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De La Gloria a los cerros
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Libro electrónico258 páginas4 horas

De La Gloria a los cerros

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La gran depresión de la década de 1930 produce consecuencias secundarias —también desastrosas— en los países menos desarrollados.

En Chile, el cierre de las salitreras y el estancamiento de la producción agrícola obligan a los trabajadores a desplazarse hacia Santiago y otras grandes ciudades. Ellos van poblando los sectores suburbanos de los alrededores de la capital y son quienes contribuyen, en poco más de veinte años, a duplicar su población. Son también ellos los que, en gran medida, contribuyen a transmitir y enseñar a las masas urbanas el folklore, la artesanía y el arte popular.

Esta es la imaginaria escenografía en que se desarrollan las historias presentadas en esta novela, cuyos principales protagonistas son las hijas e hijos de esos trabajadores, que se transforman —sin saberlo— en pioneros de una zona de Santiago.

Calle La Gloria, era entonces la única calle del sector donde habitaban varias familias juntas. Desde ahí salían los muchachos hacia la escuela, los campos y cerros de Las Condes en busca de leña, de frutas y de aventuras.

El lector reconocerá que algunos relatos han nacido de realidades históricas y otros de la ficción, salpicados además, con mitos, leyendas e invenciones surgidos de la mente y el corazón de nuestro pueblo trovador por naturaleza.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 mar 2016
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    De La Gloria a los cerros - Eduardo Sotomayor

    De La Gloria a los cerros

    Autor: Eduardo Sotomayor

    Editorial Forja

    Ricardo Matte Pérez N° 448,

    Providencia, Santiago-Chile.

    Fonos: +56224153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Diseño y diagramación: Sergio Cruz

    Fotografía de portada: Francisco Aranda

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Primera edicion: abril, 2016.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: N°258.635

    ISBN: Nº 978956338-192-4

    A mi hermano Juan

    y a todos mis amigos y vecinos de infancia.

    Donde quiera que estén

    sepan que ustedes son, en gran medida,

    quienes inspiraron estos relatos.

    Bajo el ardiente sol de enero, a las dos de la tarde, los seis chiquillos parecían, desde la lejanía, un pequeño tropel de cabritos saltando y correteando por el potrero irregular y pedregoso. El sol reverberaba a la distancia, y el calor de la tierra se posaba por las cañas de los maizales, resecándoles las últimas gotas de savia que podía quedarles. Las marchitas tomateras, que unos meses atrás, habían ascendido por esas cañas en busca de sol y de vida, seguían aferradas, como negándose a caer, entre los inútiles yuyos, los cardos y otras malezas. A lo lejos, más allá de aquel infierno sin llamas, parecían arrastrarse, semejando gigantescas serpientes al acecho, las zarzamoras, con sus lomos parduzcos, que daban marco a los terrenos agrarios, ahora ya en descanso.

    A unos doscientos metros hacia el norte, con las jorobas del cerro Manquehue como fondo, se destacaban los árboles de un pequeño bosquecito y, más atrás, perdiéndose en el horizonte, los cercos que señalaban el límite entre los que habían sido los fundos San Luis y Lo Saldes en la comuna de Las Condes.

    Es que los agricultores que hicieron verdear aquellos campos, y los animales usados para arar y sembrar la tierra, ya no existían; hoy eran nada más que recuerdos en la cabeza de algún viejo campesino –como Polanco– que aún quedaba con vida en la comuna.

    Había sido, justamente Polanco, esta vez ayudado por su hijo Abelito, quien había conseguido, por última vez, la autorización edilicia para sembrar una cuadra de maíz, porotos y tomates.

    Hacía ya varios años, el Estado de Chile había adquirido gran parte del fundo San Luis y, ahora, el nuevo gobierno parecía decidido a reiniciar el proyecto de construir la nueva escuela militar en ese sector. Seguramente esa era la explicación de que estuvieran levantando aquella empalizada que los niños veían a un par de cuadras más abajo.

    Ahora, entre las parcelas que bordeaban el camino Apoquindo y el nuevo cerco, les quedaba un pasaje de no más de una cuadra de ancho, para bajar hasta el callejón llamado Américo Vespucio. Por ahí tendrían que pasar ahora hacia las construcciones que los últimos años habían ido transformando aquel sector –antes usado como botadero municipal de basuras– en un barrio residencial para la nueva clase pequeño burguesa, que se negaba a vivir en las viejas casas de los barrios elegantes de Santiago Centro.

