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El marqués de Montblanc
El marqués de Montblanc
El marqués de Montblanc
Libro electrónico192 páginas2 horas

El marqués de Montblanc

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Una misteriosa damisela llega a la mansión de la playa, propiedad el joven marqués de Montblanc, la pobre se ha perdido con la tormenta y  no sabe cómo regresar a su casa.

El marqués no es en verdad un caballero, es un antiguo libertino habitué de los burdeles parisinos pero ahora se encuentra de vacaciones en la playa y solo desea un poco de paz.

Hasta que aparece esa misteriosa y hermosa damisela para enamorarlo.
¿Pero quién es la bella joven y por qué se encuentra en la mansión tan lejos del pueblo y de toda lo que se considera civilizado?
El marqués quedará prendado de la joven y de su misterio. 

 

IdiomaEspañol
EditorialCamila Winter
Fecha de lanzamiento26 dic 2020
ISBN9781393752349
El marqués de Montblanc
Autor

Camila Winter

Autora de varias novelas del género romance paranormal y suspenso romántico ha publicado más de diez novelas teniendo gran aceptación entre el público de habla hispana, su estilo fluido, sus historias con un toque de suspenso ha cosechado muchos seguidores en España, México y Estados Unidos, siendo sus novelas más famosas El fantasma de Farnaise, Niebla en Warwick, y las de Regencia; Laberinto de Pasiones y La promesa del escocés,  La esposa cautiva y las de corte paranormal; La maldición de Willows house y el novio fantasma. Su nueva saga paranormal llamada El sendero oscuro mezcla algunas leyendas de vampiros y está disponible en tapa blanda y en ebook habiendo cosechado muy buenas críticas. Entre sus novelas más vendidas se encuentra: La esposa cautiva, La promesa del escocés, Una boda escocesa, La heredera de Rouen y El heredero MacIntoch. Puedes seguir sus noticias en su blog; camilawinternovelas.blogspot.com.es y en su página de facebook.https://www.facebook.com/Camila-Winter-240583846023283

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    El marqués de Montblanc - Camila Winter

    El marqués de Montblanc

    Camila Winter

    Primera parte

    Gaillac- Toulouse

    DE NUEVO ESA TORMENTA de finales de verano, la señora Amelia Dumont miró a su alrededor inquieta, odiaba las tormentas, las odiaba y las temía, pero en esa zona del país y en esa época del año era imposible evitarlas.

    Todos los años ocurrían y ese verano especialmente fue muy tormentoso.

    Tormentas a fines de verano, tormentas de otoño, de invierno y por supuesto, las tormentas de primavera.

    Había dado a luz a su primogénita una noche de tormenta y fue una experiencia dolorosa y aterradora, tanto que le dijo a su marido que no volvería a darle un hijo.

    Pero una esposa no podía negarse al apasionado abrazo de su marido, era el único consejo que recibió el día de su boda de su tía Francine:

    —Por favor, Amelia, sé una esposa amorosa y paciente, pero por sobre todas las cosas nunca os neguéis a los brazos de vuestro esposo.

    Amelia, una novia sonrojada sonrió turbada.

    —Claro que no, tía.

    Su tía la miró con expresión de enfado.

    —No sabes de qué hablo. Tú no sabes nada del matrimonio ni de los hombres.

    Tenía razón, pero ¿qué esperaba? Era una novia virgen y reticente que no solo no sabía nada del matrimonio, ni de los hombres, tampoco sabía nada de la vida...

    —Tía...

    —Cállate y escuchadme bien—le ordenó.

    La novia se quedó tiesa pues conocía bien el temperamento sanguíneo de su tía.

    —Al comienzo vuestro marido os buscará con timidez y reserva. Pero luego, cuando sepáis complacerle os buscará mucho más y es cuando debéis aceptar el apasionado abrazo sin quejaros. No importa si os duele o repugna u os molesta, no hay otra forma de ser una esposa y de engendrar niños. Así que nunca te quejes ni lo rechaces si no quieres que tu marido se busque una amante.

    Amelia enrojeció mirando a su alrededor, por fortuna estaban solas, su tía decía cada cosa.

    —Lo haré, lo prometo.

