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Río de fuego
Río de fuego
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Libro electrónico185 páginas2 horas

Río de fuego

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Información de este libro electrónico

Ellos asesinaron al último pastor. ¿Podría Adam ser su próxima víctima?

Adam Wakefield recibe una invitación para convertirse en el pastor de la más grande y prestigiosa iglesia en Chicago. Al no querer dejar su amada congregación en Apple Valley, Arkansas, se resiste hasta que está seguro de que es la voluntad de Dios.

En el tren a Chicago Adam conoce a Victoria Winters, una maestra de escuela caída en desgracia. Falsamente acusada de golpear a un estudiante, Victoria fue despedida, puesta en la cárcel y exiliada del pueblo. Ahora ella debe ocultar su secreto de este guapo predicador.

Adam desconocía que el último pastor fue asesinado. Al confrontar a los asesinos, Adam recibe un disparo. Mientras lucha por su vida, Victoria descubre que lo ama. ¿Adam sobrevivirá? Y si lo hace, ¿volverá a ser el mismo?

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento16 may 2019
ISBN9781547579075
Río de fuego
Autor

Darrell Case

Darrell Case grew up during a time when neighbors were respected friends and family was loved and cherished. From an early age his imagination ran wild. He roamed the pastures and fields as an explorer and built cabins out of 10-gallon milk cans and old sheets of tin. He played alone without being lonely. Never an “A” student, Darrell perfected the art of hiding a novel behind a textbook. While his classmates labored over equations, Darrell sailed the seven seas, climbed mountains and fought in foreign wars, all within the confines of the hot, stifling classroom. In high school, his favorite room (yes, he did make it that far) was the library. There he devoured such books as Big Red and Lad of Sunnybrook, among others. To Darrell, an author’s ability to transport his or her reader to another time and place made them larger than life. After high school, Darrell embarked on the lofty career of mowing graveyards. Spending hours alone, he dreamed of what life would hold for him. In 1994 he decided to try his hand at writing. As with most budding authors, Darrell didn’t know how to write. Despite his talent as a vivid storyteller, his lack of attention in school left him with a lot to learn about the technicalities of English usage. Published in 1996, his revised version of Never Ending Spring was one of the first eBooks. An earlier version of it sold six copies. That same year Darrell began writing for a daily devotional titled “Call to Glory.” Today that publication has grown to the point where it’s considered the standard of daily devotions. According to its website, “Call to Glory” prints and distributes well over 30,000 copies per month. Darrell’s time continues to be divided between jail and prison ministry and writing.

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    Río de fuego - Darrell Case

    Río de fuego

    Para Sarah Stevens

    Amiga, compañera cristiana,

    editora

    1963-2013

    Tabla de contenidos

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Querido lector:

    AGRADECIMIENTOS

    Al envejecer, los amigos se aprecian más. Nos damos cuenta de que nuestro tiempo en este mundo es corto. Y lo fue para Sarah Stevens, quien falleció repentinamente. Su ausencia deja un vacío imposible de llenar en nuestras vidas y en nuestra iglesia. Te extrañaremos, Sarah. Sin embargo, sabemos que el Cielo es más dulce por tu causa.

    Muchas gracias a Tim Woodard. Tim editó mi primer libro, Live Life to the Fullest. Él asumió el reto e hizo un trabajo excelente con Río de fuego. Gracias, Tim.

    A Justin Davis por otra portada magnífica. Para aquellos que juzgan un libro por su portada, este debe ser un best seller.

    A mi esposa Connie, quien me convenció para publicar Río después de que estuvo languideciendo por ahí durante muchos años.

    A Lila Drake, quien leyó por adelantado Río de fuego y señaló mis errores.

    A ti, el lector. Tus elogios me hacen sentir humilde. Es solo por la gracia de Dios que puedo escribir. Sin Él, no podría hacer nada.

    Río de fuego

    Capítulo 1

    Alzándose hasta completar su 1.60 de estatura, Victoria Winters se levantó de su escritorio. Usaba ropa que correspondería a una persona mayor, y mantenía su cabello cobrizo en un moño, esperando verse mayor que sus diecinueve años. Se movió despacio hacia la parte trasera del salón, y lo observó. La semana anterior, los niños habían decorado las paredes con adornos hechos a mano. Fingió que los admiraba y observó a Billy con el rabillo del ojo. Se detuvo en el que estaba hecho de piñas de pino. Amanda Berry lo había creado con el árbol que estaba a mitad del patio de la escuela. Se dirigió discretamente a la parte de atrás de la escuela rural, donde podía ver las pizarras de los niños.

    ¡Estaba copiando de nuevo! ¿Por qué? Era tan buen estudiante, uno de los mejores. Al menos lo era hasta hace unas pocas semanas. Estaba mirando la pizarra de Julie Rhoad. Su cabeza se movía por la página mientras escribía la respuesta a la pregunta número cinco. El libro de aritmética superior de Ray yacía abierto sobre su regazo.

