Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Un Beso Inolvidable
Un Beso Inolvidable
Un Beso Inolvidable
Libro electrónico258 páginas4 horas

Un Beso Inolvidable

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Elynor estava atrapada. Al quitarle la venda de sus ojos, su vista se aclaró. Elynor observó a los hombres que la rodeaban: eran forajidos, capaces sin duda de buscarse el sustento robando y asesinando a infortunados viajeros. Había entre ellos uno que parecía peor que los demás, por su actitud y por la atención que le prestaban, era obvio que se trataba del jefe. Elynor quiso gritar, implorar misericórdia por su vida, pero el orgullo le hizo guardar silencio y afrontar la friamente la tenebrosa situación. Elynor, era hermosa y rica, sin duda , una buena oportunidad para que estos foragidos ganaran mucho dinero con ella, pues habria quien pagara una cantidad generosa de dinero, para tenerla de vuelta. Pero en este violento y peligroso momento, quiso el Destino reservarle un protector estraño… en que su moneda de cambio, la llevaria a vivir un tempestuoso romance de inesperado y abrumado amor…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 sept 2018
ISBN9781782139294
Un Beso Inolvidable

Relacionado con Un Beso Inolvidable

Títulos en esta serie (78)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Romance de la realeza para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Un Beso Inolvidable

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Un Beso Inolvidable - Barbara Cartland

    CAPÍTULO I

    —Caramba, me veo espantosa!— exclamó la honorable señora Wickham, inclinándose hacía adelante para contemplarse en el espejo de su tocador.

    —¿Cómo puede decir tal cosa, madame? ¡Usted siempre se ve tan bella! La que está más allá de toda comparación!— protestó la sombrerera—, observe cómo este sombrero, hace resaltar el oro de sus cabellos.

    Eloise Wickham frunció los labios y, girando a uno y otro lado la cabeza, sonrió brevemente.

    —Está bien, me quedo con todos— dijo—, pero no se le ocurra, mujer, presentarme enseguida la cuenta, porque sólo Dios sabe cuándo podré pagársela.

    —Madame es muy bondadosa.

    La sombrerera era toda sonrisas al hacer un gesto a su ayudante para que recogiera las cajas vacías. Había valido la pena hacer el viaje desde Londres, para realizar una venta como aquélla. Y, aunque comprendía que su distinguida dienta decía la verdad al asegurarle que no podría pagarle por el momento, tarde o temprano la cuenta sería saldada.

    Mientras tanto, a ella le convenía alardear de que había surtido de sombreros a la belleza más famosa del momento. En realidad, la viuda de Oxfordshire constituía el tema preferido de conversación en todo Londres, ya que se aseguraba que el Príncipe estaba perdidamente enamorado de ella.

    Pero los pensamientos de la señora Wickham, mientras contemplaba su imagen en el espejo, no se ocupaban en ese momento del Príncipe de Gales; el Primer Caballero de Europa, sino de alguien muy diferente.

    Conocía demasiado el "bello mundo" de St. James, al que había pertenecido desde hacía tres años, para no saber cuán efímeros podían ser los favores reales.

    Había visto al Príncipe de Gales enamorado antes y lo había visto olvidar a la dama en turno con la misma facilidad. Aunque en esos momentos juraba estar prendado de ella, era muy probable que en breve, el voluble propietario de la Casa Carlton la olvidara por una cara nueva o una nueva pasión.

    «No…», se dijo Eloise Wickham en silencio, lo que ella perseguía era algo mucho más sólido.

    Se levantó del banquillo tallado frente al tocador y permaneció de pie, mirándose con detenimiento. Su figura, sin duda, era perfecta. Pocas mujeres de su edad podían llevar con gracia los nuevos vestidos, de talle muy alto, a la manera de las túnicas griegas, y que el régimen napoleónico había puesto de moda en París. Su cintura pequeña y sus senos erectos eran todavía los de una jovencita. Tenía la piel tan suave y tersa, que cualquiera hubiera pensado que dormía siempre en el aire limpio del campo y no bajo el humo y la neblina de Londres.

    Y, sin embargo, ¡tenía treinta y siete años! Todos los días, Eloise Wíckham recordaba que se acercaba a los cuarenta.