    No, no lo haría, ¿pero de qué servía responderle a su tía envarada y solterona? ¿Qué sabía ella del matrimonio y de los hombres?

    —Seguid mi consejo y no seréis nunca una esposa desatendida ni abandonaba como vuestra prima Anne.

    La joven novia tembló de ira y vergüenza.

    —Por favor, tía, no digáis eso.

    —Vuestra prima descuidaba a su marido y así él se enloqueció con una joven mucho más guapa y ardiente. Es lo que ellos buscan en una mujer, el calor de un apretado abrazo, satisfacerse, no esperéis comprensión ni amor, los hombres son criaturas ruines y egoístas. Solo piensan en eso y son unas verdaderas bestias si se ven privados de una mujer.

    ¡Oh, cuánto la horrorizaron entonces sus palabras, estuvo a punto de gritar, de llorar!

    Hasta que llegó su noche de bodas y Amelia pensó con amargura que su tía tenía razón: tuvo que soportar varias veces el ardiente abrazo de su marido y le dolía, la aterraba y solo quería que acabara pronto ese tormento.

    Amaba a su esposo, pero demasiado tarde supo que no estaba lista para convertirse en su mujer.

    Lloró sintiéndose horriblemente lastimada y confundida.

    ¿Eso era convertirse en esposa, en mujer?

    No estaba hecha para el matrimonio, pero siguió los consejos de su tía.

    Su esposo era un hombre muy ardiente y guapo, había varias damas que lo seguían como buitres por todo el condado.

    Y ella no permitiría que ninguna de esas mujerzuelas se acercara a su marido.

    Lentamente comenzó a adaptarse a su nueva vida.

    Él la amaba y estaba loco por ella y ella también lo amaba, pero de forma mucha más posesiva, era su hombre, su marido y moriría antes de soportar que otra mujer se le acercara.

    Un año después de su boda nació su primer retoño: una niña esa noche de tormenta.

    La llamaron Agnes Marianne.

    Era tan grande que pensaron que era un varón, su esposo deseaba tanto un varón. De haber tenido uno, todo habría sido distinto.

    Pero no quería ni pensar en tener otro hijo.

    Le dijo a su marido que no quería tener un bebé de nuevo.

    Había sido una experiencia dolorosa y aterradora, mucho más que su noche de bodas.

    Su esposo no dijo nada, era un caballero.

    Y durante un buen tiempo la dejó en paz.

    Fueron solo seis semanas.

    Hasta que la vio esa noche salir del baño cubierta con una manta fina pues era verano y hacía calor.

    Acababa de llegar de su paseo a caballo esa tarde y tenía sed, bebió una copa de agua fresca y la miró con una mirada cargada de deseo.

    Amelia tembló al comprender lo que eso significaba.

    Si rechazaba de nuevo a su marido él se buscaría a otra, tenía varias que lo miraban con osadía y deseo.

    Ella se sonrojó cuando él le sonrió y le dijo que era muy hermosa.

    No se sentía tan bella entonces, luego de su preñez no había vuelto a recuperar su cintura de avispa ni sus piernas tan delgadas, se veía distinta y sus pechos llenos le daban un aspecto de matrona que detestaba profundamente.

    Pero su marido la encontraba hermosa y luego de despojarla de la sábana la envolvió entre sus brazos para darle un beso ardiente y apasionado.

    Ella había sufrido pensando que iría a buscarse otra mujer, pero él sonrió y le dijo que ella era suya.

    —Me casé contigo para que fueras mi mujer, no quiero a ninguna otra, solo te quiero a ti preciosa.

    Amelia se emocionó y comprendió que había sido cruel al negarse a sus brazos, al privarlo de la intimidad. Su esposo lo necesitaba, era un hombre ardiente y si quería hacerle feliz y que nunca buscara consuelo en otra debía complacerle.

    Y así fue como nueve meses después de ese apasionado encuentro volvió a quedar encinta. Y dio a luz un hermoso y robusto varón tan idéntico a su padre. Gerald. Su pequeñito no dio ningún trabajo, no la hizo sufrir como su primogénita, y fue su amor y su orgullo desde el primer día.

