La Isla del Tesoro: Edición Juvenil Ilustrada
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A mediados del siglo XVIII, un viejo marinero, Billy Bones, llega a la posada de un pequeño pueblo de Inglaterra. Pronto Billy entabla amistad con Jim, el hijo de los posaderos, quién hace confidente de sus temores: él guarda un secreto y vendrán a arrebatárselo. Un día, Billy recibe la “mota negra”, la señal pirata de que la muerte le espera.
Es el inicio de la historia que llevará a Jim, el médico local Livesey y un acaudalado burgués, Trelawney, a una aventura inolvidable a través de las aguas del caribe, siempre vigilados por el inquietante cocinero de a bordo, un marinero de una sola pierna, llamado Long John Silver.
*
Publicada por primera vez en 1883 en formato de serial en la revista “Young Folk”, pronto se convirtió en un éxito y en inspiración para numerosas obras posteriores que abordaron la misma temática.
Considerada tradicionalmente como una historia de un rito de iniciación, La Isla del Tesoro también destaca por su ambientación, sus personajes carismáticos y la acción que inunda sus páginas. También es un retrato irónico sobre la ambigüedad moral de los seres humanos según las circunstancias.
En esta edición se presenta una cuidada edición ilustrada, adaptada al público más joven, y para los adultos que quieran revisitar las aventuras de Jim en La Isla del Tesoro.
Robert Louis Stevenson
Robert Louis Stevenson (1850-1894) was a Scottish poet, novelist, and travel writer. Born the son of a lighthouse engineer, Stevenson suffered from a lifelong lung ailment that forced him to travel constantly in search of warmer climates. Rather than follow his father’s footsteps, Stevenson pursued a love of literature and adventure that would inspire such works as Treasure Island (1883), Kidnapped (1886), Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde (1886), and Travels with a Donkey in the Cévennes (1879).
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La Isla del Tesoro - Robert Louis Stevenson
REGRESO
Capítulo I
LA POSADA DEL ALMIRANTE BENBOW
Varios buenos amigos, entre los que se cuentan el caballero Trelawney y el doctor Livesey, médico de mi pueblo, me han rogado con frecuencia que escriba con detenimiento todas las aventuras que nos acaecieron en la llamada Isla del Tesoro. Tan sólo una condición pedían a mi narración: que en ella no hubiera dato geográfico alguno que pudiera servir para descubrir la situación en el mapa de la mencionada isla. Y las razones que motivaban esta última advertencia son bien sencillas de comprender: todavía en la Isla del Tesoro permanece, intacta, una buena parte del botín.
Esta historia comienza en el año 17..., en los tiempos en que mi padre aún vivía y era dueño de la posada Almirante Benbow
. Y, para ser más exactos, comienza en el día en que un viejo marinero, con una enorme cicatriz en su mejilla, llegó a nuestro mesón.
Recuerdo perfectamente aquel día. El viejo lobo de mar era un hombre alto, de anchas espaldas y rostro curtido por los vientos de todos los mares. Su cabellera, recogida en una trenza que olía a brea, sus andares renqueantes, el enorme baúl que un mozo portaba a sus espaldas y la caduca casaca de ajado color verde que vestía, son detalles todos que han permanecido en mi mente con una fijeza increíble.
Pero lo más impresionante de aquel hombre era la cicatriz de la mejilla: el enorme surco partía del mentón para llegar, ancho y rojo, hasta las proximidades de la frente. Sin duda, la habría causado un golpe de sable.
Cuando el marinero apareció por vez primera ante mis ojos, comenzó a cantar la horrible canción que tantas veces habría de entonar en horas posteriores.
Quince hombres van tras el cofre del muerto. ¡Ja, ja, ja!
¡Otra botella de ron!
La bebida y el diablo acabaron con el resto. ¡Ja, ja, ja!
¡Otra botella de ron!
Apenas había franqueado la puerta de la posada cuando ya, a voz en grito, pedía a mi padre que le llevara un vaso de ron. Al tener la copa llena en la mano, el viejo lobo de mar se llegó hasta la ventana y permaneció en ella unos instantes contemplando los acantilados, más allá de los cuales se extendía el mar.
—El embarcadero es inmejorable —opinó, después de paladear la bebida—. Y, en cuanto a la posada, sería harto difícil buscar otra que le hiciera la competencia. ¿Queda alguna habitación libre?
Mi padre asintió con tristeza. El puerto era muy pobre, el mesón, antiquísimo, la comarca estaba casi deshabitada...
—No hay duda —siguió nuestro nuevo cliente—, de que este lugar está hecho a mi medida.
Se volvió al hombre que portaba su equipaje y ordenó, con voz ronca, acostumbrada a hacerse obedecer:
—¡Aquí me quedo! ¡Lleva el baúl a mi habitación!
Luego, dirigiéndose a mi padre:
—Me quedaré aquí cierto tiempo —decidió—. No os causaré demasiadas molestias: huevos con jamón como comida, ron como bebida, y ese acantilado desde el que se divisan los navíos en ruta, como diversión, es suficiente para este marinero. Soy hombre fácil de contentar. En cuanto a mi nombre, eso es lo de menos: llamadme como gustéis. Capitán, si os agrada. Tomad esas monedas de oro como anticipo. Cuando se acaben, avisadme y tendréis otras nuevas.
Y ésa fue toda su presentación. Sin hacernos más caso, se fue tras el hombre que transportaba trabajosamente su viejo baúl.
Nuestro huésped hacía una vida extraña. Durante el día rondaba cerca de los acantilados, con un mohoso y viejo catalejo de mar, con el que, sin duda, observaba el horizonte.