    Cruzó por el pasillo central del salón y se detuvo directamente detrás de él, asomándose sobre su hombro. Victoria vio que, de hecho, él estaba copiando.

    ¡William Hayman!, dijo la maestra; su voz sonó como un disparo. Billy saltó y dejó caer la pizarra de su banco al piso, donde quedó destrozada. El libro se deslizó por sus piernas al suelo con sus páginas abiertas, agitándose como un pájaro herido.

    Las piezas de la pizarra derraparon por las desnudas tablas de pino. Victoria dejó las piezas tiradas, colocó sus manos sobre los hombros del niño pequeño e hizo que se levantara. Mientras lo llevaba a su escritorio, sintió temblar al chiquillo. Las lágrimas asomaban a los ojos de Billy y mojaban sus mejillas.

    El resto de la clase alzó la vista. Nunca habían sabido que esta maestra castigara severamente a un estudiante. De hecho, Victoria usaba la paleta de madera solo como último recurso. Las tres veces que lo había hecho, hubo lágrimas en sus ojos. Uno de los castigados mayores dijo que se sintió más como una palmadita de cariño. Ella no tenía intenciones de usarla de nuevo.

    Vuelvan a su trabajo, dijo Victoria, dando instrucciones al resto de la clase mientras echaba una mirada al reloj de pared. Les quedan cinco minutos para terminar el examen.

    Sentada, puso al niño de diez años frente a ella. El rostro del chico estaba pálido, sus manos temblaban.

    Billy, ¿por qué estabas copiando?, preguntó Victoria. Eres uno de mis mejores estudiantes.

    Él quería hablar con ella de Whitey y sus amigos. Ellos lo aterraban. Sus amenazas eran reales. Otros chicos habían enfadado a Whitey y sus compinches y habían sufrido las consecuencias. La única forma de salir adelante era mentir.

    No estoy copeando, dijo Billy.

    Victoria no se molestó en corregir la frase, ni estaba dispuesta a que la llevara a una discusión.

    Sé lo que vi, dijo, mientras se rompía su corazón. Te quedarás una hora después de que se vayan los demás alumnos. Además, no participarás en la obra de Navidad.

    ¡No es justo!, gritó Billy. Soy José.

    Los demás estudiantes levantaron la vista de sus exámenes.

    ¿Preferirías que te expulse por el resto del año?

    El pequeño se estremeció. Si su padre se enteraba de que había sido expulsado por copiar, sería más severo que la señorita Winters. Grandes lágrimas brotaban de los ojos de Billy y bajaban por sus mejillas.

    Al corazón de Victoria le dolía este niño.

    Billy, no estoy buscando ser mala, pero no puedo dejar que te salgas con la tuya si hiciste algo que no debes.

    Ella lo abrazó contra su pecho y la respiración del niño se volvió desigual. Podía sentir las lágrimas mojando su hombro. Cuando las lágrimas se detuvieron, ella lo soltó. Victoria le regaló una sonrisa.

    Por favor, recoge tu pizarra rota, dijo, entregándole una extra que ella tenía en su escritorio.

    ¿Todavía debo quedarme después de la escuela?, preguntó el chico.

    Sí. Te dará la oportunidad de que vuelvas a hacer el examen.

    Billy regresó a su escritorio de muy mal humor. Levantó las piezas rotas de la pizarra y las colocó en el cesto de la basura. Volvió a su asiento y desplomó su cabeza sobre el escritorio.

    Más tarde, sin alguien que le ayudara, Billy supo que había reprobado el examen. Al marcar las respuestas erradas, Victoria meneó su cabeza. ¿Qué sucedía con este chico?

    Después de una hora, lo dejó ir. Él parecía reacio a dejar los terrenos de la escuela. Victoria miró muchas veces por la ventana y lo vio perdiendo el tiempo entre los árboles. Cuando ella estaba a punto de ponerse su manto e ir a verlo, él se fue por el camino. Incluso entonces, parecía andar arrastrando los pies.

    Ella dejó el salón y entró a las habitaciones a espaldas del edificio escolar. El  cuartito estaba apiñado con no más que una cama, una cómoda y una pequeña mesa comedor. La exigua estufa de madera en la esquina estaba fría al tacto. La dejó así de momento. Las nubes, oscuras y cargadas de nieve se deslizaban por el horizonte; unos pocos copos níveos ya comenzaban a caer. Sería una noche perfecta para la obra de Navidad.

    Andando con la cabeza baja contra el viento, Billy no vio a los tres chicos acechando detrás del viejo árbol hueco, listos para lanzársele encima. No podía hablar con la maestra sobre las amenazas. Ella era muy buena con él, pero, ¿qué harían estos muchachos si pensaran que él había hablado con la maestra sobre ellos?

    Una sombra se cernió sobre él. El terror lo atravesó y se asentó en su corazón. Su respiración se aceleró, el aire de sus pulmones salía en blancas bocanadas.

    ¿Qué haces, mequetrefe, haciéndole ojitos a la maestra?, dijo Joe Whitey Sanders, desdeñoso, saliendo de su escondite detrás del árbol.

