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Enamorada
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Libro electrónico195 páginas4 horas

Enamorada

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Sir George Stanton muere dejando a su esposa, con sus cuatro hermosas hijas y su hijo Nicky, sin dinero. Lady Stanton, estaba preocupada con el futuro de sus hijos. Nicky debería de terminar su tiempo en Oxford, por lo que, para ayudarlo, Larissa decide convertirse en institutriz en Francia. Larisa a pesar de las objeciones de su madre, decide seguir su plan. Partió hacia Valmont-sur-Seine hacia Chateau Valmont, ansiosa por enseñar a su nuevo alumno y conocer a su empleador, el Conde Raoul de Valmont.
El éxito excepcional del Conde con las mujeres bonitas de Paris, ya era conocido por toda la sociedad parisiense, lo llamaban "El Diablo". Y seguramente que el apuesto y mundano Conde, no daría importancia, ni un segundo pensamiento, a una joven institutriz de diecinueve años poco sofisticada… aunque que incluso fuera inteligente, totalmente virgen y exquisitamente hermosa… pero… algo más fue más fuerte que la lógica de la sociedad…

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2022
ISBN9781788676045
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    Enamorada - Barbara Cartland

    CAPÍTULO I

    1890

    ¡Ya llegó! ¡Ya llegó!

    Larissa irrumpió en el cuarto de estudios con una carta en la mano y todas las personas que estaban allí la miraron sorprendidas.

    Si algún espectador ocasional hubiera observado a la familia Stanton, podría pensar que se encontraba casualmente en una fiesta del Olimpo dedicada a Venus.

    Lady Stanton, admirada por su belleza en su juventud, se veía ahora algo envejecida, pero sus cuatro hijas parecían diosas griegas.

    El finado Sir Beaugrave Stanton atribuía la belleza de sus hijas al hecho de que él siempre estuvo obsesionado por la Grecia antigua y a su estudio dedicó toda su vida.

    Sin embargo, el rubio cabello de las muchachas indudablemente provenía de los antepasados escandinavos de Lady Stanton, aunque las facciones clásicas y los cuerpos bien proporcionados podían haber sido heredados de su padre.

    Fue por complacer a Sir Beaugrave, que todas las señoritas Stanton fueron bautizadas con nombres griegos. Larissa, por la ciudad donde su padre había estado en su primera visita a Grecia. Mientras que Cintia, Atenea y Délos fueron bautizadas según el libro de investigaciones en el cual él estuviera enfrascado cuando ellas nacieron. Cintia, como el sobrenombre que la Artemisa griega (La Diana romana) recibió por haber nacido en el Monte Cintio; Atenea, por la diosa griega de la sabiduría; Délos por la Isla del Egeo que fue patria de Apolo.

    El único hijo de Sir Beaugrave, ahora heredero del rango de Baronet, había sido llamado igual que el general ateniense Nicias; pero en la escuela ese nombre le provocaba situaciones embarazosas, por lo cual fue modificado por el más mundano de Nicky.

    Nicky demostraba igual interés que sus hermanas en la carta que Larissa tenía en la mano y que le entregó a su madre.

    —Aquí está, mamá.

    Sus ojos azules mostraban un indicio de ansiedad cuando su madre tomó la carta y, sin ninguna prisa, abrió el sobre.

    Y el silencio rodeó a la familia, todos esperaban impacientes la noticia: cuál sería el destino de Larissa y, consecuentemente, el de Nicky.

    Larissa, aunque no era la mayor de las cuatro hermanas, sí era la más madura. Fue ella quien los había sacado de la impotente depresión que los invadió cuando, al morir Sir Beaugrave, se dieron cuenta de la pobreza en que los había dejado.

    Cuando vivía su padre, él era quien se ocupaba de los asuntos financieros de la familia. Y, aunque siempre predicaba la prudencia y la economía, la familia había ignorado muchos de los consejos. Después de su muerte, se enteraron de lo precaria que era su situación económica.

    —¿Sabías, mamá— preguntó Nicky—, que papá había gastado todo su capital patrimonial?

    —Siempre le dejaba esos asuntos a él— murmuró Lady Stanton con tono de disculpa.

