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La maldicion del loco
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Libro electrónico306 páginas4 horas

La maldicion del loco

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El hallazgo de un hombre asesinado en la desembocadura del río Maullín es el punto de partida de esta novela fascinante que nos adentra en los secretos de la mafia del loco. Una organización criminal de alto vuelo internacional dedicada a la extracción indiscriminada del sabroso molusco que solo existe en las costas del sur de Chile, para enviarlo a los mercados asiáticos, donde alcanza precios exorbitantes. La red delictiva opera desde Santiago, pero mueve sus peones en Carelmapu y Ancud. Allí, mariscadores inadvertidos, víctimas de la pobreza y la ignorancia, son utilizados por los mafiosos para sus ruines propósitos. Una pareja de detectives de la PDI, auxiliados por un profesor de la Universidad de Valdivia, desenmascara a la organización criminal a partir de la investigación del homicidio del río Maullín. Pero, ¿es posible terminar de la noche a la mañana con un negocio fraudulento tan lucrativo para quienes lo manejan desde las sombras?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2018
ISBN9789563383850
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    Muy entretenida esta novela que se basa en el comercio clandestino del loco. Personajes bien desarrollados y creíbles.

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La maldicion del loco - Jaime Jullian Pope

escribir.

Capítulo 1

El cadáver flotaba boca abajo en las someras aguas de la desembocadura del río Maullín. Se veía hinchado y con un color morado en la piel, el pelo largo le cubría el costado de la cara, lo que impedía apreciar sus facciones. Estaba vestido con un chaleco de lana cruda y sobre él, un traje de agua amarillo formado por la pechera y los pantalones; en un pie tenía puesta aún una bota de goma negra. Flotaba con los brazos abiertos y las piernas rectas, como si hubiera estado sujeto a una cruz. Había sido encontrado por un agricultor que pasaba por el lugar revisando los animales que tenía en el potrero colindante al río y fue atraído hacia la rivera por los continuos ladridos del par de perros que lo acompañaba en su recorrido. Dejó amarrado el caballo al otro lado de la cerca y bajó caminando por la playa hasta el sitio donde los perros ladraban a un bulto que sobresalía del agua. No tuvo que acercarse mucho para ver que se trataba de un hombre ahogado, de un hombre muerto que se mecía rítmicamente con las pequeñas olas que llegaban a esa playa más mezcla de barro que de arenas oscuras. Se sobresaltó con su hallazgo y por costumbre se persignó ante la visión del muerto. Decidió volver a su casa para contárselo a su señora y su hija, y pedirle a la menor que llamara a la policía desde el celular. Andaba con él en ese momento, pero solo había aprendido a contestar llamadas; no le resultaba fácil realizarlas ni menos buscar en la memoria los números que le habían dejado grabados; se complicaba más aún con el hecho de que ya no tenía buena vista y le costaba leer en la pequeña pantalla. Caminó rápido de vuelta al caballo y al estar montado y ver el lazo que tenía en la montura, pensó que mejor sería dejar al cristiano amarrado para que no se lo volviera a llevar la corriente. Juntando ánimo, sacó la soga y volvió a dirigirse hacia el cadáver. No podía acercarse mucho a él porque se iba a hundir en el barrial de la orilla, pero calculó que el lazo tenía la extensión suficiente para llegar, y lo que le faltaba de bueno con el celular, lo compensaba con creces con el lazo. Al segundo intento logró dejar que el lazo entrara por un brazo y se cerrara sobre el hombro contrario, dejando adentro de la lazada el torso de la víctima. Tiró un poco para tensarlo y clavó una estaca en el suelo a donde lo amarró. Luego probó que estuviera bien firme para evitar que la corriente del río o la marea se llevaran el cadáver con su lazo a la rastra. Cabalgó de vuelta a su casa, donde narró a su señora y a su hija lo que había encontrado y le pidió a esta última que llamara a carabineros para que vinieran a hacerse cargo del muerto. Llamada que hizo la hija después de persignase otra vez y tocar ceremoniosamente una virgen de Lourdes que tenían en un pequeño altar en el interior de la vivienda. En menos de media hora, llegó un furgón de carabineros. Los policías constataron la existencia del cadáver y llamaron a sus especialistas para que ingresaran al río y lo sacaran, alterando lo menos posible el medio y el cadáver para no dañar las pruebas que pudieran decir algo en cuanto a la fecha y razón de su muerte. El equipo de expertos llegó una hora después en vehículos que atravesaron los potreros del agricultor, abriendo puertas, cortando las alambradas y dejando a su paso unos boquetes por donde el ganado aprovechó su oportunidad de escapar. Los nuevos efectivos se bajaron y comenzaron a sacar los equipos con los cuales retirarían el cuerpo del agua y realizarían los primeros análisis. Tomaron fotos inicialmente y luego se metió un policía al agua vestido con un traje de neoprén; se hundió hasta las rodillas en el barro del río. Alcanzó el cadáver cuando el agua le llegaba a la cintura. Con cuidado sacó el lazo del cuerpo y lo empujó lentamente hasta la orilla, donde otro policía también con traje de neoprén se había metido al barro y sujetaba una plancha metálica provista de mangos, en la cual hicieron descansar el cadáver antes de sacarla arrastrando del agua. Se acercó una persona vestida con un traje blanco que comenzó a revisar el cuerpo con la ayuda de los otros dos policías. Con cuidado lo desvistieron, guardaron sus ropas en unas bolsas negras y lo examinaron sin darlo vuelta por completo, solo levantándolo de lado para ver la zona del abdomen. Estimaron que el cuerpo debería haber estado unos cuatro o cinco días en el agua, y que tenía una fea herida en el cuero cabelludo, que le comprometió el parietal izquierdo. Asumieron que había recibido un fuerte golpe con un objeto pesado cuando estaba de frente al atacante, golpe que si no lo mató en el acto, lo dejó inconsciente y luego de caer al mar, se ahogó. Situación que confirmarían más adelante cuando le hicieran la autopsia. Por el tipo y magnitud de la lesión, descartaron un accidente y catalogaron el hecho como un crimen en el que había terceros involucrados. Marcaron en un mapa las coordenadas del hallazgo y anotaron la hora y la marea. Subieron el cadáver a un furgón policial del grupo especializado y todos los efectivos policiales se retiraron del predio, dejando los alambres cortados, el ganado repartido por el camino público y una citación a los tribunales al agricultor para que fuera a declarar respecto de su participación en el hallazgo. Al finalizar pudo recoger el lazo, lo enrolló y lo volvió a amarrar a la montura. Con un alicate que sacó de una alforja, arregló los alambres, después reunió el ganado y lo arrió al portero. Solo las huellas en el barro y las marcas de los neumáticos sobre la pradera quedaron como constancia de los hechos.