    El quinceañero de cara chata impuso su estatura sobre el pequeño Billy. Whitey trabajaba en la herrería de su papá, lo que agregaba músculo a su ya pesada constitución. Cuando tenía diez, su padre, Otto Sanders, había llevado a su hijo al taller y le ordenó cerrar los ojos. Entonces tocó el brazo del chico con una barra al rojo vivo. El niño gritó de dolor y sorpresa. Cuando los sollozos de Joe se detuvieron, Otto le dijo: Deja que esta sea una lección para ti, muchacho. Siempre ten cuidado cuando estés en la fragua.

    Cuando sanó la herida, dejó una blanca cicatriz de ocho centímetros, sellando la suerte de su sobrenombre, ‘Whitey’. El arduo trabajo en el taller de su padre le forjó un carácter amargado. Incluso los muchachos mayores se mantenían a buena distancia de él.

    Te hice una pregunta, mequetrefe, dijo Whitey, preparando su puño. ¿Le hablaste de mí? Más te vale que no, o..., sacudió su puño en el aire. Billy meneó su cabeza con énfasis.

    A cada lado, los rubios gemelos, Rudy y George Fairfax, primos de Whitey, flanquearon a Billy. No siempre estaban de acuerdo con las acciones de su primo, pero era de la familia. No lo admitirían ni ante sí mismos, pero le tenían miedo.

    Rechinando los dientes, Whitey se acercó al chico de diez años. Billy estaba seguro de que había visto fugazmente a un perro salvaje. Dame ya las monedas que tomaste de su escritorio.

    No soy un ladrón, dijo Billy, desafiándolo. No voy a robarle.

    Eres un mentiroso. Dame ese dinero. Dio un paso más hacia el niño.

    Billy giró sobre sus talones, sus cortas piernas bombeando, y corrió con toda su alma.

    ¡Atrápenlo!, gritó Whitey a los gemelos.

    Rudy hizo un valiente esfuerzo de atrapar a Billy, saltando sobre los troncos y salpicando en el arroyo, pero al final fue la agilidad de George la que ganó. Lo trajo de regreso con Whitey, pateando y sollozando. Lo registraron, pero no encontraron nada.

    Me vas a traer sus monedas y también me vas a traer el dinero en el frasco de tu papá, dijo Whitey.

    No puedo. Lo está ahorrando para comprar semilla en la primavera, dijo Billy mientras sentía la humedad correr por el frente de sus pantalones.

    ¡Mira eso! El bebito se mojó, se burló Whitey. Tal vez tu mamá te dejará traer pañales a la escuela mañana.

    Billy dejó caer su cabeza, avergonzado, el temor hacía temblar  su cuerpo. Las lágrimas caían de su barbilla hasta la nieve recién caída.

    Súbanle el abrigo y la camisa por encima de su cabeza, ordenó Whitey.

    Tomando al jovencito por ambos brazos, Rudy y George hicieron lo que se les indicó, y dejaron expuesta la espalda desnuda de Billy. Whitey buscó algo en el tronco hueco. De pronto, se escuchó un chasquido y el fuego mordió la espalda de Billy. Él se retorció y gritó, adolorido. Rudy y George miraron aterrados a la franja escarlata que corría por la piel pálida. Billy luchó para liberarse. Los gemelos habían visto a Whitey golpear antes a otros niños, pero esto era diferente.

    Pongan la falda de la camisa en su boca, dijo Whitey. Ellos hicieron lo que les decía, ya que ninguno de los dos se atrevía a desafiarlo. Fácilmente podría ir contra cualquiera de ellos.

    Whitey retrocedió y propinó un nuevo latigazo. Billy mordió el burdo material de su camisa hecha en casa. Intentó aguantar, pero al décimo azote, perdió la conciencia.

    George soltó el brazo de Billy y gritó: ¡Para! Para, ya lo mataste.

    No, dijo Whitey. No está muerto.

    Me largo de aquí, dijo Rudy, y puso pies en polvorosa.

    Yo también, dijo George, y siguió a su hermano. Los muchachos huyeron por el camino cubierto de nieve que conduce a Pottsville.

    ¡Cobardes!, les gritó Whitey.

    Ambos chicos desaparecieron después de una pequeña cuesta. Whitey se arrodilló a un lado de Billy y frotó nieve en el rostro del niño. Billy gimió.

    No me pegues de nuevo, te conseguiré el frasco.

    Más te vale, dijo Whitey, su cara a centímetros de la de Billy. Y si hablas con alguien sobre mí, voy a darte más duro con el látigo y también le pegaré a tu mamá. ¿Me oyes?.

    , susurró Billy.

    ¿Qué?, dijo Whitey, dando un puñetazo en la cara a Billy.

    Sí, te escucho, gritó, usando su último gramo de fortaleza.

    Jenny Hayman sacaba las barras de pan recién hechas del horno. No estaba preocupada por la tardanza de Billy. Muchas veces antes se había quedado atrás para ayudar a la señorita Winters a limpiar la escuela. Cortó para sí un grueso extremo de la barra, la untó

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