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¿Quiénes somos?: Cuestiones en torno al ser humano
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Libro electrónico662 páginas12 horas

¿Quiénes somos?: Cuestiones en torno al ser humano

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El nacimiento de la filosofía es inseparable de las preguntas fundamentales en torno al ser humano: quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos.

Y de la respuesta a ellas dependen a su vez muchas otras cuestiones que nos interpelan a todos, como cuál es la relación del ser humano con la Naturaleza, qué es lo que nos distingue de otros seres vivos, cómo nos relacionamos entre nosotros (familia, amistad, sociedad, etc.) o, de un modo mucho más personal, cuál es el sentido de mi vida.

A estos clásicos interrogantes se han unido en tiempos recientes otros ligados al desarrollo vertiginoso de la ciencia y la tecnología, pues hay quien piensa, por ejemplo, que en pocas décadas podremos superar todos los límites de nuestra especie, gozando de superinteligencia, superlongevidad y superbienester (Transhumanismo).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 dic 2018
ISBN9788431355968
¿Quiénes somos?: Cuestiones en torno al ser humano

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    ¿Quiénes somos? - Francisco José Soler Gil

    ¿QUIÉNES SOMOS?

    Cuestiones en torno al ser humano

    Miguel Pérez de Laborda, Francisco José Soler Gil y Claudia E. Vanney (Editores)

    Introducción

    1. Miguel Pérez de Laborda¹

    ¿Qué es el hombre?

    El primer problema que se nos plantea si intentamos responder a la pregunta «¿quiénes somos?», es de quién estamos hablando, quiénes serían esos nosotros sobre los que preguntamos. Hasta mediados del siglo xix , esta cuestión era en la práctica irrelevante si uno estaba dispuesto a incluir entre los humanos a todas las etnias conocidas. Pero a medida que fue desarrollándose la paleoantropología (el estudio de los fósiles humanos) y el género Homo fue adquiriendo cada vez más miembros ( Homo habilis , erectus , neanderthalis , etc.) el asunto se fue complicando. Por ello, cuando ahora preguntamos qué es el hombre, hemos de interrogarnos si nos referimos también a estos lejanos antepasados de los hombres actuales. Como veremos en este libro, no hay motivos para no referirnos también a ellos, pues si de hecho los llamamos homo es porque compartimos con ellos algo que consideramos propio de los humanos: la capacidad de manipular instrumentos que es manifestación de racionalidad.

    Esta identidad entre homo y hombre no es pacíficamente aceptada por todos. En primer lugar, tenemos los problemas que derivan de las acepciones que el término español «hombre» ha adquirido con el paso del tiempo. La palabra latina homo, -inis, de la que deriva hombre, tiene un significado neutro, englobando al varón y la mujer (como hace también, por ejemplo, el alemán Mensch). Por desgracia, este uso exclusivamente neutro no se ha mantenido en castellano, dando lugar a conflictos derivados de la confusión entre sus dos acepciones: la que se refiere en general a todo ser humano («Ser animado racional, varón o mujer», dice el diccionario de la Academia) y la que se refiere al «varón». La acepción principal sigue siendo –o debería seguir siendo– la neutra, y para eliminar la connotación machista que en muchas ocasiones tiene hoy día hablar de «hombres» la mejor solución probablemente sería eliminar la segunda acepción: «varón (‖ persona del sexo masculino)», dando a «hombre» siempre un significado neutro.

    Por otro lado, no es difícil encontrar quienes piensan que, propiamente hablando, somos humanos solo nosotros, los modernos: esos individuos a los que solemos llamar Homo sapiens –aunque ahora se tiende a decir «hombres anatómicamente modernos»–, que aparecen hace unos 200 o 300 mil años. Si se admite esta restricción, quien quiera decir que los Homo anteriores (el habilis, por ejemplo) eran también humanos, tendrá que considerarlos como hombres de segunda categoría. Como veremos, esta restricción tiene poco fundamento en lo que actualmente sabemos acerca de la estirpe humana.

    La pregunta sobre qué es el hombre está presente en la filosofía desde sus orígenes, pues siempre ha reflexionado sobre quiénes somos, e inseparablemente, sobre de dónde venimos y a dónde vamos. Según cuenta Diógenes Laercio, un filósofo del siglo iii d. C., en un tono que no hay que tomar muy en serio, en la academia platónica se discutió un día si animal bípedo implume era una buena definición del hombre. Como los demás animales bípedos conocidos eran aves, y tenían por tanto plumas, esa pareció una descripción útil para distinguir al hombre de las demás realidades vivientes. Cuando estaban en plena discusión, Diógenes de Sinope (llamado también el Cínico) metió en medio del grupo de filósofos un gallo desplumado diciendo: «Aquí está el hombre de Platón». A partir de ese momento, según cuenta Laercio, se completó la definición de hombre de la siguiente manera: «animal bípedo implume con uñas largas y planas», para excluir al gallo desplumado.

    Esta descripción del hombre nos parece tan insatisfactoria porque aspiramos a una respuesta más profunda acerca de qué es el hombre. Como querríamos conocer sus características más esenciales, no nos quedamos satisfechos cuando, aunque se logre distinguir al hombre de todas las demás realidades, se hace por motivos tan circunstanciales y pasajeros.