Al volver a su casa, cuando estaba desensillando el caballo, llegó una camioneta a toda velocidad. En cuanto se hubo detenido, bajaron apresuradamente de ella cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, quienes se acercaron corriendo donde estaba él, haciéndole preguntas, todos a la vez, en tal estado de excitación que no se daban a entender ni esperaban el tiempo de la respuesta antes de atropellar con la siguiente pregunta.

—Cálmense, cálmense —les dijo—. ¿Qué es lo que quieren?

Y de nuevo se disparó otra vez la serie inentendible de preguntas que le hacían todos al unísono.

—Pero hablen de a uno para que les pueda entender y responder —les dijo el agricultor, comenzando a desesperarse él también con el acoso de sus interrogadores.

—¿Dónde está? —le insistía preguntando atolondradamente una mujer grande y fuerte.

—¿Dónde está quién? —preguntó el agricultor.

—El Luis. ¡Quién más va a ser! —le respondió exasperada.

—¿Quién es el Luis? A ver, primero díganme por qué están aquí, y por qué están tan alterados.

—Discúlpenos —le dijeron—. Es que nos avisaron que habían encontrado a una persona aquí y que podía ser el Luis.

—Sí, encontré a una persona, pero ya se la llevó la policía. Capaz que se hayan cruzado con el furgón donde lo llevaban.

—¡Que ya se lo llevaron! ¿Cómo estaba?

