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La luna, único testigo
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Libro electrónico271 páginas4 horas

La luna, único testigo

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Mallorca, primavera de 1975. Pedro Perelló, un pescador habitual en la zona del castillo de la Punta de n'Amer, se encuentra un cadáver flotando en el agua. Sin tener muy claro qué se debe hacer en estos casos, se sube a su Mobylette y se dirige al cuartel de la Guardia Civil de Son Servera para informar del trágico suceso. Una pareja de guardias civiles se desplaza hasta el lugar en el que Pedro ha divisado al muerto para tratar de descubrir su identidad. Empiezan a abrirse muchos interrogantes, porque no saben ni quién es ni qué le puede haber pasado. ¿Por qué su vehículo está en el otro lado de la bahía?
El teniente Molina y el alférez Pérez, de la Brigada Central de Investigación Criminal, serán los encargados de resolver este caso, aunque no va a ser nada fácil. Una vez realizada la autopsia al cadáver y tras confirmar que el motivo de la muerte ha sido asfixia por sumersión en agua salada, concluyen que se podría tratar de un caso de asesinato. Pero… ¿qué enemigos tenía la víctima? Los dos guardias civiles ponen en marcha una serie de interrogatorios a personas relacionadas con la víctima, un destacado hotelero llamado Rafael Lliteras. ¿Serán capaces de resolver un caso del que la luna ha sido el único testigo?
IdiomaEspañol
EditorialExlibric
Fecha de lanzamiento20 sept 2023
ISBN9788419827791
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    La luna, único testigo - Vicente Castro i Álvaro

    1

    Viento de levante

    Lunes, 21 de abril de 1975

    Pedro circulaba con su Mobylette de color butano por el camino polvoriento de la Punta de n’Amer. La mañana era tranquila ese aciago lunes 21 del mes de abril de 1975. No había encontrado a nadie en la carretera desde Son Servera hasta Cala Millor y se sentía pletórico. A las seis de la mañana, la mayoría de los vecinos del pueblo todavía estaban durmiendo. Daba gracias a Dios porque la Guardia Civil no estuviese por esa zona, ya que la caña de pescar, aunque estaba recogida, sobresalía por la parte de atrás de la Mobylette más de lo permitido por la ley. Aminoró la marcha y se acercó con el ciclomotor, sorteando las rocas, a la ensenada justo frente al castillo de la Punta de n’Amer, donde ya se podría decir que tenía su lugar de pesca habitual.

    Pedro era un hombre de mediana edad, tranquilo, moreno y de cabellos lacios, que nunca peinaba con el peine. «¡Tengo los dedos!», decía cuando le criticaban su cabello negro alborotado. Solía vestir con unos pantalones cortos parduzcos, con el color comido por el salitre del mar y el uso. Se suponía que habían sido de color ceniza algún día, pero los años y el maltrato que les había dado les daban el aspecto de un simple taparrabos. Los pantalones los sujetaba mediante una correa de color indeterminado, larga, muy larga, que le colgaba de la trabilla del pantalón como si se tratase de la cadena del reloj de bolsillo. La camisa por fuera del pantalón y el gorro de tela empotrado en la cabeza hasta las orejas daban a Pedro la impresión, cuando cogía la caña, de ser un pescador profesional típico, algo que no era cierto, ya que su verdadera profesión era la de lavaplatos en uno de los muchos hoteles de la playa de Cala Millor.

    El continuo viento de levante que había soplado fuerte durante la pasada noche, aunque un poco más calmado, dejaba olas de medio metro de altura que chocaban violentamente contra el agreste acantilado en el que Rafael tenía pensado colocarse para la pesca de obladas, ya que este pez siempre se pesca entre la espuma que deja la ola al chocar contra las rocas.

    «¡Este es un buen lugar!», se dijo Pedro mientras retiraba el cesto de mimbre del portabultos de la Mobylette. Recorrió los escasos veinte metros que lo separaban de la roca donde se proponía sentarse y comenzó a sacar la caja de lombrices secas que ya tenía separadas. Dejó la caña y se dispuso a bajar los dos metros que le faltaban para remojar el serrín en el que se encontraban las lombrices cuando un bulto de color negro en el agua del remanso que había entre dos rocas le llamó la atención.

    «¿Qué es esto?», se preguntó en voz baja. Al principio, pensó que se tenía que tratar de un montón de ropa de color negro que la noche anterior habría llegado arrastrada por el viento de levante desde algún barco de recreo, pero, al fijarse más detenidamente, un sobresalto le invadió todo el cuerpo. «Joder, ¡es un muerto!». Lo volvió a mirar más exhaustivamente y se acercó donde tenía la caña de pescar, todavía recogida. La agarró e intentó con ella mover el cuerpo que flotaba medio sumergido en el agua para poder comprobar que de verdad era un cuerpo humano en el mar y no un simple montón de ropa.

