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El Castillo del Acantilado
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Libro electrónico216 páginas3 horas

El Castillo del Acantilado

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Sir Hugh Ruckley vive con su hermana menor Leona, en un Castillo en la costa de Sussex. Ella, había soñado toda la vida con un amor plácido y dichoso. No sospechaba que cuando ese amor llegase, se encontraría en el medio de una vorágine situación de violencia y muerte. Las cuevas de su Castillo, se estaban utilizando como escondite para el contrabando que su hermano y el astuto Lew Quayle hacían durante muchos años, haciendo con que su hermano se endeudara cada vez más. Quayle, era un asesino despiadado que reveló interés por ella y estaba usando la situación de su hermano para aprovecharse de ella. La llegada de Lord Chard al Castillo, ordenado por el Rey Jorge IV, supuso otra amenaza para Leona, pues él viene como invitado al Castillo de Ruckley, enviado para romper la red de contrabando en la que sabía que su hermano estaba peligrosamente involucrado. Dividida entre la lealtad a su hermano y su deseo de escapar del persistente Quayle, se vio atraída contra su voluntad, por Lord Chard, pero ya era demasiado tarde, pues sospechaba que tendría de huir con los demás y nunca más volver a verlo, pues tendría que casarse con un hombre al que detestara, para poder salvar a su hermano…

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 abr 2023
ISBN9781788676847
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    El Castillo del Acantilado - Barbara Cartland

    Barbara Cartland

    EL CASTILLO DEL ACANTILADO

    Título Original: Debt of Honor

    Published ©2023

    Copyright Cartland Promotions 1985

    Ebook Created by M-Y Books

    ISBN 978-1-78867-684-7

    Table of Contents

    Barbara Cartland

    CAPÍTULO I

    CAPÍTULO II

    CAPÍTULO III

    CAPÍTULO IV

    CAPÍTULO V

    CAPÍTULO VI

    CAPÍTULO VII

    CAPÍTULO VIII

    CAPÍTULO IX

    CAPÍTULO X

    CAPÍTULO XI

    CAPÍTULO XII

    CAPÍTULO I

    —¡Laura, Laura!— la voz del joven Hugh Ruckley retumbó en el vestíbulo y su eco llegó hasta la habitación del primer piso donde la joven colocaba unos capullos de rosa en un recipiente de cristal. Dejó caer el ramo, sobresaltada, y salió corriendo al pasillo para asomarse a lo alto de la escalera:

    —¡Laura!— oyó de nuevo la voz masculina—, ¿dónde diablos se mete esta muchacha?

    —¡Aquí estoy, Hughie!— gritó ella, inclinándose sobre la barandilla de roble.

    El joven sir alzó la cabeza y exclamó de mal humor:

    —¡Caramba, Laura! Casi me desgañito dando voces.

    —¡Qué maravilla, Hughie, has vuelto! No te esperaba.

    —No, ya me he dado cuenta de ello— contestó él con sequedad.

    Laura comprendió, por su tono de voz, el ceño que ensombrecía su rostro y la impaciencia con que se golpeaba las botas de montar con la fusta, que algo malo le sucedía a su hermano. Bajó casi a saltos los peldaños y se le acercó.

    —¿Qué ocurre, Hugh? ¿Es... algo grave?

    —Lo peor que puedas imaginarte— replicó él bruscamente—, pero ya habrá tiempo de hablar de ello. Ahora reúne a Bramwell y a las criadas. La casa tiene que estar lista...

    —¿Lista para qué?— le interrumpió Laura.

    —¡Haz lo que te digo!— exclamó Hugh, irritado.

    Mas de pronto, como avergonzado de su actitud, agregó:

    —Perdóname, Laura. Estoy en un serio apuro y sólo tú puedes ayudarme.

    —¡No me digas que has perdido dinero otra vez! ¡Oh, Dios mío!...