—No sé qué saben ustedes —contestó dudando en contarles—. Pero la persona que se llevaron no estaba bien. No sé quién es el Luis y no sé cómo se llamaba el que echaron al furgón. Lo único que sé es que era un finado. Estaba muerto.

—¿Muerto? —dijeron poniendo cara de espanto, abrazándose unos con otros y poniéndose a hablar nuevamente todos juntos.

—Miren, siento lo que les cuento, pero es la pura verdad y es lo único que sé. Lo demás me parece que se lo pueden preguntar a la policía.

—¿Adónde dijeron que se lo llevaban? —le preguntaron.

—No me lo dijeron. A mí no me dijeron nada, solo que tengo que ir a declarar a Puerto Montt. Me figuro que para allá se lo habrán llevado.

—Ya, gracias caballero, es que estamos tan nerviosos. No tenemos noticias del Luis desde hace como una semana y no sabemos en qué anda metido.

—¿Y de dónde son ustedes?

—Somos de allá, de Carelmapu, trabajamos en el mar como mariscadoras, buzos, tripulantes y tenemos también nuestra lancha. Pero al Luis le dio por salir a trabajar con otra gente, porque dijo que iba a ganar más plata, y mire usted, hace días que no sabemos de él y nos tiene preocupados. No eran buenas personas con los que se fue a trabajar.

—Vea que lo siento, pero yo no le vi la cara al finado, por lo que no le puedo decir ni cómo era. Los policías me dijeron que me quedara lejos, me mandaron allá, detrás del cerco, y antes de eso, cuando le puse el lazo, estaba con la cara abajo del agua.

—Bueno, vamos a seguir buscando.

Se despidieron nerviosamente y con la angustia viva salieron raudos por el mismo camino que habían venido.

En el cuartel de la Policía de Investigaciones, el comisario Berdaguer y el inspector López comentaban el caso.

—A este lo mataron con un fierro o con un martillo —dijo el inspector López—. Se ve que le pegaron de frente con algo que tenían en la lancha, pero lo pillaron de sorpresa, porque no tiene ni un moretón en otras partes del cuerpo, ni siquiera en los brazos, donde podría tener si se hubiera querido defender.

—Sí, eso es curioso. A no ser que lo tuvieran sujeto y no pudiera levantar los brazos. Con el chaleco de lana que llevaba y con la chaqueta de agua es difícil que le quedaran marcas en el cuerpo si lo hubieran inmovilizado con las puras manos.

—Claro que para eso habría que pensar que lo mataron entre varios. Ya no sería uno que se enojó y le pegó con lo primero que tenía a mano, una riña normal que pasó a mayores. No, eso sería un asesinato premeditado que tendría alguna razón de ser.

—¿Andaría metido en el loco este pobre diablo? —preguntó al aire el comisario Berdaguer.

—¿Quién sabe? —dijo el inspector López, que más dado a la elucubración empezó a relatar lo que principalmente sabía de oídas—. En esa parte andan todos un poco metidos. Los mismos buzos que tienen una parcela de locos, van y le cosechan los locos a la mala al vecino. Todos se andan trayendo cuentas pendientes. Que partió uno robando y luego siguió al que le habían robado, que se recuperó con otro vecino descuidado, y así se dan la vuelta —después de un corto respiro, continuó—: He sabido que esperan las fiestas familiares para robarse. Apenas se corre la voz de un bautizo o de un matrimonio, en el cual saben que van a estar todos, y además, medio curados, incluso al que dejaron de guardia, si es que ese aún está ahí y no se ha unido a la fiesta, van y se dejan caer en una cuadrilla y en un rato han sacado una gran cantidad de los locos del fondo, y todo se va a otra parcela, o a un fondeadero de apozamiento si ya están de porte para venderlos.

—No hay mucha constancia que eso sea tan así, López —lo cortó el comisario Berdaguer—. Nosotros tenemos que agarrarnos de cosas concretas. De alguien que denuncie, ratifique y tenga pruebas, y de eso, nada de nada.

