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De ambiguitate
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Libro electrónico906 páginas14 horas

De ambiguitate

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Nos encontramos ante una novela histórico filosófica en la que el autor, Giuseppe Cafiero, nos muestra la sociedad europea de mediados del siglo XVII. En ese momento, España y Francia protagonizan la batalla de Rocroi, enmarcada durante la guerra de Los Treinta Años que acabaría involucrando a gran parte de los países centroeuropeos.
A través de los personajes principales viviremos las luchas de poder por el liderazgo de la Iglesia Católica: se ha muerto Urbano VIII y las diplomacias de cada país trabajan para elegir a un sucesor que defienda sus principios. Por otro lado, en estos años La Inquisición muestra su cara más feroz.
A través de unos personajes bien definidos que representan, además, los estamentos de poder de la sociedad de la época, el lector viajará por todos aquellos lugares que marcaron el rumbo e influyeron en la Europa en conocemos hoy en día.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 dic 2019
ISBN9788468541105
De ambiguitate
Autor

Giuseppe Cafiero

Giuseppe Cafiero is a prolific writer of plays and fiction who has has produced numerous programs for the Italian-Swiss Radio, Radio Della Svizzera Italiana, and Slovenia's Radio Capodistria. The author of ten published works focusing on cultural giants from Vincent Van Gogh to Edgar Allan Poe, Cafiero lives in Italy, in the Tuscan countryside.

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    De ambiguitate - Giuseppe Cafiero

    DE AMBIGUITATE

    Giuseppe Cafiero

    Traducción de M. Marín Ramírez

    © De Ambiguitate

    © Giuseppe Cafiero

    © Traducción de M. Marín Ramírez

    ISBN papel: 978-84-685-4108-2

    ISBN ePub: 978-84-685-4110-5

    Impreso en España

    Editado por Bubok Publishing S.L.

    equipo@bubok.com

    Tel: 912904490

    C/Vizcaya, 6

    28045 Madrid

    Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

    Nota del traductor

    Traducir una obra de Giuseppe Cafiero no es nunca un trabajo fácil, traducir De Ambiguitate ha sido una verdadera empresa llevada a cabo durante varios meses, en los que la vida junto a Orso di Calvo no siempre ha transcurrido serena.

    Confieso que he tomado la iniciativa de sugerir al autor la eliminación del uso del latín en las oraciones y en los versículos de la Biblia, alegando el escaso conocimiento que la mayor parte de los lectores de habla hispana tiene de tan noble idioma, familiaridad que es mucho mayor en Italia por obvias razones. Sé, y asumo mi responsabilidad, que la novela pierde así una parte considerable de su aspecto arcaico, áulico, solemne, al mismo tiempo que resulta menos claro el carácter de separación que el uso de dicha lengua, por parte del autor, pone en evidencia entre la sociedad culta y el pueblo; entre hombres y mujeres. Pero la idea de obligar al lector a consultar continuamente las notas, para comprender frases o pasajes que probablemente conoce en español me parecía sumamente injusta. Para subsanar, en lo posible, las consecuencias de esta pérdida he considerado pertinente mantener la escritura en cursiva.

    Esta decisión ha supuesto una disminución considerable de las notas a pie de página, que aun así son abundantes y, muchas de ellas, imprescindibles para la comprensión del relato.

    Sin embargo, ante el dialecto napolitano no he resistido a la tentación de hacer llegar una lengua tan singular a quienes no la conocían y he vuelto a recurrir, en la mayor parte de los casos, a la traducción en las notas, mea culpa.

    Para la Divina Comedia he usado la versión de Ángel Crespo; a menudo se pierde la musicalidad de los versos de Dante, pero en mi opinión es la mejor.

    Quienes conozcan a Giuseppe Cafiero ya sabrán cuánto es compleja su forma de narrar y su lenguaje, he intentado ser lo más fiel posible al autor y ha sido arduo.

    He amado este libro, espero que ustedes también lo hagan.

    Índice

    I

    1. NON OMNES SANCTI QUI CALCANT LIMINA TEMPLI

    2. PROBA EPISTULA FACILE EMPTOREM REPERIT

    II

    1. TANTUM SCISMUS QUANTUM MEMORIA TENEMUS

    2. FIDUCIA PECUNIA AMITTIT, DIFFIDENTIA VERO SERVIT

    3. PATER MENDACIORUM DIABOLUS EST

    4. SEMPER INIQUUS EST JUDEX QUI AUT INVIDET AUT FAVET

    5. PERFER ET DOLEA

    6. MUSICA ET MORS

    7. FRAUS IN AUCTOREM RECIDIT

    III

    IN ACIE VERSARE

    IV

    CIRCUMDEDERUN ME DOLORES MORTIS

    V

    CUM MORTE LUDERE

    VI

    RELIQUIAE COMMENTARI PEREGRINATIONIS

    VII

    1. AN VDRÈ UN FRÈ DI SÈRUV IN T’LA NAIV

    2. AN S’PÒL ANDÈR IN PARADIS IN CARÒZA

    3. COM PIÒ LA S’AMASDA PIÒ LA POZZA

    4. AVAIR UN PÀ A MÒI E CH’L’ÈTER IN T’L’ACQUA

    VIII

    L’ACQUA FA MARZIR INFÈNNA I FONDAMÈNT

    IX

    1. È ‹NA BBELLA JURNATA E NISCIUNO SE ‹MPENNE./ A’ SERA SO’ BASTIMIENTI, A’MATINA SO’ VARCHETELLE./ CU ‘O FURASTIERO, ‘A FRUSTA E CU ‘O PAISANO ‘ARRUSTO./ CHI TÈNE MALI CCEREVELLE, À DA TENÈ BBONI CCOSCE./ ‘O TURCO FATTO CRESTIANO, VO’ ‘MPALÀ TUTTE CHILLE CA GHIASTEMMANO./ MUNTAGNE E MUNTAGNE NUN S’AFFRONTANO.

    2. FATTÈLLA CU CHI È MMEGLIO ‘E TE E FANCE ‘E SPESE./ A’ PPRIMMA ENTRATURA, GUARDATEVE ‘E SSACCHE!/ CHI ‘A FA SPORCA, È PRIORE./ ‘O PESCE GRUOSSO, MAGNA ‘O PICCERILLO./ FATTE ‘NA BBONA ANNUMMENATA E VA’SCASSANNO CHIESIE.

    3. CU ‘O TIEMPO E C ‘A PAGLIA MATURANE ‘E NESPOLE./ LL’ABBATE TACCARELLA./ ESSERE D’’O BETTONE./ SIGNORE ‘E UNU CANDELOTTO./ ‘O CONTE MMERDA ‘A PUCERIALE.

    4. QUANNO SI’ ‘A ‘NCUNIA, STATTE; QUANNO SI’ MARTIELLO, VATTE.

    5. ‘A TONACA NUN FA ‘O MONACO, ‘A CHIERECA NUN FA ‘O PREVETO, NÈ ‘A VARVA FA ‘O FILOSOFO./ T’AMMERETAVE ‘A CROCE GGIÀ ‘A PARICCHIO./ ‘O FRIDDO ‘E BBUONE ‘E SCUTULÈA, E ‘E MALAMENTE S’’E CARRÈA./ ASTIPATE ‘O PIEZZO JANCO PE QUANNO VENONO ‘E JIUORNE NIRE./ ESSERE ‘NA PIMMICE ‘E CANAPÈ.

    6. MONECA ‘E CASA: DIAVULO ESCE E TRASE, MONECA ‘E CUNVENTO: DIAVULO OGNI MUMENTO./ MEGLIO ‘NA MALA JURNATA, CA ‘NA MALA VICINA./ HA PERZO ‘E VUOJE E VA CERCANNO ‘E CCORNA./ ‘A CORA È ‘A CCHIÙ BRUTTA ‘A SCURTECÀ./ PARÈ ‘O MARCHESE D’’O MANDRACCHIO.

    7. AGGIU VISTO ‘A MORTE CU LL’ UOCCHIE./ SI ‘A MORTE TENESSE CRIANZA, ABBIASSE A CHI STA ‘NNANZE./ ABBRUSCIÀ ‘O PAGLIONE./ ‘O CANE MOZZECA ‘O STRACCIATO./ ASCÌ ‘A VOCCA D’ ‘E CANE E FERNÌ ‘MMOCCA Ê LUPE.

