad.

    Su compañera, la monja más joven, la hermana Grace, chasqueó la lengua y el suave sonido le devolvió su atención al aquí y ahora.

    –Es mejor despreciar la guerra, no a los hombres que la combaten. Solo siguen órdenes.

    La porcelana traqueteó mientras colocaba una bandeja con su desayuno en una mesita de noche. Llevaba haciendo lo mismo durante los últimos sesenta días y nunca dejó que él se lo agradeciera. Mientras que la hermana Theresa era un armatoste, la hermana Grace era delicada y delgada, con un rostro en forma de corazón y ojos amables.

    –Sea como fuere, este no se ha beneficiado de sus viajes diarios a las termas romanas, ¿verdad? Las aguas no han servido de mucho. –Ambas monjas sin duda estaban al lado de su cama mirándolo fijamente y trató de seguir fingiendo que estaba dormido, ya que sentía que era extraño no hablar con ellas. Habían sido sus únicas compañeras durante su estancia de dos meses–. Aún conserva las cicatrices.

    –Es una pena –murmuró la hermana Grace. Con una mano fría, apartó el cabello de su frente–. Sin duda alguna era un hombre guapo antes del incidente que lo destrozó. Probablemente un soldado apuesto, porque uno no recibe el apodo de capitán Afortunado porque sí. –Cecil pudo sentir su sonrisa en esa suave voz. Sí, la iba a echar de menos.

    La hermana Theresa resopló.

    –Bueno, recuerda que ahora es comandante. Le otorgaron un ascenso por los actos en el campo de batalla cuando se quedó postrado en cama. Un tonto pretencioso vino aquí hace un mes con una medalla y la documentación oficial–. Su tono dejaba entrever que era una decisión estúpida. A ella no la iba a echar de menos.

    –Sí, lo recuerdo –dijo la otra monja con el mismo tono tranquilizador–. El comandante Stapleton debe ser alguien importante para el ejército, sobre todo si  las historias sobre su coraje en el campo de batalla son ciertas.

    –¿Puede ser importante un hombre cuya intención es matar? –Obviamente, la primera monja no tenía ningún tipo de aprecio por nada de lo que le había dado sentido a su vida, por nada de lo que él creía–. Una vez me dijo que se alistó cuando era un muchacho de dieciocho años. Es la única vida que ha conocido.

    Una vez más, la hermana Grace pasó los dedos por su pelo y después los alejó.

    –Son veinte años. Dejando a un lado tu opinión personal del ejército, hermana, esto es digno de elogio, ya que no lo han herido nunca hasta ahora. Probablemente por eso aguantó tanto tiempo. –Su voz mostraba cierto grado de respeto–. Y enorgulleció a su país. Solo espero que esté orgulloso de sí mismo.

    –Bueno, el destino ha hecho de las suyas esta vez –carraspeó la hermana Theresa–. El comandante nunca volverá al campo de batalla, y yo lo agradezco. Un hombre menos para empuñar un arma o arrebatar una vida.

    –Una ocasión menos para poder perecer. –La amable amonestación de la hermana Grace hizo que se aguantse las ganas de sonreír.

    –Tal vez debería. Un hombre como él no tiene ninguna posibilidad en ningún otro lugar y, además, estará atormentado.

    Cecil ardía de resentimiento por la conversación, pero mantuvo los ojos cerrados y la respiración calmada, porque era verdad. Tenía cicatrices, una ligera cojera y una leve pérdida de audición en el oído derecho, entre otras cosas. Por no hablar de la aplastante culpa que siempre cargaría.

    –Pobre hombre –suspiró la hermana Grace–. Espero que sea tan afortunado como sugiere su apodo, porque aún tiene mucha vida por delante. Tal vez tenga una señora esperándolo en casa.

    –No la tiene. –El tono de la hermana Theresa era firme, casi con una nota de júbilo–.  Me lo dijo hace unas semanas. No tiene esposa ni nada parecido. No ha tenido tiempo de cortejar a nadie. Y ahora es poco probable que llegue a tener eso con sus cicatrices y la cojera.