    —No, no, nada de eso. En realidad, esta vez he ganado. ¡Y hubiera ganado mucho más de no interrumpirme ese Chard que el cielo confunda!

    —¿Chard? ¿Quién es?

    —¡No irás a decirme que no has oído nombrar nunca a Lord Andrew Chard! Pero, ¿de qué habláis en este rincón olvidado de Dios? Vamos, vamos, Laura, no me distraigas y haz lo que te digo.

    Laura se dirigió hacia la puerta que había debajo de la escalera y que conducía a los aposentos de la servidumbre. Sus zapatos sin tacones no hacían ruido alguno, por lo que parecía flotar en vez de caminar sobre la gastada alfombra, con una gracia que hubiera parecido encantadora a cualquiera menos a su irritado hermano. Éste no estaba de humor en aquel momento para apreciar tampoco la musicalidad de su voz cuando llamó al viejo criado.

    Los rasgos faciales de ambos hermanos eran muy parecidos. Los dos poseían los mismos ojos grises, cuya mirada recordaba un mar tempestuoso, y las mismas cejas semejantes a las de un pájaro en vuelo.

    Los dos, también, tenían el pelo rubio muy pálido, casi ceniciento. Pero ahí acababa todo el parecido. Laura era frágil, delicada; Hugh, por el contrario, robusto, de un metro ochenta de estatura, viril y atlético, gracias a los años que había pasado como soldado en Francia.

    —¿Qué? ¿Viene Bramwell o no viene?

    —Sí, ya le oigo subir la escalera.

    —Le llevará horas, como siempre. Está demasiado viejo. Debía haberse retirado hace diez años.

    Laura se volvió hacia su hermano con un suspiro de impaciencia y resignación al tiempo.

    —¿Y dónde conseguiríamos a alguien que nos sirviese con tanta lealtad como él, y dispuesto además a que le paguemos sólo cuando buenamente se puede?

    —Eso no es cierto, Laura— replicó Hugh, molesto—, desde que yo volví a casa, se les ha pagado todo lo que se les debía, tanto a él como a los demás.

    —Lo sé, querido, pero tuvieron que esperar demasiado tiempo— contestó Laura en tono conciliador.

    En aquel momento, llegaba renqueando al vestíbulo el anciano sirviente, que llevaba al servicio de la familia Ruckley desde que era casi un chiquillo. Tenía ya setenta años, estaba casi sordo y cada vez le costaba más esfuerzo realizar su trabajo.

    —¿Me llamaba, señorita Laura?— preguntó.

    —¡Sí, claro que te llamaba la señorita!— exclamó Hugh, dando un paso adelante y hablando casi a gritos—, ¡vamos, Bramwell, muévete! Hay muchas cosas que hacer: limpia la plata, saca el mejor mantel, la cristalería. Esta noche tenemos invitados. ¿Me oyes, Bramwell? ¡Invitados!

    —Ya, ya le oigo, señorito Hughie... Perdón, quería decir que ya le he escuchado, sir Hugh. Pero no sé cómo me las voy a arreglar para hacerlo yo todo solo... La verdad, no lo sé...

    Murmurando entre dientes, Bramwell había dado la vuelta y se alejaba ya por el pasillo que conducía a la alacena.

    Laura se acercó de nuevo a su hermano, mirándole preocupada.

    —Hughie, ¿quién va a venir?

    —¿Pero no te lo he dicho ya? ¡Chard! ¡Lord Andrew Chard! Y le acompaña Nicholas Weston, que es su asistente, su secretario y no sé cuántas cosas más.

    —Pero, ¿por qué le has invitado a venir?

    —¿Que yo le he invitado? ¡Qué ideas las tuyas!— Hugh se echó a reír, pero sin ninguna alegría—, ¿crees que yo habría sido tan tonto como para invitarle? ¡No, por supuesto! Se invitó él solo. Y lo que es peor, lo hizo porque tiene sospechas...