    8. NUN TE DÀ MALINCUNÌA, NÈ PE MALU TIEMPO, NÈ PE MALA SIGNORIA./ ‘O DIAVULO, QUANNO È VVIECCHIO, SE FA MONACO CAPPUCCINO./ CHI TÈNE ‘O LUPO PE CUMPARE, È MMEGLIO CA PURTASSE ‘O CANE SOTT’ A ‘O MANTIELLO./ CHI RIDE D’’O MMALE ‘E LL’ATE, ‘O SSUJO STA ARRET’ A’ PORTA./ ZITTO CHI SAPE ‘O JUOCO!

    9. STATTE BBUONO A ‘E SANTE: È ZUMPATA ‘A VACCA ‘NCUOLLO A ‘O VOJO!/ CHI VA PE CHISTI MARE, CHISTI PISCE PIGLIA./ AMMORE, TOSSE E ROGNA NUN SE PONNO ANNASCONNERE./ ¡CANTA CA TE FAJE CANONICO!

    10. SE SO’ ‘NCUNTRATE ‘O SANGO E ‘A CAPA./ ‘A FORCA È FATTA P’’E PUVERIELLE./ SAN GENNARO MIO SCANZA A MME E A CHI COGLIE./ PURE LL’ONORE SO’ CASTIGHE ‘E DDIO./ CHI FA BBENE, MORE ACCIS.

    X

    I

    1. NON OMNES SANCTI QUI CALCANT LIMINA TEMPLI

    No todos los que pisan el umbral del templo son santos

    «Exurge domine et judica causam meam»,¹ solía repetir a menudo fray Alejo Mariano Muñoz, un austero dominico nacido en el suelo de Caleruega, perteneciente al Monasterio de Santo Domingo de Guzmán, ya que desde el año de gracia de 1233, el papa Gregorio IX había nombrado a los dominicos fieles regidores de los tribunales de la Santa Inquisición, por lo tanto, en su condición de requirente, fray Alejo Mariano Muñoz había llegado hasta tierras de Castilla con su capa negra y su amplia tonsura, con los lirios en la mano y una estrella en la frente para luchar contra sabidurías inicuas y, todas ellas, horriblemente insensatas.

    «Orden de los hermanos predicadores», efectivamente. Una antigua escuela. Recorrer el mundo con pensamientos ofuscados. ¿Cómo hizo Campanella? Los suyos eran solo aforismos. Nada más. Escritos con un vigor de mendicante: había que admitirlo. Con inusitado empeño. Recitarlos de memoria. Unos más a menudo que otros. ¿Y entonces? Era suficiente con recordar el primero: «Nadie puede ejercer el dominio sobre sí mismo y difícilmente uno solo puede ejercerlo sobre una única persona. El dominio, por lo tanto, requiere la reunión de muchos, a lo que se llama comunidad». ¿Qué clase de comunidad? Los había que deseaban solamente una humanidad bastarda. ¿Dominus et rex?² Dominus et inquisitor.³ ¡Efectivamente! Solo oscuros juegos. Enterrar pues la ciudad del sol. Una Civitas Solis idea republicae philosophica.⁴ ¿Y qué había sido del príncipe sacerdote dispuesto a forjar una ciudad circular? También una colina con siete murallas. Eran solo ilusiones visto que los fieles dominicos poseían todo el saber. Nunca debían compartirlo con los demás. Nadie, estaba comprobado, creía en los castigos divinos. Por el contrario, sí que creían en el alma. Tal vez por esta razón se habían vendido a un ordo fratrum.

    Fray Alejo Mariano Muñoz comenzó, entonces, a actuar impunemente para que fuese reconocido su papel de gran recurso y salvaguardia de la corona de Felipe IV que era rey de España, de Nápoles, de Sicilia y Cerdeña, de Castilla, de León, de Granada, de Toledo, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, del Algarve y de Algeciras, de Gibraltar, de las islas Canarias, de las Indias, de las islas y de la tierra firme del mar océano, señor de Molina, rey de Navarra, Señor de Vizcaya, duque de Milán, duque de Borgoña, señor de los Países Bajos, archiduque de Austria, conde de Habsburgo y del Tirol, rey de Hungría, de Dalmacia y Croacia, príncipe de Suabia.

    ¿El rey Felipe IV? El pintor de cámara, Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, nos lo muestra.

    El bigote con las puntas hacia arriba, luciendo su melena hasta los hombros. Poco agraciado, en verdad. Peter Paul Rubens lo pintó más favorecido. ¿Naturalismo barroco? No necesariamente. Solo una vieja manía aduladora. ¿Todos lo hicieron? El problema concernía a los pintores de corte. Títulos de la austera Inglaterra. Noblesse oblige. Magnificencia demostrativa. No dejarse llevar por las dudas. El labio de los Habsburgo. La mala oclusión de la boca. ¡Dios mío, qué estirpe! Una patología hereditaria. Malformación. Fonemas incongruentes y otras muchas deformidades. Velázquez no tuvo piedad. Era el 1623. Un retrato infamante.

    Fray Alejo Mariano Muñoz comenzó entonces a decidir, y lo hizo sin piedad, dónde se presentaban las condiciones prejudiciales para llevar a cabo las persecuciones que él juzgaba dignas de señalar. «Yo fui cordero del rebaño santo, que conduce Domingo por la senda que hace avanzar a quien no se extravía»,⁵ recitaba advirtiendo una y otra vez, mientras vagaba a través de locos caminos y estúpidas pasiones vejando, con innobles maldades, tanto a los heréticos e inocuos soñadores, como a los desatinados infames de herejías poco inmundas; lo mismo a hombres rudos que a mujeres incultas que lo importunaban con ideas y prejuicios, en ningún caso indecentes, pero todos ellos susceptibles de una investigación adecuada, por parte de quien estaba siempre dispuesto a mostrarse intransigente ante aquellas actividades que podían ser sospechadas de presunta herejía.

    Nuevo index librorum prohibitorum. Bula de verdades absolutas: dominici gregis custodiae, 1564. Un concilio que ya había quedado atrás. Credo tridentino. Obediencia. Suprema autoridad papal. Incuestionable, pues, cualquier acción que la Autoritate Santissimi D. N. Pij. III Pont. Max hubiese aprobado. Gracias a tales premisas, Fray Alejo Mariano Muñoz empezó a desempeñar muy pérfidos oficios en una tierra en la que podían sobrevenir anhelos y vitalidades perversos. Demasiado modernos. Por lo tanto, bárbaros. Tierra amada también. Como padre inquisidor y fiel cumplidor de los sagrados preceptos, fray Alejo Mariano Muñoz consideró oportuno mantener incorrupta la tarea que le había sido encomendada. Comenzó a obrar, siempre y con perenne vigilancia, alrededor de todo aquello que indicara pérfidos entendimientos, más aún si se trataba de apostasías propuestas a través de libros, correspondencia, epistolarios o correos, ya fuesen numerosos o únicos. Omni tempore et quamquam.⁶ Se prestó pues, con solicitud, a expulsar o a dar muerte a los hombres infieles o de fe incierta. Llegó a privarles de la vida. Seguramente lo hizo de sus rentas, de sus legados y de los ingresos de inmuebles y terrenos.

    Fray Alejo Mariano Muñoz se empeñó también en alejar, por las molestias y engorros que procuraban a todos los creyentes, a los obscenos gitanos, a los repugnantes mendigos y a la gentuza de tez oscura, desaciéndose de ellos sin piedad alguna. Empezó, pues, a actuar de manera que encontrasen impedimentos para recorrer o establecerse en cualquier santa región del catolicismo y, si se daba el caso de que fuesen atrapados, estos gitanos, mendigos y negros debían ser explotados de la manera más conveniente, con brutal perfidia, como remeros en las galeras enviadas a combatir contra los infieles. Recordó, sin embargo, con una íntima recriminación al «santo negro Rosambuco de la ciudad de Palermo».⁷ Etíope y de raza bantú. Un santo de piel oscura y, sin embargo, idolatrado. ¿Maxime proferre dicionem?⁸ Benedicto de Palermo.⁹ Veneración negra y cristiana que era profesada también en España. Hijo de esclavos y santo servidor. Polisemia. «Benedicite, benedicite», murmuró entonces fray Alejo Mariano Muñoz. Recordó, con satisfacción, que el comercio de los esclavos era dirigido por los protestantes. ¿Se podía confiar en ellos? Reivindicar necesariamente la propia fe. Fray Alejo Mariano Muñoz se tranquilizó deseoso, como estaba, de ser eficiente en el cumplimiento de su deber.