    Su pecho se comprimió mientras la ira se acumulaba dentro de él. A pesar de no haber pensado en casarse mientras estaba de servicio, durante su periodo de sanación había considerado las posibilidades, pero rápidamente supo las limitaciones de sus heridas y cicatrices. Ninguna mujer se fijaría en él y tendría que encajar eso. Así que descartó esa idea tan rápido como llegó.

    Maldita sea. ¿Qué le quedaba si ya no tenía esa oportunidad ni una carrera en el ejército? ¿Qué demonios será de mí?

    La hermana Grace hizo un sonido tranquilizador.

    –No es un monstruo, hermana Theresa. Rezaré más por él para que encuentre la felicidad. No es su culpa que el destino le otorgase esta desdicha. Por lo menos, debería tener paz.

    –Eso está por verse. La guerra convierte a los hombres en monstruos; depende de ellos olvidar eso, aunque se vea como uno de ellos por el resto de su vida. –La hermana resopló con desprecio.

    Un músculo en la mejilla de Cecil se contrajo mientras apretaba los dientes. Tal vez el Señor se reúna pronto con la hermana Theresa en la oscuridad y le estremezca el corazón con el sinsentido de esas opiniones malévolas.

    –Bueno, yo prefiero creer en los miraglos, hermana Theresa –murmuró la hermana Grace, y él pudo imaginarse su dulce rostro bañado con una fácil sonrisa–. La Navidad casi está sobre nosotros. Nadie merece lo mejor de todas las cosas buenas más que el comandante Stapleton. Tal vez esa época del año le conceda un deseo o una plegaria, pero lo echaré de menos.

    Una vez más, la monja mayor resopló.

    –Te vuelves demasiado fantasiosa con ciertos pacientes, hermana.

    –Está en mi naturaleza solidarizarme. Todos deberíamos practicar más de eso –fue su suave respuesta, y Cecil quiso reírse. 

    La hermana Theresa resopló.

    –Debemos apresurarnos, de lo contrario llegaremos tarde para las oraciones.

    Pudo escuchar el susurro de sus faldas y el repiqueteo de las cuentas del rosario en sus cinturas mientras salían de la habitación. Un leve chasquido de la puerta cerrándose detrás de ellas lo dejó en un bendito silencio.

    Cuando se quedó finalmente solo, Cecil abrió los ojos y se quedó mirando el techo de yeso de la habitación espartanamente amueblada. ¿Tan horrible estaba con las heridas?

    No le dolían tanto como cuando llegó a Londres a finales de abril. Estuvo hospitalizado en el St. Thomas durante cinco meses. Pasó un verdadero infierno cuando le colocaron la tibia derecha rota y le pusieron la escayola. Había sido necesario extraer metralla de aparentemente todos los puntos de su costado derecho. Le atendieron y le trataron las heridas por quemaduras con ungüentos malolientes. Los malditos cirujanos del St. Thomas le hicieron transfusiones regularmente, como si eso pudiera ayudar. Solo sirvieron para debilitar a Cecil y retrasar su curación. Se había visto obligado a aprender a caminar de nuevo, aunque con una incómoda muleta, de lo contrario, permanecería confinado a una silla de ruedas por el resto de su vida. Eso era algo que no estaba dispuesto a hacer, así que trabajó en ello cuando le quitaron el yeso. Al final, llegó a dominar la habilidad, pero necesitaría un bastón para cualquier esfuerzo de gran duración.

    Estaba agradecido por ello;  al menos había conservado la pierna, ya que la teoría predominante era simplemente amputar una extremidad rota, pero les rogó que lo consideraran.

    Después, cuando los médicos dijeron que era la voluntad de Dios si vivía o moría más allá de lo que ellos pudieran hacer por él, le dieron el alta, pero afortunadamente, el padre de Cecil, que tenía influencia en la Cámara de los Comunes, localizó a su superior en el campo de batalla y juntos hicieron posible el traslado de Cecil al hospital de Bath  para su recuperación.