    —¡Oh, no!— Laura había palidecido—, ¡no puede ser, Hughie! ¿Cómo lo sabes? ¿Qué te dijo?

    En un acceso de furia, él arrojó su fusta, que fue a dar contra la barandilla de la escalera y después cayó al suelo.

    —¡Maldita sea!— exclamó—, es el colmo de la mala suerte que esto suceda precisamente ahora, cuando las cosas empezaban a arreglarse por fin.

    —Pero, ¿qué fue exactamente lo que te dijo ese... Lord Chard?— insistió Laura.

    Hugh se quitó su levita de viaje y la dejó caer sobre una silla.

    Mientras se echaba el pelo hacia atrás con gesto de cansancio, repuso:

    —Te lo explicaré. Me encontraba en el club White y llevaba toda la noche ganando, tan contento como puedes imaginarte, cuando oí decir a mis espaldas:

    ¡Vaya, Ruckley! Está usted de suerte por lo que veo.

    Levanté la cabeza, molesto por la interrupción. Pero, al ver de quién se trataba, tuve que ponerme de pie.

    —Era Lord Chard, supongo. ¿Por qué tenías que ponerte de pie?

    —Pues... porque él fue mi superior. Luché en Francia bajo sus órdenes. Le vi con mucha frecuencia antes de Waterloo, y también después, cuando el ejército de ocupación acampó cerca de París.

    —Bien, ¿y qué te dijo anoche?

    —Le saludé, por supuesto, y él comentó: «No tenía idea de que apostase usted tan fuerte, Ruckley. Si no recuerdo mal, era usted bastante parco en todo cuando estábamos en Francia luchando contra Bonaparte».

    Hugh sonrió con amargura antes de agregar:

    —Chard no es ningún tonto. Sabe muy bien lo vacíos que estaban mis bolsillos cuando servía en el ejército.

    —¿Quieres decir que le pareció extraño que ahora tuvieses dinero para apostar?

    —Mucho me lo temo. Luego, con ese tono tranquilo que le ayuda a congraciarse con todo el mundo, añadió: «Tal vez no esté enterado de mi nuevo nombramiento, pero creo que me llevará a esa parte del mundo donde, según tengo entendido, vive usted».

    —¿Qué nombramiento?— Laura no podía contener su impaciencia.

    —Eso fue lo que yo le pregunté. Y él contestó: «Me han dado instrucciones para que me encargue de frenar las actividades de ciertos caballeros que se empeñan en rehuir a los funcionarios de aduanas».

    —¡Dios mío!— Laura se llevó las manos a la boca y abrió los ojos, aterrada—, ¿estás seguro... de que fue eso lo que dijo?

    —¡Y tanto que sí! Lo hizo mirándome directamente, además. Pero puedo jurarte que ni siquiera parpadeé. Le felicité por el nombramiento, asegurando que si alguien podía meter en cintura a «esa gente» sería precisamente él... y fue entonces cuando Su Señoría soltó la bomba:

    Por cierto, Ruckley, tengo que visitar la costa sur, en el área cercana a Newhaven-Seaford.

    Me pregunto si no sería abusar de su hospitalidad pedirle que me hospede en su casa.

    —Pero, sin duda, podría haber escogido entre una docena de casas más importantes que la nuestra.

    —Eso fue lo que pensé yo también, pero ¡qué quieres!... No tuve más remedio que asegurarle que para nosotros sería un honor recibirle, etcétera... En aquel mismo instante se me ocurrió coger un caballo y venir a avisar a todos, aunque para ello tuviese que cabalgar toda la noche. Pero Chard me lo impidió, diciendo que consideraba conveniente que viajáramos juntos, ya que le causaría un gran placer disfrutar de mi compañía. Por supuesto, no podía decirle que maldita la gracia que me hacía a mí la suya.

    —No, claro que no, pero ¿dónde está él ahora?