    Era en esas construcciones que los niños se abastecían de despuntes de madera que sus madres usaban como combustible para las cocinas o pollos de ladrillo, donde preparaban los alimentos y calentaban el agua. No era esa la leña que sus madres preferían, porque se consumía demasiado rápido y humeaba mucho; y más cuando estaba húmeda o embadurnada con mezcla de cemento o yeso. Pero, tampoco se quejaban, porque entendían lo cansador que era para los niños andar varios kilómetros hasta los cerros de Los Domínicos o hasta los potreros lejanos de Vitacura para juntar ganchos y ramas de eucaliptus o acacias.

    –En Vespucio ya van a empezar a pavimentar, parece –comentó Roberto Huerta, mientras su mujer le servía el almuerzo.

    –¿Ah, sí? ¿Están trabajando?

    –No todavía. Pero ya hay montones de soleras a lo largo del callejón. Seguramente comenzarán a ponerlas estos días.

    –Ojalá que sirva para que le den trabajo a la gente de por aquí, pues –contestó Antonia, esperanzada.

    –Ojalá así fuera, Negra, pero esos trabajos se los entregan a las grandes empresas y ellas tienen sus propios obreros –respondió Roberto, con las mismas palabras que a él le había contestado el técnico de la camioneta en la mañana.

    Hacia el oriente, los chiquillos veían la cordillera de Los Andes. Miguel apuntó hacia las blancas manchas de la cima y, con un dejo de esperanza, comentó.

    –Sería rico subir a Farellones y jugar con la nieve, ¿verdad, Juancho?

    –Sí, pero queda muy lejos. Se puede subir solamente en vehículo –respondió su hermano.

    –Nadie de por aquí ha subido nunca –dijo Hernán.

    –Cuando yo sea mecánico, los voy a llevar a todos en mi station –dijo Quique, acariciando la cabeza del pequeño Miguel.

    –¿Station? ¿Y qué es eso?

    –Ese auto grande, revestido en madera, que tiene el señor Smith, ¿no lo hai visto?

    –Ah, sí –contestó Miguel, dándose por entendido.

    Entre los muchachos del grupo, solo los mayores decían recordar la nieve. En realidad, en su memoria se confundían las experiencias propias con los relatos de los adultos: por ejemplo, estaba aquella historia de los granizos que habían despertado a todos los vecinos a medianoche, con su bailoteo sobre las planchas de zinc y las fonolitas de los techos. Los mayores también decían que habían llegado a caer granizos de hasta un centímetro de diámetro, transformando los terrenos en una alfombra de hielo que hacía bajar la temperatura varios grados bajo cero. Entonces la lluvia o el granizo se convertían en copos, parecidos a las plumas de pato que ellos hacían volar y desparramarse cuando rompían una almohada jugando en la cama.

    –Yo no me acuerdo muy bien, pero mi tía cuenta que la última vez nevó durante todo el día y que la gente se enterraba casi hasta las rodillas para poder salir a la calle –comentó Quique, mientras caminaban dando saltitos para evitar los cardos o los pedruscos del terreno.

    –Sí –interrumpió Hernán–, esa vez, con el peso de la nieve, se derrumbó la ramada y se formó un cerro de ramas y nieve delante de la puerta. ¡Tremendo susto!

    –¿Y vos te acordai de eso, ñato? –preguntó Dago, incrédulo.

    –Claro y también me acuerdo de que mi papá tuvo que reforzar los cuartones que sostenían el techo porque estaban a punto de quebrarse –aseguró Hernán.

    –Y entonces despertaste –ironizó Óscar.

    Los otros chiquillos miraron a Quique buscando su reacción, pero este no dijo nada, solo sonrió burlonamente mientras se ponía el dedo índice en la sien para señalar que Hernán estaba diciendo tonteras. Luego, siguieron caminando y mofándose de Hernán, que insistía en que recordaba aquellos hechos.

    La gente adulta también contaba que los chiquillos de entonces, a pala y palo, hicieron un camino para salir a correr y a jugar con la nieve. El placer no duró lo que ellos deseaban, porque el hielo les enrojeció las manos desnudas y les congeló los dedos de los pies, obligándolos a meterse en la cama o a acurrucarse al lado del brasero. El resto del día tuvieron que conformarse con mirar, desde la ventana, cómo caían los copos, lentamente, sobre las ramas de los arbolitos y se acumulaban encima de los techos en las rucas. Sobre las tablas y ladrillos que cargaban las fonolitas del techo, se iban formando islotes blancos cada vez más altos. Al día siguiente, el sol alumbraba de nuevo y todo el sitio amanecía convertido en un lodazal. Eso ocurría todos los inviernos, y ellos tenían que poner piedras o pedazos de tablas para poder entrar y salir de sus habitaciones.