    Sucede algo parecido con otras definiciones del hombre que se han propuesto en épocas más recientes. Por ejemplo, en 1997 el zoólogo Desmond Morris publicó su libro El mono desnudo, en el que dio a entender, curiosamente, que lo que nos caracteriza como humanos no es tanto ser implumes como carecer de la piel dura y peluda que tienen los simios. Hoy día sabemos, ciertamente, que aproximadamente un 98% del genoma es común a hombres y chimpancés. Si damos una importancia exclusiva a lo genético habrá que concluir que somos, efectivamente, prácticamente iguales a los chimpancés. Pero, entonces, ¿cómo explicar las grandes diferencias que, de hecho, hay entre nosotros y ellos? Al observar la semejanza entre el genoma humano y el de las especies más cercanas a nosotros, se despierta fácilmente la admiración ante el hecho de que somos los únicos que nos hemos planteado secuenciar el propio genoma. ¿Qué es lo que ha hecho posible esta curiosa ocurrencia de los humanos? Son muchas nuestras semejanzas con otros animales: morfológicas, genéticas, en el modo de conocer (el sentido del oído o de la vista) y de actuar (nuestras actividades vegetativas o instintivas), etc. Pero son también indudables las radicales diferencias. El origen de estas se encuentra en la capacidad humana que, desde el inicio del filosofar, se ha llamado razón (lógos). No resulta extraño, por ello, que haya sido frecuente definir al hombre como animal racional.

    Algo similar pretendió decir Linneo cuando acuñó la expresión «Homo sapiens». Comprendida superficialmente, parece solo hacer explícito lo que es más propio de los humanos: el ser racionales. Pero no es así, pues esta descripción de Linneo añade una diferencia específica (sapiens) a un género (Homo). Entonces, para que la expresión tenga sentido, tendría que haber otros tipos de Homo que no fuesen sapiens. ¿Quiénes serían estos Homo no racionales? Linneo no podía referirse a esas otras especies de Homo (habilis, neandertal, etc.) que conocemos actualmente, pues en la época en la que escribió (segunda mitad del siglo xviii) no se habían descubierto todavía los primeros fósiles humanos. Las especies de Homo que Linneo, en las diversas ediciones de su obra Systema naturae, no consideraba sapiens son el Homo troglodytes, el Homo sylvestris, el Homo ferus y el Homo monstrous. En la obra de Linneo, estas expresiones adquieren sentido en el contexto de extrañas historias que habían llegado a sus oídos, en torno a la existencia de individuos de apariencia humana pero de comportamiento salvaje, es decir, que no parecían racionales. Podemos concluir, por tanto, que también para Linneo lo más propio de los humanos es la racionalidad.

    Efectivamente, las demás diferencias que observamos entre nosotros y el resto de los animales derivan de nuestro ser racionales. En primer lugar, son nuestras peculiares capacidades cognitivas las que nos permiten ser libres, pues es nuestra inteligencia la que nos hace capaces de comprender que existen diversas alternativas: solo entonces podemos intentar alcanzar este o aquel fin, y poner este o aquel medio para obtenerlo.

    Este modo nuestro de ser, racional y libre, es al mismo tiempo un honor y una carga. No nos comportaríamos a la altura de nuestra dignidad si no fuésemos responsables a la hora de utilizar nuestras capacidades.

    Las podemos aprovechar, en primer lugar, para cuidar nuestra casa común: la Tierra. Es indudable que tenemos un muy peculiar modo de relacionarnos con el mundo: somos capaces de conocer todas las cosas y todo en las cosas, penetrando incluso hasta la profundidad de sus modos de ser (podemos conocer sus esencias, diría un filósofo). Esta capacidad de ver dentro (intus-legere) nos permite descubrir nuevos usos de esas realidades, al comprenderlas con mayor profundidad. Muchas veces utilizamos esos descubrimientos precisamente para cuidar la Tierra. Pero se hace cada vez más evidente que nuestra capacidad de manipulación de la realidad también se puede volver en nuestra contra. Sería triste que un día se nos describiera, si pudiera haber todavía alguien para hablar de ello, como esa especie que, olvidando sus orígenes naturales y animales, utilizó sus grandes capacidades para arruinar el ambiente en el que ella misma vivía.

    La responsabilidad se ha de manifestar también en nuestra relación con los demás. Es evidente que la razón humana desempeña un papel fundamental en las agrupaciones de los hombres. Encontramos en muchas especies animales una vida social intensa, con una organización compleja e incluso clases sociales: basta recordar la reina de las colmenas o los machos alfa. Pero estas sociedades no se rigen por constituciones y leyes que se hayan dado a sí mismas, sino por mecanismos más instintivos, y de hecho se repiten de un modo más o menos uniforme en los diversos hormigueros, colmenas o manadas. Por ello decía Aristóteles que los humanos no somos solo animales sociales, sino políticos, pues vivimos en ciudades (polis) muy diversamente organizadas. Ahora bien, si la sociedad humana está estructurada de un modo propiamente humano, es porque tiene un lenguaje significativo por convención y es capaz de hablar acerca de lo que habría o no que hacer. Y todo esto es posible porque el hombre es racional. Pero hemos de reconocer asimismo que la racionalidad, que nos permite ser responsables de la organización de nuestras sociedades, también se puede poner al servicio de la destrucción de las personas. Con nuestra inteligencia y libertad podemos intentar construir paraísos en la Tierra; pero también podemos convertir nuestras sociedades en antesalas del infierno. Sería triste que se nos pudiera describir como aquella especie que usó sus descubrimientos –como las armas atómicas– para acabar los unos con los otros, dando la razón a Hobbes cuando decía que el hombre es un lobo para el hombre.