    El solo pensamiento la aterraba y todos los días examinaba con cuidado su rostro, atisbando las primeras arrugas que un día rodearían sus ojos, grandes y azules.

    A los treinta y siete años, ¿qué le reservaba el porvenir? Sólo ver marchitarse su belleza sin remedio, la ancianidad, y una avalancha siempre creciente de deudas.

     «A menos que…» Eloíse Wickham lanzó un profundo suspiro… «¡a menos que yo encuentre un marido!», pensaba.

    Se apartó repentinamente del espejo y se dirigió a la ventana. Afuera los prados, suaves y verdes, se deslizaban cuesta abajo hasta un arroyuelo que serpenteaba entre las tierras de pastura. Los castaños estaban en flor; los cerezos y los manzanos cubiertos de capullos y los narcisos se balanceaban suavemente bajo el impulso del viento, más allá de los prados.

    Pero Eloíse Wickham sólo veía un paisaje desnudo... árboles que necesitaban ser podados; lechos de flores que requerían de los cuidados de una media docena de hombres; una terraza con piedras que se desmoronaban y el musgo que cubría las baldosas. Regresó de la ventana con un gesto petulante. El jardín estaba descuidado, la casa vieja y maltratada. Precisaba de dinero para arreglarlos, dinero, dinero... ¡y no lo tenía!

    —¡Cielos, cómo detesto el campo!— dijo en voz alta y, por un instante, sintió el impulso de ordenar que alistaran el carruaje para regresar al instante a Londres.

    Entonces, con firmeza, luchó contra ese loco anhelo. El permanecer allí era parte de su plan, un plan que había concebido y analizado con escrupuloso cuidado y que debía llevar adelante con paciencia.

    Cruzando la habitación, tiró nerviosamente de la campanilla. Pasaron varios minutos antes que acudiera una vieja doncella, tocada con una cofia.

    —¡Vaya, al fin llegas, Matthews!— dijo disgustada la señora Wickham—. Llevo veinte minutos tirando de la campanilla. Llegué a pensar que estaba descompuesta.

    —La campanilla está en perfecto estado, señora— contestó Matthews—. yaya, si creí que me iba a volver sorda de tanto escucharla!

    —Entonces, ¿por qué no venías?

    —Porque le estaba preparando el chocolate, señora. Tengo sólo dos manos y sabe bien que estamos cortos de servidumbre.

    Matthews hablaba con la familiar franqueza de una vieja sirvienta y Eloise Wickham se tragó las palabras de protesta que pugnaban por escapar de sus labios. Matthews, a pesar de su irritante lentitud para todo, era una sirvienta excelente, de toda su confianza.

    —Muy bien. Pon el chocolate ahí— ordenó con gesto altivo—, espero al menos que esté caliente.

    —Está bien caliente— replicó Matthews—. ¿Era para eso para lo que me quería?

    —¡No, no! Por supuesto, me había olvidado. Te llamé para saber si había alguna carta o mensaje para mí.

    La ansiedad que ocultaban sus palabras era evidente. Matthews contestó con una lentitud casi deliberada.

    —Cuando salía de la cocina, vi entrar al patio a un mozo de librea— ella dijo—, si la campanilla no hubiera estado sonando con tanta insistencia, podría haber esperado para preguntarle quién era y qué quería. Pero como usted parecía tener tanta prisa, señora, pensé que era mejor acudir aquí sin demora.

    —¡Un mozo de librea! ¡Oh Matthews! Debe traer un mensaje. ¡Pronto, rápido, averigua quién es! ¡Date prisa!

    Eloise Wickham dio una patada en el suelo, con un gesto de impaciencia y Matthews salió de la habitación con su acostumbrada lentitud. No había nada que la hermosa señora Wickham pudiera hacer, salvo caminar de un lado a otro por la gastada alfombra, rogando porque el mozo en cuestión vistiera la librea azul y marrón por la que había estado esperando con tanta ansiedad desde que huyó al campo.

    Se miró por un instante en el espejo al cruzar la habitación. Rosa y blanco, oro y azul. Aquellos colores describían su belleza, y lord Stanford había dicho muchas veces que aquel era el tipo de belleza que él admiraba en una mujer.

    Pero, ¿era suficiente la admiración? ¿Lo suficiente para que él quiera dar su nombre y fortuna a la mujer a la que había calificado como "

    La Incomparable", al brindar por ella en una cena en Vauxhall?