    –Debe ser bonita la nieve –comentó Dago, mientras seguían avanzando en desorden.

    El grupo iba con Enrique a la cabeza, seguido de Juancho y Óscar.

    Enrique o Quique –como le decían– era un muchachito que ese año de 1949 cumpliría los catorce. Era delgado y bastante alto para su edad. Tenía el pelo color castaño y ondulado, y por esa razón, lo usaba corto. En diciembre había terminado el sexto año de la escuela primaria obligatoria con la laurea de mejor alumno, y esto lo había hecho acreedor a una beca de estudio en una escuela técnica. Era el mayor del grupo, pero no siempre se notaba, porque no tenía la madurez de Juancho ni la decisión de Óscar, y además, se dejaba entusiasmar fácilmente con las más atrevidas aventuras que le proponían. Pero Quique era, también, bondadoso y muy consciente de su responsabilidad como líder del grupo.

    Juancho y Óscar habían ya cumplido los doce años. Cualquiera hubiera podido pensar que se trataba de mellizos, porque, si bien Juancho era más delgado y moreno que Óscar, ambos tenían la misma altura. Andaban siempre juntos y todo lo hacían de común acuerdo. Sin embargo, solo eran vecinos. Vivían en un terreno de quince por cincuenta metros, cerrado con pandereta de ladrillo.

    Más atrás, iba Dago y Hernán, ambos de trece años. Un poco más retrasado, los seguía el pequeño Miguel, hermano menor de Juancho, de casi siete años. El chico hacía esfuerzos por alcanzar a los otros cada vez que se demoraba tratando de cazar una langosta u observando una lagartija. Este era el primer verano que Miguel salía con los grandes y ya lo habían llevado dos veces al tranque. Aunque eso no le hacía más fácil ni más corto el camino, iba feliz. Al partir había prometido cumplir todo lo que los otros le exigieran, con tal de que no lo dejaran en casa.

    Lo que llamaban el tranque, mostraba sus altos bordes, un kilómetro más arriba. Desde ahí se veían dos pequeñas lomitas, pero eran en verdad, un par de antiguas tranqueras que habían sido usadas para el regadío del campo desde decenas, tal vez cientos de años. Algunos antiguos lugareños aseguraban que estaban ahí desde antes que los españoles llegaran a estas tierras. Ahora estaban en desuso, pero el agua de una acequia, de las tantas que bajaban desde la pre cordillera, seguía manteniendo las lagunas llenas para la felicidad de los hijos de las modestas familias que poblaban los alrededores.

    Miguel no había visto nunca más agua junta que la que podía caber en la artesa de su madre lavandera. Por eso, cuando por primera vez llegó al tranque, se lanzó fascinado y feliz a jugar, a patalear y a nadar. Le bastó ver cómo hacían los grandes para aprender a mantenerse a flote. Al poco rato sorprendió a los amigos lanzándose de piquero al que llamaban tranque grande, que, sin ser mucho más grande, era en cambio más profundo. Miguel lo cruzó de lado a lado incansablemente, nadando a lo perrito y moviendo los pies como hacen los patos, y por eso desde aquella vez lo empezaron a llamar el Pato.

    Miguel era un muchachito vivaz y alegre en compañía de los otros, pero buscaba de forma instintiva la soledad para observar y jugar con plantas y animales mientras tarareaba en voz baja alguna canción de las que escuchaba cantar a su madre.

    Su hermano Juancho, en cambio, era racional y juicioso; tenía la madurez y discernimiento de un adolescente y por eso los demás lo respetaban. Su papel de mediador en los conflictos personales y de consejero del grupo era indiscutible, y aunque Quique era el jefe natural, por ser el mayor, jamás tomaba una decisión importante sin asegurarse de que Juancho estuviera de acuerdo.

    –Ya casi no se ve el tigre en el cerro El Plomo –comentó Óscar, señalando la punta de la cordillera en la lejanía.

    Habían descubierto, o alguien les había mostrado, que desde toda la provincia se podía ver en una de las cúspides más altas de América, la figura de un tigre recostado sobre sus patas, cuya cabeza era la punta de la montaña.

    –Es que ya casi no queda nieve allá arriba –respondió Juancho.

    –¿Te acordai cuando nevó, Quique? –preguntó Hernán, buscando la reconciliación con su primo.

    –Sí, pero yo era un chico todavía –dijo Quique.

