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Embustes, mentiras y fruta escarchada
Embustes, mentiras y fruta escarchada
Embustes, mentiras y fruta escarchada
Libro electrónico300 páginas4 horas

Embustes, mentiras y fruta escarchada

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Información de este libro electrónico

Un cúmulo de calamidades empujan a Consuelín a mudarse cerca de su hijo, en Valencia. Allí, lo que comenzó siendo un inocente coqueteo con Curro Losada, se convierte en un maravilloso romance.
Por fin, el día de reyes, Consuelín presenta a su novio a la familia, sin sospechar que, el azar, o quizá la voluntad de Dios, será quien determine a quién le toca la porción de roscón envenenada.
Nuestra protagonista nos irá desvelando los embustes y las mentiras que ayudaron a encubrir al autor de tan insólito crimen. La astucia y la valentía de Consuelín la llevarán a esclarecer el enigma de la fruta escarchada.
Embustes, mentiras y fruta escarchada es la última entrega de la serie Razones, Causas y Mentiras. En este nuevo título, Paco Pomares, con su enorme capacidad de fabulación y su gran sentido del humor, nos cuenta historias que, alejadas de los convencionalismos literarios, se mueven entre lo cotidiano y lo esperpéntico.
IdiomaEspañol
EditorialObrapropia
Fecha de lanzamiento25 oct 2019
ISBN9788417614584
Embustes, mentiras y fruta escarchada

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    Embustes, mentiras y fruta escarchada - Paco Pomares

    embustesmentiras@gmail.com

    Agradecimientos

    Mi más sincero agradecimiento a Cruz Ferrando y María Nácher, que han realizado la corrección formal y de estilo, además de ayudarme a enmendar pequeñas inconsistencias e incoherencias de la obra. Sin ellas estoy perdido.

    Dedicado a mis padres y a mi hermano, que me han visto crecer.

    Índice

    Agradecimientos

    Índice

    Al lector

    Primera parte: Albacete, mejor, vete

    Mi damián y el dorito

    El camión de la mudanza

    Todos a Valencia

    Segunda parte: La fruta escarchada

    Cerdo agridulce

    Las pecadoras

    Las clases de inglés

    Mi cita con Curro

    La fruta escarchada

    Tercera parte: Embustes y mentiras

    La mentira de Mariano Morcillo

    La mentira de Evaristín

    La mentira de Clara Asunción Castro

    Los embustes de Angelita Pérez

    La mentira de Javier, el filósofo

    La mentira de Curro Losada

    Embustes y mentiras de Jacinto

    Cuarta parte: Bien está, lo que bien acaba

    La alegría de vivir, otra vez

    Al lector

    Embustes, mentiras y fruta escarchada es la última entrega de la colección Razones, Causas y Mentiras. Los libros que la forman son independientes entre sí. Es decir, cada uno de ellos narra una historia diferente, que se cierra con su propio desenlace. Por lo tanto no hace falta leer los demás para disfrutar de cada uno de ellos. No obstante, las historias comparten algunos de sus personajes. En la columna libro del cuadro adjunto, podemos saber en cuál aparece cada uno de ellos.

    1 Castillos en la arena (relato no publicado)

    2 Razones para matar a un frutero

    3 Las causas de la muerte de una fallera

    4 Embustes, mentiras y fruta escarchada

    Para los que, como yo, únicamente pretendemos pasar un buen rato con la lectura, la lista debe considerarse como algo anecdótico y entretenido ya que, en realidad, no está hecha para ser consultada, sino disfrutada en sí misma. No obstante, para los lectores curiosos, el listado podría resultar una herramienta de consulta muy útil en cualquier momento de la lectura.

    Primera parte:

    Albacete, mejor, vete

    Mi damián y el dorito

    Cuando llegué a casa noté un silencio incómodo. Seguí a lo mío sin entender lo que pasaba, hacendosa de aquí para allá. Me parecía que la nevera hacía más ruido de lo normal. Tic-tac, se oía incluso el mecanismo del reloj de la cocina. ¡Tú no vas a ninguna parte!, pude oír con claridad que le decía la vecina de al lado, Ramona, a su Mariloli, intentando no perder los nervios. ¡Pero, si a todas les dejan!, se lamentaba la niña amargamente, echándose a llorar. Aquí pasa algo, pensaba yo inquieta, mientras me sorprendía escuchando al del segundo tirando de la cadena. ¿No estaré tísica?, me pregunté angustiada. Al otro lado del tabique Ramona camufló una discreta flatulencia entre la carraspera. He dicho que no y es que no, ¡y no se hable más!, le salió a la mujer el tono autoritario, una vez aclarada la garganta. Quizá tenga superoído, discurrí esperanzada. Me contó Silvia, la enfermera, que a veces pasa. Que es cosa de la radiación. ¡Ay, Dios mío!, si va a ser eso…. Qué casualidad que hacía un par de días me había pasado por el hospital…