    Fray Alejo Mariano Muñoz consideraba, además, sobremanera indecorosas las infamantes vidas que conducían todos aquellos que desacreditaban las virtudes de la santa romana Iglesia y que proponían una existencia poco cónsona con la buena cristiandad. Deseaba, en el fondo, favorecer a una nación que fuese digna de ser honorada por aquello que costituía su espíritu más profundo, nam et in primis,¹⁰ era una devotísima, santísima y decididamente ortodoxa tierra. Reiterar, como santa prioridad, los ostentados privilegios del clero, reafirmar la jurisdicción de los clérigos destinados al control de las verdades religiosas, reforzar las venerables prerrogativas reservadas a la santa romana Iglesia. Sostener también el valor de los milagros. Estaba convencido de que, si los recordaba en su totalidad, le habrían preservado de pensamientos oblicuos y le habrían ayudado a ejercer su santa misión. Tierra madre, tierra milagrosa. España hela aquí. Y milagro confirmado hubo, ya que en 1640 al mendigo Miguel Juan Pilar volvió a crecerle una pierna mutilada. Y en 1602 el cuerpo de fray Sebastián de Aparicio, tras dos años de sepultura, fue hallado «bello, fresco, oloroso y con sangre bermeja».¹¹ Y la Virgen María bajó del cielo para ofrecer en sueños una casulla a San Ildefonso que había defendido su virginidad y tanto había obrado para celebrarla en diciembre. Y había muchos más que rememorar despacio, para el propio uso y dilecto, los había infinitos.

    Aptitudes estas a las que fray Alejo Mariano Muñoz prestaba mucha atención. Llevaba a cabo pues, de la mejor manera posible, las santas disposiciones ordenadas y establecidas con fecha del primero de noviembre de 1476 por Sixto IV, el papa de la bula «Exigit Sincerӕ Devotionis Affectus». Nombrar inquisidores. Con licencias ilícitas poder apropiarse, sin ningún compromiso, sobre todo de los bienes de los descreídos y especialmente de aquellos pertenecientes a los judíos, que eran los más cuantiosos. ¿Acrecentar el tesoro dejado por Paolo II? Cincuenta y cuatro copas de plata cuajadas de perlas por un valor de trescientos mil ducados. Piedras preciosas por un valor de trescientos mil ducados. Centenares de millares de ducados en oro. Sixto estuvo respaldado por una peculiaridad toda española. Respetar con gran orgullo un more ispanico que había sido establecido por voluntad suprema y con la santa bendición de Isabel I de Castilla o Isabel la Católica. Fernando Valdés y Salas, fanático inquisidor, solerte acusador de conversos, moriscos, erasmianos y luteranos, había redactado los ochenta y un capítulos de un manual inquisitorio contra la depravación herética y la apostasía en todos los reinos y señorías en los que era soberana la ley hispánica.

    Fray Alejo Mariano Muñoz recorría las tierras de Castilla encargado de atajar cada obtusa desfachatez y cada ofensiva inquietud, gracias a una investidura solemne que lo había bendecido cum magna ratione loquendi. «Nos, por misericordia divina Inquisidor General, confiando en vuestros conocimientos y en vuestra recta conciencia, os nombramos, constituimos, creamos y delegamos inquisidores apostólicos contra la depravación herética y la apostasía en la Inquisición de Castilla y os concedemos el poder y la facultad de indagar a cualquier persona, hombre o mujer, viva o muerta, ausente o presente, de cualquier clase y condición, que fuese culpable, sospechosa o acusada del crimen de apostasía y de herejía y sobre todos a los autores, defensores y fomentadores de las mismas».¹²

    Fray Alejo Mariano Muñoz había comenzado pues a disfrutar de todos los privilegios que le eran propios para poder estar presente con finalidades indagadoras, aunque solo fuera por fatuo capricho o por pérfidas intenciones, allí donde consideraba que era necesario estar inderogablemente, illo loco, para infligir el justo castigo o los vulgares agravios, aunque solo fuese por razones oblicuas, confidenciales y de seguro provecho para la Sancta Inquisitio o para los catolicísimos soberanos. Viajó por disparatadas comarcas recibiendo hospedaje y comida de balde, como una incumbencia debida al grado adquirido por méritos gratuitos y ciertamente viciados por los sucios trapicheos típicos de una ambiciosa y rigurosa camarilla. De vez en cuando interrogaba instintivamente la propia conciencia repleta, a menudo, de rencorosas enseñanzas y de una filosofía rígidamente eclesiástica. Comenzó a escrutar cada ángulo de aquella tierra, cada monumento o suceso, e incluso cada personaje que encontraba, como a la manifestación ambigua de pensamientos y aptitudes heréticos. Como si fuesen un enigmático juego entre la realidad contingente y una realidad filosofada, acompañadas por un palabrerío de ideas estrafalarias y de reflexiones retorcidas y descreídas.

    En virtud de los privilegios que le habían sido acordados por su grado y por su función indagadora y punitiva, fray Alejo Mariano Muñoz empezó a llevar, y a usar, las armas de ofensa con descarada desenvoltura. Comenzó luego a regodearse del propio infame derecho, que lo sustraía en cualquier momento y circunstancia, fausta, infausta o sumamente enojosa, de cualquier prerrogativa de la justicia secular. Él podía y podía aún más. Nada le impedía, por ejemplo, ya fuese por capricho, por gusto o porque le venía en gana y según su costumbre o su voluntad, aplicar penas o tormentos a quien tuviera la desgracia de importunarlo. Incluso solo de contradecirlo, con razón o sin ella, en las disputas teológicas o de impedirle una precedencia de paso o de negarle una reverencia con la arrogancia del justo. Apartarse de su camino. Simplemente concederle las pleitesías que le eran debidas. Sin pronunciar ocurrencias. Gracias al hábito, es cierto, y más aún a las armas. La justa disuasión. Missio ad gentes.¹³ Ratificar acciones y propósitos en el nombre y por cuenta de la santa romana Iglesia. ¿Incluso con un puñal de doble filo o con un bastón en ristre? La razón del más fuerte en el credo. ¿Ab irato aut crimen laesae maestatis?¹⁴ Gestos, pues, que podían ser escandalosamente oportunos. Jamás caer en la censurable desaprobación de un hombre del Santo Oficio. Acostumbrarse a su inapropiado merecimiento. Incluso a brindarle una devota legitimidad. Respetar las devociones y la fe. Y también sus arrogancias inusitadas, despropositadas.

    Fray Alejo Mariano Muñoz señalaba entonces con el signo de una cruz a quienes no se sometían a su paso. Por delante y por detrás. Contraseña marcada. De un color muy parecido al azafrán. Así se les podía distinguir sin perplejidades ni dudas. Sin perplejidades ni dudas se tenía el derecho, otorgado y sentenciado por una santa mano, de herirles llegando incluso hasta la muerte. De conducirlos, queriendo, hasta oscuras mazmorras o de exponerlos despreciablemente, cuando se sintiesen grandes deseos, a la vergüenza pública en el cepo, para luego entregarles a la hoguera, a perversas torturas o a la marginación dentro de la mísera comunidad a la que pertenecían.

    El austero dominico anduvo por tierras de Cataluña para ver los autos sacramentales:¹⁵ «Alma de Cristo, santifícame./ Cuerpo de Cristo, sálvame./ Sangre de Cristo, embriágame./ Agua del costado de Cristo, lávame./ Pasión de Cristo, confórtame», y se acostumbró, de buen grado, a las representaciones de las alegorías de la gracia, del gustar, del pecado, del dolor y de la belleza para que fuesen explicadas, de la mejor manera, las virtudes sacramentales. «Ordéname que venga a ti a alabarte junto a tus santos,/ por los siglos de los siglos. Amén, amén, amén».

    Recitar aquella oración tras la comunión eucarística. Una indulgencia, seguramente. Había sido por voluntad del papa Juan XXII. Pero había también una inscripción que sostenía tal escrito. Allí, sobre una de las puertas del Alcázar de Sevilla. ¿Por obra de Pedro I de Castilla? Pedro el Cruel, el Justiciero. Incluso Ignacio de Loyola intentó atribuirse el mérito. ¿Fue un ejercicio espiritual? ¿Por qué no recordar la segunda carta de Pablo a los tesalonicenses: «… los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de Nuestro Señor Jesucristo… ¿sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder?».