    — Pero tú sabías muy bien lo inútil que era nuestro padre para esos negocios— reclamó Nicky—, después de todo, él vivía en su propio mundo y el único dinero que le importaba era el que utilizaban los antiguos griegos.

    —Sí, ya lo sé— replicó Lady Stanton desconsolada—, pero a tu padre le molestaba hablar de dinero y siempre lográbamos solucionar los problemas de alguna manera para comer y pagarles a los sirvientes.

    —Claro, porque cada año papá sacaba un poco más del capital patrimonial— alegó Nicky alterado—, y ahora no nos queda nada. ¿Comprendes, mamá? ¡Nadal

    Por un instante, los demás miembros de la familia quedaron demasiado aturdidos para comprender lo que eso significaba.

    Siempre habían vivido en la casa Redmarley, en Gloucestershire, lugar de residencia de los Stanton durante tres siglos.

    Su bisabuelo, el quinto Baronet, había restaurado la casa a mediados del siglo XVIII, agregándole un pórtico georgiano con unas impresionantes columnas jónicas que le había encantado a Sir Beaugrave.

    La casa estaba emplazada en lo alto de una colina y el terreno cubierto de bosques, bajaba por las laderas hasta el valle; no muy lejos había un villorrio con una docena de casitas que rodeaban a una iglesia normanda.

    Las jóvenes Stanton no sé sentían aisladas. Montaban sus caballos y eran felices conversando o paseando juntas; así que no extrañaban la amistad de sus vecinos o amigos que vivían tan lejos. Los visitantes de la Casa Redmarley no llegaban a una docena en un año.

    Era Nicky quien, al crecer, se quejaba de la falta de diversiones, motivo por el cual, Oxford le pareció fascinante y muy de su agrado, igual que a los otros jóvenes de su edad. Sin embargo, él debía estudiar con empeño porque desde chico habían acordado que entraría al servicio diplomático.

    A la muerte de su padre, se vio obligado a comprender que, tal como estaban las cosas, sería casi imposible que él continuara en Oxford y, por lo tanto, no obtendría un título de primera clase, lo cual era esencial en la profesión que había elegido.

    —¿Y qué otra cosa puedes hacer?— preguntó Larissa.

    —Supongo que puedo trabajar como jornalero en el campo, si es que aún podemos quedarnos con nuestras tierras— replicó él, amargamente.

    —Dudo mucho que alguien quiera comprar una propiedad que se encuentra tan aislada— comentó Lady Stanton—, además, los Stanton siempre han vivido aquí.

    —Entonces, yo seré el primero en no hacerlo— replicó Nicky.

    Fue Larissa quien sugirió, decidida:

    —Tenemos que hacer algo, todas nosotras, para mantener a Nicky en Oxford hasta que obtenga su título.

    Su madre se quedó mirándola.

    —¿Pero qué podemos hacer?— preguntó Atenea.

    Atenea tenía diecisiete años, uno menos que Larissa.

    —Eso es lo que debemos decidir— replicó Larissa.

    Después de varios días de múltiples discusiones, fue aprobado

    un plan. En los momentos en que la controversia resultaba demasiado violenta, Larissa siempre los regresaba a la realidad con la atinada observación de que debían pagar la colegiatura de Nicky.

    Por último, decidieron que Lady Stanton, Atenea y Délos, que sólo tenía quince años, se trasladarían a una casita de campo que había en la extensa finca. La casa grande se cerraría y todos los sirvientes, excepto la vieja Nana, serían despedidos o pensionados. Alquilarían las tierras a agricultores arrendatarios y, aunque esto proporcionaría un pequeño ingreso, todavía no era suficiente.

    Cintia, que tenía diecinueve años, estaba comprometida en matrimonio con el hijo de uno de los principales terratenientes del Distrito. El muchacho sólo recibía algo de dinero de su padre y los Stanton decidieron que sería imposible esperar que él o Cintia contribuyeran a la educación de Nicky.

    Por otra parte, Cintia también desempeñaría un papel en el plan, pues no aportaría ninguna dote a su matrimonio y, cuando abandonara el hogar, ya no deberían colaborar con su sustento.

