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59. Horizontes de Amor
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Libro electrónico173 páginas2 horas

59. Horizontes de Amor

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La joven y bella huérfana, Lady Ina, viviendo en el Castillo de los tíos, se refugia en la pintura para amenizar su soledad. Un día percibió que tenía extraños poderes, cuando dibujaba, sentía como si entrara en trance y pintaba escenas del futuro. Ina estaba desconcertada por el sofisticado mundo de la sociedad londinense. Su tía Lucy, Lady Wymonde, contrariada, acepta la petición de su marido, de que ella fuera la acompañante de su inocente sobrina huérfana en las aclamadas fiestas de Londres. Ina estaba prestes a entrar en su primera temporada como debutante, pero a Lady Lucy, le parecía exasperante, tener que llevar a otra invitada con ella a Chale Hall, la majestuosa casa solariega del Marqués de Chale, en el campo. En una de esas fiestas, Ina conoció al Marqués de Chale, y inspirada por la presencia del fascinante noble, ella pintó un cuadro maravilloso… pero pronto, para la furia de Lucy, que estaría interesada en un affaire de coeur con el Marqués, se da cuenta, de que este se encuentra arrebatado por la belleza de Ina y por su percepción casi clarividente, de que parecía verlo profundamente, por el fondo de su alma. Ina también se sentía como hechizada por él y a pesar de los intentos de su tía de emparejarla con otros pretendientes demasiado ansiosos y poco atractivos, ella se estaba enamorando perdidamente por el apuesto nobre, que le hacía sentirse en el más allá…
IdiomaEspañol
EditorialM-Y Books
Fecha de lanzamiento14 sept 2018
ISBN9781788671170
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    59. Horizontes de Amor - Barbara Cartland

    CAPÍTULO I

    1878

    —¡No considero del todo ridículo!— exclamó Lady Wymonde con voz aguda.

    Se veía muy hermosa, aunque su esposo, que observaba con el ceño fruncido la carta que tenía en la Mano, no lo notó.

    Lord Wymonde, ya se acercaba a los cuarenta y cinco años y empezaba a perder la esbelta figura que tuviera de joven.

    Sin embargo, era todavía un excelente jinete y se le reconocía como uno de los más hábiles participantes en cualquier cacería.

    —Es inútil discutir, Lucy— dijo—. ¡O llevamos a Ina a Chale con nosotros, o no vamos!

    —Te estás portando de un modo absurdo— le recriminó Lady Wymonde con visible enfado—. ¿Cómo puedo pedir a Alice que incluya a una muchacha inexperta, a una colegiala, en una fiesta como la que se prepara en Chale? Sabes tan bien como yo que tu inoportuna sobrina estaría fuera de lugar.

    —Pero es mi sobrina— afirmó Lord Wymonde—, y eso significa que tú tendrás que servirle de acompañante y guía durante lo que falta de la temporada y procurarles invitaciones a todos los bailes.

    —¡Es intolerable que a los treinta años tenga yo que actuar como dama de compañía de una jovencita! Lo que quiero es bailar y divertirme, no buscar parejas para una muchachita torpe y fea.

    Ambos sabían que había cumplido treinta y seis años en su último cumpleaños; pero las grandes beldades, por tradición, no tienen edad, y Lady Wymonde era, sin la menor duda, una de las bellezas más notables de Londres.

    En realidad, hubiera afirmado que tenía menos de treinta años, de no ser por la edad de su hijo Rupert de doce años, estudiante en Eton, que le impedía aparentar menor edad.

    Lord Wymonde dobló la carta y la guardó en su bolsillo.

    —Como la carta llegó atrasada debido, supongo, a la ineficiencia de los franceses— dijo—, debo manifestarte que Ina llegará mañana.

    —¿Mañana?— la voz de Lady Wymonde subió de tono hasta convertirse en un grito. Casi furiosa, añadió—. ¿Y esperas que en un día la pueda preparar, para asistir el viernes a Chale?

    —Como ya he sugerido, nos podemos quedar en casa— contestó Lord Wymonde—, pero sin duda alguna, tu anfitrión te echaría de menos.

    Había una nota de sarcasmo en su voz, que Lady Wymonde notó y a pesar de ello contuvo las palabras de encono que se agolpaban en sus labios.

    George era un hombre tranquilo, un marido complaciente, en términos generales, pero ella sabía que no podía presionarlo demasiado. Y cuando se trataba del orgullo de su familia, podía ser un hombre difícil.

    Por eso era que estaba haciendo tanto aspaviento sobre su sobrina. A Lucy le resultaba lo más inoportuno que le encargaran la tutela de una jovencita, justo en los momentos en que se hallaba involucrada en el idilio más emocionante de su vida.

    Las chicas le disgustaban. Siempre las había detestado. No era sólo porque ellas poseían la única cosa que no podía comprarse con dinero, la juventud, sino porque resultaban muy restrictivas en una reunión, donde la gente se elegía por su ingenio y elegancia.