    Por la mente de Pedro pasaron todas las ideas de lo que se suponía que tenía que hacer. «¿Me cambio de lugar y hago como que no lo he visto? ¿Y si alguien me está vigilando y me acusan de haberlo matado? ¡Joder! Vaya manera de estropearme el día». Se quedó unos minutos en silencio, mirando cómo el reflujo de las olas movía el cuerpo y lo hacía chocar suavemente con el acantilado. Y, maldiciendo el mal día, se dispuso a recoger la caña y meter otra vez las lombrices en la caja de cartón. Luego se subió a la Mobylette, que puso en marcha mediante dos pedaladas, y se dispuso a volver a Son Servera para informar del hallazgo a la Guardia Civil.

    Todavía no eran las siete de la mañana cuando se presentó en el cuartel de la Guardia Civil de la calle del Mar de Son Servera. Aparcó la Mobylette delante de la puerta y, visiblemente nervioso, se acercó a la garita, donde estaba el guardia de puertas.

    —¡Buenos días! Quisiera informar de un muerto.

    —¡Buenos días! ¿Qué muerto? —preguntó el guardia civil sin levantarse de la silla en la que estaba sentado.

    —He encontrado un muerto en la Punta de n’Amer.

    —Vamos, tranquilo. En primer lugar, dígame quién es usted y qué hacía en la Punta de n’Amer a estas horas tan tempranas, y por qué sabe que es un muerto —le preguntó el guardia civil sin casi mirar a la cara a Pedro.

    —Me llamo Pedro Perelló y soy vecino de Son Servera. Me disponía a pescar obladas y he visto que entre las rocas había un muerto.

    —¡¿Y cómo sabe usted que estaba muerto?! —siguió preguntando el guardia civil, ya un poco más interesado.

    —Pues porque estaba boca abajo flotando en el mar. Y, si no puede respirar, me imagino que está muerto —contestó Pedro.

    El guardia civil se puso de pie y le preguntó, mirándolo a los ojos:

    —¿Y quién es el muerto?

    —¡Y yo qué voy a saber, señor guardia! He visto un cuerpo en el mar y he venido a avisar por si quieren ir a ver quién es. ¡Yo ya he cumplido! ¿Puedo irme?

    —¡Alto ahí! No tenga usted tanta prisa. Voy a avisar al sargento y usted nos acompañará a ver a ese muerto.

    —¡Pero es que yo he de estar a las ocho en el hotel para trabajar! —contestó Pedro, lamentado haberse acercado al cuartel.

    —¡Tranquilo! Nosotros avisaremos al hotel y le diremos al director que llegará un poco más tarde.

    A los cinco minutos vio cómo el sargento bajaba por las escaleras del cuartel, poniéndose la correa con la mano derecha mientras con la izquierda sostenía el tricornio, que se colocó en la cabeza al llegar junto a Pedro.

    —Buenos días, Pedro. ¿Qué es eso de que ha visto a un muerto en el mar? —quiso saber el sargento, mirando fijamente a los ojos a Pedro.

    —¡Así es, sargento! He visto un cuerpo entre las rocas en el mar. Yo me disponía a pescar obladas y, al ir a tirar la caña, he visto cómo debajo de mí había un cuerpo con la ropa puesta. Pero, como estaba boca abajo, no sé quién es. Y tampoco lo he querido tocar. He venido rápido por si ustedes quieren ir a ver quién es.

    —Muy bien hecho, Pedro. Pero ahora ha de venir con nosotros para que nos muestre el lugar donde lo ha encontrado. ¿Viene en coche? —preguntó el sargento.

    —No tengo coche; he venido en una Mobylette.

    —Muy bien. Si quiere, puede ir delante con la Mobylette, que nosotros lo seguiremos en mi coche. ¡Vamos! —le dijo el sargento a otro guardia civil que se había sumado al grupo.

    Todavía lamentando la mala idea que había tenido al ir a denunciar la aparición del cadáver, Pedro subió a su Mobylette y, sin pasar de cincuenta kilómetros por hora por si la Guardia Civil le ponía una multa, se dispuso a mostrarles a la pareja dónde había encontrado el cuerpo.

    —¡Por aquí, sargento! —gritó Pedro en cuanto llegó al lugar en el que una hora y media antes se había parado para pescar.