    –Ahora podría caer un poquito de esa nieve –comentó Hernán que fue interrumpido por Dago.

    –¡Cómo se te ocurre que va a nevar en verano, ñato tonto!

    –Y qué, si hasta en el desierto llueve a veces. ¡Guaso ignorante! –contestó Hernán.

    Y así continuaron los dos en otra de las interminables discusiones, que no pocas veces terminaban con empujones y tocadas de oreja. A Dago le habían dado el sobrenombre de Guaso porque era hijo de campesinos de Chillán. Cuatro años atrás había muerto su padre y la mamá lo mandó a la capital, a casa de su hermano Aurelio, supuestamente a estudiar, pero solo asistió un par de años a la escuela y después no lo matricularon más, porque tenía que ayudar al tío en los trabajos de la chacra.

    Mientras tanto, continuaban caminando hacia el norte. La dirección era determinada, aunque no lo pareciera porque, a cada momento, alguno de ellos se detenía y recogía una piedrecita para disparar con la honda. O bien se perseguían haciéndose bromas entre ellos. De vez en cuando, alguno encontraba un tomate olvidado entre las hojas de una mata moribunda y lo alzaba como un trofeo de victoria; luego lo limpiaba un poco frotándolo contra el flanco de los pantalones y se lo comía ante la mirada envidiosa de los compañeros. Después todos caminaban mirando hacia el suelo en busca de otro fruto para calmar el hambre y la sed. Pero luego se olvidaban de ello y volvían a interesarse en los pajaritos que, de vez en cuando, pasaban volando a guarecerse a la sombra de los árboles y las zarzamoras gigantescas.

    Cada uno con la honda en la mano y piedrecitas en el bolsillo –si es que todavía les quedaba uno sin aportillar– iba disparando a todo lo movible o estático. La buena puntería era la cualidad más apreciada en el grupo, pero nadie podía competir con el zurdo Óscar, que no fallaba tiro. Si un gorrión o una tortolita se le ponían al alcance, podía darse por muerto. Con la honda, y desde veinte metros, era capaz de partir una culebra si esta no lograba escabullirse a tiempo. Entonces celebraba a gritos con su voz aguda y reía y mostraba su hazaña. Óscar era alegre y extrovertido, simpático y bromista, pero también inteligente y solidario, lo cual lo había hecho acreedor al puesto de vanguardia junto al Quique y Juancho.

    La transpiración les corría por las sienes y la frente, mientras caminaban con el torso desnudo y la camisa amarrada al cuello o a la cintura. Llevaban pantalones cortos y un saco quintalero colgando de la cabeza a modo de capuchón. Cruzaban con dificultad por sobre los surcos y rastrojos de la chacra, porque solo algunos iban calzados: Óscar, como siempre, andaba con sus viejas sandalias; el Quique llevaba puestos sus zapatos de la escuela ya gastados por el diario uso de los últimos doce meses. Dago calzaba, como cada día, sus ojotas hechas con un pedazo de caucho recortado de una rueda de camión; los demás enfrentaban las piedras y las espinas del camino con los pies desnudos, endurecidos en casi dos meses de trajín. Terminada la temporada escolar, los zapatos aún usables eran guardados y conservados para la escuela y el invierno. Pero, por muy acostumbrados que estuvieran, no podían dejar de sentir el calor de las piedras ardientes o las duras espinas de los cardos que abundaban entre las malezas de la tierra.

    Siguieron adentrándose en el potrero hacia el norte, hasta que llegaron al pequeño bosque formado por cinco inmensos eucaliptos y algunos espinos y aromos, bajo los que aún quedaban algunas matas de tomate sin cosechar. Seguramente debido a que la sombra de los árboles había impedido que maduraran a tiempo. Se lanzaron a la carrera para recoger los mejores frutos, y se sentaron lo mejor que pudieron sobre algunos troncos talados a conversar y disfrutar los tomates, como si fueran el mejor banquete de sus vidas. Óscar sacó del bolsillo un poco de sal envuelta en un pedazo de papel de diario y le convidó a los demás.

    –Dicen que ya no van a sembrar más estas tierras –comentó Juancho, disparando un tomate podrido contra un árbol.

    –No, hombre –dijo Dago, agrandándose para hablar de un tema que creía dominar–, lo que pasa es que hay que dejar descansar los terrenos para que recuperen la juerza.

    –Fuerza, guaso bruto, fuerza se llama, no juerza –corrigió Hernán, como si estuviera esperando la ocasión para ello.

    –Ya empezaron otra vez –interrumpió Quique–. ¿No pueden estar un rato sin pelear?