    Ella sabía muy bien lo que significaba una reunión en Chale. Esta, sobre todo, había sido organizada en su honor y había tenido muy buen cuidado en la elección de los otros invitados del Marqués.

    —Te quiero en Chale— le había dicho él la noche anterior, mientras descansaban después de bailar en una de las fiestas ofrecidas por el Embajador de Francia.

    Era difícil hablar en privado y aunque el Marqués visitaba a Lucy en las tardes, cuando George estaba en el club, eran muy pocas las ocasiones en las que lograban que nadie importunara.

    —Tú sabes cuánto deseo hablar contigo a solas— añadió el Marqués.

    Lucy permitió que una leve sonrisa entreabriera la curva exquisita de sus labios.

    Lucy Wymonde sabía con exactitud lo que quería decir con eso de hablar a solas. Quería besarla y, ¡vaya!, que ella lo deseaba también.

    Lo examinó por debajo de sus pestañas y pensó que nunca, en todos sus años de éxito reconocido, había encontrado a un hombre tan atractivo como el Marqués de Chale.

    Por lo general a Lucy le bastaba con ser admirada. Le halagaba que le dijeran cumplidos y saber que los hombres se sentían frustrados por su indiferencia, que sólo hacía que la desearan aún más.

    —¡Me vuelves loco! ¡Eres tan fría y cruel!— solían decirle en forma apasionada—. ¿Cómo puedo hacer para que me ames?

    Lucy había oído eso con mucha frecuencia, y respondía siempre:

    —Sabes que estoy encariñada contigo, pero…

    Siempre existía ese pero. Y si un hombre se ponía ardiente, Lucy, aunque disfrutaba de cada instante de su admiración, le decía con voz triste:

    —Tengo que tener cuidado. George es muy celoso.

    Pero con el Marqués todo había sido diferente. Inicialmente, ella había sido quien lo buscara a él.

    El sólo verlo entrar en un salón de baile, tan alto y apuesto, tan imponente y a la vez displicente, había despertado en ella un sentimiento hasta entonces desconocido.

    Cuando bailaban juntos, ella notaba que él estaba levemente interesado en su belleza porque no había ninguna ansiedad en la forma en que tomaba su pequeña cintura.

    Comprendía muy bien, mientras se deslizaban por la pista de baile que el corazón de él no latía con mayor rapidez. En cambio, el de ella se comportaba de una manera poco usual.

    Se necesitaron dos meses para que él comenzara a enamorarla. Durante ese lapso Lady Wymonde se había sentido al borde de la desesperación.

    Practicaba cuanto recurso conocía para atraerlo e incitarlo, sin embargo, tenía la impresión de que él percibía todas las pequeñas maniobras usadas con otros hombres y que las reconocía sin dificultad.

    Entonces, por fin, cuando Lucy estaba al borde de la ansiedad extrema, la había besado, cuando estaban solos en el salón de la casa de ella una tarde. Eso había encendido entre ellos una llama que ardía con mayor fuerza cada vez que se veían.

    Para Lucy fue una revelación porque quienes consideraban que era una mujer fría estaban en lo cierto.

    Era una mujer egoísta, interesada sólo en ella misma y en su belleza; no le conmovía el sufrimiento de nadie, como no fuera el suyo.

    Pero con el Marqués era diferente. Y debido a que sabía, con gran dolor de su parte, que él era seis años más joven que ella, examinaba su rostro en el espejo, buscando cada pequeña línea que pudiera convertirse en una arruga, cada onza excesiva en su hermoso cuerpo que anticipara la edad madura.

    «¡Soy joven, soy joven!», se decía Lucy todas las mañanas.

    Sentía que con su sola fuerza de voluntad podía hacer que su cuerpo recuperara la esbeltez de junco que tenía a los diecisiete años, cuando al concluir las clases descubriera con asombro que era hermosa.

    La fama, desde luego, no había llegado a ella de la noche a la mañana. Había tenido que esperar un año para casarse con George. Fue entonces, ya convertida en Lady Wymonde, que causó sensación por su belleza entre la alta sociedad.

    Aprendió a vestirse y a decir cosas divertidas en una voz que procuraba tornar musical.

    Sobre todo, sabía que apareciendo hermosa y fría, los hombres acudían a ella en parvada, decididos vanidosamente a derretir a la doncella de hielo.

    Siempre fallaban y Lucy empezaba a creer que era diferente a la mayoría de las mujeres, que admitían en la intimidad de sus alcobas, que el amor físico era algo que deseaban y las satisfacía.

    —Yo detesto a los hombres que quieren tocarme y acariciarme. Eso me resulta muy fastidioso— había confiado Lucy a sus tres amigas más íntimas.

    —¡No lo dices en serio!— exclamó una de ellas.

    —Lo digo muy en serio— insistió Lucy—, cuando sé que un hombre está enamorado de mí, me gusta ese aspecto romántico que transforma sus ojos al mirarme pero, con toda franqueza, no deseo que me bese.

    —¡Lucy, no puedes estar diciendo la verdad!

    —De veras, así es.

    —Entonces no eres normal— afirmó una mujer un poco mayor que las otras.