    Luego vino la pequeña Eloísa, y dos años después otro varón, que murió de fiebres a los cinco años. La tragedia la cambió y durante años lloró hasta que volvió a quedar encinta de un varón. Era como si su angelito hubiera vuelto a nacer, el señor la había bendecido enviándole a su hijo de nuevo porque era idéntico a su pequeño Louis. Aunque su esposo no quiso que lo llamara igual.

    Y luego estaba su hija mayor, Agnes. Una chica muy inteligente pero rara. Callada y antisocial, era sin embargo muy buena en las labores de aguja y siempre cuidaba de sus hermanitos. Excepto cuando había tormenta. Como nació en una tormenta cuando había tormenta ella se iba, se alejaba, se escondía... no sabía por qué, pero las tormentas ejercían una insana fascinación y aunque era una joven educada y bastante dócil a la edad en que las jovencitas se vuelven caprichosas y se enamoran del primer muchacho guapo que aparece en sus vidas, Agnes era apocada y muy tímida. Nada dada al flirteo. Una belleza rubia muy parecida a su distinguida abuela Chloé Lacroix, con unos inmensos ojos color miel de espesas pestañas que llamaban mucho la atención. Tenía el porte de una joven noble y nadie imaginaba que su padre era un granjero.

    Era hermosa y podría hacer una boda ventajosa pero no en el medio del campo, quizás debían llevarla a París...

    Agnes era su orgullo, pero también su gran preocupación. La exasperaba que en vísperas de una tormenta actuara raro y se volviera asustadiza y díscola.

    Y esas nubes en el cielo y ese viento ululando con la ferocidad de un demonio le hicieron comprender que se avecinaba un vendaval y llamó a la señora Potts a los gritos luego de tocar tres veces las campanas.

    —Señora Dumont, ¿qué sucede?

    Su sirvienta se asustaba cuando la veía alterada.

    —Por favor, encerrad a Agnes en su habitación, se avecina una tormenta.

    La criada la miró espantada.

    —No tema señora, la señorita Agnes estaba enseñándole piano a sus hermanitas.

    Pero la señora Standford no se sintió tan tranquila. tenía un mal presentimiento, esa horrible tormenta la crispaba y sabía que a su hija también, que ella hacía locuras cuando había tormentas. Podía ser una rabieta inesperada, esconderse en su habitación o en alguna parte de la casa, desde niña que lo hacía.  Así que fue a verificar que la nodriza tuviera razón.

    —Acompañadme, por si acaso. Sabes que no podías dejar sola a Agnes, os lo pedí.

    La nodriza parecía atormentada.

    —Señora, no tema, aparecerá, tal vez solo....

    Pronto se quedó sin palabras. Pues las niñas mellizas se encontraban tocando el piano y cantando la única canción que se sabían, pero Agnes no estaba con ellas.  

    Y cuando las interrogaron dijeron no saber nada de su hermana mayor.

    Amelia tuvo un horrible presentimiento.

    La casa se convirtió en un horrible caos de relámpagos, truenos, sirvientes corriendo de un lado a otros y gritos.

    —Salió hace un momento, dijo que iría a caminar. —dijo de pronto Hester, su hermana peculiar sujetando su oso de felpa con expresión risueña e infantil.

    Amelia tuvo que contener las ganas de zarandear a su hija menor.

    —¿Caminar un día como este? Mientes. ¿A dónde iría?

    La jovencita señaló al invernadero.

    —Se fue por allí, salió muy apurada, creo que quería ver la tormenta.

    Para Hester nada era extraño, su mente era infantil y tampoco entendía la tristeza y rabia de su madre como no entendía tantas otras cosas que ocurrían a su alrededor.

    Amelia llamó a su esposo desesperada, en esos momentos nada más podría darle consuelo luego de gritar a sus sirvientes que corrieran a buscar a su hija.

    Los criados y sirvientes salieron a la intemperie y uno de ellos murió al ser alcanzado por un rayo. Otros se alejaron espantados al tiempo que un horrible vendaval asolaba la pradera y resultaba imposible ver más allá.

    –Señora, a lo mejor está escondida en alguna parte.

    La nodriza no sabía que decir su señora estaba furiosa, fuera de sí.