    Si logramos estar a la altura de nuestro ser humanos, siendo coherentes con lo que somos por naturaleza, estas trágicas posibilidades no sucederán. Pero no podemos hablar ahora del hombre en general: cada uno de nosotros, cada persona, tiene por delante la tarea de escribir la historia de su vida. En ocasiones pensaremos quizá que sería más cómodo dedicarnos, como las vacas, al sencillo quehacer de comer hierba espantando las moscas con el rabo. Pero la vida nos ha puesto delante una aventura mucho más atrayente: escribir nuestra propia biografía. Para hacerlo bien, hemos de utilizar todos los recursos de los que disponemos, conociendo lo mejor posible quiénes somos. Hemos escrito este libro para, en la medida de nuestras capacidades, ayudar a responder a esta pregunta.

    Para seguir leyendo

    G. E. M. Anscombe, «La esencia humana», en J. M. Torralba y J. Nubiola (eds.), La filosofía analítica y la espiritualidad del hombre, eunsa Pamplona 2005.

    L. Polo, Quién es el hombre. Un espíritu en el mundo, Rialp, Madrid 1991.

    Notas


    1. Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra (Pamplona), y también por la Pontificia Università della Santa Croce (Roma). Hasta 2014, profesor de Metafísica en la Università della Santa Croce. En la actualidad es profesor de Antropología en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Navarra y subdirector del Instituto Core Curriculum.

    2. Eduardo Terrasa¹

    ¿Es necesario pensar en lo que vivimos para vivirlo plenamente?

    «No creo que nadie sea capaz de aprender algo importante en esta vida hasta que no haya comenzado a comprenderse a sí mismo»

    (Thorton Wilder, El octavo día)

    Desde la llamada revolución de mayo de 1968, se instaló en la mente de la juventud (y poco a poco fue extendiéndose a edades más adultas) la idea de que lo importante era disfrutar de la vida, sacarle a la existencia todo su jugo. Esto requería vivir de una manera auténtica y espontánea: cada uno debía vivir su vida y vivirla a su manera, según fuera surgiendo de su propio interior, siguiendo sus propios anhelos y deseos. Vida y personalidad debían conjugarse en una síntesis original e indivisa. Esta visión ha traído consigo muchos avances y descubrimientos (en la pedagogía, en la psicología, en el mismo desarrollo personal), porque ha centrado la atención no en las exigencias y obligaciones que la sociedad nos reclama (es decir, ya no se define la personalidad por el papel social que desempeña), sino en la realización personal de cada uno.

    Pero también ha traído consigo, de una manera más o menos consciente, la idea de que la reflexión sobre lo que cada uno decide o hace resulta innecesaria, e incluso un obstáculo, porque quita espontaneidad y naturalidad a la hora de vivir. Pensar supone plantearse la finalidad de mis acciones (el porqué y el para qué), prever las consecuencias, entender la coherencia de mis actos, valorar los compromisos adquiridos, etc., y todo esto puede entenderse como un freno a la propia libertad, a la espontaneidad de cada momento.

    En el orden social, esto ha sido corregido en los últimos años por una serie de medidas. Se ha visto la necesidad de respetar unas normas sociales de convivencia (y así ha sido entendido y asumido por las últimas generaciones), y se han desarrollado unos medios de control social (aumento de las reglas, crecimiento de la vigilancia, otorgar más peso a la reputación) que son tan pacíficamente aceptados como necesarios. Hemos entregado muchas libertades para asegurar la tranquilidad y la seguridad social. Por esto, el ámbito privado se ha convertido en el único reducto de libertad que nos queda, y por eso lo defendemos como se defiende la propia independencia personal. Pero la reflexión (pensar las cosas que vivimos) sigue siendo ajena a esa dimensión privada de nuestra existencia, donde parece que solo importa la espontaneidad del propio crecimiento, la naturalidad del flujo de nuestras experiencias.

    Pero llegados a este punto, cabría hacerse una pregunta: ¿podríamos ser felices sin ser conscientes de lo que nos hace felices? Cuando vivimos algo, ¿lo podríamos sentir plenamente si no somos conscientes de qué estamos viviendo y por qué lo estamos viviendo?

    Podemos comprobar en qué medida nuestras vivencias reclaman reflexión al considerar nuestra manera de reaccionar ante una experiencia o un momento de felicidad: lo que hacemos precisamente es volver (reflexionar) una y otra vez a esa experiencia, darle vueltas en nuestra cabeza. La repasamos en nuestra memoria y en nuestra imaginación, intentando desentrañar todo lo que nos ha pasado ahí. «Sin repetir la vida en la imaginación, no se puede estar del todo vivo; la falta de imaginación impide que las personas existan»².

    Es decir, al pensar en nuestras propias experiencias, lo que buscamos es precisamente enterarnos de lo que nos pasa y de lo que hacemos. Esta expresión resulta significativa: enterarse es tener algo por entero. Si nuestra percepción de lo que nos sucede o de lo que sentimos resulta confusa, eso mismo que nos sucede o sentimos lo notamos –lo vivimos– de una manera confusa y parcial. Por eso nuestros sentimientos y nuestras vivencias reclaman una reflexión, alcanzar una claridad significativa: las queremos sentir por entero.