    No es que su padre se hubiese rebajado a visitarlo o incluso a mandarle una carta solicitando información. No, lo único que recibió Cecil fue una breve nota por parte de un general, junto con una Medalla de Honor (varias, para ser sincero) y una carta oficial de agradecimiento. Su padre le había deseado lo mejor y que encontrara empleo y satisfacción fuera del ejército. Tal vez podría volver a Londres para visitarlo una vez que estuviera completamente curado.

    Lo que significaba que no debería regresar a la ciudad a menos que las cicatrices desaparecieran y todo rastro de la detestable guerra en la que había luchado estuviera borrado, ya que tales recordatorios podrían obstaculizar la trayectoria ascendente de su padre en su carrera política. Todo lo desagradable debe permanecer oculto para que la gente no empiece a cuestionar quién votó para financiar una guerra que parecía continua e interminable.

    ¡Bah! Estaba muy harto de todas esas personas cuyos intereses no abarcaban la bondad humana. Nunca nadie le había preguntado si deseaba participar en la guerra para frenar al dictador francés. Nunca nadie se había interesado por su estado de salud o por si deseaba un oído amigo o incluso ayuda con el asunto de vivir de nuevo. Nunca nadie le había ofrecido una comida caliente o una cama cómoda o agua que no estuviera envenenada para bañarse o beber mientras regresaba a Inglaterra.

    ¿Y por qué deberían hacerlo? Todos, desde Francia hasta Inglaterra, pensaban lo mismo de los soldados que regresaban y, concretamente, de los que resultaban heridos.

    El único soldado bueno es el que está muerto parecía ser el lema de la gente en ese momento y, ¿si ese soldado era medio francés? Ellos mismo querrían acabar con él. A Cecil se le hizo un nudo en el estómago cuando se sentó y pasó las piernas por el lado de la cama. Nadie quería la guerra excepto los políticos, pero ¿por qué la gente no podía entender que los hombres que luchaban por la causa, cualquier causa, también tenían sentimientos? La gran mayoría de ellos no había deseado ir voluntariamente a la batalla, pero por amor al rey y al país, resistirían.

    Quizás no importaba. Cualquier buen soldado que se precie seguía las órdenes de otro hombre de mayor rango que él; su vida no era suya mientras estuviera en condición de militar. Todo se hacía por el  capricho y el encargo de otra persona. Un soldado no era más que un arma, un peón en un juego mayor. Ahí radica el error; los hombres que tomaban las decisiones nunca tenían que vivir con ellas ni con sus secuelas.

    Pero se había curado, maldita sea. Más o menos, a pesar de los desagradables comentarios y acciones de aquellos que había conocido desde lo hiriesen en ese campo de batalla. Dos meses en Bath yendo a los baños termales dos veces al día y caminando lentamente por la ciudad para recuperar la movilidad y la fuerza hicieron que mejorase poco a poco. Ahora, se marcharía al mediodía en un carruaje privado cortesía de sus altos cargos para comenzar el resto de su vida.

    Había sido un largo camino desde la lesión hasta la recuperación, pero estaba ansioso por marcharse. ¿Qué iba a hacer con su vida ahora que estaba destinado a una existencia como civil? La ansiedad arañaba como dedos helados en sus entrañas. Por primera vez en su vida, no tenía ni idea de lo que le deparaba el futuro, pero sobreviviría como siempre lo había hecho y, lo que es más, tenía la intención de tener éxito en ello.

    Contempló la bandeja de té en la mesita de noche. Tetera, taza, platillo y accesorios a juego de porcelana blanca estándar. Dos tostadas secas, mermelada en una cacerola pequeña, gachas de avena en un tazón, pero nada más de interés. ¿Acaso las hermanas no pensaban en darle a un hombre un desayuno inglés adecuado como despedida en un día tan auspicioso?

    Qué no daría por un poco de jamón, tal vez un bistec o arenques ahumados, incluso unos huevos duros. O una buena taza de café tonificante. Del cual había aprendido a disfrutar mientras estaba con su regimiento en los campos de batalla, porque a veces era más fácil conseguirlo que el té.