    Fray Alejo Mariano Muñoz anduvo por tierras de Cataluña mientras creyó pertinente y propicio dedicarles la adecuada consideración. También puso su oportuna atención en aquello que le pareció interesante. Con finalidades recónditas, pero sobremanera pertinentes y de comprobada fe. Quizás fue también por la voluntad de atraer, con la magnificencia de milagrosas solemnidades y celebraciones, a quienes recorrían caminos inapropiados ya que, a menudo, detestaban, por encima de todas las cosas, las celebraciones fastosas y las solemnes procesiones. «Y este es el amor, que andemos según sus mandamientos. Este es el mandamiento: que andéis en amor, como vosotros habéis oído desde el principio».¹⁶

    Sobre todo, cuando se está a punto de dejar este mundo. Fue Urbano IV quien lo estableció con una bula. Para el Corpus Domini, efectivamente. ¿Y para ningún otro sagrado cuerpo? Solemnidad y solemnidad pues. Bastaba con confundir las aguas. Nadie conocía ni los ritos ni el latín. Repetir de memoria los recuerdos y las viejas enseñanzas de los ancestros. Balbuceos. Nada más. De padre a hijo. De madre a hija. Repetir cánones adquiridos. Simplemente exteriorizar la sacralidad de un misterio. Así pues, «estos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero. Por eso están delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo»¹⁷. Amito, alba, cíngulo, estola y capa pluvial. Las gentes caminaban detrás con amable resignación. Esperando una ayuda del cielo. Mientras tanto se mezclaban intenciones y se fortalecían voluntades. Comprender el fundamento de una historia que podía ser glorificada a través de la magnificencia de vocablos incomprensibles y con la determinación de gestos imponentes, oportunos, adquiridos con la experiencia. Incluso con extravagante inteligencia y excéntrico ingenio. Y al mismo tiempo, no permitir que se comprendiese lo que se estaba ofreciendo. Vetus ordo missae.¹⁸ Desde Trento llegaron precisas disposiciones. Fray Alejo Mariano Muñoz lo asumió con caluroso fervor. Obediencia. Textos litúrgicos para el oficiante. Ludica me. Salmo 43, 1: «Júzgame, oh, Dios y defiende mi causa, líbrame de gente impía». Luego vino el «kyrie eleison».¹⁹ Señor, ten piedad. Un triple dúo alternado. Inclinándose durante el «te igitur».²⁰ Aceptar el cuerpo y la sangre del hijo. Tenue el sonido de una campanilla. ¿De plata, verdad? Arrodillarse. ¿Ite? Arrodillarse de nuevo. «Domine, non suum dignus». Cumplir un sacrificio. Algún que otro bostezo reprimido. Oremus, oremus. Ite… ¡Ite!

    Sucedió pues que fray Alejo Mariano Muñoz, atento como estaba a las disposiciones tridentinas e intentando llevar, con gran solicitud, una vida concorde con tales voluntades de extrema obediencia, comenzó a prestar una prudente atención con impetuoso intuito a las celebraciones que, en ciertos lugares, se tenía intención de llevar a cabo para honorar a un hombre piísimo, que respondía al nombre de Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo. Había sido este, según se narraba en memorias confundidas por falsas verdades y por verdaderas falsedades, una persona que, desde sus inicios, se había doblegado, absolute, al sabio estudio de la doctrina, de la fe, de la ortodoxia. Sobre todo, había demostrado ser sumamente digno de una reconocida e impávida santidad. Efectivamente, había, semper, respetado el santo principio de no lavarse, ni siquiera cuando era necesario e impelente, para no mostrarse desarropado ante los extraños ni poder ver, él mismo, su propia desnudez. Tampoco se purgaba la boca con hierbas salubres o infusiones apropiadas que tamponasen los miasmas y hedores de sus encías podridas y purulentas. Ni quiso nunca practicarse a sí mismo una incisión sanadora detrás del cuello, bajo la nuca, en algo parecido a un grumo, una especie de superposición de minúsculos huesos que habría podido ser curada siguiendo las enseñanzas de cirugía expuestas en el tratado de Muguel de Fago De rara medicatione. De no haberse mantenido íntegro, tal y como siempre estuvo, aquel grumo, bien habría podido expulsar los hedores del cuerpo, inoportunos e improcedentes cuando se manifiestan en un adulto y que eran considerados una inconveniens praesentia, tal y como había escrito, con concienzuda e hipócrita sabiduría, Guillermo de Volterra en su volumen Codex medicorum, un manual ampliamente consultado en el arte de la cirugía.

    Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo, como el santo varón que era, jamás deseó los beneficios de odoramenta et unguenta, siendo su uso sumo pecado de orgullo y causa de tentación. «Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu»,²¹ amaba recordar a menudo, con orgullosa presunción. Aborrecía sin temor las esencias perfumadas ya que falsamente esconden el sentido de la existencia, destinada, cual glorioso último fin, a la muerte que sentencia la podredumbre del cuerpo. Deux erat vita. Vivir con gloriosa complacencia el lento declinar del propio cuerpo. «Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo».²² Y aún había más. Llegar hasta la última consecuencia. Hasta el envilecimiento. Que la muerte fuese resurrección. ¡Así es! Escatología. Y Lucas tuvo sumo cuidado al afirmar que «(ellos) ya no pueden morir, pues son iguales a los ángeles, y son hijos de Dios al ser hijos de la resurrección».²³ Puesto que «Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho».²⁴ Así se recordaba a la hija de Jairo, al hijo de la viuda de Naín y a Lázaro.

    Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo había hecho suyo el precepto que excluía de su cotidianidad la alimentación con carne, más o menos grasa, con huevos o con productos lácteos, para que su voto de abstinencia fuese, en verdad y solamente, una asunción de teológica finalidad. Nunca sucumbir al placer de infaustos y cautivadores manjares. Un nutrimiento impuro, ¡eso es lo que eran! Había que alimentarse con sustancias putrefactas, fermentadas, cuajadas. Sentarse en la mesa de una cruel vivandera. Viscosidad. Solitaria pasividad. El demonio vigilaba. Insanum exemplum.

    Aquel santo varón que fue Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo consideraba que, de tal manera, habría podido purificarse recurriendo a renuncias cada vez más extremas y alcanzando, a través de estas, una verdadera y ascética capacidad de superación y una sublime perfección. Ambicionaba, en resumidas cuentas, eliminar del propio cuerpo «todo excesivo y variado alimento… y mantener el intelecto vivo y todos los miembros fuertes y robustos».²⁵ Sobre todo para que tan drástica mortificación de la carne, fuese la vía más resuelta para ser conducido hasta el reino de los cielos.

    «Padre nuestro que estás en los cielos/ el pan nuestro de cada día dánoslo hoy./ Perdona nuestras deudas/ así como nosotros perdonamos a nuestros deudores./ No nos dejes caer en la tentación/ y líbranos del mal. Amén».

    Como todos los santos eruditos que ponían en práctica la consolatio peccatorum: «No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias».²⁶ Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo había cultivado la ambición y la voluntad de proteger enteramente el propio cuerpo de cualquier contaminación maléfica o tentación demoníaca con una espesa capa de suciedad la cual, infectando los alrededores con sus hedores putrefactos, lo había incluso acostumbrado, según afirmaba con desconsiderada pasión y radiante amargura, a ser consciente de que la muerte lo acompañaba siempre y no había que despreciarla ni temerla, ya que era el único y verdadero consuelo, si se prestaba oído a los doctos padres de la Iglesia, para alcanzar el eterno reposo. «Rèquiem aetérnam, dona mei, Domine, et lux perpètua lùceat mei. Requièsco in pace. Amen».²⁷

    Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo había decidido, por lo tanto, despreciar el agua para que su suciedad fuese una santa celebración con el único fin, a su parecer, de lograr la pureza del espíritu, lo que podía resumirse en una sana, ávida y repugnante cochambre que impedía a su cuerpo ser una presa deseable y rechazando, también, la solícita conveniencia con la cual, normalmente, se acepta todo aquello que puede parecer pulcro. Había pues una gran caridad en el hecho de excluir las oportunidades que podía ofrecerle la limpieza, la cual era, habitualmente, fiel aliada de la ilícita morbosidad del placer y de un goce que ofendían su fe, hecha de caritativas renuncias para mayor gloria de Dios. «Vade retro». Tentaciones satánicas: «panace lapsorum».²⁸ Y Mateo había afirmado puntualmente: «volviéndose (Jesús), dijo a Pedro: ¡Quítate de delante de mí Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres».²⁹ Era oportuno, entonces, recordar que «en verdad, Dios creó al hombre para que no muriera, y lo hizo a imagen de su propio ser; sin embargo, por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la sufren los que del diablo son».³⁰