    Esto nos lleva a la conclusión de que el pensamiento no resulta algo alienante, no es una instancia ajena a mí que reprime mis impulsos para salvaguardar un orden social. Es verdad que muchas teorías psicológicas se mueven en estas coordenadas alienantes (por ejemplo, el mismo Freud, y su teoría psicológica, ha calado mucho en nuestra mentalidad). «Guíate por la razón y no por tus sentimientos», es un consejo muy frecuente, pero un consejo mal planteado.

    Lo que hace la razón no es medir o reprimir desde fuera nuestras vivencias, sino leer en esas vivencias y en esos sentimientos su significado, aquello que esa experiencia me está diciendo a mí. Porque cada realidad es vivenciada de una manera particular por cada persona, significa algo específico para cada uno. Cada momento, cada situación, trae consigo un mensaje; todo encuentro significativo con una realidad concreta supone un descubrimiento personal. Identificar el contenido de ese mensaje, comprender en qué consiste ese descubrimiento, es lo que le pedimos a la razón. «La razón traslada las cosas del lugar oscuro al lugar iluminado de mi mente»³. Mediante la razón nos aclaramos de aquello que estamos viviendo cada uno.

    Las vivencias y los sentimientos poseen en sí mismos un significado: me están diciendo (con un lenguaje emocional) qué es esa realidad para mí, qué lugar ocupa en mi vida, qué tipo de respuesta me reclama. El sentimiento o vivencia personal es el punto donde la realidad concreta (con sus cualidades específicas, aquello que la hace ser esta realidad y no otra) conecta con mi intimidad única e irrepetible. Lo que siento y lo que vivo me indican dónde estoy en la existencia, de dónde vengo y adónde voy. Pero para entender ese significado y para conectarlo con toda la realidad de mi vida, necesito pensarlo. Y para pensarlo bien, necesito aprender a pensarlo.

    Ahora bien, esta reflexión no se da de una manera inmediata. Sentir y vivir sí que constituyen acciones inmediatas: las realizamos sin más, espontáneamente. Pero pensar en la propia vida es algo para lo que se requiere un aprendizaje y una experiencia acumulada: se precisa una referencia externa. Es por esto que muchas veces nos puede parecer que el pensamiento viene de fuera, que es algo ajeno a nuestra intimidad. Pero en realidad es algo tan íntimo a nosotros como nuestros propios sentimientos.

    ¿Y esto cómo se consigue? Toda reflexión reclama, como vimos, una referencia externa. Pero esa referencia no puede consistir en una serie de conceptos o de normas que expliquen de manera teórica nuestras vivencias. Explicar desde fuera lo que vivimos (como si fuera un caso de…), o pretender simplemente que se ajuste a unas normas (a una moral, a unas costumbres), no deja de parecernos algo alienante. La referencia externa debe ser (para no incurrir en alienación) algo preconceptual y anterior a toda norma o teoría⁴. Y precisamente esto es lo que encontramos en la cultura y en el arte.

    La cultura y el arte, en sus diversas manifestaciones, nos presentan un riquísimo bagaje de experiencia acumulada. Al leer un relato o un poema, al visualizar una película, al escuchar una canción, al contemplar un cuadro, o también al observar la vida de las personas que me rodean, voy descubriendo (de una manera más o menos consciente) una serie de referencias para mis propias vivencias: «esto es lo que siento yo, o lo que me está pasando, o al menos se parece».

    Es decir, la cultura funciona como un espejo en el que podemos vernos más o menos reflejados, donde podemos reconocer el sentido y el alcance de nuestras propias experiencias: nos ofrece un ámbito de reflexión en el que podemos reconocer lo que nos pasa. Sin esta reflexión, nos sería muy difícil entendernos a nosotros mismos. A un ser humano que viviera aislado y que no hubiera visto ningún ejemplo de lo que es un sentimiento de amistad, le costaría mucho descifrar ese sentimiento cuando despertara en él, no podría medir del todo su alcance y sus connotaciones, le resultaría complejo expresarlo, y no lo viviría plenamente.

    La cultura consiste en una reflexión acumulada, en experiencias interpretadas por la razón, que guían mi propia reflexión. Me permite extender el horizonte de mis propias experiencias. De ahí la importancia de elegir bien esos espejos culturales: acudir a pensadores, artistas y a ejemplos que hayan ahondado en la vida, que aporten algo significativo, y no a aquellos que solo buscan un objetivo comercial o la simple diversión.

    En definitiva, podríamos afirmar que lo sentido o vivido que no ha sido pensado personalmente no se termina de sentir por completo, permanece oscuro y tosco en nuestra sensibilidad, aislado de otras dimensiones de nuestra existencia: se queda en estado embrionario. Solo el pensamiento (pero un pensamiento que no recurre a un concepto previo o a una norma, sino que mide la experiencia a la luz de otras experiencias, que interpreta la realidad pegado al terreno, midiendo palmo a palmo el campo de esas experiencias) puede alumbrar la vida y darle toda su dimensión y todo su sentido, nos permite desarrollar en plenitud nuestras vivencias.