    Incluso daba gracias por la comida, porque no iba a tener que comer como un inválido tras el  día de hoy. Cecil se sirvió una taza de té claro y luego mojó la esquina de una tostada en él para que le resultase más fácil tragar. La ofrenda de las hermanas era justa e ingirió cada trozo como lo había hecho todos los días, porque un hombre como él no siempre sabía de dónde vendría la próxima comida, especialmente si interrumpían las líneas de suministro, lo cual sucedía con alarmante regularidad, porque Napoleón era un gobernador cruel.

    En poco tiempo, se terminó su humilde comida y la bajó con una segunda taza de té. Suspiró mientras volvía a colocar la bandeja en la mesita de noche. ¿Sería esta la última vez que dormiría en una cama cómoda bajo un techo que no goteara? No tenía ni idea, porque tenía la intención de llegar a la casa de su infancia en el campo dentro de dos días. Que él supiera, su padre nunca había visitado esa residencia desde que Cecil se graduó de un curso en la Real Academia Militar en Woolrich y lo contratasen en la Real Artillería. George Stapleton no había puesto un pie fuera de Londres desde que comenzó su carrera política y, mientras se abría camino en el parlamento, su hijo se había abierto camino progresivamente consiguiendo ascensos con mucho esfuerzo; ambas carreras impulsadas, pero avanzando en direcciones opuestas.

    No es que esas medallas me sirvan ahora de mucho a menos que las empeñase por dinero si fuese necesario. Aunque, por el momento, la mitad del salario que había acumulado desde la lesión ayudaría, ya que tan pronto como saliera de este hospital, estaría oficialmente fuera de servicio y, por lo tanto, ya no sería una carga para los fondos públicos. Una vez que pusiera sus cosas en orden, se ocuparía de encontrar empleo.

    Con un gruñido, Cecil se puso de pie e hizo una mueca por la persistente punzada de dolor en su pierna, pero anduvo un poco por la habitación y cogió su ropa de un armario, que era lo que debía hacer. Consiguió ponerse la ropa —pantalones de color pardo, camisa holgada de lino, chaleco azul marino liso rematado con una chaqueta gris— con bastante frustración, porque los músculos de su lado derecho no funcionaban como solían hacerlo antes de esa horrible tarde. La ropa era cortesía de su oficial al mando, ya que cuando llegó a Londres, llevaba su uniforme desgarrado y ensangrentado. Que ahora estaba en el fondo del baúl que contenía la totalidad de sus efectos personales.

    Tendré que hacer algunas compras antes de instalarme para rusticar... para olvidar... para empezar de nuevo.

    Un rastro de miedo recorrió su espina dorsal mientras los recuerdos se agolpaban en su mente y juraría que podía oler el olor acre de la pólvora, escuchar los gritos de los moribundos a su alrededor, saborear el escozor metálico de la sangre en su lengua. El sudor brotó de su labio superior. El mareo lo asaltó cuando esos detalles sensoriales amenazaron con absorberlo y arrastrarlo hacia ese maldito y oscuro vórtice.

    Cecil envolvió con su mano izquierda la estructura de hierro forjado a los pies de la cama. Cerró los ojos y apartó con fuerza los recuerdos de su mente. Ahora no era el momento de recordar; no había tiempo realmente. Sólo dificultaría su curación. Después de respirar profundamente varias veces, abrió los ojos y se dirigió a la esquina donde esperaba el lavabo.

    Cuando los demonios del campo de batalla se retiraron, se miró en el espejo de forma cuadrada que colgaba de la pared sobre el lavabo. La ira todavía zumbaba en sus venas; siempre lo hacía. De hecho, nunca lo había abandonado y no podía identificar la causa, ya que había sido su compañera constante desde que se lesionó en abril.

    Tal vez era el destino de un soldado.

    –Recobra la compostura, Stapleton –se dijo a sí mismo mientras se miraba en el espejo–. Esta es tu nueva realidad. –Se pasó los dedos por su barba de varios días. Luego suspiró mientras miraba su cabello. Él último corte

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