    Para alcanzar tan excéntrico y hermético propósito, se había confiado la misión, sin incertidumbres ni preocupaciones, a fray Alejo Mariano Muñoz, quien como buen dominico, era una absoluta y reconocida autoridad capaz de actuar sin tardanza. Fray Alejo Mariano Muñoz comprendida la importante y seductora oportunidad de ser el exegeta que celebraría, con excesivos fastos y sorprendentes honores, la figura de Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo, asumió el encargo de ocuparse, sin escatimar energías, de la conmemoración de aquel santísimo varón y especificó que lo habría hecho con óptimos servicios y comprobados merecimientos. Recibido brevi manu³¹ el encargo, con sinceridad y sine mendacio³² y con digna imprudencia, consideró oportuno confiar, a su vez, misión y obligaciones a un hombre excelentísimo que respondía al nombre de Álvaro Cardito, para que pudiese, con una cierta y desacostumbrada autonomía, lógicamente bien controlada, dedicarse a aquella pomposa celebración finalizada, exclusivamente, a ensalzar la suprema gloria de aquel santísimo varón que respondía, precisamente, al nombre de Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo.

    Fray Alejo Mariano Muñoz comenzó entonces, con inoportunas y tercas obstinaciones y valiéndose de su cargo de peripatético inquisidor, a solicitar a don Álvaro Cardito, rector del Archivo Histórico y Secreto de las Escuelas Mayores de Salamanca, el cual era persona extremadamente culta y oportunamente versada, en conocimientos muy apropiados en el campo de las letras y de cosas afines, para que hiciese lo necesario, con juicio y con el debido mérito, a fin de que fuese celebrada, con una ejemplar glorificación, la figura ilustrísima de Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo.

    Fray Alejo Mariano Muñoz añadió luego, en su exhaustivo despacho a don Álvaro Cardito, con perentoria osadía y explicita intimación, la orden de llevar a cabo su cometido de la manera más satisfactoria posible, tal y como solía hacer y era su costumbre. Le aconsejaba, además, por no decir que le imponía con incauta determinación, que encontrara complicidades apropiadas y convenientes que le fuesen de ayuda para una misión particularmente delicada y confidencial. Una orden que podía parecer, a primera vista, escandalosa y, quizás, incomprensiblemente controvertida mientras, en realidad, no lo era absolutamente de haber tenido la oportunidad de conocer detalles e intrigas que, sin embargo, a don Álvaro Cardito no le fueron explicitados más de lo que era conveniente explicitar. Por tales restricciones y limitaciones, fray Muñoz, que tampoco había tenido la oportunidad de comprender en su totalidad lo que se pretendía darle a entender, se las ingenió, aun así, para organizar de la mejor manera, con el secreto adecuado y con algún que otro padecimiento, una fastuosa celebración en honor de Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo.

    Si con anterioridad, como pudo comprobar don Álvaro Cardito, el reverendísimo Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo había cosechado reconocidos méritos por parte de todas las autoridades: ya fuesen estas eclesiásticas o laicas, laicas o eclesiásticas y gracias también a alguna apremiante urgencia por parte de las autoridades eclesiásticas y reales, en la actualidad había sido ascendido noblemente casi hasta el honor de los altares gracias a logros no exentes, efectivamente, de sucesos vistosos, pretenciosos y requeridos, ya que se las habían arreglado para poder concederle un fundado e insólito trazo de credibilidad a su oscura figura. Tal vez debido a finalidades ignoradas por la mayoría de la gente, quizás por despreciables intenciones de conveniencia, quizás para elevar su figura a ejemplo, incluso usando frívolas y chapuceras estrategias, de buena fe y rectitud, para que las numerosas hordas de fieles se dedicasen a la devoción olvidando, gracias a la adoración hacia el santo varón, las tribulaciones de lo cotidiano.

    El rector Álvaro Cardito, que ambicionaba desempeñar cargos e incumbencias prestigiosas y de cierta autoridad, le había inmediatamente manifestado a fray Alejo Mariano Muñoz su propia disponibilidad para satisfacer las necesidades que fuese menester llevar a cabo organizando, en honor del reverendísimo Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo, una venerable y santísima procesión que habría debido acompañar desde San Martín, románica iglesia de Salamanca poco más allá de calle de la Rua, hasta la amurallada Ávila con sus torres, es decir hasta la catedral del Salvador esplendida y gótica, la obra insigne: «Imagines Sanctorum adversus infecta animalia sine incomodo lavationis, quae invereconda est»,³³ de la que era, precisamente, desconocido y modesto autor el reverendísimo Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo.

    El cual, mientras tanto, había sido elevado al honor de los altares gracias a una canonización pretendida por la Jurisditio Delegata (¿o quizás por obra indirecta de fray Alejo Mariano Muñoz? Juan Esteban Navarro y Torres lo afirmaba con convicción en su controvertida obra: La influencia de Don Muñoz en audaces decisiones doctrinales),³⁴ ya que es sabido que «el diablo viendo la tenacidad del hombre con un aullido se aleja» y teniendo en cuenta que el santo había entregado su propia existencia a Dios, según se rumoreaba, con demostrada fe y saña religiosa, en los corrillos de todas las iglesias de la región mientras se recitaban oraciones, salmos, himnos o gastados devocionales.

    El reverendísimo Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo tenía fama de santo ya en vida, según se susurraba en inoportunas controversias entre defensores y denigradores, porque había experimentado sobre sí mismo aquella digna inmundicia del cuerpo que lo santificaba más allá de cualquier sospecha. Jamás, efectivamente, había cedido ante la devoradora angustia de la desesperación cuando ávidos animalillos comenzaron a comerse sus carnes, entre pústulas purulentas y voraces picaduras. Una suciedad que lo había hecho harto famoso, hasta tal punto que era evitado con astutas mañas cuando ocurría que llegase a una ciudad o que vagase por terreros agrestes musitando súplicas y oraciones. Su fetidez, en verdad, apestaba tanto el aire que cualquier otro hedor, ya fuese humano o animal, era superado sin remedio.

    La obra suma de Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo: Imagines Sanctorum adversus infecta animalia sine incommodo lavationis, quae invereconda est, para tal ocasión, había sido encuadernada en dos tomos de piel marrón con grabados en oro por un peso de 150 libras. El blasón del Colegio de la Compañía de la Cruz en el centro (cruz dorada sobre campo verde coronado por el lema en bermellón: «Emblema Crucis»), flores de plata en las cuatro esquinas de las cubiertas con hojas, volutas y bellotas enriqueciendo el cincelado. Fileteado dorado en seco. Encuadernación italiana con contratapas en damasco de seda roja. Infolio hecho por Juan de Brocar impresor, Alcalá de Henares, cum ordine foliorum et emendandum³⁵ en las últimas cincuenta páginas del segundo tomo. Y todo ello para que hubiese un digno y esmerado testimonio de las turbaciones espirituales que habían afligido a Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo mientras era lastimado por aquellos infernales animalejos: abejas asquerosas, viborillas horripilantes, pulgas asesinas, polillas pestíferas, gusanos carnívoros, todos ellos, en realidad, diablos camuflados. Era esto lo que se rumoreaba entre chanzas, a veces burlándose descaradamente, en las congregaciones y santos lugares donde se practicaban, frecuentemente, exorcismos colectivos y lavandas con el turíbulo y el agua santa de las pilas de bautismo. Precisamente entre los antiguos muros de una iglesia románica que surgía en el camino entre Medina del Campo y Peñaranda, en las riberas del Zapardiel, llamado también: el río de las ranas.