En la posada, pasaba las horas meditando y bebiendo grandes vasos de ron. Nuestros clientes habituales se fueron acostumbrando a su presencia y a no meterse con él para nada.
El viejo lobo de mar tenía una costumbre que jamás abandonaba: todas las tardes, al regresar de su paseo, nos preguntaba a mi padre y a mí si algún marinero había aparecido durante el día por la casa. Lo que nos hizo pensar que añoraba la presencia de la gente de mar; pero más tarde llegamos a la conclusión de que sucedía todo lo contrario: trataba de huir de tales personas. Y si, casualmente, le informábamos de que algún navegante se hallaba en la fonda, cuidaba muy bien de observar desde el exterior, antes de penetrar, de qué clase de persona se trataba. Una vez tranquilo a este respecto, entraba en la casa. Aunque bien pronto llegamos a comprobar que el viejo capitán no abriría la boca mientras el marino en cuestión se hallara en la sala.
Una noche me llamó a su lado para proponerme un trato: él me daría todos los meses cuatro peniques en plata a cambio de que yo le avisara si un marinero a quien faltaba una pierna se presentaba en la posada
. Me comprometí a ejercer tal vigilancia, que apenas me suponía trabajo y me produciría un nada despreciable beneficio. Todos los meses, reclamaba yo el dinero, y aun cuando no siempre lo cobraba con la deseada prontitud la verdad es que nunca dejó de pagarme religiosamente. Y siempre, al hacerlo, recalcaba que no descuidara mi obligación de prevenirle si el marinero a quien faltaba la pierna
se acercaba a las inmediaciones.
A partir de aquel momento, el extraño personaje a quien debía vigilar fue el tema de todas mis pesadillas y sueños.
No era extraño que el viejo capitán bebiera, algunas tardes, más de la cuenta. Cuando sucedía esto, terminaba invariablemente por cantar su acostumbrada tonadilla, aquélla que saliera de sus labios cuando lo vi por primera vez. En ocasiones, bebía y cantaba sin preocuparse de los demás, pero otras veces se empeñaba en convidar a los circunstantes a una ronda de vasos. Entonces, narraba alucinantes historias de mar, cuajadas de sangre y terrores, o mandaba a nuestros atemorizados clientes que corearan sus estribillos. Las paredes de la fonda temblaban con el acostumbrado: ¡Ja, ja, ja! ¡Otra botella de ron!
.
Todos los relatos del marino hablaban de ahorcados, abordajes sangrientos, matanzas en masa, y piratas y furiosas tempestades en latitudes lejanas. Si era cierto la mitad de lo que contaba, aquel hombre había navegado por los mares más remotos y salvajes y tratado con lo peor de las tripulaciones que los surcaban.
Y así fue pasando el tiempo. Pero ocurrió que el dinero de nuestro extraño huésped se acabó, y él no hablaba en absoluto de marcharse. Y si casualmente llegaba a sus oídos alguna alusión al dinero que nos debía, su reacción era terrible, resoplando fuertemente, como si nos fuera a devorar a todos.
Mi padre estaba ya enfermo con aquella enfermedad que había de llevarle a la tumba y nuestro médico, el doctor Livesey, le visitaba todos los días. Una vez que estaba reconociendo a mi padre, vinieron a buscar al doctor para que atendiera al capitán que había quedado inconsciente tras una de sus frecuentes borracheras. El doctor Livesey le reconoció y le prestó los auxilios que necesitaba y, una vez el capitán hubo recobrado el conocimiento, el doctor se expresó así:
—Es mi deber advertiros que, de continuar bebiendo como hasta ahora, no viviréis mucho tiempo.
***
Me es imposible recordar exactamente cuánto tiempo había transcurrido desde los hechos referidos, cuando vino a acontecer el primero de una serie de sucesos que habían de liberarnos para siempre de la ya familiar figura del capitán... para traernos unas preocupaciones todavía mayores.
Amaneció una mañana tan fría que la pequeña cala que desde el acantilado se dominaba aparecía blanqueada por la escarcha. Muy temprano, antes quizá que de costumbre, el viejo marino había tomado su catalejo y enfilado sus pasos por su derrotero de siempre. Rezongaba al andar, como si de su cerebro no se hubieran borrado todavía las palabras cruzadas con el doctor.
Estaba yo colocando la mesa donde el capitán, cuando regresara de su paseo, había de desayunar, cuando la puerta del mesón se abrió para dar paso a un individuo. Lo primero que me sorprendió fue que dos de los dedos de su mano izquierda faltaban por completo. En su cinturón se veía un gran cuchillo.
Me acerqué a él para preguntarle qué deseaba.
—Tráeme un vaso de ron —fueron sus palabras.
Yo me alejaba para cumplir lo que se me ordenaba, cuando, de pronto, el hombre me hizo señales para que me acercara.
—Anda, ven aquí —me dijo.
Y cuando estuve más cerca:
—La mesa que estás colocando, ¿es para mi amigo Billy?
Yo, ingenuamente, contesté que no conocía a ningún Billy, y que la mesa era para un marinero a quien llamábamos capitán.
—Oh, es lo mismo —dijo él entonces—. También le puede llamar así. El hombre al que yo me refiero es de modales muy finos, especialmente cuando se halla bien repleto de ron. Y una gran cicatriz surca su mejilla, su mejilla derecha... ¿No es así? ¡Claro! ¡Si ya lo sabía yo!... Dime, muchacho: ¿dónde se halla mi compañero?
—No está en casa. Ha ido a dar un paseo.
—¿Hacia qué parte?
Señalé el acantilado, añadiendo:
—No creo que tarde mucho en venir a desayunar.
—Le aguardaremos, entonces—dijo el