    Casi estaba convencida de mi audición sobrenatural cuando fijé mi atención en la jaula del canario. De repente comprendí. El silencio, sí. Eso era. ¡Odo! ¡Dorito ha volado!, exclamé en voz alta. Estaba tan acostumbrada a los cargantes cantos del pájaro, que el silencio me resultaba desconcertante. Qué belleza, decía mi marido, intentando hacerme apreciar la variedad de notas, tonos y ritmos del maldito canario. Qué coñazo, pensaba yo, sin atreverme a expresar mi opinión en voz alta. No sé qué le hacía tanta gracia al condenado animal, para estar siempre tan contento. El día en que mi marido se presentó con la jaula en casa, no fui capaz de intuir lo que se me venía encima. Tira, si así el hombre es feliz, me conformé, tampoco hace daño a nadie. Para un capricho que tiene… Pasado el tiempo se hizo más que evidente que mi Damián quería más al pájaro que a mí. Cuando entraba en la cocina se acercaba directamente a la jaula, como si yo fuera invisible, para hacerle al bicho un sinfín de zalamerías. Ya me tiene harta, pensaba yo cabreadisma muchas veces, fantaseando con meter al pájaro en la picadora. Un, dos, tres, ¡Ea!, a hacer puñetas. Pobre animal, ¿qué culpa tenía él de que mi marido no me hiciera ni caso?

    ¿Quién me iba a decir a mí que un día iba a echar de menos al pajarraco? Lo curioso es que la puertecica de la jaula estaba abierta. ¡Dorito! ¡Dorito!, lo busqué por toda la casa como una tonta, pensando que se había escapado. Miré debajo de las camas, de los sillones, hasta detrás de la nevera. Ni rastro del canario. No se me ocurrió pensar que podía ser cosa de mi marido, que se lo hubiera llevado a alguna parte. Qué disgusto se va a llevar… Solo espero que no me eche a mí la culpa. En ese mismo momento se abrió la puerta de casa. Damián no se quitó los zapatos, ni se calzó las zapatillas de ir por casa. Tampoco dejó la mariconera en el aparador, ni las llaves en su sitio. Se dirigió directamente a la cocina con paso seguro, sin arrastrar los pies como solía, hasta aparecer en el umbral, con el pelo alborotado, como si viniera huyendo. Sin mediar palabra se plantó frente a la jaula del Dorito pero, esta vez, supongo que, al no encontrar al canario enjaulado, dejé de ser invisible y se volvió hacia mí con cara de sorpresa, como si me acabara de conocer. Con una expresión de sinvergüenza que yo no le conocía y sin que le preguntara nada, confesó: yo no he sido.

    En un momento, mi Damián me levantó en el aire con un brío inesperado para sentarme en la bancada. Me bajó las bragas y me abrió las piernas con ardiente deseo. Pero, antes de desaparecer entre el vuelo de la falda se me quedó mirando un instante, con un aspecto de chuloputas que llegó a asustarme. Era tal mi desconcierto que, en vez de dejarme llevar por la insólita lujuria, no paraba de darle vueltas al asunto. Pero bueno, ¿qué le ha dado a este hombre?, me preguntaba mientras que mi marido hacía sus tejemanejes entre mis muslos. Se hartó por fin de humedecer el terreno baldío y se dispuso a sacársela con urgencia, ya que daba la impresión de que aquello le iba a reventar. Entre tanto zarandeo, de aquí para allá, me abrazó con tremenda pasión y me besó en la boca, como se besan los amantes. Aprovecha Consuelín, me dejé por fin llevar por el momento, que esto solo pasa una vez en la vida. Damián me arrancó la ropa y me lamió el cuerpo entero, con el ritmo calculado para evitar que me derritiera. No le faltó a mi marido ni vigor ni entusiasmo para hacer las cosas bien hechas hasta el final. Perdí la noción del tiempo, un par de quilos y casi el conocimiento de tanto revolcón. Acabamos los dos gritando como posesos, sin importarnos que la finca entera nos estuviera escuchando.