    Una negra leyenda gobernaba aquellos lugares. Estaba relacionada, de hecho, con el río. Con el río precisamente. Que solo traía insalubridad. Un río insalubre. Aguas que no eran lavacro. Aguas inmundas. ¿Y el agua bautismal? Un viejo individuo que renace. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. La trinidad cristiana. Ya lo dijo Marcos. «El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado».³⁶ Bendiciones urbi et orbi. Medina era impura. ¿Qué hacer entonces? Medina del Campo estaba infectada, se decía. Ciénagas y aguas pantanosas, pero también maldiciones por cada gota de agua. Ningún bautismo. ¿In Nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti? La vaguada estaba podrida, se decía. Nauseabundos olores con todas sus consecuencias, se decía. ¿Santidad? Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo era un hombre santo que, según decían, se había bañado en aquellas aguas. Una negra leyenda sobre un santo varón. ¿Quería purificarse? Un bautismo a través del agua. «Y estas señales seguirán a los que creen: en mi nombre echarán fuera demonios, hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes, y si bebieran alguna cosa mortífera, no les hará daño».³⁷ Un rito, una ablución. ¿Y el Plasmodium?³⁸ Juan el Bautista era un montañés de Judea hijo de un sacerdote. Nadie tuvo el aplomo suficiente para poner fin a inundaciones y enfermedades. Y así se continuó con fatiga levantando diques y canalizando las aguas infectas. Río maldito. Maldito era el Zapardiel. El río de aguas estancadas, cuna del «anopheles».

    En aquellas aguas se ahogaron muchas de las virtudes de la espléndida ciudad de Medina del Campo. ¡Fue culpa del Zapardiel! Solo del Zapardiel: ¿un castigo bíblico? «Y he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya un espíritu de vida». Génesis, 6: 17. Hubo otros sucesos crueles y sangrientos. ¿Fue tal vez la espada de Bernal Díaz del Castillo la que maldijo el lugar, aquella espada que se había ofrecido al comandante Hernán Cortés Monroy Pizarro Altamirano para conquistar tierras inexploradas más allá del océano, cometiendo matanzas despiadadas para que las riquezas llegasen luego hasta tierras españolas con las oportunas bendiciones? «Oh, Señor Dios,/ cuán grande es tu nombre sobre la tierra:/ sobre los cielos se eleva tu magnificencia».

    Bernal Díaz del Castillo se llevó consigo solo cuatro espléndidas chalchiviti: cuatro espléndidas piedras verdes y, por ello, fue inevitable que la maldición cayese sobre su ciudad natal. Medina del Campo estaba infectada, se decía, y Bernal Díaz del Castillo había sido la causa de tan nefasta maldición, se decía. Los sacerdotes incas, o tal vez algún villac umu³⁹, sabían bien cómo gobernar tan inicua abominación. Y fueron dañadas ciudades y ríos se desbordaron y aguadas se hundieron. Nauseabundos hedores aprisionaron hombres y cosas. «Oh, Señor Dios,/ cuán grande es tu nombre sobre la tierra:/ sobre los cielos se eleva tu magnificencia». Donar, pues, la luz a quienes viven en las tinieblas adorando falsos dioses y conquistar, de paso, si se presenta la ocasión, riquezas ambicionadas por la mayor parte de la humanidad. Mateo ya lo advirtió: «Y muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos».⁴⁰

    Bernal Díaz del Castillo, larga barba, bigote imponente, cabello ralo para que todo el rostro pudiese ser bien enmarcado por una rígida gorguera plisada, fue compañero de aventuras del comandante Hernán Cortés Monroy Pizarro Altamirano. Y Medina del Campo sucumbió a tribulaciones nefandas, por lo tanto, la liturgia procesional en honor de aquel hombre santo, que fue Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo, habría sido una taumatúrgica iniciación ante gestas tan temerarias y peligrosas como la conquista de nuevas tierras por parte de un impávido y jactancioso conquistador. «Oh, Señor Dios,/ cuán grande es tu nombre sobre la tierra:/ sobre los cielos se eleva tu magnificencia».

    ¿Fray Alejo Mariano Muñoz estaba al corriente de tan desafortunadas e incoherentes habladurías?

    Una inusitada e insospechable manía de pulcritud, en el intento de limpiarse de las infecciones y purulencias y de los miasmas inmundos de un río maldito, había obligado a las gentes de Medina del Campo a desnudarse, más de lo debido y de manera indiscreta. Asearse pues, ya que infernales animalitos como abejas, viborillas, pulgas y polillas, en el intento de evitar el exterminio purificador de las aguas, habían comenzado a penetrar en el cuerpo humano para envenenarlo, infectarlo, donarle una lepra letal y una fustigadora sarna y el hedor inmundo de la contaminación y la descomposición.

    Los gusanos, penetraban y se atrincheraban entre los pliegues de la carne, en las vísceras y en la médula, causando a menudo despiadadas metamorfosis en los hombres quienes, corrompidos sin remedio, asumían, a causa de mutaciones fatales y cancerígenas, aspectos repugnantes. Con los huesos del cráneo y la pelvis dañados y deformes, su aspecto era similar al de bufonescos titanes. Obsesionados y turbados por sus cerebros insensatos eran soeces, tanto en los gestos como en las palabras. Dichas personas, acostumbradas a sus semblanzas, mostraban una íntima hostilidad hacia la belleza. Criaturas inocentes, sin duda. Sin ninguna aflicción, tormento o penitencia. Mirar las aguas del río. Evitarlas en lo posible. El baño no parecía ser una verdadera purificación. «Benedicite, benedicite. ¿Qué debo hacer para ser salvo?».⁴¹

    De esta manera, dominaba el Zapardiel, impunemente, cada miedo y temor.

    Aquel santo varón que fue Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo, tan amado y protegido por la Santa Inquisición, había frecuentado, si bien con escaso provecho, escuelas y despachos para instruirse en más de mil asuntos y sutiles enredos, incluso en descabellados e imprudentes actos penitenciales convirtiéndose así en un valiente y reconocido estudioso de originales propósitos. Nada más se sabía, ni era posible conocer en qué disciplina, en realidad, fuese experto con extravagante sabiduría. Se trataba solo de un fraudulento, original y apropiado negocio, al parecer. Se consolidaban de esta manera los dominios, los méritos y las arrogancias de aquella misma inquisición. ¿Qué más decir? Los hombres infieles «han puesto sus ídolos en su corazón, y han establecido el tropiezo de su maldad delante de nosotros»,⁴² tal y como había escrito, con puntualidad adivinatoria, Ezequiel, el profeta de la abundante barba blanca.

    Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo había trascurrido, además, parte de su vida en un retiro perdido entre escarpadas inalcanzables. Seguramente en la Sierra de Gata, probablemente, según se decía con murmullos apenas insinuados y quizás sugeridos por algún delegado de la Santa Inquisición, en la Peña de Francia: en un refugio —si era en realidad un refugio— escondido incluso para la reducida comunidad de dominicos que, en aquel lugar, a mil setecientos metros, habían erigido una capilla en honor de la Virgen. Dominicos que nunca tuvieron la dicha de encontrar al santo eremita, ya que ninguna indicación ha sido registrada en sus crónicas recogidas puntualmente en grandes pliegos, bellamente decorados con numerosas «Tau» como símbolo de redención, símbolo contra el mal.

    Parece ser que Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo pasaba la mayor parte de su tiempo en extenuantes meditaciones y penitencias y que dedicaba solo algunas horas a la oración, a la lectura de la Biblia y a transcribir anotaciones con caligrafía apenas descifrable sobre hojas de pergamino. Se preocupaba, sobre todo, de imitar la vida de Pedro el Ermitaño y de poner en práctica cuanto estaba escrito en el Evangelio de Mateo: «Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos».⁴³

    Sus escritos fueron considerados obras de gran valor, según se apostrofaba entre los eclesiásticos que se ocuparon de la cuestión, ya que describían las formas y circunstancias en las que los hombres habrían podido ser salvados del demonio en su totalidad, para ser encomendados, gracias a la virginidad de sus carnes, lógicamente poco aseadas, a la Divina Providencia. Todo esto fue un gran consuelo, también y, sobre todo, para aquellos que desconocían a los santos hombres de la iglesia y a la iglesia de los santos hombres que discurrían en lugar de ellos y que, en su lugar, determinaban destinos y fortunas. Confiar pues en la benevolencia divina. Era oportuno. Necesario. «En paz me acostaré, y así mismo dormiré; porque solo tú, Señor, me haces vivir confiado», estaba escrito, efectivamente, en el Salmo 4:8.

    «¡Sic in perpetuum! ¡Amen, amen, amen!».