    Por otra parte, la reflexión y la cultura nos ayudan a integrar nuestras experiencias y nuestras reacciones en horizontes de sentido más amplios⁵. Si encuadro la amistad concreta que ahora siento por una persona en un marco más profundo y rico (la historia de grandes amistades, los mayores gestos de amistad, las reflexiones sobre lo que la amistad es), valoraré esa amistad que vivo de otra manera, encontraré posibilidades nuevas de progreso, ahondaré en el sentido que le puedo dar. Es decir, sentiré esa amistad en toda su riqueza.

    Pararse a pensar en lo que vamos viviendo es una actividad humana imprescindible. Sin esta reflexión, los errores (en las reacciones, en las decisiones, en las valoraciones) serían inevitablemente frecuentes. Y lo peor es que no sabremos muy bien en qué nos hemos equivocado, ni por qué. Enterarse de lo que uno siente y vive nos da seguridad, aumenta nuestra convicción y nos permite vivir creyendo de verdad en lo que vivimos: aporta a nuestra vida la imprescindible capacidad de apasionarnos, es decir, de sentir las cosas por entero.

    Y esto es lo que permite que se vaya desarrollando plenamente la personalidad de cada uno, que vida y personalidad se integren en una unidad coherente, indivisible y llena de significado.

    Para seguir leyendo

    C. S. Lewis, La abolición del hombre, Encuentro, Madrid 2007.

    Ch. Taylor, Ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 1994.

    D. de Rougemont, Pensar con las manos, EMESA, Madrid 1977.

    L. Polo, Quién es el hombre, Rialp, Madrid 1991.

    Notas


    1. Licenciado en Periodismo y doctor en Derecho Canónico por la Universidad de Navarra. Actualmente es profesor de Antropología en la Facultad de Comunicación de esa universidad.

    2. I. Dinesen, citado por H. Arendt, Hombres en tiempo de oscuridad, Gedisa, Barcelona 1990, p. 83.

    3. C. S. Lewis, The Pilgrim’s regress, Collins, Glasgow 1987, p. 87.

    4. Cfr. H. Dreyfus y Ch. Taylor, Recuperar el realismo, Rialp, Madrid 2016, cap. 4.

    5. Cfr. Ch. Taylor, Ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 1994, p. 75.

    3. Claudia E. Vanney¹

    ¿Cuál es el mejor camino para conocer a la persona humana?

    ¿Quién es el hombre? La capacidad de reflexionar sobre uno mismo y sobre los demás es un indicio de la unidad existencial que nos da ser personas. ¿Pero qué significa ser persona? Hace unos años que esta pregunta ha dejado de ser solo un interrogante existencial o una inquietud filosófica para convertirse también en objeto de la investigación científica.

    El desarrollo de las ciencias del cerebro se ha convertido en uno de los fenómenos más importantes de las últimas décadas. Aunque todavía falta un largo camino para lograrlo, las innovaciones en el plano molecular y celular auguran, por ejemplo, una mejora en la prevención y tratamiento de las enfermedades cerebrales, como la enfermedad de Alzheimer. Sin embargo, aunque la neurociencia explica mucho, comprender con profundidad a la persona humana requiere también otros abordajes. Por un lado, no hay un único modo de «leer» los resultados de un escaneo cerebral, porque los datos de las mediciones solo adquieren significado cuando se los interpreta en un marco que les confiere sentido. Pero principalmente, porque no es fácil distinguir la causalidad respecto de una mera correlación, de manera que no es posible vincular directamente una explicación de la persona que apela a causas neurales con otra que busca motivos o razones.

    Parecería que para comprender al ser humano se requiere la contribución de muchas disciplinas. Pero ¿cómo se relacionan las distintas perspectivas? ¿Se contradicen? ¿Deben unas ser reemplazadas por otras? ¿Corren como por vías paralelas? ¿Es posible que se complementen?

    El conocimiento neurocientífico del hombre

    Los avances de la neurociencia poseen no solo una potencialidad terapéutica indiscutida, sino que también han permitido ahondar en el conocimiento del ser humano. Se ha avanzado, por ejemplo, en la identificación de la base neural de los estados de conciencia, y se han explorado aspectos no conscientes de la toma de decisiones, así como diversos condicionantes del actuar humano. Pero ¿son los datos neurobiológicos todo lo que podemos saber sobre el hombre?

    En términos generales, una explicación es considerada científica cuando puede ser comprobada empíricamente por distintos observadores. Las ciencias analizan la realidad con objetividad, separando el objeto bajo estudio del sujeto que lo examina. Los filósofos llaman a esta característica del método científico perspectiva de tercera persona, que es el enfoque propio de la neurociencia.

    Sin embargo, los procesos mentales son fenómenos de primera persona o fenómenos que solo son accesibles al sujeto en el que se dan. Tanto es así, que cuando un neurobiólogo vincula, por ejemplo, ciertas emociones a determinados circuitos cerebrales, puede hacerlo porque sabe por experiencia qué significan esas emociones. Es decir, en el estudio de los procesos mentales no es posible prescindir del conocimiento por experiencia del yo personal. Pretender pensar sin suponernos como sujeto es sencillamente imposible: el que piensa soy yo. 