    Los muchachos se callaron de inmediato y, luego de hacer algunos gestos amenazadores, volvieron a preocuparse de los tomates.

    –Quique, dicen que están pavimentando el callejón –comentó Óscar, tratando de distraerlo de los dos peleadores.

    –Así escuché ayer en el almacén San Pascual. Don Segundo dijo que van a llegar hasta Vitacura y, por el otro lado, hasta la calle Bilbao. Se va a llamar avenida Américo Vespucio –afirmó Quique.

    –El nombrecito que le pusieron –comentó Óscar.

    –¡Ah! ¿Vamos a ver? –interrumpió el pequeño y siempre curioso Miguel.

    –No, hoy día no –respondió Quique resuelto–. A lo mejor mañana temprano, Patito, porque ahora hace mucho calor.

    Luego, poniéndose de pie, agregó:

    –Ya. Y ahora nos vamos derechito al tranque.

    Empezaron a desandar el camino hacia el sur en dirección a las moras y acacias que dividían las parcelas que iban a dar hasta Apoquindo.

    Mientras caminaban, Óscar, como recordando algo, preguntó a Quique.

    –¿Y dónde queda la avenida Bilbao, Quique?

    Sabís que no sé. Nunca he llegado hasta allá, pero mi tío trabajó en una construcción por ahí cerca y contó que es una calle paralela a Apoquindo, que queda más allá de Colón –explicó Quique, y Óscar, aunque no entendió mucho, se dio por satisfecho y no preguntó más.

    Cuando llegaron al cerco, empezaron a caminar por el estrecho sendero que subía entre los altos pastizales y las espinosas ramas de la zarzamora, bajo la cual se sentía correr el agua de la acequia que desaguaba el tranque. El andar era ahora más rápido y se multiplicaron los disparos de piedras con la honda y las apuestas sobre quién le daba a un pajarito primero.

    Hernán que siempre andaba buscando las cosas fáciles y los trabajos menos pesados, se había quedado atrás y cuando lo conminaron a apurarse, contestó con una protesta inesperada:

    –Estoy cansado, po, con la tremenda vuelta que nos hiciste dar, Quique.

    –¿Qué? ¿Acaso no te gustaron los tomates, ñato Loi? –preguntó Dago, apoyando a Quique y su decisión de ir a comer tomates.

    A Hernán le decían ñato Loi porque su nariz era pequeña y achatada al igual que un famoso criminal de la época apellidado Eloy. Hernán era, al contrario de su primo Quique, irresponsable y flojo y, por supuesto, cómodo y exigente. Podía andar con ropa limpia, pero jamás se peinaba. Su cara, como sus manos, se veía reseca y llena de partiduras por la falta de aseo.

    –Ya salió el chupamedias, defendiendo a su jefecito –se burló Hernán, picado por la intervención de Dago.

    –Cuidado, ñatito, que te puede salir el cuco otra vez. ¿Ya se te olvidó lo que te pasó el otro día? –amenazó Dago.

    –¡Ay! No me asustís, que me puede dar un ataque, ¡guaso bruto! Cuando querai nomás, sabís que no te tengo na’ miedo –respondió Hernán que, aunque de la misma edad, era más alto que el moreno Dago; este, en cambio, era más ancho y musculoso gracias al trabajo en la chacra del tío.

    En realidad, los dos se llevaban muy bien y solidarizaban ante las críticas que el resto del grupo siempre les estaba endilgando por su comportamiento y por sus peleas. Dago tenía el complejo de ser provinciano y, por tanto, aceptaba con frecuencia la opinión de los demás, pero también sabía aprovechar las ocasiones para burlarse cuando alguien cometía un error. Hernán era atrevido y prepotente con los más débiles o más pequeños, pero también sabía que Dago podía pasar de la humildad a la violencia y por eso, sin renunciar a su superioridad, tenía cuidado de no sobrepasarse con sus burlas o abusos. Esto hacía, también, que los dos trataran de mantener un cierto equilibrio. Cuando estaban todos juntos en la calle, los dos jugaban con los demás y se llevaban tan bien que parecían hermanos. Esto había sido notado por Quique y Juancho y ambos habían coincidido en que ese criticarse y burlarse entre ellos era, tal vez e inconscientemente, un rudo pero bien intencionado modo de ayudarse, de corregirse mutuamente.

    Pero cuando algo rompía la tranquilidad y la rutina o cuando, como ahora, se les exigía un esfuerzo, reaccionaban siempre descargando su disgusto contra el

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