    El ponderoso texto de Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo: «Imagines Sanctorum adversus infecta animalia sine incommodo lavationis, quae invereconda est», que se reputaba corregido y ampliado por hombres al servicio de su persona, como calumniosamente estaba expuesto en el conciso panfleto de Raimundo Rey, «¿Qui fuit Vargas Rodrigo?», reveló ser el corolario y la suma de sus experiencias y sufrimientos personales, como, por ejemplo, su hábito de flagelarse sin modestia, cuidado ni arrepentimiento, ya que se servía, con complacida sumisión y con mística éxtasis, de una vara de madera tierna en la que estaban incrustados cinco clavos dispuestos formando una cruz. Este hecho era un tangible testimonio de exégesis en lo que se refiere al modo de librarse de aquellos perversos y perniciosos parásitos.

    Aquel santo varón, que fue Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo, estaba persuadido, efectivamente y con razón según dicen, de la necesidad catártica de expiar, con el sufrimiento de un pernicioso y punzante malestar, la penosa molestia y la grave incomodidad causada por aquellos mostra sancta aut lepidae bestiae.⁴⁴ Decidió, seguramente, imitar a Pedro Damián para que fuese plena la remisión de sus pecados y que la flagelación fuese una penitencia jurídica, aún sin el ejercicio procesional, pero poniendo en práctica todas las virtudes expuestas en el De sancta semplicitate.

    Era pues preciso y necesario, ahora que el venerable Rodrigo había pasado a mejor vida en la beatitud de la eternidad «sic cogitabat: iure aut non iure»,⁴⁵ honorar su memoria y restituir su obra, única, iluminada y venerable a la ciudad de Ávila que había sido bendecida por su ilustre nacimiento y también por aquel, igualmente ilustre, de Santa Teresa: mística carmelitana deslumbrada por visiones ascéticas y por contemplativas revelaciones de Cristo. «Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite».⁴⁶ Y vagaba, efectivamente y a menudo, Teresa para contemplar las propias visiones recitando pasajes de Pedro de Alcántara, que fue ermitaño en los montes de la Arrábida y precursor de aquellas penitencias incomprensibles para la mente humana y de San Ignacio de Loyola, que fuera caballero y luego padre pelegrino, por una devoción del corazón, por una devoción de la paz, por una devoción de la unión, por una devoción del éxtasis. «Summa et placidissima pax. Amen».

    Una procesión, por lo tanto, que fue cuidadosamente organizada por fray Alejo Mariano Muñoz y cuya finalidad era saldar una deuda necesaria y ser una sentida demostración religiosa de culto, a pesar de desarrollarse en un alba mojada de rocío y humedecida por lánguidos vapores y efluvios cenagosos, caracterizada por los colores tenues del zafiro oriental y del ámbar sícula entremezclados en un horizonte apenas distinguible, y mientras los portales de la iglesia de San Martín, el uno decorado por capiteles y bajorrelieves del siglo XIII y el otro de trazos renacentistas; parpadeaban a las penumbras del amanecer, con el reflejo de pábilos blanquecinos y de grises destellos ensortijados entre sí, infundiendo alternas deferencias y, casi casi, un temeroso pánico.

    «Me inmundum munda tuo scripto, Sebastián Ciudad»,⁴⁷ comenzó a recitar alguien improvisamente como un salmo y con una voz acostumbrada a entonar letanías, en el preciso momento en el que los fieles, todos hombres a decir verdad, salían, ya que las mujeres se habían quedado juntas orando en una iglesia humedecida por los vestigios de la noche apenas transcurrida y que apestaba a alientos consumidos por dientes pútridos, a vísceras dañadas por alimentos molestos y a cuerpos abandonados al descuido y a la suciedad. «Sebastián Ciudad es mi pastor; nada me faltará. En lugares de delicados pastos me hará descansar; junto a aguas de reposo me pastoreará. Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre. Amén. Me inmundum munda tuo scripto, Sebastián Ciudad».

    También las mujeres estaban encorvadas, siguiendo el antiguo rito litúrgico de la genuflexión, sobre reclinatorios de sólida madera, mellados y arañados por el paso del tiempo y guarnecidos con remaches de hierro. Mujeres envueltas en mantos oscuros y olorosos a humos de cocina, que adornaban sus espaldas con tocas embellecidas por encajes de lino y de algodón con diseños de minúsculas estrellas unidas por la preciosa elegancia de un hilo de seda que formaba, con su trama, un cielo estrellado. Mujeres curvas sobre los escaños recitando diligentes las letanías asignadas por los tiempos y por la fe de los tiempos. Sobre todo, un Ave María que llena era de gracia y que rezaba por ellas, pecadoras. Amén, amén para llegar luego a una invocación a María misericordiosa, vid, dulzura y esperanza. Y continuar, todavía con María clemente, pía, ¡dulce Virgen María!

    Los hombres, mientras, iban encendiendo blancos cirios adornados con cintas de color añil, amarillo y violeta, se habían colocado en fila, acomodándose de dos en dos con sus vestiduras negras pulidas para la ocasión y el rito, detrás de una urna de arce y vidrio que contenía los dos tomos escritos por la venerable mano de aquel hombre santísimo que había sido Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo y que relucían en la penumbra de las luces, apenas insinuadas, con su suntuosa encuadernación. La urna se hallaba protegida por un paño primorosamente bordado con hilos de plata y oro y estaba sujeta, en sus cuatro esquinas, por varales tallados por hábiles manos para representar los momentos más significativos: meditación, flagelación, lectura y escritura, en la santa vida del santo Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo.

    También había perfume de incienso, entonces.

    Los turíbulos eran movidos, con las sincronías acostumbradas y aprendidas durante las ceremonias, por sacerdotes que, con paramentos blancos y adornados por encajes de bolillos, habían comenzado a moverse con pasos acompasados estrechándose en torno a las andas, que transportaban gloriosamente la urna, murmurando lamentaciones, plegarias y hosannas entre los bostezos ávidos de sueños interrumpidos demasiado pronto y los eructos ácidos a causa de los mejunjes fétidos que habían engullido de golpe. «Glorificamus te. Gratis agimus tibi propter magnan gloriam tuam. Glorificamus te. Glorificamus». Se recitaba hasta desgañitarse sin perder el paso ni el ritmo de la entonación. «Glorificamus. Glorificamus».

    El Obispo, con manto dorado, mitra de encaje y báculo pastoral de plata labrada y laminada, obtenida gracias a las fusiones indebidas del botín de guerra de los conquistadores de tierras lejanas, más allá del océano, abría la procesión, acompañado por cuatro fieles que arrastraban desvergonzadamente los pies descalzos y sucios, arrebujados en túnicas de humilde paño negro y capas blancas, llevaban el rostro escondido tras máscaras de tierra arcillosa mezclada con tiras de tela y pintadas para representar, con sus trazos, líneas y colores, las cuatro virtudes cardinales: Sapienza, Iustitia, Fortitudo y Temperantia. Consagrarse al bien. Sentimiento humano. En conformidad con la fe. Totalmente. Entonces camuflarse lo mejor posible. ¿Simbología mistificada? ¿Qué eran en realidad? Solo hombres escondidos tras una máscara que iban en procesión.

    Así pues, el primer hombre iba bien disfrazado con un mascarón blanco, adornado por una cenefa rosa, mientras que los rasgos de aquel rostro postizo ostentaban sabiduría con una oscura expresión de desconfianza, de prudencia, de temor también: «El temor del Señor es limpio, que permanece para siempre».⁴⁸

    El segundo hombre mostraba un simulacro de color esmeralda que representaba los dos tomos, su careta estaba adornada por círculos anaranjados y añiles y las palabras que le acompañaban eran de oportuna indecisión, es más de remisión ya que «la remisión del pecado se actúa siempre uniéndose a Dios».⁴⁹

    Un tercer hombre, furente y con andares jactanciosos, procedía bajo el peso del propio disfraz que estaba caracterizado por rasgos duros y crueles, ya que su sonrisa era de desprecio y su color el rojo bermellón. «Y se cumplirá mi furor y saciaré en ellos mi enojo, y tomaré satisfacción».⁵⁰

    Así, el último hombre de aquel cortejo acompañaba dignamente la propia carga abrumado por una sabia dignidad, que se expresaba también gracias a un afeite ocre, decorado con torcidos rombos entrelazados: unos cerúleos y otros de color cinabrio. «Te ruego que se hagan peticiones, oraciones y súplicas… para que podamos disfrutar de paz y tranquilidad y llevar una vida piadosa y digna».⁵¹

    «Me inmundum munda tuo scripto, Sebastián Ciudad». Alguien comenzó a recitar, con voz clara desde la cola de la procesión. Entonces otro respondió instintivamente: «Glorificamus te. Gratis agimus tibi propter magnan gloriam tuam. Glorificamus te. Glorificamus». Y otro le hizo eco: «Glorificamus te. Glorificamus», otro se unió al coro y otro más y otro hasta que el rumor de oficiantes y penitentes no se convirtió en un coro contrito: «Glorificamus, Glorificamus te», y se elevó hasta las alturas, precisamente, mientras la procesión, serpenteante de fieles, sacerdotes y urna, se curvaba a mano izquierda, poco después de la calle de la Rua.