    Como el yo personal no es medible en un laboratorio, su conocimiento se escapa o es irreductible a la perspectiva neurocientífica. Es decir, si aceptáramos únicamente las explicaciones de la neurociencia, asumiendo que solo somos nuestro cerebro, no existiría el yo. Por el contrario, si reconocemos la existencia de un yo, debemos asumir que entre lo cerebral biológico y la experiencia vivida por el sujeto no hay una continuidad explicativa. El cerebro y el yo se explican por caminos distintos, aunque cabe estudiar neuralmente la conciencia de la propia identidad, que no se localiza sino que se distribuye en varias áreas y circuitos del cerebro e implica diversos niveles.

    El estudio del ser humano abre así a una doble perspectiva no exenta de dificultades. En este sentido, las concepciones duales del ser humano (alma-cuerpo) se remontan a la Antigüedad, y surgieron asociadas principalmente a ideas religiosas y a la creencia en una vida después de la muerte. Para enfatizar la unidad del ser humano, la antropología cristiana comenzó a utilizar la noción de persona.

    En el pensamiento clásico, el elemento distintivo del alma humana era su condición intelectual. Pero en la Edad Contemporánea, la noción de alma fue poco a poco perdiendo importancia, siendo sustituida por la noción de mente. La noción de mente resalta el ámbito de todo aquello vinculado al yo según la propia consciencia, y cuya dimensión más radical es la voluntad. Así, el tradicional problema de la dualidad alma-cuerpo se suele conceptualizar actualmente en términos de mente-cerebro. Para iluminar la relación entre la mente y el cerebro se han utilizado metáforas diversas, como la del piloto en la nave o la del programa en la computadora. Pero estas metáforas tienen sus limitaciones porque, aunque señalan que la dimensión corporal no es la única relevante del ser humano, no expresan adecuadamente la unidad radical de la persona.

    El yo personal

    La persona humana es mucho más que su cuerpo. Tiene una existencia real para sí misma y para los otros seres humanos con los que coexiste. Cada hombre y cada mujer entiende naturalmente que es persona. La existencia humana está marcada por la experiencia de ser persona. Podríamos decir que mientras mi cerebro es algo, yo soy alguien. La persona humana es ese alguien con cerebro, mente, cuerpo, sensaciones, emociones, ideas, etc. La existencia personal se confirma cuando se considera la capacidad del ser humano de autoconciencia, de autorreflexión y la autoorganización de su vida en una biografía individual.

    La autoconciencia es la advertencia que la persona tiene de sí misma, de sus actos y de sus estados existenciales. Mientras permanecemos despiertos no solo advertimos el mundo que nos rodea, sino que también nos captamos a nosotros mismos, notamos, por ejemplo, que tenemos frío o hambre, si estamos contentos o tristes. Pero un ser inteligente es capaz, además, de autorreflexión. Una persona puede volver sobre sus propios actos psíquicos, profundizar en ellos o analizar sus contenidos. El ser humano es capaz, además, de desplegar el conjunto de acontecimientos que constituyen su vida al abrigo del orden y la unidad de la narración de su biografía individual.

    Toda persona psíquicamente sana sabe que existe, sabe quién es y qué hace. Pero este conocimiento no se adquiere solo mediante experiencias privadas. La idea que cada uno tiene de sí mismo se enriquece con el conocimiento que surge de la interacción con los demás.

    Relaciones interpersonales

    Conocernos como persona es descubrir que el otro también lo es. La percepción de otras personas no se limita a la visión de un cuerpo en su materialidad. Al ver el rostro de los demás advertimos que son otro yo, y que pasan por situaciones, exigencias y problemas similares a los nuestros. Pero el interior de una persona es inaccesible a los demás si no es expresado a través de gestos y palabras. La comunicación personal y social permite conocer a otras personas. La conversación es el acto directo y completo de la comunicación con el otro. Aunque los demás no pueden experimentar nuestros sentimientos, pueden compartirlos cuando los comunicamos. Estar cognitiva y emocionalmente conectado con alguien es experimentar al otro como persona. Las personas en diálogo pueden penetrar de alguna manera en la intimidad ajena.

    El conocimiento que se adquiere en las relaciones interpersonales se alcanza desde la perspectiva de segunda persona. Esta perspectiva es la propia de la relación entre los estados mentales de un yo y un tú. La perspectiva de segunda persona lleva a reconocer que el yo personal no es un absoluto, porque también hay un tú, que es otro yo distinto al mío.

    Reduccionismo, idealismo subjetivista e identidad social

    Como hemos visto, el estudio del ser humano se puede abordar desde las perspectivas de primera, segunda y tercera persona. Siempre que una realidad es susceptible de diversas perspectivas, una mirada que excluya a las otras distorsiona esa realidad. A lo largo de la historia diversas corrientes del pensamiento han enfatizado solo uno de estos enfoques, olvidando los demás.

    La consideración exclusiva de la perspectiva de tercera persona es propia de la objetivación científica que, cuando se la considera con exclusividad excluyendo otras consideraciones, se vuelve reduccionista. Para estas posiciones solo existen los objetos verificables empíricamente, estudiados por las ciencias naturales. Excluyen así todo lo que sea extraño al ámbito físico, como Dios, los pensamientos y también realidades metafísicas como la esencia de las cosas, o los valores. Por esta razón, proponen reducir a su substrato físico todas las realidades humanas que no parecen ser únicamente materiales, como las ideas, las intenciones, la libertad o el yo. Llaman a esta operación naturalización.