—Pero eso no termina ahí —volvió a sus especulaciones el inspector López, sin prestar mucho oído a lo observado por su superior—. No faltan los que se creen más avispados y hacen una mejicana, robándole al ladrón, y esos encuentros ya son bastante más violentos. Gente decidida, sin límites y armada. Nunca se ha tenido noticias de muertos. A nadie le conviene que se sepa que hubo un enfrentamiento, por lo que si hay un muerto se lo llevan y lo hacen aparecer en otra parte, o bien, lo fondean en algún lugar para que no se encuentre nunca más.

—¿A este dice usted que lo mataron en otro lado y que lo fueron a tirar a la boca del río? —preguntó el comisario.

—Podría ser. Habría que ver si se sabe dónde se embarcó y tratar de pillar en qué parte quedó la otra bota. Claro que es difícil, esas lanchas salen desde cualquier lado y por ahí está lleno de caletitas y fondeaderos. Sería un trabajo de chinos revisarlas todas, y lo más probable es que donde la estén utilizando para contrabandear locos, toda la gente esté con amnesia. Unos por estar metidos hasta el cuello y los otros por estar amenazados.

—Hay una niebla muy tupida en esto del loco, López. Muy tupida —repitió el comisario Berdaguer, como era su costumbre cuando estaba pensando en un tema.

—Así es —confirmó López, asintiendo a su vez con la cabeza y añadiendo su opinión—. Es difícil que alguien abra la boca. A lo más llegan a quejarse, pero de ahí a ratificar la denuncia en un tribunal, eso ya es otro cuento. No se saca nada con darle protección, por último se podría cuidar a una persona, pero el daño ya está hecho, porque le robaron el auto, o le hundieron la lancha, o le amenazan a una hermana, o le sacan la cresta a un sobrino en una discoteca. Las maneras de hacer daño son muchas y se lo dejan claro a las personas que amedrentan.

—Cuando sepamos el nombre de la víctima tendremos algo más donde buscar. Saldrá en el noticiario y comenzarán a llamar todos los que tengan un pariente desaparecido. Este se veía bien alimentado y con un buen chaleco de lana chilota tejido a palillo, por lo que alguien lo andará buscando —concluyó esperanzado el comisario Berdaguer.