    —A sólo unos kilómetros de aquí. En la última posta del camino decidió «soltarme las riendas». Tal vez se dio cuenta de lo nervioso que estaba yo, aunque trataba de disimularlo.

    —Pero, Hughie, si se dio cuenta de tu inquietud, debieron de acrecentarse sus sospechas.

    —Es posible, pero tal vez lo atribuyese a que yo estaba excesivamente impresionado por tenerle como invitado. Le advertí que nuestra casa era muy incómoda, que no se había hecho ningún tipo de renovación desde que murió papá...

    Laura miraba a su alrededor con desaliento.

    —¿Por qué querrá venir aquí?— dijo, casi para sí misma.

    —Para vigilarme, por supuesto— replicó su hermano—, observé la expresión de su rostro mientras retiraba mis ganancias, casi mil guineas. Sin duda comprendió que yo no podía haber ganado semejante cantidad sin una buena base para empezar.

    —Y ahora... ¿Qué vamos a hacer ahora, Hughie?— preguntó Laura con desesperación.

    —Lo tengo todo planeado— contestó él—, pero has de escucharme con la máxima atención, Laura, porque todo depende de ti..., ¡todo!

    —¡Por favor, Hughie, no esperes demasiado de mí! Estoy aterrada. Bien sabes cuánto me asusta todo esto. Preferiría morir de hambre antes que vivir en este continuo sobresalto. ¡Te juro que paso horas de verdadera angustia cada vez que llega una carga!

    —¡Vamos, hermanita, deja de decir tonterías!— la instó Hugh enérgicamente—, vas a escucharme bien y luego harás lo que yo te diga con tanta habilidad como para que Andrew Chard no abrigue el menor recelo cuando se largue de aquí. Un paso en falso, Laura, el más mínimo error y me condenarán a la horca o seré deportado.

    —¡Oh, no, Hughie, no soporto oírte decir eso!

    Laura intentó echarle los brazos al cuello, pero él la apartó con firmeza.

    —¡Por favor, Laura!— exclamó—, no hay tiempo para histerismos. Prepara la casa para recibirlos. Instala a Lord Chard en el dormitorio chino del ala oriental y a Weston puedes ponerle en el de roble. Yo subiré de la bodega el mejor vino. Debemos cenar bien.

    —Pero... pero si apenas tenemos nada de comer en casa.

    —Improvisa algo. Hay bastantes cosas en la granja, ¿no? Pollos, pichones, quizá un lechón... O manda buscar víveres al pueblo. Es imprescindible que se sienta satisfecho de la cena para que no le queden ganas de salir a espiar. Tan pronto como nos retiremos de la mesa, tú irás a ver a Lew para explicarle lo que ocurre.

    —¡No, Hugh! Eso no puedo hacerlo. Sabes muy bien que...

    —Tú harás lo que yo te diga— la interrumpió él con aspereza—, por fortuna, Lew no viene en el barco que trae la carga esta noche. Se quedó en tierra para supervisar a los que transporten la mercancía al llegar. Dijo que se habían producido demasiados accidentes la última vez. Le encontrarás en las cavernas. Llévate una linterna y camina con cuidado. El terreno es muy irregular.

    —Hugh, tengo miedo...

    —¿Es que quieres verme ahorcado?

    —¡No, por favor, no lo pienses siquiera!

    —Entonces haz lo que te digo. No tenemos tiempo de avisarle antes que lleguen Chard y Weston, que estarán aquí en menos de una hora. Y hay muchas cosas que preparar. Tú eres la única persona que puede llevarle el mensaje. Ve después de cenar, mientras yo entretengo a nuestros invitados haciéndoles tomar unas copas.

    —¿Y luego...?

    —Déjalo todo en manos de Lew. En el peor de los casos, pueden deshacerse de la carga hundiéndola en la bahía. ¡Maldita sea! ¿Te das cuenta de lo que hay en juego, Laura? ¿Sabes cuánto dinero nos iba a producir esa carga? Pero, ¡qué objeto tiene hablar de ello ahora...! Pon a trabajar a las doncellas de inmediato. ¡Aprisa, aprisa!