    Cuando las discusiones todavía estaban en pleno apogeo, Atenea los sorprendió. Una mañana, salió sola y regresó con la noticia de que había encontrado trabajo.

    —¡No lo creo!— gritó Cintia!

    —¿De qué se trata, Atenea?— preguntó nerviosa Lady Stanton.

    —¿Recuerdan a la anciana señora Braybrooke que vive en Las Torres?

    —Sí, desde luego— replicó Lady Stanton—, a pesar de que tu padre no me permitía visitarla, por dedicarse su familia al comercio, a veces la saludaba al salir de la iglesia.

    —Bien, ¡pues es muy rica!— dijo Atenea—, y me enteré porque oí que el carnicero se lo dijo a Nana, que buscaba a alguien que le escribiera sus cartas y fuera una especie de dama de compañía.

    Nadie habló mientras Atenea continuaba:

    —La fui a visitar y le sugerí que podría ayudarla. Le encantó la idea.

    —¿Cómo pudiste hacer una cosa así, sin consultarme?—inquirió Lady Stanton.

    —Porque me imaginé que dirías que no— respondió Atenea… —, ya sabemos cuál era la opinión de papá respecto a ella, sólo porque su marido hacía alfombras en Kidderminster.

    —¿Eso hacía?— preguntó Nicky con interés.

    —En realidad, es una viejita agradable— dijo Atenea—, y me da mucha lástima, porque su familia casi nunca la visita. Y ahora que es viuda, se siente muy sola.

    —¿Y cómo es su casa?— indagó Délos.

    —Muy lujosa y grande. Las alfombras son tan gruesas que los pies se hunden en ellas. Las cortinas se ven nuevas y están erizadas de borlas; además, hay todo un ejército de sirvientes que chocan entre sí.

    —¿Y cuánto te pagarán?— preguntó Larissa.

    —No lo creerán cuando se los diga— respondió Atenea—. ¡Contengan el aliento!

    Todos esperaron impacientes hasta que ella exclamó triunfalmente:

    —¡Cien libras al año! ¡Qué les parece! Y sólo tengo que estar en Las Torres unas tres o cuatro horas diarias, a menos que la señora quiera que me quede por algo especial.

    —¡Es demasiado!— replicó Lady Stanton—. ¡No lo puedes aceptar!

    —Pues ya lo acepté, mamá, además existe la ventaja de que, como no voy a tener gastos, absolutamente todo el dinero puede aprovecharlo Nicky.

    —Creo que eres muy bondadosa, Atenea— dijo Nicky—, y después de todo, significa que seguirás viviendo con mamá— dirigió una mirada a su madre y Lady Stanton comprendió a lo que se refería.

    Atenea era muy impetuosa, la impulsiva de la familia y Lady Stanton ya le había confiado a Nicky que le preocupaba lo que podría suceder con su tercera hija si abandonaba el hogar. Era tan encantadora con el cabello rubio, los ojos azules que siempre tenían un destello de travesura, que cualquier madre estaría preocupada por su futuro.

    De hecho, Lady Stanton estaba preocupada por todas sus hijas. Siempre había abrigado la esperanza de que ellas también disfrutarían de las alegres diversiones sociales que habían sido parte de su niñez y adolescencia. Pero cuando Cintia, la mayor creció, descubrió que no había dinero para frivolidades, aunque en ese momento no comprendía lo sèrio de la situación.

    Por otra parte, siempre parecía haber bastante dinero para comprar los libros más recientes sobre Grecia y, dos veces después de su matrimonio, Sir Beaugrave viajó solo al país que perturbaba sus sueños. Según le aseguró a su mujer, viajaba de la forma más económica posible, motivo por el cual no la podía llevar. Sin embargo, dichos viajes perjudicaban cada vez más la economía familiar.

    —¿Cómo pudo papá gastar y gastar dinero año tras año, sin darse cuenta de que llegaría el día en que no quedaría nada?— preguntó Nicky furioso.

    —Me temo que tu padre nunca veía hacia el futuro— respondió Lady Stanton—, siempre vivía en el pasado.