    Tomar la perspectiva de primera persona como la única válida es una característica de algunas formas de idealismo y de subjetivismo. El idealismo tiende a hacer de la conciencia un principio absoluto. En la filosofía moderna ha habido diversos intentos de hacer de la conciencia el fundamento absoluto del ser. Se la ha considerado, por ejemplo, como el primer principio epistemológico para construir a partir de ella toda la filosofía. Pero si se admite que solo tenemos certeza de la propia conciencia se cae en el solipsismo, que es considerar que solo existo yo con mis pensamientos, de manera que los demás se transforman en hipótesis o en una realidad incorporada a mi subjetividad.

    Por el contrario, cuando se exalta demasiado la perspectiva de segunda persona se corre el riesgo de olvidar el carácter individual de cada persona. Para algunas corrientes, por ejemplo, la identidad personal es resultado de la sociedad y de la cultura en la que a uno le ha tocado vivir. La identidad social sería así el resultado de definir el yo desde la pertenencia a una determinada categoría social. Cuando la conciencia de grupo (el nosotros) prevalece sobre el individuo, la noción de persona se oscurece. Si esta postura se lleva al extremo, el sujeto se identificaría por completo con sus roles sociales, disolviéndose en la red de relaciones socioculturales.

    El desafío de la interdisciplinariedad

    Son muchas las disciplinas que contribuyen actualmente a un mejor conocimiento del ser humano. La neurociencia, la fisiología, la psiquiatría, la psicología son algunas de las disciplinas científicas, hoy en continuo avance. El estudio de la persona humana nos pone así frente al desafío de la interdisciplinariedad, porque hay en la persona tres dimensiones inseparables: la somática o neurofisiológica, la psíquica y la metafísica.

    Para estudiar al ser humano la investigación científica utiliza diversos métodos, mediante los cuales accede a una multiplicidad de conocimientos específicos neurofisiológicos y psicológicos, con la potencialidad de orientar las distintas terapias y tratamientos médicos. Pero la existencia de una multiplicidad de métodos específicos también revela la finitud y la limitación de la investigación científica. Las ciencias no permiten captar intuitivamente la naturaleza del ser humano, porque aspiran a ahondar en aspectos específicos. Por esta razón, los científicos necesitan realizar un paciente esfuerzo, considerar el saber y la experiencia acumulados a lo largo de siglos, y valorar adecuadamente los avances y retrocesos propios de toda investigación cuando intentan responder quién es el hombre. La mirada pragmática de las ciencias se distingue de la mirada teorética o contemplativa de la filosofía. La mirada pragmática se agota en la utilidad de una determinada cosa, mientras que la filosófica se pregunta directamente por su naturaleza o esencia, por el lugar que ocupa en el universo, por cuál es su sentido y cómo se relaciona con el resto de las cosas que son. La mirada filosófica es examinadora, pero respetuosa de la realidad. No aspira en primera instancia a obtener un beneficio, sino que se satisface dejando ser a la cosa lo que es.

    Sin embargo, toda ciencia se prolonga naturalmente en una sabiduría. El espíritu humano se define por su apertura a la totalidad. La curiosidad humana es insaciable y tiene como horizonte el infinito mismo. La búsqueda de principios fundamentales y de un sentido responde a una profunda necesidad del corazón humano, manifestando su tendencia hacia la sabiduría. El desarrollo racional y sistemático de las cuestiones sapienciales es el ámbito propio de la filosofía, y alcanza su punto culminante en el estudio del ser humano.

    Para seguir leyendo

    J. J. Sanguineti, Neurociencia y filosofía del hombre, Palabra, Madrid 2014, pp. 13-32.

    J. J. Sanguineti, El conocimiento humano. Una perspectiva filosófica, Palabra, Madrid 2005, pp. 149-176.

    Contenidos multimedia: Videos «Perspectivas sobre la persona». http://www.austral.edu.ar/cerebroypersona/es/videos/perspectivas-sobre-la-persona/189

    Notas


    1. Licenciada y Doctora en Física por la Universidad de Buenos Aires y Doctora en Filosofía por la Universidad de Navarra. Desde el 2011 dirige del Instituto de Filosofía de la Universidad Austral, desde donde promueve proyectos de investigación interdisciplinares de ciencias, filosofía y teología.

    I Parte

    La Naturaleza y el hombre

    4. Francisco José Soler Gil¹

    ¿Hay alguna relación entre el hombre y el cosmos o se trata de realidades desconectadas?

    La idea de que el hombre en cierto modo es un microcosmos, es muy antigua: la encontramos tanto en pensadores tempranos de la tradición filosófica occidental como en las tradiciones más importantes de pensamiento oriental. (En Occidente, la concepción del hombre como un microcosmos y del cosmos como una especie de macro-organismo viviente se remonta al menos hasta Platón; en China, la acción armónica humana como participación y reflejo de la armonía cósmica aparece, por ejemplo, en obras clásicas del pensamiento confuciano; y también en el pensamiento indio, entre otros, se explicitan enlaces entre los procesos humanos y cósmicos).

    El carácter de microcosmos del hombre es entendido unas veces en el sentido de que el cuerpo humano reproduce de alguna manera (o hasta cierto punto) en pequeñas dimensiones la complejidad y la estructuración de la totalidad del universo, mientras que en otras ocasiones lo que se quiere es subrayar que hay una especie de conexión entre la actividad cósmica y la actividad humana.