    Hacía tres meses que no prestaba atención a nadie más. Se mostraba celoso de todos, hasta del mismo Príncepe, aunque sin llegar al punto de sugerir que su idilio debía tener una base más permanente.

    Eloise Wickham no era ninguna tonta. Sabía muy bien que las apuestas en el "Club Blanco" estaban cinco a uno, en contra de su habilidad para llevar a Stanford al altar. Sin embargo, continuaba esperando y, en un loco y desesperado esfuerzo para obligarlo a tomar una decisión, había huido de Londres.

    La puerta se abrió y Eloise se precipitó hacia ella

    —¿Quién es, Matthews? ¿Qué dijo el hombre? ¿Trajo algún mensaje?

    Las preguntas salieron de sus labios a toda velocidad; pero antes que Matthews pudiera darles respuesta, Eloise Wickham se encontraba ya a su lado y había tomado el gran sobre blanco de la bandeja de plata.

    Le bastó mirar la letra. Lanzó un grito de triunfo y se llevó el sobre al pecho. Entonces, con dedos temblorosos, lo rompió. Leyó unas cuantas líneas y dio un grito, esta vez de puro deleite.

    —¡Está aquí, Matthews! Me ha seguido. Se hospeda en la posada de Woodstock y me pregunta si puede visitarme esta tarde. ¡Oh, Matthews, Matthews! ¡He ganado! ¡Te juro que he ganado!

    —El mozo espera la respuesta, señora— la voz de Matthews no revelaba emoción alguna.

    —Sí, desde luego, debe llevarle la respuesta. ¿Qué le diré?— Eloise Wickham se volvió a mirar a la otra mujer—. Debo invitarlo a cenar. La casa se ve mejor a la luz de las velas, y yo me pondré ese nuevo traje de gasa verde que compré en París.

    —¿Significa eso que debemos poner un plato más en la mesa, señora?

    —No, no, claro que no, grandísima tonta. ¿Crees que voy a hacerlo venir, sólo para que piense que me refugié aquí con la intención de atraparlo? No, debe ser una reunión. ¿A quién invitaremos? A los Marlborough… sé muy bien que están en casa. Los Barclay... vendrán con toda seguridad si los invito. ¿Y quién más? Debemos ser ocho, cuando menos.

    Hubo una pausa momentánea y entonces Eloise Wickham levantó la mano.

    —¡Pero, por supuesto! ¡Tonta de mí! Lady Beryl Knight está en el castillo. Elynor me decía ayer que la vio cabalgando. ¡Elynor!— la señora Wickham se detuvo de pronto y se llevó una mano a los labios—. Me había olvidado de Elynor— añadió, en un tono muy diferente.

    —Eso me temía, señora.

    —Claro que es apenas una niña. No hay que pensar siquiera en que nos acompañe en la cena.

    —La señorita Elynor cumplió dieciocho años el mes pasado, señora. Como recordará, le escribí para hacerle notar que se acercaba su cumpleaños.

    —Sí y le envié un regalo— dijo la señora Wickham desafiante.

    —No muy adecuado que digamos, señora. El vestido resultó demasiado pequeño y demasiado aniñado.

    —Pero, ¿cómo iba yo a saber que la niña había crecido asi tan exageradamente?— la señora Wickham se veía enfadada—, cuando yo me marché era una niñita escuálida que jugaba a las muñecas y ahora me la encuentro convertida en una jovenzuela.

    —Ya está tan alta como usted, señora, y se le parece muchísimo

    —¿Se parece a mí?

    Eloise, instintivamente, se volvió para mirarse en el espejo. Sí, Elynor era su vivo retrato. Se había dado cuenta de ello en cuanto entró en la casa, después de casi tres años de ausencia, y vio a su hija.

    Tenía su misma cara, en forma de corazón, el mismo cabello rubio pálido, los ojos azules, el mismo cutis blanco y delicado, y su misma boca, pequeña y roja como una cereza madura. ¡Y era joven… joven!

    —Matthews, ¿qué voy a hacer con ella?

    —Es su hija, señora y la quiere mucho a usted.

    —Ya lo sé. Pero debes comprender que no puedo proclamar a los cuatro vientos que tengo una hija de dieciocho años.