    — Eso estaba bien en lo que a él se refería— dijo Nicky—, pero nosotros debemos seguir viviendo y las odas que escribió sobre las islas griegas no pagarán los gastos diarios ni mis estudios en Oxford.

    Era comprensible, pensaba el resto de la familia, que Nicky fuera el más indignado por la repentina situación de pobreza, pues él era quien más sufriría las consecuencias. Lo que aún complicaba más la situación, era que al final del último semestre habían recibido un entusiasta informe de su preceptor acerca de los grandes progresos de Nicky y lo orgullosos que podían estar de él.

    Con Cintia comprometida en matrimonio, siendo por lo tanto un problema menos en sus futuros gastos, y Atenea trabajando, Larissa esperaba ansiosamente que su madre leyera la carta que acababa de llegar de Londres.

    Fue Larissa la que pensó en escribirle a su madrina, Lady Luddington, ¡para pregunta! le si podría recomendarla como institutriz.

    Cuando Lady Stanton se sentó en el escritorio a escribir esa carta con elegante letra, tuvo la mínima esperanza de que su antigua amiga invitara a Larissa a Londres a pasar algunos días. Pero Larissa no abrigó tales esperanzas. Había visto a Lady Luddington cuando cumplió quince años y entonces comprendió mejor que sus padres, que la mundana y elegante mujer, atractivamente conservada, no se ocuparía de las hermanas Stanton, muy hermosas, pero insignificantes en el orden social.

    Larissa era la más lista de las hijas de Sir Beaugrave. Todas eran muy-inteligentes y, habiendo recibido de su padre una intensa, aunque desequilibrada educación, eran más cultas y mejor informadas que la mayoría de las mujeres jóvenes de su edad y posición social.

    Como Sir Beaugrave quería que las muchachas le ayudaran en lo que llamaba su investigación sobre la historia de Grecia, les enseñó a hablar y a escribir en griego, con una elegancia que también requería precisión.

    Sir Beaugrave manejaba a la perfección el inglés y francés, su abuela había sido francesa. Cuando se le antojaba, hablaba en francés durante las comidas y le molestaba sobremanera que no le contestaran en el mismo idioma y con el extenso vocabulario que él empleaba.

    La historia y la geografía eran desde luego parte de la información básica de su trabajo y, por lo tanto, los integrantes de la familia debían ser tan expertos como él en esas disciplinas. Las matemáticas lo aburrían; en consecuencia, sólo en esa área, los conocimientos de los jóvenes eran deficientes.

    —Tendré que comprar un libro de aritmética básica. Ni siquiera les podré enseñar a mis alumnos a contar, si yo tengo que usar los dedos para hacerlo— se quejó Larissa.

    —Ya verás qué pronto lo vas a empollar— comentó Atenea, incontrolable, siendo enseguida reprendida por su madre por usar una palabra tan vulgar.

    —¡Pero Nicky la usa!— protestó ella.

    —Puede ser buena para Nicky, pero no es adecuada para ti—señaló Lady Stanton—, un que ahora seamos pobres, eso no quiere decir que no debamos comportarnos como seres civilizados y cultos.

    —¡Pues espero que las personas para quienes trabajemos aprecien nuestra educación!—, Atenea atrevida. Después, cuando se encontró sola con Larissa, le comentó:

    — No te envidio ese trabajo de institutriz. Es un puesto horrible. No eres lo bastante importante como para estar en la sala de recepción y a la vez eres demasiado culta para estar en el comedor juntó con los sirvientes.

    —Pero ¿qué otra cosa puedo hacer?— preguntó Larissa—, por lo menos, al igual que Cintia, me mantendrán, así que cada penique que gane, se lo puedo dar a Nicky.

    Eso era indiscutible. Pero era Larissa, y no Atenea, quien se daba cuenta de todos los obstáculos que estaban en su camino. Primero, era demasiado joven. Y en cada uno de sus agudos razonamientos, existí a la intuición de que las damas como su madrina, Lady Luddington, no estarían muy ansiosas de emplear a alguien que fuera muy atractiva, al punto de que sus propios encantos quedaran opacados.

    Larissa sería una tonta, que no lo

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