    Sin mucho apremio, los dos guardias civiles se acercaron al lugar y miraron el bulto, que todavía flotaba en el mar meciéndose entre las rocas. El sargento le dijo al número que lo había acompañado:

    —Paco, baja con cuidado y mira si puedes darle la vuelta para comprobar que está muerto, y a ver si lo podemos identificar.

    —¡A sus órdenes, mi sargento! —contestó Paco mientras le hacía descuidadamente el saludo militar.

    Paco se arremangó los pantalones y se dispuso a bajar los dos metros del agreste acantilado. En cuanto pudo, mientras se agarraba a las rocas con una mano, con la otra dio la vuelta al inerte cuerpo.

    —¡Ya está, mi sargento! —gritó Paco.

    En ese instante, Pedro, que se había quedado mirando junto al sargento, levantó la voz y exclamó:

    —¡Creo que conozco al muerto, sargento! ¿Puedo acercarme para verlo mejor?

    —¡Acérquese! Y mírelo bien —contestó el sargento.

    Pedro se acercó hasta el borde del acantilado. Se le notaba visiblemente nervioso. No daba crédito a lo que estaba viendo, ya que hacía dos días que había hablado con esta persona. «¿Será posible?», pensó. No quería equivocarse. Y la incredulidad le hacía ser reservado.

    —¿Quién es? ¿Lo conoce, Pedro?

    Pedro volvió a mirar el cadáver detenidamente y al instante dentro de su cabeza sonó un grito sordo. «¡No puede ser él!», se dijo a sí mismo. Pero sus ojos estaban viendo a un hombre de unos cincuenta años, bien afeitado y vestido con un traje negro, una camisa blanca y una corbata negra. Estaba calzado con un zapato del mismo color y en el otro pie solo llevaba un calcetín, así que supuso que los envites del mar habían hecho que el zapato que le faltaba se le desprendiera del pie.

    —¡¿Me va a decir quién es?! —volvió a preguntar el sargento, visiblemente impaciente.

    —No estoy seguro, sargento, pero se parece a don Rafael Lliteras, el director general de, por lo menos, seis hoteles en Cala Millor. ¡Es un hombre muy importante! Seguro que usted lo ha visto varias veces por Son Servera.

    —¿Está seguro? —insistió el sargento.

    —Si no es él, se le parece mucho —contestó Pedro sin dar crédito a lo que estaba viendo.

    —Pero ¡¿qué dice?! ¿Don Rafael Lliteras, el director general de la cadena de hoteles en Cala Millor? ¿Seguro que no se está equivocando? Yo lo he visto un par de veces, pero no las suficientes como para poder identificarlo.

    Mientras, Pedro seguía mirando el cuerpo. Le había cambiado la cara al reflejársele un rictus de estupor. Sus ojos, que casi se le salían de las órbitas, no daban crédito a lo que veían.

    —El traje es el mismo, y la cara se parece bastante a la suya, solo que ahora parece más gordo de lo que me pareció a mí cuando lo vi hace tres días.

    —A saber cuántos días lleva en el mar… Aunque no se le ven mordiscos de peces. A ver, Paco, ayúdame a sacarlo del agua.

    Paco se acercó al mar junto al sargento y ambos procedieron a sacarlo del agua y depositarlo encima de las rocas, al borde del acantilado.

    —Vamos a ver —comentó el sargento mientras se agachaba para investigar si llevaba alguna identificación que confirmase las suposiciones que había comentado Pedro Perelló.

    —¡Nada! —comentó al poco rato el sargento en voz alta—. No lleva ni cartera ni documento alguno para que podamos justificar que se trata de don Rafael Lliteras. Tendremos que indagar si por la zona falta alguien o si alguien ha dado cuenta de algún desaparecido en el cuartel. Este cadáver no puede estar aquí mucho tiempo. Dentro de poco esto se llenará de turistas y curiosos intentando acercarse para hacerle fotos como si se tratase de un teatro.

    —Paco, tú te quedas aquí. Yo voy a llamar al juez y al forense de Manacor y también a la funeraria de Son Servera para que vengan a hacer el levantamiento del cadáver, si procede. Tendré que dar cuenta de ello a la Comandancia de Costas, ya que son ellos los que han de marcar los procedimientos a seguir. Me imagino que el juez ordenará hacerle la autopsia para comprobar qué es exactamente lo que le ha ocasionado la muerte. Aunque a primera vista parece una muerte a causa de asfixia por sumersión. O sea, que se ha ahogado. Pero… ¿qué hacía este hombre tan bien vestido por un paraje solitario en esta zona de la Punta de n’Amer?