    Por supuesto, estas ideas son muy generales, y han sido expuestas en numerosas variaciones, más o menos imaginativas.

    De particular interés para la antropología actual es el hecho de que también en las ciencias naturales se encuentran indicios de una profunda interrelación entre procesos o aspectos en la escala del individuo humano –o más concretamente del cuerpo humano– y procesos o aspectos estructurales de mayor escala en la naturaleza.

    Un ejemplo, en el campo de la biología, son las conexiones entre aspectos del desarrollo embrionario y etapas en la historia evolutiva. Bien es cierto que la hipótesis extrema en esta línea, la denominada «teoría de la recapitulación», formulada en 1866 por Ernst Haeckel, y según la cual «la ontogenia recapitula la filogenia», se considera hoy por hoy desacreditada. Pero, en cambio, se constata que, por lo común, las estructuras orgánicas que aparecieron antes en la historia evolutiva aparecen también antes en el desarrollo embrionario.

    Pero quizás más interesantes aún son las ligaduras existentes entre la existencia del hombre y muchos detalles muy particulares de las leyes de la naturaleza (y por tanto, de la estructura general del cosmos). Pues resulta que, a lo largo del siglo xx, pero sobre todo en las últimas décadas, se ha ido poniendo de relieve, cada vez con mayor nitidez, que a poco que la combinación de leyes físicas y constantes de la naturaleza hubiera sido ligeramente diferente a como de hecho es, el cosmos constituiría un sistema físico del todo hostil al desarrollo de la vida. Esta observación se refiere al desarrollo de la vida en general, pero vale muy en particular por lo que toca al desarrollo de formas de vida como la humana, que, debido a su complejidad, requiere un entorno físico mucho más específico aún que el necesario para el desarrollo de formas de vida más simples. Al hecho de que la naturaleza se comporte siguiendo justo una de las (al menos en apariencia) escasas combinaciones hospitalarias de leyes y constantes, se le suele denominar el «ajuste fino» del universo.

    Uno de los más relevantes estudios que ayudaron a establecer el caso del ajuste fino fue, por ejemplo, el de la nucleosíntesis estelar de los elementos, a partir de mediados del siglo xx. En concreto, el análisis del proceso que conduce a la síntesis en las estrellas del carbono y el oxígeno (elementos básicos para la vida). Las peculiaridades de las leyes y las constantes de la naturaleza descubiertas están relacionadas en este caso concreto con el origen de toda forma de vida basada en el carbono. Pero hay que tener en cuenta además que la evolución de estructuras tales como el cerebro humano requiere que los procesos de nucleosíntesis estelar permitan la existencia de estrellas estables durante varios miles de millones de años. Y esa condición reduce aún mucho más el conjunto de estructuras de leyes y constantes de la naturaleza compatibles con la existencia del hombre.

    Por lo demás, los estudios relacionados con los detalles de la nucleosíntesis estelar de los elementos suponen, como es natural, la existencia de las estrellas. Pero este dato, por su parte, depende de otros aspectos particulares de la física del cosmos, como por ejemplo, el valor de la constante cosmológica, la dimensionalidad de las leyes de la naturaleza, etc.

    Por tanto, existe una primera conexión clara entre el hombre y el cosmos. A saber: que las estructuras que constituyen el cuerpo humano solo pueden existir gracias a que el conjunto de leyes y constantes de la naturaleza posee unos rasgos muy particulares.

    Pero hay además una segunda conexión: que el cerebro humano constituye el sistema más complejo que se conoce en todo el cosmos. (No quiere decir esto, por supuesto, que no puedan existir otros sistemas más complejos y que aún no hemos descubierto. Pero en todo caso, aunque haya en algún lugar del universo tales entidades, seguirá siendo cierto que el cerebro humano, y por tanto el cuerpo humano, es uno de los sistemas más complejos).

    Intuitivamente es fácil hacerse una idea de qué pueda ser eso de la complejidad: se trata de un parámetro con el que expresamos el grado en el que un sistema está constituido por a) más o menos componentes, b) más o menos diversos, c) más o menos relacionados entre sí, y que forman d) una red más o menos capaz de reaccionar a su entorno, adaptándose y autoorganizándose. Cuanto mayores sean estos cuatro factores, mayor será la complejidad estructural de un sistema, y viceversa.

    Ciertamente, el intento de precisar esta idea intuitiva en una teoría de los sistemas complejos ha resultado una tarea ardua. De manera que no es injusto decir que aún nos hallamos en los comienzos de esta ciencia.

    Uno de los problemas con los que se enfrentan aquí los especialistas es que, a diferencia de magnitudes físicas como la fuerza o la energía, que se definen unívocamente, pueden ofrecerse formalizaciones distintas de la complejidad, que, respondiendo todas ellas a la intuición general expuesta arriba, difieren en bastantes aspectos importantes. Y así se habla de complejidad algorítmica, complejidad fractal, complejidad de grafos, etc.

    Sin embargo, parece haber unanimidad en la consideración de que el cerebro humano es el sistema más complejo del universo conocido. Para entender por qué esto es así, puede resultar útil comparar dos sistemas físicos muy diferentes, pero que

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