    —¡Las doncellas!— suspiró Laura—, sólo contamos con la vieja señora Mildew y con su hija Rose que, como bien sabes, es medio tonta. Tú me dijiste que no contratase a nadie más, por temor a que fuesen espías.

    —¡Por todos los...! ¡Esto es para desesperar a cualquiera!— casi gritó Hugh—, ¡pues demonios, encárgate tú misma de todo! Y por lo que más quieras, procura tener un aspecto presentable cuando lleguen. ¿No tienes nada mejor que ese vestido gris?

    —Puedo ponerme el que me compraste el mes pasado— contestó ella—, ya sé que éste casi da pena verlo, Hughie, pero durante los años que tú estuviste ausente era el mejor que tenía; mejor dicho, el único.

    —Esa miseria ha terminado— dijo Hugh, cogiendo las manos de la joven con ternura—, ¡vamos a ser ricos, muy ricos, hermanita! No permitiré que Chard nos lo eche todo a perder. Pero ten cuidado con él, Laura..., es peligroso— ella movió la cabeza con desaliento—, ¿por qué tenía que venir en estos momentos?— exclamó—, justo cuando todo estaba mejorando: las deudas con los proveedores saldadas, las mensualidades de los sirvientes a tiempo... ¡Oh! ¿Por qué tenía que intervenir ese hombre? No voy a permitir que él arruine nada. Chard tiene sospechas, pero no sabe nada, en definitiva. Una vez que vea que está equivocado, se irá y no volveremos a saber nada de él.

    Las palabras de Hugh eran tranquilizadoras, pero su expresión hizo comprender a Laura que ni él mismo estaba convencido de lo que decía.

    Lanzó un leve suspiro, se inclinó y depositó un beso leve en la mejilla de su hermano.

    —Debes hacer bien tu parte, Laura— insistió—, todo depende de ti.

    —Lo intentaré..., te prometo que lo intentaré, Hugh.

    Asomaron lágrimas a los ojos de Laura, pero al instante, subió corriendo la escalera. Unos segundos después, su hermano la oyó llamar a la señora Mildew y a la hija de ésta, Rose.

    Hugh cruzó el vestíbulo y entró en el salón, cuyos altos ventanales de estilo francés daban al jardín. Las cortinas estaban descoloridas y las sillas necesitaban un nuevo tapizado. Pero había jarrones con flores por todas partes y la habitación era graciosa y llena de dignidad, a pesar de su pobre apariencia.

    Miró a su alrededor. ¿No le parecería extraño a Lord Chard que un joven pudiera arriesgar mil guineas en la mesa de juego y no gastara más dinero en su casa?

    Él dilapidaba hasta el último penique en sus diversiones londinenses: en mujeres y amigos a quienes agasajaba y, sobre todo, en las mesas de juego, que lo atraían por encima de todo.

    Era una tentación que no podía resistir y en la que se hundía cada vez más. Tenía siempre la convicción de que recuperaría todas las sumas que perdía. ¿Por qué preocuparse por las cortinas gastadas o por los lamentos de su hermana, que se quejaba de que no se había pagado a los sirvientes, o a los proveedores? ¿Por qué preocuparse de que los instrumentos de labranza fueran ya tan anticuados y de que todos los hombres jóvenes hubieran abandonado el Castillo para conseguir mejor empleo en otra parte?

    Ya podían pudrirse los campos y la casa; a Hugh no le preocupaba.

    Lo importante era que las damas de St. James coquetearan con él, y recibir sonrisas e invitaciones de aquellas que, apenas un año atrás, lo menospreciaban por considerarle un subalterno sin dinero. Había sido muy fácil atribuir su repentina riqueza a la muerte de

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