    El guardia civil Paco se quedó junto al cadáver mientras Pedro iba a su Mobylette y la ponía en marcha dándole dos pedaladas con la intención de dirigirse al hotel, donde ya lo estarían esperando para comenzar su jornada de trabajo. Estaba realmente preocupado, pero no se atrevería a decir que don Rafael Lliteras estaba muerto. No sin antes estar seguro de que él era el muerto. Ya se sabría más tarde, cuando los guardias civiles lo comunicasen oficialmente después de una identificación más veraz.

    El sargento don Marcial no dio mucha importancia al cuerpo. Él estaba acostumbrado a encontrarse con cadáveres en el borde del mar cada año. El continuo incremento de turistas en la playa de Cala Millor hacía que cada temporada apareciesen uno o dos muertos en las orillas de la Punta de n’Amer, o en la misma playa.

    Únicamente le preocupaba haber observado a primera vista que este cadáver se encontraba vestido con ropas que parecían de calidad y que contrastaban con la indumentaria del clásico turista, los cuales solían vestir con pantalón corto, o bañador, más una camiseta o camisa. «¡No es lógico! ¡Vamos a ver de quién se trata!», pensaba mientras conducía su coche por la avenida de los Pinos en dirección a Son Servera. Aunque Pedro Perelló había dicho que se trataba de don Rafael Lliteras, él no estaba muy seguro de que fuera ese hombre. «Don Rafael Lliteras no se pasea por la noche con traje y corbata por la Punta de n’Amer. Este no puede ser él, pero pronto lo sabremos», se decía el sargento a sí mismo.

    Cuando el sargento llegó al cuartel, se fue directamente al despacho del cabo cuartel y marcó el número de la Comandancia. Informó de que se había encontrado un cadáver en la Punta de n’Amer y añadió que no parecía un turista.

    —¡Solicito autorización para llevar a cabo el levantamiento del cadáver!

    —¿De quién se trata? —le preguntó el coronel.

    —¡A sus órdenes, mi coronel! Aún no lo sé, pero no parece un turista. Por la ropa que lleva puesta, creo que ha de ser algún vecino importante de la zona.

    —¿Ha recibido alguna denuncia por desaparición en los últimos días?

    —¡Hasta el momento no, mi coronel! —contestó raudo el sargento.

    —¿Cree que hace falta enviar a Criminalística? ¿O está seguro de que es una simple asfixia por inmersión de algún huésped de los hoteles? —volvió a preguntar el coronel De Frutos.

    —¡Lo que usted ordene, mi coronel! Pero yo estaría más tranquilo si alguien de la Brigada Central de Investigación Criminal estuviese presente durante el levantamiento del cadáver. Hasta estos momentos, como ya le he comentado, no tenemos ningún aviso de desaparición, pero por las circunstancias en las que estaba el cuerpo, aunque podría tratarse de un suicidio, considero oportuna una inspección más exhaustiva.

    —Perfecto. Enviaré al teniente Molina y al alférez Pérez. Ambos son miembros de la Brigada Central de Investigación Criminal. Estos hombres ya conocen la zona. Ellos serán los que estén presentes durante el levantamiento del cadáver. También comprobarán si existe algún indicio que pueda llevar a tener que empezar una investigación relacionada con este caso.

    —¡A sus órdenes, mi coronel! Los estaremos esperando en el cuartel de Son Servera para acompañarlos al lugar del suceso. He dejado a un número de la Guardia Civil con órdenes de no moverse hasta nuestra llegada.

    No había pasado ni una hora cuando aparecieron el teniente de la Unidad de Criminalística de la Guardia Civil, de apellido Molina, y el alférez Pérez en la puerta del cuartel de la Guardia Civil de la calle del Mar en Son Servera.

    —¡Buenos días, sargento! Somos el teniente Molina y mi ayudante, el alférez Pérez. Ambos pertenecemos a la Brigada Central de Investigación Criminal de la Comandancia de Palma.

    —¡A sus órdenes, mi teniente! —Se cuadró con un sonoro taconazo mientras saludaba con la mano derecha, colocándola cerca del tricornio.

    —¡Descanse, sargento! —dijo el teniente Molina mientras lo saludaba con el correspondiente saludo militar—. Tenemos órdenes del coronel De Frutos para presenciar un levantamiento de cadáver.

    El inspector Molina, un hombre bien parecido, alto y delgado, de no más de treinta años, había estudiado en la Academia de la Guardia Civil de El Escorial. Por tanto, era de los pocos guardias civiles de carrera que había en Mallorca en 1973. A los dos años de terminar la carrera y con una nota sobresaliente, lo promocionaron a teniente y se especializó en criminología en la Brigada Central de Investigación Criminal (BCIC) con base en la Comandancia de la Guardia Civil de Palma. Las promociones no fueron solo por haber salido de la academia o por sus estudios, sino por su carácter serio y meticuloso en las múltiples investigaciones que realizaba.