    Una y otra vez la niña se perdía en la tormenta, pero siempre aparecía horas después escondida en algún lugar. Desde pequeña siempre había dado disgustos a su madre y aun ahora de señorita le daba por escaparse en las tormentas. Se ponía muy nerviosa, nadie entendía bien por qué.

    A lo mejor eran los nervios que había en esa casa y en esa familia. Pero nadie se habría atrevido a decirlo en voz alta.

    —Entonces id y buscad, no os quedéis mirándome así sin hacer nada. ¿Es que no veis que estoy desesperada?

    Ante semejante reprimenda de su señora, la pobre Claire corrió a buscar a la señorita Agnes acompañada de otras sirvientas.

    Toda la casa fue revisada de un extremo a otro, a conciencia, en cada recoveco, en cada rincón, pero la señorita brillaba por su ausencia. Como si la tierra la hubiera tragado.

    La nodriza estaba hecha un manojo de nervios.

    —Señorita Agnes, por favor...

    Se cansó de gritar y llamarla. No estaba por ningún lado.

    Y al final exhaustas se juntaron todas en el piso bajo para tomar aire y consolarse.

    —Ya aparecerá mañana temprano, luego de destrozar los nervios de su pobre madre y los nuestros.

    Claire reprendió a la fregona Med por hablar así. Pero claro ella era nueva y se daba muchos aires no sé de qué o tal vez solo fuera atrevida.

    —No hables así de la señorita—la retó.

    La fregona hizo un gesto de desdén como si no le importara nada.

    —Es la verdad.

    —¿Tú qué sabes? No hace un año que trabajas aquí.

    —Bueno, solo digo lo que he escuchado. Siempre lo hace. La tormenta la vuelve loca.

    —Si la señora te escucha te despedirá en el acto y si vuelves a hablar así yo misma la pondré al corriente.

    La fregona hizo un gesto con la boca y decidió que lo mejor era callarse.

    Pero la nodriza no se sintió mejor, sabía que la fregona no mentía, algo le pasaba a la niña con las tormentas, desde pequeñita... hacía esas cosas como esconderse durante horas y nadie entendía por qué. Tal vez la afectaran de una forma especial, su madre la señora Amelia se enfermaba de los nervios con la tormenta y solo su esposo podía calmarla. Su hija tal vez había heredado el terror, pero no sufría ninguna tara como la niña Hester, ella era muy inteligente, algo callada sí, pero, era tan buena con la aguja y tenía una voz tan hermosa. Le gustaba tocar el piano y era un deleite oírla cantar. Era una jovencita normal pero cuando había tormenta actuaba extraño y el doctor que la atendía no podía decir la causa.

    Agnes es una jovencita nerviosa, se altera con facilidad dijo una vez.

    —No pudo ir muy lejos, ya aparecerá, ve a descansar mujer, o enfermarás—le dijo Grace la costurera y su mejor amiga en esa mansión.

    —Solo le pido a Dios que no haya salido con este tiempo.

    —Nadie dormirá hoy si esa niña no aparece. Debieron encerrarla, ¿por qué no lo hicieron?

    —Su padre lo prohibió, por eso.

    —Pues debieron hacerlo.

    Lejos de allí, la señora Amelia se había dejado caer en un sillón y lloraba sin consuelo. Su pequeña no aparecía, tanto tiempo cuidándola, vigilando sus pasos para que desapareciera una noche como esa.

    En vano su esposo intentaba consolarla diciéndole que iba a aparecer cuando menos lo esperasen.

    —Perderse un día como este, ya casi no hay luz, mirad esas nubes negras.

    Su esposo trató de calmarla.

    —A lo mejor está escondida, sabes cuánto la asustan las tormentas.

    —No, no está aquí, puedo sentirlo. Soy su madre, yo la traje al mundo.

    Él la miró con pena y desconcierto, deseaba tanto que solo fuera una corazonada de su esposa.

    —Tranquila, estáis nerviosa por la tormenta, ven...

    Pero esa noche Amelia no tuvo consuelo, ni siquiera el apasionado abrazo de su marido logró reconfortarla, estaba triste y nerviosa y se durmió derramando abundantes lágrimas pensando en su pobre hijita perdida en la tormenta.

    AGNES CAMINÓ SIN RUMBO para calmar esa

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