    —No es normal que la señorita Elynor viva aquí, año tras ario, sin ver a nadie, y sin que nadie cuide de ella más que yo. He hecho lo mejor que he podido, señora, pero creo que ya es tiempo de que ocupe el lugar que le corresponde en la sociedad.

    —No ahora… no en estos momentos y mucho menos esta noche, en que espero a lord Stanford. Retenla arriba, Matthews; encárgate de que no salga de su cuarto. Dile lo que quieras, pero que no se atraviese en mi camino.

    —¿Quién quieres que no se atraviese en tu camino, mamá?

    La pregunta procedía de la puerta abierta y tanto la señora Wickham como Matthews se volvieron, con el estremecimiento peculiar de quienes se sienten culpables por lo que han estado diciendo.

    No cabía la menor duda de que Elynor Wickham se parecía a su madre; pero en tanto la señora Wickham necesitaba de todos los artificios conocidos: peinado, cosméticos y ropa elegante, para hacer resaltar sus atractivos, la belleza de Elynor era tan natural como la primavera misma.

    Llevaba un viejo vestido de algodón azul, pasado de moda y desteñido de tanto lavarse. Su chal había sido recosido en una docena de sitios y el borde del vestido le quedaba a varios centímetros del suelo. Era demasiado corto y demasiado estrecho para su figura que había adquirido las suaves curvas que auguraban una pronta madurez. Sin embargo, no se veía ridículo en ella. El pobre atuendo, por lo contrario, parecía poner de relieve su radiante belleza.

    —¿A quién debe impedir Matthews que se atraviese en tu camino, mamá?

    —Escúchame con atención, Elynor, pues necesito de tu ayuda: voy a ofrecer una cena. Henry irá a caballo a Blenheim, para invitar a los Marlborough y George a casa de los Barclay. Viven en direcciones opuestas; por ello debo enviarlos a los dos. Pero como me quedaré sin hombres y sin caballos, quiero que me hagas el favor de cruzar el parque e invitar a Beryl en mi nombre.

    —Sí, mamá, desde luego. Me encantará hacerlo— contestó Elynor—, Beryl se veía muy hermosa, montada en su caballo, el pasado miércoles. Llevaba un traje de montar de terciopelo escarlata y una pluma del mismo tono en el sombrero. Quise hablarle, pero no me atreví.

    —Puedes dejarle la nota en la puerta, si no quieres verla— sugirió la señora Wickham.

    —Me gustaría hablar de nuevo con Beryl. Es una tontería que me sintiera cohibida ante alguien a quien he conocido toda mí vida. Desde luego, ella es mayor que yo, pero cuando jugábamos juntas de niñas, creía que éramos de la misma edad. Cuando supe que se había fugado y se había casado en Gretna Green, casi no podía creerlo

    —Fue muy estúpido de su parte— dijo la señora Wickham— y, si me lo preguntas, creo que Beryl tuvo mucha suerte de que le mataran al marido tan pronto.

    —¡Oh, mamá!

    —En realidad, hay que decir las cosas con entera franqueza— insistió la señora Wickham—. Fue un matrimonio desastroso, tratándose de la hija del Conde de Forncett. ¡Un oscuro capitán de artillería! Me pregunto cómo pudo haber conocido a esa clase de hombre.

    —Durante una cacería, mamá.

    —¡Vaya, allí tienes! Siempre he dicho que es peligroso educar a las muchachas en el campo. Pueden conocer a gente indeseable, mientras que, en Londres, debidamente escoltadas por una dama de compañía, pueden atrapar a mejores partidos.

    —¿Me vas a llevar a Londres, mamá?

    La señora Wickham se dirigió con gran rapidez hacia el escritorio.

    —Vamos, Elynor— dijo molesta—. ¿Cómo puedes ser tan egoísta de entretenerme con estas tonterías cuando sabes que tengo tanto que hacer? Ayuda a Matthews a sacar los manteles finos de lino y las servilletas con orillas de encaje. Espero que no se hayan perdido.

    —No, por supuesto que no, mamá.

    —No podemos hacer esperar demasiado tiempo al mozo de Lord Stanford. Escribiré esa carta primero, Matthews, para que puedas llevársela. Y avisa a George y a Henry que se preparen para llevar las otras invitaciones. Y tú, Elynor, puedes cruzar el parque tan pronto como le haya escrito una nota a Beryl.