    A Lucy no le había importado eso.

    Sabía lo que quería y estaba decidida a obtenerlo. Era mantener una posición sólida en la sociedad, recibir frecuentes invitaciones a la Casa Marlborough y, desde luego, saber que ninguna fiesta podía ser un éxito sin su asistencia.

    Entonces conoció al Marqués de Chale y éste cambió su pequeño mundo.

    «¡Supongo que esto es el amor!», se dijo Lucy con incredulidad. Mientras el Marqués demostraba ser más elusivo que ella, Lucy comprendió que el hielo se estaba derritiendo y que ésa era una sensación decididamente frustrante.

    ¡Sin embargo, ella había ganado! ¡Había vencido! Ahora era el Marqués quien la perseguía y el primer paso importante había sido dado, ya que él le había manifestado su deseo de dar una fiesta para ella en Chale.

    Por supuesto, Lucy había estado allí antes.

    Alice, la madre del Marqués era una vieja amiga que lograba hacer de sus fiestas un éxito, invitando hombres distinguidos, ricos y famosos, al igual que a las mujeres más hermosas de Inglaterra.

    La combinación era suficiente para garantizar que cualquiera que fuera invitado a Chale lo considerara un privilegio, además de que la residencia era algo magnificente.

    La construcción enorme y cómoda, hacía sentir a los invitados como visitantes de un palacio de cuento, donde cien genios los esperaban para concederles el más pequeño deseo.

    —¿Cómo logras que todo funcione a las mil maravillas, Alice?— había preguntado Lady Wymonde a la Marquesa, en una ocasión. Ella se había reído.

    —Te lo puedo sintetizar en dos palabras, Lucy, ¡organización y dinero!

    Era este tipo de comentario lo que provocaba en forma invariable estallidos de risa y Lucy pensaba que ella daría cualquier cosa en el mundo por ser la dueña de Chale.

    No existía ninguna posibilidad de que algo así sucediera, a menos que George tuviera un accidente fatal o una apoplejía, provocada por el Oporto.

    Aun así, pensó, sería difícil lograr que el Marqués se casara con ella.

    Por una parte, estaba segura de que él no era el tipo de hombre ansioso por casarse; sin embargo, tarde o temprano tendría que hacerlo, aunque sólo fuera para tener un heredero.

    Pero eso era algo que Lucy no tenía deseos de darle, aunque tal vez haría el esfuerzo, si era cuestión de matrimonio.

    Cuando nació Rupert, el heredero al título del que George estaba tan orgulloso, Lucy había dicho:

    —¡No más!

    —Creo que es importante que tengamos más de un hijo— había sugerido George.

    —Importante o no— contestó Lucy—, no tengo intenciones de arruinarme la figura.

    Sabía que a George ello lo había desilusionado. Su primera esposa, fallecida cinco años antes de su nuevo matrimonio, no había podido darle hijos.

    Lucy consideraba que había cumplido con su deber y que ningún hombre podía pedir más, sobre todo cuando su esposa era tan hermosa como ella.

    El Marqués desde luego, desearía un heredero. ¿Qué hombre no ansiaba tener un hijo que lo sucediera?

    Sin embargo, Lucy rechazaba pensar en el matrimonio del Marqués a menos que fuera con ella.

    «Vamos a ser muy felices» pensó, conformándose.

    Comprendió, al mirarse en el espejo, que ningún hombre podía aspirar a alguien más hermosa o más atractiva de lo que estaba ella en ese momento.

    El amor le había dado una nueva expresión radiante a su rostro, había suavizado sus ojos y sus facciones.

    Lucy constituía el ideal que todo hombre tenía de una rosa inglesa. Su cabello era dorado como el trigo maduro; sus ojos azules como un cielo de verano y su cutis blanquísimo. Había sólo un toque sonrosado en sus mejillas, mientras que sus labios, estaban hechos para besar.

    «¡Soy hermosa, hermosa!», pensó Lucy para sí al despertar esa mañana. «Y cuando esté en Chale con el Marqués la última barrera entre nosotros se derribará y yo lo tendré donde deseo… ¡a mis pies!»

    Se arregló un poco ante el espejo, sentada contra las almohadas bordeadas de encaje, en la amplia alcoba cuyas ventanas daban al Parque Hyde.

    ¡Te amo!

    Casi podía escuchar al Marqués diciendo esas palabras en su voz profunda, que la turbaba, aun al hacer el más intrascendente de los comentarios.

    Cuando se levantó y se vistió con la ayuda de dos doncellas, sintió como si se estuviera moviendo al compás de la música.

    ¡Y ahora, George lo había arruinado todo!

    ¡No sólo era desagradable tener que llevar a otra persona a Chale con ella, sino el que fuera una jovencita, empeoraba las cosas!

    No porque pudiera considerarla rival. No era eso lo que Lucy temía. Pero Ina estaría fuera de ambiente en la que iba a ser su fiesta.

    Y George, en lugar de prestar atención a la atractiva señora Marshall, escogida para él en

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