    Al poco tiempo coincidí con la Ramona y Mariloli en el ascensor. La madre, siempre tan dicharachera, estuvo muy parca en palabras. Bien, bien, me contestó sin darme más detalles cuando le pregunté como estaba. No sé si era cosa mía pero me daba a mí que desde el escandaloso polvo me miraba con otros ojos. Yo creo que la mujer debió pensar que me traje un amante a casa que, ni ella, ni nadie era capaz de imaginar a mi Damián con semejante ímpetu. La hija, siempre tan risueña, no se atrevió ni a levantar la cabeza. No sabía qué decir, así que metí la pata y le pregunté: ¿al final te deja la mamá quedarte a dormir en casa de tu amiguita? Mariloli, pensando que la ocasión podría ser propicia, se arrancó en el llanto. Buaaaa… Hija, es que tu también…, me regañó la Ramona mientras sacaba a la niña a estirones del ascensor.

    Para ser honestos, aunque así contado se pudiera pensar que el numerito fue una gran cosa, en realidad no fue nada del otro jueves. Al fin y al cabo, ¿quién no lo ha hecho alguna vez en la cocina? ¿Quién no se ha abandonado al placer, gritando a voz en cuello en la intimidad de su hogar? Este tipo de apareamiento entraría dentro de lo normal en cualquier pareja, más o menos convencional. Sin embargo, para la nuestra era más que insólito. Casi diría que inconcebible. ¿Qué se había tomado este hombre, Dios mío? Mi Damián había sido siempre un soso, de esos que no tienen sangre en las venas. De recién casados era yo la que me descaraba. ¿Follamos? Bueno, contestaba él, resignado. Yo creo que los coitos eran tan deprimentes para él como para mí. No es que tuviera problemas para empalmarse, pero la monotonía hacía eternos los minutos y nos llegábamos a aburrir. Al principio me esmeraba intentando sacar el máximo partido pero, poco a poco, me fui haciendo a la idea de que el asunto no daba más de sí. Perdido el interés por ambas partes, las relaciones se fueron haciendo cada vez más esporádicas, hasta llegar a ser anecdóticas. De hecho, siempre he pensado que mi marido perdía aceite. Por eso le insistí tanto a mi Juanjo para que saliera del armario, que desde bien niño ya se le veía la retirada, venga a peinar a sus muñecas. Mi Damián fue siempre muy formal, muy sensato, muy responsable y muy prudente. Supongo que por eso siempre hizo lo que se supone que un hombre debe hacer, aunque sin salirse del tiesto. Hasta el día en que desapareció el canario de nuestras vidas. Desde entonces la cosa cambió. De hecho todo cambió. Ya nada volvió a ser lomismico.

    Me han despedido del curro por bajo rendimiento, me soltó Damián a bocajarro, mientras se subía los pantalones. Su cara no era de pena, ni de culpa, ni de angustia ante un futuro incierto sino que, hubiera jurado, que de provocación, con una chulería que me amedrentó. Sin más explicaciones, desapareció, dejándome atontada, como si me hubiera dado un golpe en la cabeza. Por un momento me pareció que no había suelo en la cocina, porque no era capaz de permanecer en pie. ¿Quién era el hombre que acababa de marcharse? A partir de ese día, mi marido salía de casa más que entraba, puesto que me sorprendía despidiéndose, sin haberle visto llegar. Al principio pensaba que se debía sentir angustiado, que andaría el pobre desesperado, de un lado para otro arreglando los requilorios y buscando un nuevo trabajo. Lo disculpaba, sin querer darme cuenta de que el dócil y desaborido Damián con el que me casé ya no existía. El nuevo era como esas bestias de las que había oído hablar muchas veces a las vecinas, que son tan difíciles de atrapar. Luego se quejan, pensaba yo. No se dan cuenta de que aunque se empeñen en domesticarlos y los tengan enjaulados, sus maridos no han dejado de ser unos salvajes. ¿Por qué no lo dejáis estar? Le preguntaba yo a la Nati, sin entender tanto sufrimiento innecesario. A veces me entran ganas, no te creas que no…, me respondía la pobre mujer sin ningún convencimiento, sabiendo que en cuanto el hombre se empeñara volvería a mojar las bragas. Qué fácil es ver al toro desde la barrera… Ahora que me había tocado a mí la perla, no me parecía tan sencillo. Prefería inventar cualquier tontuna para justificarlo.

    Mira, te he traído un perrito, me sorprendió otro día mi Damián, para que no eches tanto en falta al canario. Lo dijo en el justo momento en que el animal soltaba en la alfombra del salón un caldo fétido y remataba la faena orinando en la pata de la mesa. Enseguida, como si se tratara de un trueque, perro por polvo, mi marido se bajó los pantalones y lo hicimos en el sillón relax. Se ve que el animal se puso nervioso con el tema de la adopción y le entró un cólico, así que mientras mi Damián me tenía espatarrada en el que, hasta hacía pocos días había sido el mueble estrella, el perro casi se deshidrata. Fue el pestazo lo que al fin me hizo

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