Capítulo 2

Después de un largo viaje vía Estados Unidos, Sergio del Solar descendió del avión en el Aeropuerto Internacional de Kuala Lumpur, en Malasia. Cada vez se le hacía más difícil soportar las largas horas de privación que significaban para él estos viajes a lugares distantes. Traspiraba, tenía arritmias, tiritones en todo el cuerpo y le temblaban las manos; anhelaba la hora de llegar al hotel y poder contactarse con el botones que le proveía la droga. No se atrevía a viajar con un poco de cocaína por mucho que la necesitara, ya varias veces lo había hecho anteriormente, pero la seguridad en los aeropuertos se había vuelto cada vez más estricta, y con ella el control de drogas. Les tenía pánico a los perros de las terminales aéreas y los trataba de evitar aunque no fuera cargado con droga alguna. Pensaba que igual le podían oler la transpiración con el exudado de cocaína, o bien temía que en la maleta quedara algún rastro de las veces anteriores. Le tenía miedo a la cárcel, a caer en prisión, a vivir en ese infierno, a las degradaciones y humillaciones que pasaban en su interior, a la pérdida de la vida lujosa que llevaba afuera. Había transportado droga un par de veces, pero prefirió dejarlo y quedarse solo como consumidor y actuar como dealer para un grupo muy reducido y selecto de amistades. Su línea de negocios no estaba en la droga por temor a la prisión, lo que no dejaba de ser curioso, puesto que sus actividades eran consideradas ilícitas en todos los países donde las ejercía, y lo podían llevar del mismo modo a caer preso. En su apreciación, los traficantes de drogas eran una ralea de gente vulgar, grosera y sanguinaria que terminaba en las peores cárceles. Hacía una distinción con otros delitos que encontraba de mayor alcurnia, cometidos por personas de mayor educación y refinamiento; entre ellos estaba el robo, la estafa y el fraude. Él era un facilitador. Se consideraba un agente comercial que viajaba por el mundo promoviendo algunos negocios y facilitando su realización. Desde su moral, la corrupción no era un delito, era solo un proceso lógico en el enriquecimiento de algunas personas que tenían la fortuna de estar en el cargo oportuno en el momento adecuado, y él era el agente que los conectaba con los que necesitaban sus favores. Su profesionalismo era tal, que tenía una tarifa ya fijada y unas cuentas que rendía de acuerdo con lo que había gastado en cada misión. Pedía un monto anticipado para cubrir los gastos de traslado y alojamiento —siempre viajaba en primera clase y se alojaba en hoteles de cinco estrellas—, y su tarifa consideraba un costo fijo por día y un porcentaje de los dineros que debía entregar para abrir las puertas que estaban cerradas para un procedimiento comercial normal. Su especialidad eran los sobornos y su habilidad era intuir quién podía ser sobornable. No trabajaba con información previa sobre su objetivo. Algunas veces es cierto que la había tenido, proveída por el contratante de sus servicios, pero en la mayoría de los casos hacía la aproximación directamente, y en el desarrollo de la conversación iba conociendo a su interlocutor; con eso determinaba por donde entrar para hacerlo caminar por el lado de afuera de la línea que separaba el bien del mal. Esta habilidad, innata en él, se complementaba con una asombrosa capacidad para aprender idiomas y hablarlos a la perfección, ya sea con giros coloquiales o con los de mayor formalidad. La facilidad para los idiomas fue algo que adquirió de niño, cuando fue arrastrado de país en país por su padre, quien era un funcionario del ministerio de Relaciones Exteriores que siempre ocupaba cargos de segunda y tercera categoría en las embajadas donde le tocaba servir. Su padre había sido un funcionario de escaso mérito y luego de titularse con extraordinarias dificultades en la Escuela de Leyes, consiguió por contactos de la familia que lo incorporaran de inmediato a la Academia Diplomática. Esto permitió que se jubilara sin haber conocido a otro empleador, ni tampoco haber destacado en las labores que realizaba. Provenía de una familia adinerada, al igual que su madre, los Del Solar por un lado y los Guzmán por el lado materno, que vieron seriamente mermada su fortuna con la reforma agraria que les arrebató las principales propiedades, menguado patrimonio que padre y madre lograron reducir aún más con sus continuos despilfarros e inversiones mal hechas. Su infancia fue solitaria y con pocos recuerdos de su madre en esa época. A a ese hecho —al abandono de sus padres— le atribuye la facilidad para los idiomas, puesto que su única compañía eran las personas de servicio, quienes siempre eran nativos del país donde estaban viviendo. Aprendió portugués, francés, alemán e inglés, y después farsi, cantones y japonés. De mayor le fue fácil aprender italiano y un poco más difícil el ruso. Pasó por varios colegios y tutores y jamás completó la educación media ni consiguió un certificado en otro país que le permitiera entrar a una universidad. Situación que tampoco quería y que nadie de su familia le propuso que hiciera. En su infancia y juventud gozó de una menguante riqueza que lo acostumbró a una vida de lujos y excesos, que ya de mayor no tuvo como costear. De la fortuna familiar ya no quedaba nada, gran parte se había ido al vivir como embajador con un sueldo de segundo o tercer secretario de la embajada, y por los empeños empresariales de su madre que llevó de la mano, y del miembro, a una serie de prospectos de artistas que vivieron largos años a sus expensas sin llegar a descollar en ninguna disciplina.