    —Muy bien, mamá. No me tomará mucho tiempo y puedo ayudar a Matthews cuando regrese.

    Elynor se dirigió a la puerta y entonces, al llegar a ella, se detuvo un momento.

    —Era a mí a quien te referías cuando hablabas de alguien que no deseabas que se interpusiera en tu camino, ¿verdad, mamá?

    La señora Wickham levantó la vista del escritorio donde se encontraba sentada. Por un momento, pareció a punto de negar la acusación, y entonces, al mirar a su hija, sus ojos se endurecieron. ¿Qué pensaría lord

    Stanford si la viera?

    —Sí, Elynor, era a ti— contestó y su voz se tornó cruel—. No tienes ropa decente que ponerte y quiero evitar que mis amigos se avergüencen de ti.

    --No te preocupes, mamá. Me mantendré alejada. Tus amigos no me interesan, pero no me gustaría que te sintieras avergonzada de mí.

    Elynor salió corriendo de la habitación, sin poder evitar que tanto Eloise Wickham como Matthews advirtieran que lloraba.

    —Eso fue muy cruel de su parte, señora— dijo Matthews.

    —Son cosas inevitables. Esta es mi última oportunidad, ¿me oyes? Mi última oportunidad. Claro, he tenido ofertas y las seguiré teniendo, pero ninguna importante, ninguna que pueda darme la posición que quiero.

    —Suponiendo que su señoría se le declare, ¿nunca le revelará la existencia de la niña? ¿La va a tener escondida siempre?

    —¡Cielos, mujer! No me abrumes con preguntas tan insensatas en estos momentos. Ya he tenido suficiente para un día. Es esta noche lo que importa, compréndelo. ¡Esta noche! Por Dios, ve ahora a ocuparte de tener listo todo para la mesa y dile a la cocinera que quiero verla ahora mismo.

    —Muy bien, señora.

    Matthews salió de la habitación, pero se detuvo un momento en lo alto de la escalera, indecisa. Sabía que Elynor había corrido hacia su dormitorio. Debía estar sentada en la cama, luchando por contener las lágrimas; luchando, también, contra el indescriptible dolor que las palabras de su madre debieron causarle.

    Era demasiado joven, demasiado vulnerable para este tipo de cosas. No las comprendería y no sabría cómo enfrentarse a ellas. Y entonces, como Matthews consideró que ella tampoco sabía cómo manejar la situación, empezó a descender lentamente la escalera para dirigirse a la cocina.

    Media hora más tarde, Elynor cruzó rápidamente el parque. Llevaba la carta de su madre en la mano y dos perritos spaniel negros, que iban con ella a todas partes, la seguían pisándole los talones.

    Cruzó el tambaleante puentecillo de madera que unía su propio jardín con el de lord Forncett. Su padre no era dueño, en realidad, de la vieja casa solariega en la que ella había nacido y vivido toda su vida. Se la había alquilado a su primo lejano, el Conde de Forncett, y como éste 0lvidó pagar la renta por tantos años, había llegado a considerarse, como lo consideraban todos los demás, el legítimo propietario.

    Tanto Elynor como lady Beryl eran hijas únicas y, como eran primas lejanas, a ambas familias les pareció un arreglo sensato que pasaran juntas todo el tiempo posible y que tomaran clases con los mismos maestros. Fue sólo cuando Beryl se fugó, a los diecisiete años, que Elynor supo que su amiga era mucho mayor y más experimentada que ella.

    Hasta entonces, los dos años de diferencia que había entre ellas no parecieron importar, pero ahora Elynor ya no iba a encontrarse con la compañera de su niñez, sino con una desconocida.

    La invadió pronto la misma timidez que sintió días antes, cuando había visto a Beryl cabalgando y no se atrevió a llamarla, por lo que, presa de un pánico repentino, retrocedió al ver la puerta que conducía directamente al castillo, a través del jardín, y decidió tomar el camino más largo, que cruzaba la arboleda cercana a las caballerizas.

    Acababa de llegar a una de las puertas de resorte, cuando vio que alguien cabalgaba en su dirección. El jinete era un hombre muy alto. Su chaqueta de montar, de excelente corte, revelaba sus anchos hombros, y sus bien pulidas botas negras lanzaban destellos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1