    —Estoy agradecido al coronel De Frutos por haberme enviado esta ayuda. Me llamo Marcial y soy el sargento comandante de puesto en este cuartel de Son Servera. Para mí, esta muerte es un simple accidente en el mar, como en otras ocasiones, pero, al descubrir que el cadáver está bien vestido y lleva corbata, algo atípico en otros casos, he preferido ponerme en contacto con el coronel De Frutos por si se tratase de algo más que de un simple suicidio y precisase de una investigación más exhaustiva, para la que no estamos preparados en este cuartel. Estas reflexiones han sido las que me han llevado a solicitar ayuda al coronel De Frutos. Yo estoy casi seguro de que no se trata de un turista de la zona, pero hasta el momento ningún hotel ha informado de la ausencia de un cliente ni tampoco se ha denunciado la desaparición de ningún vecino de la zona. No tengo denuncias de desaparición de persona alguna hasta el día de hoy —les explicó el sargento a Molina y a Pérez en la antesala del cuartel.

    —Cuando usted quiera, nos acercamos a ver el cadáver. Ya sacaremos conclusiones después del análisis. Si el juez lo indica, luego procederemos a su traslado al depósito o al cementerio —indicó Molina.

    —¡Muy bien, teniente! Vámonos, pues, hasta la Punta de n’Amer, donde posiblemente nos esperarán el de la funeraria, el juez de Manacor y el forense, porque los he avisado esta misma mañana en cuanto he colgado el teléfono al coronel.

    El sargento se sentó en el asiento del copiloto del automóvil en el que habían llegado Molina y Pérez. Bajaron por la calle del Mar y giraron hacia la derecha para seguir por la avenida de los Pinos. Después entraron en Cala Millor y siguieron hasta la Punta de n’Amer, donde ya los esperaban impacientes el guardia civil Paco, el chofer del coche fúnebre, el juez y el forense, que se había desplazado desde Manacor. Los cuatro estaban en círculo absortos observando el cadáver, tapado con una manta que había traído el de la funeraria. Esperaban las órdenes del juez para empezar el levantamiento del cuerpo.

    Punta de n’Amer

    Los tres conocían sobradamente el procedimiento para estas ocasiones: no debían mover el cuerpo ni registrar su ropa antes de que los especialistas de la Brigada Central de Investigación Criminal lo hubiese revisado.

    —¡Ya hemos llegado! Deje el coche aquí —le indicó el sargento a Molina—. Hay muchas rocas puntiagudas y le puede estallar alguna rueda. Caminaremos hasta donde está el guardia. Ya veo que también han llegado el juez y el forense.

    Pérez paró el motor del coche en medio del camino de tierra y se dispuso a caminar junto al sargento los, aproximadamente, cien metros que los separaban del lugar en el que estaba el cadáver.

    —¡A sus órdenes, mi teniente! No hay ninguna novedad —le dijo el guardia civil Paco mientras se cuadraba y emitía un sonoro saludo marcial.

    —Bien. ¿Qué opináis? —preguntó el sargento a Pérez y a Molina mientras señalaba el cuerpo inerte.

    —¿Ha comprobado el forense que está muerto? —preguntó Molina.

    —¡Y bien muerto! —contestó el forense.

    —¿Cuándo cree usted que falleció?

    —Es muy difícil precisarlo a simple vista sin haberle hecho una autopsia, pero yo diría que por el rigor mortis, y aunque estaba en el agua, puede hacer entre doce y veinticuatro horas; no obstante, necesito comprobar ciertas variables en su cuerpo para poder ser más preciso.

    —Pérez —exclamó Molina dirigiéndose a su ayudante—, haz unas fotos antes de moverlo y después también unas panorámicas del lugar. Habrá que marcar dactilares.

    —¿Se pueden revelar las fotografías en Son Servera? ¿Hay algún lugar en el que lo pueda hacer sin que salga a la luz esta investigación?

    —¡Sí! El cuartel ha hecho un contrato verbal con el fotógrafo que está cerca de la iglesia y las revelará él mismo con total confianza. Hasta ahora no hemos tenido quejas. Es muy callado —respondió el sargento.

    Molina se puso unos guantes de látex, se agachó junto al cuerpo, retiró la manta que lo cubría y empezó a observarlo meticulosamente. Luego le introdujo las manos enguantadas en los bolsillos de la chaqueta y de los pantalones.

    —No parece que lleve documentación alguna. ¿Lo habíais

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