Viviendo en el mundo diplomático, con personas que se trasladaban de un país a otros con sus virtudes y vicios, encontró una manera de generar fácilmente sus ingresos proveyendo el material para satisfacer los vicios de los colegas de su padre y de los representantes de otras naciones con que se topaban en fiestas y ceremonias. Estos, poco a poco, se iban abriendo con él y le hacían confidencias sobre deseos reprimidos o insatisfechos, situación que tuvo la habilidad de escuchar y solucionar, y que le fue creando un campo de trabajo del cual podía obtener sus ingresos, para permitirse participar muchas veces en los excesos y depravaciones que emprendedoramente ayudaba a realizar: venta de droga, facilitación de prostitución —cuando no se prostituía él mismo—, algo de contrabando, el arreglo bajo cuerda de algún problema que podría haber sido embarazoso para el protagonista. Pequeñas cosas en un comienzo, pero que de a poco comenzaron a escalar y que pudo ir desarrollando en los últimos destinos donde acompañó a su padre. Radicado en Europa, se movía en el submundo de las representaciones diplomáticas, y la medida de su éxito también fue la medida de su degradación personal. Bisexual promiscuo, alcoholizado y cocainómano se llevó el susto de su vida cuando lo pillaron con un cargamento de drogas que le costó una serie de humillaciones y mucho dinero para salir del embrollo. Con esa motivación decidió reenfocar su vida y retirarse del rubro de proveedor de drogas y de alcahuete, para tomar la vertiente más distinguida, que significaba empezar a repartir sobornos en nombre de otras personas. Llevaba años en ese tema. A sus cuarenta y cinco, aún tenía desde lejos una figura que lo destacaba sobre el promedio de los hombres: alto, con el pelo castaño oscuro, largo y peinado hacía atrás, tez blanca, labios carnosos y ojos verdes que generalmente llevaba cubiertos con unos lentes ahumados. Vestía bien, siempre a la moda y con las mejores marcas. Su imagen decaía un poco cuando se lo veía más de cerca; el rostro y el cuerpo mostraban los estragos de una vida de excesos. Ojos permanentemente rojos, músculos flácidos, una barriga bajo la chaqueta, temblores en las manos, sudoraciones. Problemas que lo iban aquejando seriamente mientras se desplazaba en el taxi que lo llevaba al hotel de costumbre, en una visita rutinaria a Malasia; una visita de mantención de clientes, de mantención de las bisagras engrasadas de manera que las puertas no chirriaran y se pudieran abrir silenciosamente para el paso furtivo de algo que se tenía que perder en la noche de lo incierto y renacer luego en otra vida.

Su misión actual lo llevaba primero a hablar con un empresario malayo que le proveería los fondos para ir a reunirse con un agente de aduanas en Kuala Lumpur y con un par de personajes en Kuantan y el puerto de Pekan, bañado por la aguas del Mar de China. Era un largo viaje para un proceso de exportación que nacía en Chile y que debía llegar a las costas de Japón. Sin embargo, para ello necesariamente debía dar un bote en otro país asiático, de manera de readecuar la carga a una legalidad que no había tenido en su origen, requisito fundamental para entrar a Japón, país de destino final. Los contenedores salían de Chile con una carga que mencionaba un pescado enlatado, correctamente individualizado con su código aduanero —de hecho, varias de las cajas del contenedor correspondían a ese producto ordenadamente estibado en las dos primeras corridas frente a las puertas. El resto de la carga iba etiquetada del mismo modo, pero en el interior de los tarros, en vez del pescado, iban sumergidos en su líquido de cocción, cuatro, cinco o seis locos. Productos que según los servicios de control de extracción del molusco nunca se produjeron, ninguna guía de despacho cubrió su traslado y ninguna institución de salud verificó su proceso de envasado. En ese primer paso le tocaba actuar. Generalmente le indicaban quien era el guardián de la puerta que requerían que se abriera discretamente, y él hacia la aproximación que comprometía y pagaba el servicio tratado. En Chile le era fácil y la mayoría de las veces los montos entregados eran modestos. Más difícil era ingresar esos contenedores al país donde daban el bote. Había que lograr que pasaran por inspecciones poco rigurosas y luego que se generaran los documentos que cambiaban el origen del producto, e incluso algunas veces el nombre. Esa transmutación era fundamental para continuar el viaje, y físicamente había que abrir las cajas, sacar los tarros y cambiar las etiquetas que lo envolvían, para luego pegar otra etiqueta en un nuevo idioma y con una imagen que se parecía más al producto real que contenían. Si bien el idioma no se le hacía difícil —lo había sido eso sí en un comienzo—, lo que más le costaba era captar la idiosincrasia de la nación, la visión que tenían allá de la ética y la moral, y del

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