    Arrinconado en la calle Prior, el rector Álvaro Cardito se santiguó, con reverencia y temor, pensando en su costumbre de andar, a menudo, por caminos que acompañaban de cerca a la Iglesia y al Santo Oficio. Era consciente, efectivamente, y con una participación algo interesada, de haber avalado y defendido, ante los fieles pelegrinos, un cuerpo por el momento inexistente, pero sacramentado por una virginal suciedad y consumido por una fama imperecedera que su obra suma celebraba con excelso convencimiento, tachando de sacrílega, infausta, condenatoria, demoniaca y poco cristiana una corporeidad aseada, teniendo en cuenta que las abluciones eran consideradas un acto lujurioso, ya que carecían de una verdadera caritas.

    El rector Álvaro Cardito, al improviso, sintió también temor pensando en el escarnio y en los estragos que habría debido soportar de haber sido obligado a un acto de pública retractación de los propios y ocultos sentimientos, que estaban saturados de engaños y manipulaciones, recitando, con rostro compungido, el salmo penitencial: «Ten piedad de mí, oh, Dios, conforme a tu misericordia»,⁵² acompañándolo con algunas penitencias pro modo culpa⁵³. O murmurando plegarias y rosarios durante semanas o meses. O bien donando consistentes sumas de dinero en plata y oro. O bien aceptando penas corporales lacerantes que, a veces, llegaban incluso a desfigurar las propias vergüenzas. Tan terribles intimaciones habrían llegado si no hubiese sido capaz, tal y como había asegurado a fray Alejo Mariano Muñoz, es decir, a un influyente miembro de la Santa Inquisición, de ofrecer a un entero pueblo, que aguardaba, con grandísima esperanza e infinita alegría, la certeza de poseer un escrito que exaltase la vida y las obras del santísimo y reverendísimo Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo.

    Así pues, Álvaro Cardito tuvo muchas cosas en las que pensar desde aquel día. Mucho que razonar consigo mismo. Mucho que conjeturar y argumentar en su interior para salir del paso frente a los traicioneros obstáculos que le tendía la propia conciencia. Fue entonces cuanto tuvo la inspiración certera de que sería cosa muy oportuna y útil escribir a un cierto Giovanni Dal Canto, al que había tenido la oportunidad de conocer años atrás cuando había vivido, de forma placentera ¡lo recordaba muy bien!, en la espléndida urbis Neapolis,⁵⁴ ya que había recibido el encargo de inspeccionar algunos volúmenes recuperados en cajas perdidas en las buhardillas de la memoria y entre el polvo de las mazmorras de un archivo.

    Entonces había hallado, precisamente con la valiosa e indispensable ayuda de Giovanni Dal Canto, para su lectura escrupulosa y necesaria y para los historiadores que quisieran seguir las prestigiosas huellas de Fernández de Oviedo y Valdés, de López de Gómara, de Bartolomé de las Casas y de Antonio de Herrera y Tordesillas, un Poema de los Reyes Magos, un Tractato de Astrología de Enrique de Aragón, un Missel de Cardinal Joaquín de Castilho Ximenes y una Crónica portuguesa de don Juan I.

    Álvaro Cardito tuvo, entonces y por tal motivo, el tiempo y la ocasión de examinar y considerar las habilidades e inclinaciones de Giovanni Dal Canto, pues sucedió que, precisamente en la época de su estancia, la aristocracia partenopea indujo y sedujo a Giovanni Dal Canto para que, con la ayuda de un generoso donativo y la amplia asignación de títulos honoríficos y de escorbúticos favores comerciales, se las ingeniara y pusiera en obra, cum manu propia et intellectu suo,⁵⁵ ex novo et apocrypha,⁵⁶ la redacción, sobre pergamino púrpura y con tinta de plata, de una crónica española en la misma línea de la crónica portuguesa imprimida en Sevilla, año de Mil Ƭ, infolio gótico de 190 ff. en 2 col.

    Álvaro Cardito consideró que aquella empresa, seguramente, respondía al deseo de una nobleza más bien rufianesca y aduladora, ya que estaba claro que Giovanni Dal Canto deseaba y pretendía, con semejante y tan significativa artimaña, ensalzar a los reales de España siempre tan propensos, en verdad, a distribuir generosos reconocimientos en títulos y dinero cuando alguien se tomaba la molestia de celebrar, aunque fuese a través del incienso pretencioso y de oportunos escritos apologéticos, a los antepasados de su dinastía.

    «Digno de una gran admiración», se repetía a menudo Álvaro Cardito a sí mismo recordando a Giovanni Dal Canto, su elegancia, la maestría con la que escribía volúmenes por encargo, con la que redactaba también pertinentes textos apócrifos o sostenía estrafalarias e improbables tesis y cómo transcribía, con inusitada sabiduría, historias construidas con fantasías y ficciones o cómo manipulaba verdades y mentiras, enredando, con desenvoltura, originalidad y artificio.

    Por oportunidad, por lo tanto, pero también porque sentía la urgencia de protegerse de injuriosas y perniciosas acusas que habrían podido dirigirle si espiaban en la profundidad de su espíritu, y la Santa Inquisición era muy hábil y astuta en el arte de espiar y de acusar espiando, Álvaro Cardito creyó oportuno, ya que advertía que no era adecuado ni aconsejable que su propio ingenio se consagrase y se ajustase a escribir un compendio que entraba en conflicto con sus propios confidenciales intereses, pedirle precisamente a Giovanni Dal Canto, además de otro encargo muy personal y reservado que también estaba relacionado con el reverendísimo Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo, que redactara una obra insigne y glorificadora que exaltase la existencia de Vargas Rodrigo: cristiano de incomparables e inusitadas virtudes.

    Álvaro Cardito consideró, pues, oportuno y conveniente, precisamente para protegerse de alguna manera a sí mismo, para tutelar en el mejor de los modos su propia honorabilidad de hombre de estudios y de conocedor de antiguos manuscritos, para no tener que someterse a rencorosas afrentas y para conservar su propia dudosa reputación, ponerse, solícitamente, en contacto, certe sui commodi causa,⁵⁷ con Giovanni Dal Canto, para que le prestase socorro, como mejor supiera y pudiera.

    Tuvo pues la osadía de enviarle una misiva circunstanciada y ponderada esforzándose en escribir con la debida atención, para que jamás una descortesía o una ofensa pudiesen ser usadas ni interpretadas como insolencias referidas a los doctísimos hombres de la Santa Inquisición, que tenían por costumbre examinar toda carta enviada en los territorios del reino, ahora que tan potente era su suprema e incuestionable soberanía sobre las tierras de España y de cualquier otro lugar, ya que tenían intereses que cultivar y proteger, sin comprender, en realidad, qué era lo que pretendían realmente cultivar y proteger de aquellos que no tenían ningún interés en que alguien, o algo, cultivase y protegiese aquello que, a ellos, no importaba, en absoluto, que fuese cultivado y protegido.

    En aquella carta, Álvaro Cardito instaba, con zalamera afabilidad, a Giovanni Dal Canto para que se comprometiera, de la mejor manera y con todo su ingenio, a redactar una obra hagiográfica y grandilocuente en grado de exaltar, con gracia anotadora y refinada complacencia, la vida del reverendísimo Sebastián Ciudad Vargas Rodrigo: cristiano de múltiples y heterogéneas virtudes que siempre había tenido el don y la capacidad de invocar, ante cualquier dificultad ya fuese por causa inicua o por ecua circunstancia, el nombre santísimo de Jesucristo implorándolo, y que debía contener también frecuentes y orgullosas

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